EL ABORTO DE LA INTELLIGENTZIA NATIVA
Cuando transitando del siglo XIX al XX, el novelista
ruso Piotr Boborykin popularizó el término intelligentzia para referirse
a cierto tipo de intelectual inconformista, no imaginó nunca que en nuestros
pagos el término sólo podría aplicarse a los inconformistas con la sensatez y
la veracidad. A esas legiones del pensamiento único, bien rentadas y mejor
promovidas, caracterizadas por el innoble arte de hacer pasar por cultura lo
que es macaneo, y por ciencia lo que no resulta sino tarada nadería.
Lo mismo se diga del malaventurado Theodoro Geiger, estratificando a los
miembros de la intelligentzia como pensantes proyectados sobre el poder.
De no haber muerto en 1952, habría constatado que, en la Argentina del presente,
la intelligentzia come y engrosa del poder, por cierto; se nutre de la
corrección política oficial, oronda, estulta e impune siempre. Pero lo de pensantes
es una categoría que excede con holgura a quienes la representan. Apenas si
podríamos catalogarlos como vulgares vendedores de patrañas, y esto para no
faltar al destratado decoro idiomático.
A sendas reflexiones nos llevó la lectura dominical del suelto “Abortos
anteriores y posteriores”, obra de Rodolfo
Braceli, y publicado por La Nación Revista, nº 2162, del 12 de
diciembre de 2010, en las páginas 78
a 82. Porque pocas veces se aúnan tan armónicamente en
un solo y desaliñado exabrupto, el infundio y la ignorancia, la desvergüenza del
zote y la insidia del impío.
TRILLADOS
SOFISMAS
Preñado de
lugares comunes, de incongruencias y de baratijas emocionales, Braceli ataca a
quienes se oponen al aborto porque —según su sesera— gritan “la vida es
sagrada […] pero nada dicen de la sagrada Vida [mayusculado en el
original] de la madre que entrega el cuerpo y el corazón del alma en ese
desgarramiento”.
De no haberse usado en vano la aludida mayúscula, tendríamos entonces dos
clases de vida. Una menor y profana, la del bebé, a cuyo exterminio llama
“interrupción del embarazo”, y otra mayor y sacra, la de la madre que aborta.
Es curiosa esta explícita demarcación de desigualdades en quien principia por
declarar su apoyo al “matrimonio igualitario”. Dos sodomitas pueden tener la
“igualdad” conyugal ideológica que la naturaleza les niega, pero la madre que
decide abortar y su víctima no tienen el mismo rango ontológico que la
naturaleza les concede. El “desgarramiento del cuerpo” de la criatura indefensa
destrozada, no merece mención. El de la madre sí. Ha llegado la hora maniquea y
trágica de sufrir por los victimarios y descalificar a los custodios de las
víctimas.
Tampoco se entiende bien a qué alude el escriba con lo de “la madre que
entrega el cuerpo y el corazón del alma en ese desgarramiento”, pidiendo
hacia ella la conmiseración que —siempre según su parcializada testa— no
tendrían los grupos pro vida. A juzgar por una frase anterior: “la decisión
siempre desgarradora de interrumpir un embarazo”, el desgarramiento aquí
aludido y convertido en objeto de piedad, es el acto de cometer el filicidio.
Algo así como si dijéramos que los abogados defensores de los asesinados por un
descuartizador serial “enarbolan” el “argumento absoluto” de que “la vida es
sagrada”. Pero callan ante el desgarramiento sufrido por el
descuartizador, que pone todo su corazón y su alma en tan fatigoso empeño, y
que a veces incluso puede salir lastimado, sea porque la víctima tiene el tupé
de resistirse, o por un mal cálculo de los filosos cuchillos.
Pero está desactualizado Braceli. Si hubiera leído la tenebrosa nota publicada
en Perfil el pasado 5 de diciembre, justo una semana antes de la
aparición de la suya, titulada “Famosas cuentan sus historias sobre el
aborto”, habría advertido que aquello de “entregar el cuerpo y el
corazón del alma en ese desgarramiento” es una antigualla propia de los
tiempos en los que existía el remordimiento o el temor de Dios.
Superados ahora tales tabúes —y superadas al parecer las mismas
penalizaciones que rigen para quienes cometen un delito y lo confiesan
ostensiblemente— las nuevas estrellas del aborto no manifiestan ningún
“desgarramiento” al proclamar su homicidio. Antes bien, cuentan su experiencia
con la misma frescura del que narra que ha tenido que concurrir al dietista
para que le ayude a quitarse algunos lípidos sobrantes. “Ninguna se
arrepiente, y se exponen en pos de apoyar el derecho a decidir”, es la
conclusión de las dos periodistas que hilvanaron las declaraciones de las
brutales y salvajes hembras.
