Es este nuestro modestísimo grano de arena y nuestro homenaje a la monumental tarea historiográfica que emprendieron los maestros del revisionismo fundacional en pos de develar la verdad histórica y de poner la historia al servicio de los intereses de la Nación.
domingo, 26 de febrero de 2012
Luján: Origen indudable de la bandera Argentina
Mucho se ha dicho sobre el origen de los colores de la bandera Argentina. Se dice que su creador, General Manuel Belgrano, se inspiró en los colores del cielo para imprimir el azul/celeste y blanco que la caracteriza.
Sin embargo, otra es la verdad: los colores de la bandera Argentina fueron tomados de los colores de la Virgen María, de Lujan. Lo confirman muchos testimonios escritos, como por ejemplo los textos del historiador Aníbal Rottjer: "El sargento mayor Carlos Belgrano, que desde 1812 era comandante y presidente de su Cabildo, dijo: "Mi hermano tomó los colores de la bandera del manto de la Inmaculada de quien era ferviente devoto". Y en este sentido se han pronunciado también sus coetáneos, según afamados historiadores". El mismo autor dice: "Después de implorar el auxilio de la Virgen, y usan de reconocimiento los colores de su imagen, por medio de dos cintas anudadas al cuello, una azul y otra blanca, y las llaman de la medida de la Virgen, porque cada una de ella media 40 cm ., que era la altura de la imagen de Lujan". O también "al fundarse el Consulado en 1794, quiso Manuel Belgrano que su patrona fuera la Concepción y que, por esta causa, la bandera de dicha institución constaba de los colores azul y blanco. Belgrano en 1812 para el pabellón nacional ¿escogería los colores azul y blanco por otras razones distintas de las dichas en 1794?". El Padre Jorge Salvaire* no conocía estos detalles y sin embargo afirma que "con razón cuentan, no pocos ancianos, que al dar Belgrano a la gloriosa bandera de su Patria los colores blanco y azul había querido, cediendo a los impulsos de su piedad, obsequiar a la Pura y Limpia Concepción de María (como) ardiente devoto".
Manuel Belgrano, que había concurrido a Lujan en 1812 con su ejército a visitar a María y rezar el Rosario con los soldados, ofrece a la Virgen en 1813 dos banderas tomadas al enemigo en la batalla de Salta. El 27… (se lee) en la sesión del Cabildo de Lujan el siguiente oficio: "Remito a Usía dos banderas de división, que el … de febrero se arrancaron de las manos de los enemigos, a fin de que se sirva presentarlas a los Señora, a nombre del Ejército de mi mando, en el Templo de ésa, para que se haga notorio el reconocimiento que mis hermanos de armas y yo estamos a los beneficios que el Todopoderoso nos ha dispensado por ella y exciten con su vista la devoción de los fieles para que siga concediéndonos sus gracias. Dios guarde años. Jujuy, 3 de mayo de 1813. Manuel Belgrano. Al Sr. Presidente, Justicia y Regimiento del Muy … la Villa de Lujan". Cumplidos todos los trámites oficiales y notificaciones debidas, las banderas fueron colocadas ante la Santísima Virgen de Lujan el sábado 1 de julio de 1813.
Luego de conocer estos hechos históricos que nos revelan que la bandera Argentina procede del Manto de la Madre de Dios, debemos comprender que Dios no se aparta de la historia. Somos los hombres los que nos apartamos de Dios, pese a Su insistencia en ayudarnos. En la intercesión de Su amorosa Madre.
LA BATALLA DE PERDRIEL Y LOS COLORES DE NUESTRA BANDERA (Catecismo Podestá-Rosón, tomo I. Edición de 2005)
El 24 de junio de 1806, en horas de la noche, liego a la tranquila ciudad de Santa María de los Buenos Aires la noticia del desembarco inglés en las inmediaciones de Quilmes. El ejército protestante, poco más de 1.500 hombres bien pertrechados y entrenados, avanzó sin hallar mayor resistencia y tomó Buenos Aires. El Virrey Sobre Monte se refugió en Córdoba y no había ejército ni hombres preparados para resistir a las tropas inglesas.
Unos días más tarde, por dos vías diferentes, comenzaría a gestarse la Reconquista. Por un lado, el capitán de navío Don Santiago de Liniers, futuro liberador de la ciudad y de su puerto, hizo voto a la Virgen del Rosario de recuperar para Ella la ciudad y la libertad para su culto. Por otro, Don Juan Martín de Pueyrredón, reunió unos trescientos criollos modestamente armados, todos voluntarios. Será ésta la primera tropa totalmente argentina.
A ellos se unió luego el regimiento de Blandengues, con su comandante de frontera, el Tte. Cnel. D. Antonio de Olavarría. Olavarría aportó algunos pertrechos para el novel ejército; pero no uniformes ni estandarte. Estacionados como estaban en la Villa de Lujan y confiados al amparo de la Inmaculada que allí se venera, recibieron como estandarte el de la Purísima Concepción, que les ofreció el Cabildo de la Villa, al que conducirían a la batalla como bandera.
Más difícil era conseguir uniforme para toda su tropa. Sin embargo, era piadosa costumbre que los peregrinos de Lujan se llevaran como recuerdo "las medidas de la Virgen", -en esa época no había ni medallitas ni estampas- un par de cintas -una celeste como el manto de la Señora; blanca como su vestido, la otra- del largo de la imagen. Estas cintas tomó Pueyrredón y, debidamente bendecidas por el párroco, P. Vicente M. Carballo, fueron solemnemente impuestas a sus hombres a modo de distintivo. Así se transformaron en e! primer uniforme patrio y fue el origen de las escarapelas que repartieron French y Berutti en Mayo de 1810 y, luego, de la bandera creada por Belgrano.
Animados de fervor patriótico y de amor a la Madre de Dios -de quien tenían por enemigos a los anglicanos protestantes-los hombres de Pueyrredón, después de escuchar la Santa Misa en Lujan y comulgar, cruzaron armas con las tropas de Beresford en la chacra de Perdriel, en la madrugada del 1° de agosto de 1806. Los primeros, mal armados y sin entrenamiento, marchaban, con su escarapela blanca y celeste, "las medidas de la Virgen", de a pie. Los ingleses, soldados profesionales que los triplicaban en número, con armamento suficiente, lo hacían de a caballo. El resultado era seguro: los criollos fueron derrotados y desbandados en poco tiempo. Pero la batalla no fue inútil, ya que fogueó el temple de los patriotas y encendió la chispa de la resistencia.
