viernes, 29 de marzo de 2013

NACIMIENTO DE ROSAS, EL GRANDE

El 30 de marzo de 1793, en la casa grande del finado don Clemente López, situada en la acera norte de la calle Santa Lucía (hoy Sarmiento), doña Agustina López de Osornio, esposa del joven militar León Ortiz de Rozas, daba a luz a su primer hijo varón. El alumbramiento de un varón, ansiosamente esperado, colmó de gozo al padre, gallardo teniente de la quinta compañía del segundo batallón del regimiento de infantería de Buenos Aires.

La noticia se propagó en el barrio, llevada quizás por el pulpero don Ignacio y el mulato José, el sastre, vecinos de la cuadra. Las negras Feliciana, Damiana, Pascuala, Teodora y demás esclavas, y la india libre Juliana, criadas de la casa, se agolpaban en el vasto patio, impacientes por penetrar en la alcoba de la amita y conocer la criatura. En cuanto al párvulo rompió a gritar desaforadamente, señal de que venía con fortaleza al mundo, su padre don León se puso chupa, calzón azul y casaca con botones blancos, vuelta y collarín encarnados, y vestido así con el uniforme de infantería, fue al cuartel en busca del capellán de su batallón para que bautizara enseguida al recién nacido. Como estuviera ausente su capellán, y nadie diera razón de él en ese momento, llamó al del batallón tercero, doctor Pantaleón de Rivarola.

El teniente pensaba que el vástago de un Ortiz de Rozas debía, el primer día de su vida, ser ungido a la vez católico y militar, y por ello se empeñó en que fuera castrense el sacerdote que pusiera óleo y crisma a la criatura. La ceremonia se realizó, dándose al niño el nombre de Juan Manuel José Domingo, según se asentó en el acta. En la casa de López de Osornio no se había disipado la sombra de la tragedia que, años antes, azotó y horrorizó aquel hogar: el viejo don Clemente, rico hacendado, padre de Agustina, y Andrés su hijo mayor de veinte y seis años, fueron asesinados por los indios en un malón que éstos llevaron, el 13 de diciembre de 1783, contra la estancia “El Rincón de López” en las llanuras desiertas del sud, sobre el Salado y el mar. Don Clemente López de Osornio encarnó, en la segunda mitad del siglo XVIII, el tipo rudo del estanciero militar que pasó su vida lidiando para conquistar palmo a palmo la pampa y dominar a los salvajes infieles.

Fue sargento mayor de milicias, caudillo de los paisanos y cabeza del gremio de hacendados, de quienes tuvo durante muchos años la representación con el cargo de apoderado ante las autoridades del virreinato. Don Clemente, ya anciano trabajaba como un mozo, con su hijo Andrés, en las ásperas faenas rurales jineteando redomones y arreando vacas chúcaras, a campo traviesa, entre paja brava y cardizales, pantanos y lagunas. Tenía setenta y cinco años cuando, entregado a esas recias labores, fue lanceado y degollado, con su hijo, por la maloca salvaje. La imagen de la lucha con los bárbaros era familiar no sólo a doña Agustina López de Osornio, sino también a don León Ortiz de Rozas.

Don León provenía de limpia cepa de militares y de funcionarios españoles. Los Ortiz de Rozas, de raza hidalga oriunda del Valle del Soba, provincia de Burgos, ocuparon siempre los primeros puestos en aquel valle, sea como regidores y magistrados, sea como guerreros, y formaron parte de esa aristocracia rústica y pobre, generosa de sangre, que consagró su vida con acendrado fervor al servicio de su fe y de su rey. León, en cuanto cumplió diez y nueve años de edad fue nombrado, el 30 de abril de 1779, subteniente del regimiento de infantería de Buenos Aires, en el que su padre era capitán. En aquellos días acababa de regresar en una fragata, de la expedición a la bahía Sin Fondo de la Patagonia , don Juan de la Piedra quien, después de sufrir toda suerte de penurias, abandonó la empresa, fue suspendido por orden del virrey Vértiz, y enviado a España.