El otro argumento braceliano —y eje de su regüeldo— es que quienes se oponen al
aborto “nada dicen de los otros abortos, los posteriores. Los convalidan
mediante la complicidad del silencio y la indiferencia”. Y como el lector
perplejo puede preguntarse a qué ha dado en llamar aborto posterior este
cernícalo de la neoparla progresista, la respuesta llega con una detallada
aunque no exhaustiva lista. La misma incluye desde “la desnutrición
cerebral” y “la bala fácil” hasta el “misil que despedaza una
escuela”, pasando por “el analfabetismo”, “la frivolidad”, “la guerra
preventiva” o “la indiferencia ferozmente egoísta”, sin olvidarse, claro, del “aborto posterior” que se
comete “cuando se tortura y se mata y se desaparece y encima se deja al
muerto sin la identidad de la sepultura”. Ya se sabe que el Proceso tuvo la
culpa del Diluvio y la tendrá del Apocalipsis.
Si el primer argumento de Braceli constituye el típico sofisma ad
misericordiam (consistente en mover el sentimiento de lástima hacia quienes
merecerían una sanción, para disimular sus culpas, en un giro extra-lógico como
lo llama Alexander Bain); el segundo es la típica falacia de cambio de asunto, ya
reprobada por Aristóteles bajo el nombre de exo tou prágmatos, esto es,
argumento no atinente o extraño a la cuestión en debate.
Lo haremos sencillo para que Braceli lo capte. Planteándose como se plantea la
bondad o la maldad de la legalización del aborto, ¿qué tienen que ver la
desnutrición cerebral, el analfabetismo, la insolidaridad, el gatillo fácil, el
belicismo yankee o la desaparición de personas? Segundo. Supuesto tengan que
ver , y que la semántica sea tan laxa y tan traslaticia que, a partir de ahora,
serán considerados “abortos posteriores” todos estos casos que enumera,
¿por qué —y en pertinente asociación analógica— la nómina no incluye a los
asesinados por los delincuentes que el garantismo protege y libera; a las miles
de víctimas fatales de la guerrilla marxista, o a los policías barridos por la
guerra social cruelmente en marcha, patrocinada por el actual gobierno? ¿Por
qué su lista maniquea y facciosa —que contiene muertes espirituales e
intelectuales y no sólo corpóreas— se cierra sin mencionar la letalidad de la
descristianización compulsiva de las costumbres, de la cultura y de las leyes?
¿Por qué si “hay aborto posterior cuando se convalidan tantas
barbaridades”, dejar afuera de las mismas los múltiples atropellos a la
lógica y a la verdad cometidos a mansalva por estos genuinos bárbaros de la intelligentzia?
No hemos dicho todo. El primer sofisma de Braceli parte de la arbitraria base
de que quienes se oponen al aborto se desentienden de la madre que aborta. Nada
más falso, como surge de las múltiples recomendaciones doctrinales y de las no
menos acciones concretas de asociaciones cristianas Pro Vida, empeñadas en
predicar la ilegitimidad del aborto con el lema de que en él siempre muere por
lo menos una persona. Una razonable familiariedad con estas aludidas
asociaciones podría haberle evitado el escarnio de propagar estupideces.
El segundo sofisma intenta sostenerse en un burda petición de principios, según
la cual, los que se oponen al aborto “nada dicen de los otros abortos, los
posteriores; los convalidan mediante la complicidad del silencio y de la
indiferencia”.
Braceli no quiere decirnos a quiénes se refiere, pero no cuesta mucho
colegirlo. Los malos de esta comedia co escrita con Manes son los
católicos. Los impolutos, una vez más, la nueva y deificada clase de los
progresistas. Pues bien; repasen él y sus lectores la nómina de los “abortos
posteriores” que trae a colación, y
encuéntrese un solo documento de la
Iglesia a favor de la desnutrición, del gatillo fácil, del
analfabetismo, de las guerras preventivas, de las sepulturas sin identidad o
del mal que se le ocurra mencionar. Hagan el
ejercicio inverso y se llevarán la sorpresa de encontrarse con que los mismos
que repudian el aborto abominan de muchos más casos de “abortos posteriores”
que los que antojadizamente menciona el notero. Y hágase incluso un tercer
ejercicio, y se encontrará a la
Iglesia como el blanco más emponzoñadamente apuntado y dañado
por los artífices mundialistas de “abortos posteriores”.