Once días más tarde, el 12 de agosto, Buenos Aires respiraría libremente otra vez, y el Santísimo Sacramento y la imagen de Nuestra Sra. de! Rosario y "las medidas de la Virgen" podían salir nuevamente a recorrer las calles de la ciudad. Había entrado en ella D. Santiago de Liniers y las armas anglicanas habían claudicado.
R.P. Gabino Tabossi
*Padre Jorge Salvaire: http://www.basilicadelujan.org.ar/pages/padresalvaire.htm
Tomado de: http://paramayorgloriadedios.blogspot.com/2009/09/lujan-origen-indudable-de-la-bandera.html
domingo, 19 de febrero de 2012
MALVINAS: EL ARTÍCULO CIPAYO DE LA NACIÓN*
Lamentable la nota de Luis Alberto Romero sobre las Malvinas en la "tribuna de doctrina". Sólo el título (¿Son realmente nuestras las Malvinas?) es un insulto a los muertos en 1982 y a sus familiares, además de una afrenta a la Patria. Aunque no sea extraño en el diario de los Mitre...
Entre otras causas, es por esta falta de patriotismo (que nos legaron Rivadavia, Alberdi, Sarmiento, etc) y de un proyecto nacional consecuente, que estamos como estamos.
La tolerancia tiene límites. Los argentinos no podemos seguir dándonos el lujo de tener intelectuales, periodistas y políticos que piensen como "tratantes de patrias", cosa que sus admirados países del Primer Mundo no hacen. Como decía Anzoátegui: El chauvinismo será un error, pero el antichauvinismo es una patraña pagada por el enemigo...A Luis Alberto Romero le podemos decir, como Chesterton a un político inglés: "Vaya en paz, pero váyase". Deje de engañar a los lectores con errores históricos, sofismas y medias verdades, apoyado en su calidad de 'intelectual'. Deje de sembrar pedagogía colonialista a un pueblo al que le falsificaron la historia, le hicieron perder casi la mitad de su territorio, le cambiaron su cultura tradicional, lo endeudaron de modo ilícito e ilegal (varias veces en los siglos XIX y XX), y lo desvincularon de la religión de sus antepasados.
Todo en una operación perfectamente montada desde el Estado liberal nacido en 1853, del cual la izquierda progresista y el neoliberalismo son su actualización para el mundo posterior a la Guerra Fría. Verbitsky, Escudé, Romero, Grondona....son todos cipayos, de izquierda o de derecha, pero cipayos al fin. Sí, aunque la palabra suene fuerte. Ellos no dudan en calificar de nazis, de fundamentalistas o de populistas a todos los que no comparten su pensamiento políticamente correcto...con el Imperio y el Nuevo Orden Mundial. Pues nosotros tampoco: son cipayos y vendepatrias.
No se dialoga cuando el que se escuda en esa noble palabra, lo hace para defender las ideas piratas del enemigo. Y el Reino Unido de Gran Bretaña (no el pueblo inglés), en este y otros temas, es un enemigo de la Argentina. Es una historia que lleva ya más de cuatro siglos...Bien lo dijo alguna vez Menéndez y Pelayo en relación a la Madre Patria: hemos podido vencer a los extranjeros pero no a los extranjerizantes...
Fernando Romero Moreno
*Esta noticula fue tomada de unos comentarios vistos en el facebook del autor
Entre otras causas, es por esta falta de patriotismo (que nos legaron Rivadavia, Alberdi, Sarmiento, etc) y de un proyecto nacional consecuente, que estamos como estamos.
La tolerancia tiene límites. Los argentinos no podemos seguir dándonos el lujo de tener intelectuales, periodistas y políticos que piensen como "tratantes de patrias", cosa que sus admirados países del Primer Mundo no hacen. Como decía Anzoátegui: El chauvinismo será un error, pero el antichauvinismo es una patraña pagada por el enemigo...A Luis Alberto Romero le podemos decir, como Chesterton a un político inglés: "Vaya en paz, pero váyase". Deje de engañar a los lectores con errores históricos, sofismas y medias verdades, apoyado en su calidad de 'intelectual'. Deje de sembrar pedagogía colonialista a un pueblo al que le falsificaron la historia, le hicieron perder casi la mitad de su territorio, le cambiaron su cultura tradicional, lo endeudaron de modo ilícito e ilegal (varias veces en los siglos XIX y XX), y lo desvincularon de la religión de sus antepasados.
Todo en una operación perfectamente montada desde el Estado liberal nacido en 1853, del cual la izquierda progresista y el neoliberalismo son su actualización para el mundo posterior a la Guerra Fría. Verbitsky, Escudé, Romero, Grondona....son todos cipayos, de izquierda o de derecha, pero cipayos al fin. Sí, aunque la palabra suene fuerte. Ellos no dudan en calificar de nazis, de fundamentalistas o de populistas a todos los que no comparten su pensamiento políticamente correcto...con el Imperio y el Nuevo Orden Mundial. Pues nosotros tampoco: son cipayos y vendepatrias.
No se dialoga cuando el que se escuda en esa noble palabra, lo hace para defender las ideas piratas del enemigo. Y el Reino Unido de Gran Bretaña (no el pueblo inglés), en este y otros temas, es un enemigo de la Argentina. Es una historia que lleva ya más de cuatro siglos...Bien lo dijo alguna vez Menéndez y Pelayo en relación a la Madre Patria: hemos podido vencer a los extranjeros pero no a los extranjerizantes...
Fernando Romero Moreno
*Esta noticula fue tomada de unos comentarios vistos en el facebook del autor
viernes, 10 de febrero de 2012
LA PROVIDENCIA EN LA HISTORIA
La Historia es la sucesión de eventos (con sus causas, sus encadenamientos, sus efectos) que experimentan o ponen en marcha un ser o un conjunto solidario de seres, existiendo en el "tiempo". En este sentido, se podría ya decir que el Universo, que es uno y existe en el tiempo, tiene una Historia que comienza en la primera página de la Biblia: "Al principio, Dios creó el cielo y la tierra". No obstante, en el sentido propio de la palabra, la Historia no comienza verdaderamente sino con el hombre. El sólo tiene conciencia a la vez de ser y de haber sido. El sólo es a la vez sujeto y actor a veces libre y responsable de la Historia. El sólo puede reencontrar y también sentir en la evocación de su pasado lo que él mismo ha vivido. El sólo, habiendo inventado la escritura, puede conservar y transmitir lo que, para él, ha sido el presente. Sólo en él, sobre la Tierra, se establece una verdadera continuidad entre el pasado, el presente y el futuro. El sólo puede buscar y encontrar un sentido en la Historia. El sólo puede pensar en el porvenir que ella lleva en sí.