León Ortiz de Rozas, que ansiaba realizar hazañas, pidió se le alistara en alguna expedición a esas regiones. De la Piedra hizo degollar a una partida de hombres, mujeres y niños del cacique Francisco, y se dirigió hacia la Sierra de la Ventana para a atacar a las tribus de toda esa región que se habían reunido en guerra contra los cristianos; pero fue cercado y derrotado, cayendo en poder de los bárbaros los oficiales León Ortiz de Rozas, Domingo Piera y fray Francisco Javier Montañés que desde 1783 era capellán en el establecimiento San José de la Patagonia y que se había agregado a la expedición de la Piedra. El cautiverio de don León y de sus compañeros fue lleno de zozobras, y habrían perecido, de seguro, si un hermano del cacique Negro no hubiese estado, en calidad de prisionero, en poder del virrey marqués de Loreto. La esperanza de recobrarlo por medio de un canje indujo a los indios a respetar, esta vez, la vida de sus enemigos.

León, liberado del cautiverio, se había captado la amistad de los principales caciques y difundido la simpatía del nombre de Rosas entre las tribus, regresó a Buenos Aires con la aureola heroica del cautiverio, llevando en su espíritu la visión salvaje de la vida y de la lucha en las pampas.

Tradicionalismo y catolicidad marcaron desde la cuna la existencia de Rosas, acostumbrado a vivir alternativamente en el campo y la ciudad, domador de potros chúcaros en la infancia y de malones desorbitados; junto a su madre. Voluntarioso y dominante. Como su madre, su carácter no se doblegaba ante el rigor de los castigos que doña Agustina le infligía por sus travesuras.
Carlos Ibarguren

jueves, 14 de marzo de 2013

LA MUERTE DE ROSAS


 











POR LEONARDO CASTELLANI 
(dedicado a Lola Pereyra Rosas)

Don Juan Manuel llevó la Pampa a una Nación
Cuyo nombre no se puede pronunciar
Una cosa así como San Antón o Sud Sansón
Que se traduce Boloña sobre el mar

Plantó una tranquera de álamos y dos teros
Un caballo y quizás, un chajá
El madrugar y el tranco lento de los estancieros
En la línea del Salado, allá

Los últimos años del Restaurador
25 años callados y pacientes
Son la clave de las naciones independientes
Del siglo pasado, de la Argentina y de su honor.


Con la vista clavada en la empañada ventana
Por encima de Manuelita y el cura irlandés
Veía el gran viejo la vida humana
El mapa de la ignominia y la honradez

El poeta Ventura Vega no se acordaba
Del país en que nació por casualidad
Y allí frente suyo sonriente estaba
"La Muerte de César”, poesía y realidad.

Las colinas del Hamshire tan verdes en primavera
Y la escarcha que cruje fría
El cielo azul pálido como la bandera
El grito de dos teros en la tranquera
Y una lenta y humorosa agonía

Su fama en el Plata en manos de brasileros
Privilegio del rico es poder dejarse robar
Rosas se calla y sonríe los días enteros:
“Por no dar explicaciones Cristo se dejó matar”.
Su obra estaba hecha, su rescate pagado
Terminado su arreo rudo
Había hecho lo que estaba mandado
No todo, sino lo que pudo.


1829, el año sobrehumano
El que sabe mandar que aprenda a gobernar
De estanciero ladino a "Gran Americano”
Al que sabe nadar lo obligan a cruzar el mar.


"Llevo todas las de perder, pero le heid jugar al Destino
No sé gobernar pero heid gobernar
A causa de la galera sangrienta en el camino
Y ese sapo que no heid tragar".


Dorrego Facundo Pago Largo Las Heras
Los dados en el 29 echados contra él Fatum
La batahola y los entreveros de las montoneras
Ahora versos de un breve poema: "Consummatum"
.
Medio siglo en destierro él hijo de la tierra
Cuarto siglo fuera del país
Al cuál sacrificó su vida en paz y en guerra
Siempre solo como una raíz.