Aclárese al fin que si Braceli quiere amontonar en su bolsa a católicos y
procesistas, no cuente conmigo y con los muchos que delimitamos los campos
otrora y ahora. Y esto, no sólo porque repudiáramos el “aborto posterior”
de desaparecer a quien fuere, si no porque lo que deseábamos fervorosa y
explícitamente es que que los guerrilleros fueran ajusticiados en público y de
un modo ejemplar por un gobierno soberano, y no "chupados"
clandestinamente siguiendo las órdenes de un generalato liberal.
PACIFISMO
RAMPLÓN
Párrafo aparte merece una burrada descomunal de
Braceli. Es aquella según la cual, uno de los peores “abortos posteriores”
sería el cometido por quienes “le roban atribuciones al Dios que dicen
venerar, implementando la pena de muerte”. Y sin cansarse de hacer
papelones agrega: “¿cómo compatibilizan los antiabortistas su amor a la vida
con la aceptación de la pena capital? ¿Están ciegos o se tapan los ojos?”
Si Braceli, en vez de estudiar a Nicolino Locche, a Mercedes Sosa, al fútbol
—según declara orondo en su propia web— se hubiera consagrado a leer
—digamos menos: a ojear— a los representantes de la Patrología o de la Escolástica, y aún
menos, al Catecismo de primeras nociones o a un simplísimo manual de
moral cristiana, se hubiera evitado esta ignorancia cósmica.
Porque la respuesta a su objeción es sencillísima. El Dios que veneramos es el
que nos enseña la legitimidad y la justicia de la pena de muerte, 55 veces
contadas en el Antiguo Testamento, y no menos de 6 en el Nuevo Testamento. El
Dios que veneramos es el que nos manda a distinguir en el Libro del Éxodo
entre la muerte de un inocente y la de un culpable, y a través de todo el
corpus escriturístico y del Magisterio, entre la justicia de que la autoridad
siegue la vida de quien delinque, dadas ciertas condiciones, requisitos y
circunstancias, y la siempre injustificable decisión de matar a un
inocente.
El debate sobre la pena de muerte puede tener y tiene más de un punto
discutible. Pero ninguna incompatibilidad hay en quienes piden esta sanción
extrema y claman a la vez categóricamente contra el aborto. Pues en el primer
caso se trata de una facultad que puede tener la autoridad legítima para
resguardar el bien común de quienes delinquen probadamente. Facultad,
repetimos, que sólo se concede dadas ciertas condiciones, requisitos y
circunstancias extremas. Y en el segundo caso, se trata de maldecir
la legalización del conjetural derecho de asesinar a un ser indefenso y
carente de toda culpabilidad. ¿“Están ciegos o se tapan los ojos” que no
quieren ver las diferencias?
EL ANTIRROSISMO EN ACCIÓN
Una postrera ridiculez le faltaba a la saga braceliana, y como está escribiendo
en los feudos mitristas, qué mejor que inspirarse en los tópicos gastados y
enlodados de la historia oficial. Si cómo decía un cómico ahora demodé,
“total la gente qué sabe”.
Llegan entonces unos larguísimos y cursis parrafetes dedicados a repudiar el
fusilamiento de Camila y Ladislao, ocurrido “el 18 de agosto de 1848, en un
sitio de la Argentina
que todavía se llama Santos Lugares”.
El imperdonable crimen —“muerte contra natura” lo llama, quien no
debería creer en algo tan retrógrado como la contra-naturaleza— lo estremece
más de la cuenta, no sólo porque Rosas le puso fin a un amor prohibido (“el
amor de los amores” lo califica, sin inocencia lingüística), sino “porque
ella, al momento de ser apresada y sentenciada, estaba bien preñada, poniéndose
gruesa como diosmanda”. Devenido súbitamente en ginecólogo de nuestra
historiografía, el escriba, que a esta altura del relato “todavía se llama”
Rodolfo Braceli, nos regala una asombrosa precisión: lo de Camila fue un “aborto
en gestación, a los tres o cuatro meses de vida”. Todo esto “fue
comunicado para amortiguar la sentencia. Pero la sentencia igualmente se
cumplió. Y a morir los tres”.
El estrambote del libelo es francamente antológico; quiere decir que no debería
faltar en ninguna antología de la canallada. No conforme con haber
inventado lo del embarazo de Camila, hace hablar al presunto hijo fusilado, y
resulta que se trata de un bebé zurdo, librepensador y kirchnerista. Así,
la tierna criaturita de ficción matada por Rosas, empieza por celebrar el
pecado de sus padres, continúa cuestionando el celibato, la Ley de Dios y la santa
madreiglesia (con minúsculas); se alegra de que “la cruz que le han
puesto entre sus manos” a su mamá “se le cae y no intenta levantarla, y
las manos ya libres de cruz las pone sobre su vientre”; para terminar
lamentándose de todo lo que quedará trunco en su vida, como por ejemplo,
enterarse de “cómo iba a ser el grito aterrado de un desaparecido”. No
hay dudas; Camila y Ladislao habían engendrado a Marcos Aguinis o a Federico
Andahazi, o a Hebe de Bonafini, o tal vez en próximas lucubraciones Braceli nos
informe que eran rubicundos trillizos.