Pero ante todo cada persona humana tiene su propia historia. Es por la memoria -digamos mejor, el recuerdo- que ella tiene conciencia, durante su tiempo, de su ser permanente y de lo que ella ha vivido, de una manera inexorablemente fugitiva. No obstante, este ser espiritual que es el hombre, a pesar de existir en un tiempo que huye, lo que él percibe por su inteligencia, es la verdad intemporal de las cosas que pasan. Aún más: lo que pasó (y que ha pasado...) puede de una cierta manera permanecer en su ser permanentemente.
Porque éste es modificado en él mismo por lo que él ha vivido y más aún por lo que él ha experimentado.
No obstante, la persona humana no puede ni existir ni vivir aisladamente. Todo ser humano, entrando en la existencia, entra en un conjunto de personas que es más durable que cada una de ellas. Allí encuentra los resultados de una experiencia que él mismo no ha hecho, de un conocimiento que él no conquistó, de ejemplos, de costumbres y leyes que serán la norma de sus propios actos y también de sus juicios. Tales grupos tienen su propia historia. Los eventos que llamamos "historias" son aquellos que reverberan sobre el conjunto de los hombres existentes en los mismos tiempos y los mismos lugares y en consecuencia sobre cada uno de ellos y también por lo hecho por cada uno de ellos.
Esto fue al principio el clan, la tribu, la ciudad. Ahora es la nación. No obstante, hay conjuntos más vastos que la nación, y la verdadera historia, a los ojos de Dios, es finalmente aquella del Hombre, de la humanidad.
Si la historia humana es lo que hemos dicho, ella es el lugar mismo y el punto de aplicación de lo que nosotros hemos llamado la Providencia divina. En principio, en la historia de cada persona. Pero, por el mismo hecho, en la de los pueblos.
Cuando una guerra estalla, la vida de cada uno en ese país es sacudida. El hambre golpea a millones de hombres. Las leyes que gobiernan un país regulan no solamente la conducta social de cada uno, sino también su modo de vida y sus posibilidades de acción. Instituciones comunes a todos pueden ayudar, estimular a las personas y aportar los medios de aflorar en su verdad humana y su apertura a Dios. También pueden hacer todo lo contrario. La cultura se recibe de la sociedad, de la nación. ¿Cómo se podría hablar de la Providencia que lleva y conduce a cada persona humana, si se le quita su preocupación y su cuidado de todo lo que pasa en las naciones, pero que repercute sobre las personas? Cuando se lee la Biblia, uno se siente impresionado de la importancia extrema que allí tienen los pueblos en sus relaciones de Dios con el hombre y hasta qué punto Dios interviene personalmente e inmediatamente en su historia. Lo que ha hecho de una manera privilegiada, única, por Israel. Haciendo de los descendientes de Abraham, su pueblo. Haciéndose una realidad y una causa por él. Haciendo de él el punto de donde vendrá la persona de Jesucristo, la salvación eterna para toda la humanidad. En ese momento, evidentemente, no habrá más pueblo elegido: lo es ahora la humanidad entera. La Historia que conduce Dios es la del Hombre, y el grupo humano fundamental es ahora a los ojos de Dios la Iglesia que quiere abarcar a todos los pueblos sin quitar a ninguno su rol propio. Según los momentos, tal o cual nación, tal o cual pueblo, podrá recibir por un tiempo protección especial y ayuda providencial de Dios. En la Historia, de la cual el hombre es el sujeto, el actor y frecuentemente la víctima, habrá siempre lugar para la intervención imprevisible, absolutamente contingente de las libertades humanas. Y tanto más todavía para aquella libertad soberana que pide a Dios en todo momento el aporte de su auxilio a los actores de la historia, y de enderezar la marcha de éstos hacia la meta que El visualiza a través de ella. Si el advenimiento del hombre sobre la Tierra no hubiera sido posible sino por las intervenciones divinas "providenciales", ¿cómo Dios no continuaría conduciéndole en medio de fuerzas hostiles, por esas intervenciones de las que la Biblia nos relata tantos hechos extraordinarios, más verdaderos aún que si no fueran más que "históricos", porque nos manifiestan la realidad invisible que habita la historia? ¿Pero desde el Evangelio, el acento no se desplazó acaso de los grupos humanos, políticos, culturales, sociales, hacia las personas presentes y por venir y hacia su destino eterno? ¿Y más todavía hacia el Reino de Dios que comienza sobre la Tierra, pero que no culminará sino en otro mundo?
"Nosotros, otras civilizaciones, sabemos que somos mortales". Estas palabras de Valéry son célebres. Pero las personas mismas, no son mortales. Sólo atraviesan la muerte y son ellas, finalmente, las que hacen y deshacen las civilizaciones. Si es verdad que la Providencia interviene en la Historia de los pueblos, es finalmente menos en las batallas y en la política que en el espíritu y el corazón de aquellos que trabajan para construir las ciudades terrestres y también para defenderlas, para salvarlas de sus miserias morales, muchas veces a través de sus propios sufrimientos, de sus sacrificios, de sus santidades. Lo que hace la historia, no son antes que todo los eventos "históricos", los personajes "históricos", sino lo que ocurre en el corazón y en lo cotidiano de múltiples vidas humanas, en esa lenta y profunda elaboración de costumbres, de ideas, de comportamientos interiores, de maneras de sentir y de ser, de tradición viviente, que se traducen en ciertos momentos "históricos" en grandes explosiones y sacudimientos. ¿Cómo la Providencia no actuará también ella en el corazón de esta vida que así se transmite? Ella está allí de toda manera para ayudar a aquellos que se confían a ella en el momento mismo en que pudieran aparecer triturados por la vida y por una historia ciega y cruel.
¿Pero hacia dónde busca conducir al hombre esta acción providencial oculta en el corazón de la historia humana? Aquí, la Revelación divina, y sólo ella, puede respondernos. Y ella lo aclara todo. Es para la vida eterna que el hombre ha sido creado, hacia ella somos conducidos. Hacia la vida en plena luz con Dios, hacia la unión perfecta con El, hacia una felicidad infinita, hacia la abertura total y sobrenatural del ser humano. Y esto puede comenzar desde esta Tierra, en un mundo provisorio, llamado a transformarse. Jesús, es decir Dios mismo, encarnándose, haciéndose hombre, nos lo dijo claramente, explícitamente. Toda la Buena Nueva que es el Evangelio está allí. Y sólo El nos puede hacer acceder a su Verdad. Y es enseguida después de la caída del hombre, al nombre del Salvador que debe venir, de Jesús, que ha comenzado la invisible acción de la gracia para los hombres "de buena voluntad" que "tienen la ley de Dios inscrita en sus corazones" (Rom. 2, 15). Pues ella se explicitó en el pueblo de Israel. En fin, ella ha encontrado su plenitud cuando se realizó la Encarnación de Dios, cuando Jesús nació. Entonces, a partir de El, la gracia de Cristo se expandió por la única Iglesia que trata de reunir a todos los pueblos al mismo tiempo que a todos los hombres. ¡La Iglesia! Reunión, comunión de todos los creyentes, llamado a todos aquellos que no lo son todavía. La Eucaristía celebrada todos los días desde hace veinte siglos en la Iglesia ofrece todos los trabajos buenos y generosos de los hombres a Dios, el ofrecimiento de sus vidas, sus sufrimientos. Ella une todo eso al sacrificio redentor de Cristo, el Salvador de todos los hombres que no lo rechazan. Así la Iglesia reúne también a aquellos que no son sus fieles. Ella es la mediación invisible entre Dios y toda la humanidad y participa así en la transformación espiritual de aquellos mismos que la ignoran. Es pues, por ella que la Encarnación redentora se continúa.
Porque Dios, en verdad, había creado al hombre en un estado de unión a Él que no era aquél de la mera naturaleza, sino el de la gracia, de la naturaleza "divinizada". Pero habiéndola perdido por una ruptura libre y voluntaria con Dios, no puede reencontrarla mas que por la muerte y la resurrección de Cristo. Si se llama hecho histórico a un evento que afecta la historia, la caída original es el evento histórico por excelencia, el que cambia en su raíz misma toda la historia humana. No lo conocemos más que por el relato inspirado y divino de la caída de Adán y Eva. Lo que pasó en realidad nos es contado en ese relato, de una manera visiblemente y voluntariamente simbólica. Por llegar a ser "como dioses" (es decir independientes de Dios) han "comido" de ese "fruto" prohibido, de ese árbol "del conocimiento del bien y del mal". Y si se llama Providencia la intervención directa e inmediata de Dios en las cosas humanas, la intervención divina por excelencia, es esa misma la que fue prometida en el momento mismo en que el hombre se perdía: la venida del Verbo en la carne, en un momento del "tiempo", preparado para esto, y que se ha transformado como el primer momento de una re-creación. Con la Encarnación del Verbo comienza el cambio total de la Historia, la toma en sus manos por este "Hombre", el Hombre por excelencia en el que se va a perfeccionar y sublimar el universo. Como escribe San Juan de la Cruz: "En la Encarnación del Verbo, Dios elevó al hombre hasta la Belleza de Dios, y por el hombre a todas las creaturas".
La Historia está así toda entera pendiente de Jesucristo. Ella es una, ella es la historia del hombre, de su "divinización", y también de todo el Universo.
Es verdad que los hijos de Dios deben vivir en "los trabajos y los días" de esta tierra, en el cumplimiento de su misión humana, en la libre posesión de las realidades terrestres de las que no es esclavo sino rey, en el descubrimiento del mundo, en su construcción propiamente humana, en su "civilización", en las relaciones interpersonales que se anudan circunstancialmente a las realidades terrestres, en el amor de los compañeros que le son dados. ¿Cómo la Providencia que nos sigue paso a paso no actuará sobre todo este medio humano que condiciona a cada uno de nosotros tan poderosamente, que cada uno de nosotros concurre a construir para dejarlo a los que vienen detrás? Nosotros estamos de tal manera habituados a ver en las cosas humanas un obstáculo a las cosas divinas, que olvidamos su razón de ser original. Esta razón de ser es un elevarse hasta las cosas propiamente divinas, porque se eleva de la naturaleza a la gracia. O mas bien la gracia comienza por purificar, abrir, dilatar la naturaleza para hacerla sobrepasar. Hay una cierta manera de vivir, humana, que dispone al hombre a trascender lo puramente humano.
Así también, la intervención divina en la historia humana es constante. El objetivo que ella focaliza no es sino la transformación espiritual de la humanidad y el establecimiento del Reino de Dios, ya, sobre la tierra. No hay evento que, si alcanza verdaderamente al hombre, no pueda ser recobrado por la Providencia divina en vista, como lo dice San Pablo, de "la construcción del Cuerpo de Cristo, al término de la cual debemos llegar todos juntos a no ser más que uno en la fe y el conocimiento del Hijo de Dios y a constituir este Hombre perfecto en la medida de la edad de la plenitud de Cristo" (Eph. 4, 13). Ciertamente, esta meta a lograr está más allá de la tierra y del tiempo. Pero ella se construye poco a poco por los actos de aquí abajo en donde se funden la gracia y la naturaleza, donde se unen Dios y el hombre, donde se ejerce la Providencia, amiga de los hombres.
Si la historia de las ciudades humanas fuera conducida sólo por Dios, pasarían a ser todas ciudades de Dios diversas y fraternales en las cuales los valores propiamente humanos y terrestres estarían abiertos a Dios y a su gracia y por la misma fuerza a su más alto punto de perfección. ¡Qué civilización entonces! Digamos asimismo: ¡Qué civilizaciones! Provisorias, cierto, y finalmente mortales, pero para una resurrección transfigurante en el Reino de Dios, resurrección que no sería solamente la de nuestros cuerpos mortales, sino del mismo mundo terrestre. Pero no es sólo Dios quien conduce la historia humana. El misterio de la Providencia es el de la lucha entre la luz y las tinieblas, entre el bien y el mal, Cristo mismo no escapó a esta lucha. A sus discípulos, a los que El colmó de sus promesas, no les ocultó que tendrían que sufrir como El. Como escribió San Agustín, dos amores han construido dos ciudades, el amor de Dios hasta el odio de mi yo construyó la ciudad de Dios; el amor de sí mismo hasta odiar a Dios construyó la Ciudad del Mal. Todo lo que está sobre la Tierra, toda ciudad humana, toda historia humana es una mezcla de esas dos ciudades.