LA MENTIRA DEL EMBARAZO DE CAMILA
O’GORMAN
Lo del embarazo de Camila fue una fábula, urdida por los unitarios para agravar
la calumnia de la “inmisericordia del déspota”, una vez que el
ajusticiamiento se consumó. Primero habían adoptado otra estrategia consistente
en pedir la pena máxima para los concubinos, a efectos de que quedara en
evidencia “la horrible corrupción de las costumbres bajo la tiranía
espantosa del Calígula del Plata”. Así escribía, por ejemplo, El
Mercurio del 3 de marzo de 1848, periódico enemigo de Rosas. También es
posible que la versión del embarazo haya sido blandida por Manuelita para
intentar trocar el castigo capital en otro más leve. Y es muy posible asimismo,
que la versión del embarazo, o haya sido una treta de Camila para convencerlo a
su amante de huir y vivir juntos, o haya existido de veras y se perdiera
accidentalmente en las peripecias de la fuga y la captura. Pero una cosa parece
probable: al tiempo de la muerte el tal embarazo no existía.
La afirmación no surge solamente de la documentación aportada por Antonino
Reyes (cfr. Manuel Bilbao, Vindicación y Memoria de Don Antonino Reyes,
Buenos Aires, Freeland, 1974), sino de la simple cronología de los hechos.
Veámoslo.
Cuenta Adolfo Saldías, amparado en su indiscutible archivo de primera mano, que
“un día de diciembre de 1847, Camila le balbuceó a su amante que se sentía
madre. Y a impulsos de la fruición tiernísima que a ambos les inspiró el
vínculo que los ligaba ya en la tierra, resolvieron atolondradamente irse de
Buenos Aires” (cfr. Adolfo Saldías, Historia de la Confederación Argentina,
Buenos Aires, Orientación Cultural, 1958, vol. VIII, p. 147).
El 12 de diciembre de 1847 se produce la fuga aparejada a la decisión de
vivir juntos, decisivamente motivada por la certidumbre de la maternidad.
Es decir que la señorita O’ Gorman llevaba como mínimo —mínimo— un mes y medio
de gestación para poder sospechar su estado y decirle al cura que “se sentía
madre”. No tenemos el ecógrafo retrospectivo de Braceli, pero los métodos
habituales para que en pleno siglo XIX una mujer se diera cuenta de que estaba
encinta, no permitían otra cosa más que medir el atraso del ciclo menstrual y
empezar a advertir los primeros síntomas. Todo esto demandaba por lo menos un
bimestre. Vale decir que de ser cierta la especie y no lo negamos, Camila
tuvo que haber quedado embarazada a mediados de octubre de 1847.
El fusilamiento tuvo lugar, como se sabe, el 18 de agosto de 1848 —próximamente
el Día del Derecho Sacerdotal a la Fornicación, y feriado largo—, es decir,
habiendo transcurrido prácticamente 10 meses desde la fecha presumible de la
preñez. O el niño ya debería haber nacido. O la gestación no podía estar
de 9 meses como dijeron a gritos ciertos unitarios. O la gravidez duraba
mucho más en tiempos de Don Juan Manuel, porque los párvulos se negaban
al alumbramiento dado el clima de represión imperante. No sólo duraba más sino
que se notaba menos, o nada. Porque no se explica por qué, de ser cierto lo del
“avanzado estado” denunciado por la pasquinería unitaria, decidieron
someter a la joven a revisación médica para verificar si era cierta o no su
inminente maternidad.
Camila más, Ladislao menos, el propósito de Braceli es el de todos los de su
laya. Injuriar a los héroes y a los santos, y alimentar el fogón maloliente de
la revolución gramsciana. Pero no es para todos la bota de potro, y el único
resultado que ha obtenido el escriba ha sido el de dejar en evidencia su propia
insustentabilidad intelectual.
En su página Autorretrato, queriendo ser ingenioso ha escrito: “Soy
agnóstico los días pares y ateo los días impares”.
Ahora sabemos algo más: los domingos, desde La Nación Revista,
es cipayo y mentiroso.
Antonio Caponnetto
Publicado en el Blog de Cabildo