Tomado de: http://members.fortunecity.es/mariabo/la_providencia.htm
Pero ante todo cada persona humana tiene su propia historia. Es por la memoria -digamos mejor, el recuerdo- que ella tiene conciencia, durante su tiempo, de su ser permanente y de lo que ella ha vivido, de una manera inexorablemente fugitiva. No obstante, este ser espiritual que es el hombre, a pesar de existir en un tiempo que huye, lo que él percibe por su inteligencia, es la verdad intemporal de las cosas que pasan. Aún más: lo que pasó (y que ha pasado...) puede de una cierta manera permanecer en su ser permanentemente.
Porque éste es modificado en él mismo por lo que él ha vivido y más aún por lo que él ha experimentado.
No obstante, la persona humana no puede ni existir ni vivir aisladamente. Todo ser humano, entrando en la existencia, entra en un conjunto de personas que es más durable que cada una de ellas. Allí encuentra los resultados de una experiencia que él mismo no ha hecho, de un conocimiento que él no conquistó, de ejemplos, de costumbres y leyes que serán la norma de sus propios actos y también de sus juicios. Tales grupos tienen su propia historia. Los eventos que llamamos "historias" son aquellos que reverberan sobre el conjunto de los hombres existentes en los mismos tiempos y los mismos lugares y en consecuencia sobre cada uno de ellos y también por lo hecho por cada uno de ellos.
Esto fue al principio el clan, la tribu, la ciudad. Ahora es la nación. No obstante, hay conjuntos más vastos que la nación, y la verdadera historia, a los ojos de Dios, es finalmente aquella del Hombre, de la humanidad.
Si la historia humana es lo que hemos dicho, ella es el lugar mismo y el punto de aplicación de lo que nosotros hemos llamado la Providencia divina. En principio, en la historia de cada persona. Pero, por el mismo hecho, en la de los pueblos.
Cuando una guerra estalla, la vida de cada uno en ese país es sacudida. El hambre golpea a millones de hombres. Las leyes que gobiernan un país regulan no solamente la conducta social de cada uno, sino también su modo de vida y sus posibilidades de acción. Instituciones comunes a todos pueden ayudar, estimular a las personas y aportar los medios de aflorar en su verdad humana y su apertura a Dios. También pueden hacer todo lo contrario. La cultura se recibe de la sociedad, de la nación. ¿Cómo se podría hablar de la Providencia que lleva y conduce a cada persona humana, si se le quita su preocupación y su cuidado de todo lo que pasa en las naciones, pero que repercute sobre las personas? Cuando se lee la Biblia, uno se siente impresionado de la importancia extrema que allí tienen los pueblos en sus relaciones de Dios con el hombre y hasta qué punto Dios interviene personalmente e inmediatamente en su historia. Lo que ha hecho de una manera privilegiada, única, por Israel. Haciendo de los descendientes de Abraham, su pueblo. Haciéndose una realidad y una causa por él. Haciendo de él el punto de donde vendrá la persona de Jesucristo, la salvación eterna para toda la humanidad. En ese momento, evidentemente, no habrá más pueblo elegido: lo es ahora la humanidad entera. La Historia que conduce Dios es la del Hombre, y el grupo humano fundamental es ahora a los ojos de Dios la Iglesia que quiere abarcar a todos los pueblos sin quitar a ninguno su rol propio. Según los momentos, tal o cual nación, tal o cual pueblo, podrá recibir por un tiempo protección especial y ayuda providencial de Dios. En la Historia, de la cual el hombre es el sujeto, el actor y frecuentemente la víctima, habrá siempre lugar para la intervención imprevisible, absolutamente contingente de las libertades humanas. Y tanto más todavía para aquella libertad soberana que pide a Dios en todo momento el aporte de su auxilio a los actores de la historia, y de enderezar la marcha de éstos hacia la meta que El visualiza a través de ella. Si el advenimiento del hombre sobre la Tierra no hubiera sido posible sino por las intervenciones divinas "providenciales", ¿cómo Dios no continuaría conduciéndole en medio de fuerzas hostiles, por esas intervenciones de las que la Biblia nos relata tantos hechos extraordinarios, más verdaderos aún que si no fueran más que "históricos", porque nos manifiestan la realidad invisible que habita la historia? ¿Pero desde el Evangelio, el acento no se desplazó acaso de los grupos humanos, políticos, culturales, sociales, hacia las personas presentes y por venir y hacia su destino eterno? ¿Y más todavía hacia el Reino de Dios que comienza sobre la Tierra, pero que no culminará sino en otro mundo?
"Nosotros, otras civilizaciones, sabemos que somos mortales". Estas palabras de Valéry son célebres. Pero las personas mismas, no son mortales. Sólo atraviesan la muerte y son ellas, finalmente, las que hacen y deshacen las civilizaciones. Si es verdad que la Providencia interviene en la Historia de los pueblos, es finalmente menos en las batallas y en la política que en el espíritu y el corazón de aquellos que trabajan para construir las ciudades terrestres y también para defenderlas, para salvarlas de sus miserias morales, muchas veces a través de sus propios sufrimientos, de sus sacrificios, de sus santidades. Lo que hace la historia, no son antes que todo los eventos "históricos", los personajes "históricos", sino lo que ocurre en el corazón y en lo cotidiano de múltiples vidas humanas, en esa lenta y profunda elaboración de costumbres, de ideas, de comportamientos interiores, de maneras de sentir y de ser, de tradición viviente, que se traducen en ciertos momentos "históricos" en grandes explosiones y sacudimientos. ¿Cómo la Providencia no actuará también ella en el corazón de esta vida que así se transmite? Ella está allí de toda manera para ayudar a aquellos que se confían a ella en el momento mismo en que pudieran aparecer triturados por la vida y por una historia ciega y cruel.
¿Pero hacia dónde busca conducir al hombre esta acción providencial oculta en el corazón de la historia humana? Aquí, la Revelación divina, y sólo ella, puede respondernos. Y ella lo aclara todo. Es para la vida eterna que el hombre ha sido creado, hacia ella somos conducidos. Hacia la vida en plena luz con Dios, hacia la unión perfecta con El, hacia una felicidad infinita, hacia la abertura total y sobrenatural del ser humano. Y esto puede comenzar desde esta Tierra, en un mundo provisorio, llamado a transformarse. Jesús, es decir Dios mismo, encarnándose, haciéndose hombre, nos lo dijo claramente, explícitamente. Toda la Buena Nueva que es el Evangelio está allí. Y sólo El nos puede hacer acceder a su Verdad. Y es enseguida después de la caída del hombre, al nombre del Salvador que debe venir, de Jesús, que ha comenzado la invisible acción de la gracia para los hombres "de buena voluntad" que "tienen la ley de Dios inscrita en sus corazones" (Rom. 2, 15). Pues ella se explicitó en el pueblo de Israel. En fin, ella ha encontrado su plenitud cuando se realizó la Encarnación de Dios, cuando Jesús nació. Entonces, a partir de El, la gracia de Cristo se expandió por la única Iglesia que trata de reunir a todos los pueblos al mismo tiempo que a todos los hombres. ¡La Iglesia! Reunión, comunión de todos los creyentes, llamado a todos aquellos que no lo son todavía. La Eucaristía celebrada todos los días desde hace veinte siglos en la Iglesia ofrece todos los trabajos buenos y generosos de los hombres a Dios, el ofrecimiento de sus vidas, sus sufrimientos. Ella une todo eso al sacrificio redentor de Cristo, el Salvador de todos los hombres que no lo rechazan. Así la Iglesia reúne también a aquellos que no son sus fieles. Ella es la mediación invisible entre Dios y toda la humanidad y participa así en la transformación espiritual de aquellos mismos que la ignoran. Es pues, por ella que la Encarnación redentora se continúa.
Porque Dios, en verdad, había creado al hombre en un estado de unión a Él que no era aquél de la mera naturaleza, sino el de la gracia, de la naturaleza "divinizada". Pero habiéndola perdido por una ruptura libre y voluntaria con Dios, no puede reencontrarla mas que por la muerte y la resurrección de Cristo. Si se llama hecho histórico a un evento que afecta la historia, la caída original es el evento histórico por excelencia, el que cambia en su raíz misma toda la historia humana. No lo conocemos más que por el relato inspirado y divino de la caída de Adán y Eva. Lo que pasó en realidad nos es contado en ese relato, de una manera visiblemente y voluntariamente simbólica. Por llegar a ser "como dioses" (es decir independientes de Dios) han "comido" de ese "fruto" prohibido, de ese árbol "del conocimiento del bien y del mal". Y si se llama Providencia la intervención directa e inmediata de Dios en las cosas humanas, la intervención divina por excelencia, es esa misma la que fue prometida en el momento mismo en que el hombre se perdía: la venida del Verbo en la carne, en un momento del "tiempo", preparado para esto, y que se ha transformado como el primer momento de una re-creación. Con la Encarnación del Verbo comienza el cambio total de la Historia, la toma en sus manos por este "Hombre", el Hombre por excelencia en el que se va a perfeccionar y sublimar el universo. Como escribe San Juan de la Cruz: "En la Encarnación del Verbo, Dios elevó al hombre hasta la Belleza de Dios, y por el hombre a todas las creaturas".
La Historia está así toda entera pendiente de Jesucristo. Ella es una, ella es la historia del hombre, de su "divinización", y también de todo el Universo.
Es verdad que los hijos de Dios deben vivir en "los trabajos y los días" de esta tierra, en el cumplimiento de su misión humana, en la libre posesión de las realidades terrestres de las que no es esclavo sino rey, en el descubrimiento del mundo, en su construcción propiamente humana, en su "civilización", en las relaciones interpersonales que se anudan circunstancialmente a las realidades terrestres, en el amor de los compañeros que le son dados. ¿Cómo la Providencia que nos sigue paso a paso no actuará sobre todo este medio humano que condiciona a cada uno de nosotros tan poderosamente, que cada uno de nosotros concurre a construir para dejarlo a los que vienen detrás? Nosotros estamos de tal manera habituados a ver en las cosas humanas un obstáculo a las cosas divinas, que olvidamos su razón de ser original. Esta razón de ser es un elevarse hasta las cosas propiamente divinas, porque se eleva de la naturaleza a la gracia. O mas bien la gracia comienza por purificar, abrir, dilatar la naturaleza para hacerla sobrepasar. Hay una cierta manera de vivir, humana, que dispone al hombre a trascender lo puramente humano.
Así también, la intervención divina en la historia humana es constante. El objetivo que ella focaliza no es sino la transformación espiritual de la humanidad y el establecimiento del Reino de Dios, ya, sobre la tierra. No hay evento que, si alcanza verdaderamente al hombre, no pueda ser recobrado por la Providencia divina en vista, como lo dice San Pablo, de "la construcción del Cuerpo de Cristo, al término de la cual debemos llegar todos juntos a no ser más que uno en la fe y el conocimiento del Hijo de Dios y a constituir este Hombre perfecto en la medida de la edad de la plenitud de Cristo" (Eph. 4, 13). Ciertamente, esta meta a lograr está más allá de la tierra y del tiempo. Pero ella se construye poco a poco por los actos de aquí abajo en donde se funden la gracia y la naturaleza, donde se unen Dios y el hombre, donde se ejerce la Providencia, amiga de los hombres.
Si la historia de las ciudades humanas fuera conducida sólo por Dios, pasarían a ser todas ciudades de Dios diversas y fraternales en las cuales los valores propiamente humanos y terrestres estarían abiertos a Dios y a su gracia y por la misma fuerza a su más alto punto de perfección. ¡Qué civilización entonces! Digamos asimismo: ¡Qué civilizaciones! Provisorias, cierto, y finalmente mortales, pero para una resurrección transfigurante en el Reino de Dios, resurrección que no sería solamente la de nuestros cuerpos mortales, sino del mismo mundo terrestre. Pero no es sólo Dios quien conduce la historia humana. El misterio de la Providencia es el de la lucha entre la luz y las tinieblas, entre el bien y el mal, Cristo mismo no escapó a esta lucha. A sus discípulos, a los que El colmó de sus promesas, no les ocultó que tendrían que sufrir como El. Como escribió San Agustín, dos amores han construido dos ciudades, el amor de Dios hasta el odio de mi yo construyó la ciudad de Dios; el amor de sí mismo hasta odiar a Dios construyó la Ciudad del Mal. Todo lo que está sobre la Tierra, toda ciudad humana, toda historia humana es una mezcla de esas dos ciudades.
P.
Fr. J. M. Nicolás O.P.
Tomado de: http://members.fortunecity.es/mariabo/la_providencia.htm
miércoles, 1 de febrero de 2012
LA DERROTA NACIONAL DE CASEROS
El 3 de febrero de 1852 la Confederación Argentina, que conducía legítimamente y conforme a derecho don Juan Manuel de Rosas, cayó derrotada en los campos de Caseros frente a la infame coalición que conformaron brasileños, orientales “colorados”, y urquicistas.
Aquella tragedia, que marcó a fuego nuestro destino nacional, fue el fruto de una trama perversa comenzada varios años atrás.
En efecto, nuestro enemigo histórico en la región, el Imperio del Brasil, hacia tiempo que estaba preocupado por que el gobierno de Rosas se había convertido en un escollo insalvable para sus ambiciones expansionistas, de modo tal que ordenó a su hábil diplomacia que encontrase la forma de derrocar al Ilustre Restaurador de las Leyes y el Orden.
En esto los brasileños coincidieron con los intereses económicos y geopolíticos de los ingleses, los cuales no cejaban en su intento por imponer la libre navegación de nuestros ríos interiores y el sistema de librecambio.
Para tales fines, los imperiales comprendieron que debían ganarse el apoyo de los enemigos internos de Rosas. Su presa mas codiciada fue el general Justo José de Urquiza, a la sazón gobernador de la provincia de Entre Ríos y a cargo del ejercito mas poderoso que disponía la Confederación Argentina.
Con ese afán ya en 1850 habían tentado al caudillo entrerriano solicitándole su neutralidad ante una eventual invasión al territorio argentino; oportunidad en la cual Urquiza supo contestar que no podía tomar tal actitud sin traicionar a su Patria.
Sin embargo, poco tiempo después, su forma de ver las cosas cambiaria. Razones de peso -o mejor dicho de pesos- influirían en ello. Y es que don Juan Manuel había resuelto poner fin al comercio espurio que había enriquecido al entrerriano.
Como bien lo explica el historiador José María Rosa, la política económica proteccionista que impulsó don Juan Manuel -instrumentalizada principalmente con la Ley de Aduana-, si bien protegió y dio un gran impulso a la actividad industrial en las provincias del interior –desencadenando así las agresiones anglofrancesas que culminaron en la Vuelta de Obligado-, sin embargo se convirtió en una molestia para los negocios personales de Urquiza.
Y aunque todos los gobernadores conservaron el derecho de adoptar las medidas económicas que deseen para sus provincias, siempre y cuando no perjudicaran a la Confederación; además de tener sus propias aduanas interiores y exteriores, sin que Buenos Aires obtuviera ninguna renta que les correspondieran a ellas; el caso es que Urquiza fue mas allá, en pos de su interés personal, abasteciendo a Montevideo, plaza enemiga sitiada por la Confederación, así como traficando oro y transgrediendo la ley de aduana en detrimento del bien común de los argentinos.
Su mismo secretario personal, Nicanor Molina reconoció que “Al pronunciamiento se fue porque Rosas no permitía el comercio del oro por Entre Ríos”. Claro que Urquiza debió encubrir esas motivaciones y alegó que se pronunciaba en contra de Rosas para dar al país una Constitución y terminar con la tiranía. Cuestiones que nunca antes le habían interesado y que tampoco podían justificar que un general de la Nación se una a los enemigos de la Patria con el objeto derrocar un gobierno e imponer otro ajeno a los intereses nacionales.
Así fue que, con ese pecado original –crimen de lesa patria-, se llegó al oprobioso 3 de febrero de 1852 y a la derrota inevitable de la Confederación Argentina frente a fuerzas mucho más poderosas. Fuerzas que dicho sea de paso habían sido financiadas por el enemigo extranjero poniéndose el patrimonio nacional como garantía del pago por dicha ayuda.
La ola de crímenes que se desató inmediatamente después de esta batalla fue otro baldón en dicho proceso, y fue un ejemplo más del proceder consuetudinario de unitarios y liberales en nuestra Patria. Más de 600 asesinatos en la ciudad de Buenos Aires, acompañados de toda clase de vejámenes a la población civil. Miles de ejecuciones en la campaña; toda una división del ejercito federal –la división Aquino- pasada por las armas; el coronel Chilavert y cientos de los héroes que lucharon en la Vuelta de Obligado asesinados cruelmente por los vencedores de Caseros.
El proceder de estos “iluminados”, que decían luchar contra la tiranía y el terror, y que prometían traernos los beneficios de la civilización; así como todo lo que vino después de Caseros, justificaría aun más todo lo hecho por don Juan Manuel de Rosas.
Las consecuencias de tal ignominia serian tristes, gravísimas y perdurables.
Por lo pronto, con la batalla de Caseros, Brasil salvó su destino y lavó sus afrentas. El hecho de que si bien la misma tuvo lugar el día 3 de febrero y que sus tropas esperaran hasta el día 20 de ese mes –aniversario de nuestra victoria en Ituzaingo- para recién entrar desfilando victoriosas en Bs As., lo dice todo.
Pero lo más grave fue que para la Nación Argentina Caseros vino a ser el comienzo de su declive nacional. Este hecho significó la interrupción de aquella empresa común iniciada en 1550 con la fundación de la ciudad de Santiago del Estero; determinó la ruptura de nuestra tradición histórica y el aborto de nuestro destino de grandeza.
A partir de entonces se comenzó a inventar un nuevo país, una antiargentina, de espaldas a la Argentina real y en contra de su verdadero Ser nacional.
El país que nació de aquel oprobio se edificaría conforme a los dictados de la masonería internacional y respondería a los intereses del imperialismo anglosajón.
El Estado que se organizará será la base del actual sistema de dominación que asegura el gobierno de los peores y la sumisión de nuestra Patria al capital financiero internacional.
El modelo económico a implantarse de aquí en más se encargará de transferir nuestras riquezas al extranjero; y nuestra cultura hispano católica y criolla sufrirá el embate de la cosmovisión materialista, laicista y liberal que transmiten las logias masónicas.
Incluso el repudio a lo autóctono llegó a tal punto que se intentó implementar un verdadero genocidio con nuestro pueblo criollo a los efectos de reemplazarlo por una inmigración anglosajona y protestante que gracias a Dios no arribó a estas tierras. De todos modos, aquellas matanzas sistemáticas de gauchos habrían de afectar la sicología del arquetipo del hombre argentino, contribuyendo a la perdida de nuestro antiguo espíritu heroico y digno.
Ese espíritu fundacional perdido -pero materialmente vivo- es lo que los argentinos debemos recuperar para que volvamos a tener una Nación grande, fuerte e independiente, como la de los tiempos de don Juan Manuel; y para que los felones de hoy –del mismo linaje de los de Caseros- tengan su merecido.
Dr. Edgardo Atilio Moreno
Publicado en Patria Argentina Nº 284
Aquella tragedia, que marcó a fuego nuestro destino nacional, fue el fruto de una trama perversa comenzada varios años atrás.
En efecto, nuestro enemigo histórico en la región, el Imperio del Brasil, hacia tiempo que estaba preocupado por que el gobierno de Rosas se había convertido en un escollo insalvable para sus ambiciones expansionistas, de modo tal que ordenó a su hábil diplomacia que encontrase la forma de derrocar al Ilustre Restaurador de las Leyes y el Orden.
En esto los brasileños coincidieron con los intereses económicos y geopolíticos de los ingleses, los cuales no cejaban en su intento por imponer la libre navegación de nuestros ríos interiores y el sistema de librecambio.
Para tales fines, los imperiales comprendieron que debían ganarse el apoyo de los enemigos internos de Rosas. Su presa mas codiciada fue el general Justo José de Urquiza, a la sazón gobernador de la provincia de Entre Ríos y a cargo del ejercito mas poderoso que disponía la Confederación Argentina.
Con ese afán ya en 1850 habían tentado al caudillo entrerriano solicitándole su neutralidad ante una eventual invasión al territorio argentino; oportunidad en la cual Urquiza supo contestar que no podía tomar tal actitud sin traicionar a su Patria.
Sin embargo, poco tiempo después, su forma de ver las cosas cambiaria. Razones de peso -o mejor dicho de pesos- influirían en ello. Y es que don Juan Manuel había resuelto poner fin al comercio espurio que había enriquecido al entrerriano.
Como bien lo explica el historiador José María Rosa, la política económica proteccionista que impulsó don Juan Manuel -instrumentalizada principalmente con la Ley de Aduana-, si bien protegió y dio un gran impulso a la actividad industrial en las provincias del interior –desencadenando así las agresiones anglofrancesas que culminaron en la Vuelta de Obligado-, sin embargo se convirtió en una molestia para los negocios personales de Urquiza.
Y aunque todos los gobernadores conservaron el derecho de adoptar las medidas económicas que deseen para sus provincias, siempre y cuando no perjudicaran a la Confederación; además de tener sus propias aduanas interiores y exteriores, sin que Buenos Aires obtuviera ninguna renta que les correspondieran a ellas; el caso es que Urquiza fue mas allá, en pos de su interés personal, abasteciendo a Montevideo, plaza enemiga sitiada por la Confederación, así como traficando oro y transgrediendo la ley de aduana en detrimento del bien común de los argentinos.
Su mismo secretario personal, Nicanor Molina reconoció que “Al pronunciamiento se fue porque Rosas no permitía el comercio del oro por Entre Ríos”. Claro que Urquiza debió encubrir esas motivaciones y alegó que se pronunciaba en contra de Rosas para dar al país una Constitución y terminar con la tiranía. Cuestiones que nunca antes le habían interesado y que tampoco podían justificar que un general de la Nación se una a los enemigos de la Patria con el objeto derrocar un gobierno e imponer otro ajeno a los intereses nacionales.
Así fue que, con ese pecado original –crimen de lesa patria-, se llegó al oprobioso 3 de febrero de 1852 y a la derrota inevitable de la Confederación Argentina frente a fuerzas mucho más poderosas. Fuerzas que dicho sea de paso habían sido financiadas por el enemigo extranjero poniéndose el patrimonio nacional como garantía del pago por dicha ayuda.
La ola de crímenes que se desató inmediatamente después de esta batalla fue otro baldón en dicho proceso, y fue un ejemplo más del proceder consuetudinario de unitarios y liberales en nuestra Patria. Más de 600 asesinatos en la ciudad de Buenos Aires, acompañados de toda clase de vejámenes a la población civil. Miles de ejecuciones en la campaña; toda una división del ejercito federal –la división Aquino- pasada por las armas; el coronel Chilavert y cientos de los héroes que lucharon en la Vuelta de Obligado asesinados cruelmente por los vencedores de Caseros.
El proceder de estos “iluminados”, que decían luchar contra la tiranía y el terror, y que prometían traernos los beneficios de la civilización; así como todo lo que vino después de Caseros, justificaría aun más todo lo hecho por don Juan Manuel de Rosas.
Las consecuencias de tal ignominia serian tristes, gravísimas y perdurables.
Por lo pronto, con la batalla de Caseros, Brasil salvó su destino y lavó sus afrentas. El hecho de que si bien la misma tuvo lugar el día 3 de febrero y que sus tropas esperaran hasta el día 20 de ese mes –aniversario de nuestra victoria en Ituzaingo- para recién entrar desfilando victoriosas en Bs As., lo dice todo.
Pero lo más grave fue que para la Nación Argentina Caseros vino a ser el comienzo de su declive nacional. Este hecho significó la interrupción de aquella empresa común iniciada en 1550 con la fundación de la ciudad de Santiago del Estero; determinó la ruptura de nuestra tradición histórica y el aborto de nuestro destino de grandeza.
A partir de entonces se comenzó a inventar un nuevo país, una antiargentina, de espaldas a la Argentina real y en contra de su verdadero Ser nacional.
El país que nació de aquel oprobio se edificaría conforme a los dictados de la masonería internacional y respondería a los intereses del imperialismo anglosajón.
El Estado que se organizará será la base del actual sistema de dominación que asegura el gobierno de los peores y la sumisión de nuestra Patria al capital financiero internacional.
El modelo económico a implantarse de aquí en más se encargará de transferir nuestras riquezas al extranjero; y nuestra cultura hispano católica y criolla sufrirá el embate de la cosmovisión materialista, laicista y liberal que transmiten las logias masónicas.
Incluso el repudio a lo autóctono llegó a tal punto que se intentó implementar un verdadero genocidio con nuestro pueblo criollo a los efectos de reemplazarlo por una inmigración anglosajona y protestante que gracias a Dios no arribó a estas tierras. De todos modos, aquellas matanzas sistemáticas de gauchos habrían de afectar la sicología del arquetipo del hombre argentino, contribuyendo a la perdida de nuestro antiguo espíritu heroico y digno.
Ese espíritu fundacional perdido -pero materialmente vivo- es lo que los argentinos debemos recuperar para que volvamos a tener una Nación grande, fuerte e independiente, como la de los tiempos de don Juan Manuel; y para que los felones de hoy –del mismo linaje de los de Caseros- tengan su merecido.
Dr. Edgardo Atilio Moreno
Publicado en Patria Argentina Nº 284