La gloria de la hija mayor que llega
Su nieto mayor que descuelga el cinto y el trabuco
Y él mira lo que es la gloria: un niño que juega
con el sable de Chacabuco.


Y después el hecho de todos los mortales
La debilidad sin languidez
Y un resbalar lento del alma a los portales
Que se pasan sólo una vez.

El extraño panorama de su vida toda delante
Dolores corporales que avientan lo trivial
Rosas sintió en un lampo todo el tiempo de ante
Galopando un negro bagual.

Sintióse en una ventolera de la pampa infinita
Hollando en un potro la gramilla helada
Oyó como una voz de lejos: "¿Cómo anda, tatita?”
Y se oyó a sí mismo muy lejos: NIÑA, NO ES NADA

miércoles, 6 de marzo de 2013

SENTIDO HISTÓRICO DE LA LABOR EVANGELIZADORA



La impotencia de los penates de la historiografía americana para comprender la esencia misma de la conquista espiritual del continente, es el resultado de considerar a la religión como un hecho separado de la vida. Para aquellos escritores, la labor misionera pudo ser considerada como un hecho desprendible de la realidad integral de la conquista, y ésta pudo ser exactamente lo que fue, y la colonización no otra cosa que lo que alcanzó a ser, con evangelizadores, o sin ellos. A lo sumo, para alguno más “progresista”, lo misional no fue sino expresión del secular “atraso de España”, cuando no un medio de sojuzgamiento de imaginarios propósitos libertadores. No cayeron en tal punto de vista por aceptar que las superestructuras sociales, éticas e intelectuales son reflejo de los movimientos de la estructura económica, especie de supremo hacedor sin alma, ni sentidos ni conciencia.
                            
¡No! para desprestigiar y poner en evidencia lo sagrado y lo tradicional en la historia no hubieron de caer en las redes de la dialéctica marxista pues, hijos del pensamiento francés de los siglos anteriores, les bastó con actuar como apóstoles de una supuesta ley del progreso, en virtud de cuya presencia todo el proceso histórico consistiría en destruir lo que existe para colocar en su lugar algo nuevo.
                          
“El progreso, desde el punto de vista positivo, ha dicho Berdiaeff, consiste en que, a través del hombre, una generación cede su sitio a otra, elevando la Humanidad hasta unas alturas extrañas que yo en vano trato de concebir; la Humanidad avanza, avanza siempre, hacia un estado superior con respecto al cual todas las generaciones presentes son siempre eslabones sin ninguna finalidad propia. El progreso transforma a cada generación humana, a cada individuo y cada época histórica en un medio, en un instrumento para alcanzar un fin que consiste en la perfección y la bienaventuranza del hombre futuro, en la que ninguno de nosotros tendrá participación alguna”.
                            
Fue ese progresismo el que trató de eliminar de la historia americana todos los elementos tradicionales, sin los cuales “lo histórico” deja de existir, pues el “progreso” —no sabemos por qué curiosas secreciones mentales— es enemigo de Dios, o Dios enemigo del progreso; y el hacer historia se transformó en informar, periodísticamente, de lo que había sucedido antes de nosotros, mediante una selección crítica cuyos mayores éxitos se lograban cada vez que se podía exhibir algún acto contrario a la religión, y, por consiguiente, destinado a acelerar el proceso progresista de esto pueblos.
                        
La concepción cristiana, que vive de la esperanza de una felicidad común a todas las generaciones, puesto que todos pueden ser salvados, es diametralmente opuesta al progresismo. Todavía se pueden leer las obras de aquel Padre Vitoria, defensor ejemplar de América, en las que se lo advierte afanado en buscar la conciliación entre la predestinación divina y los méritos del hombre, porque no creía que sus semejantes hubieran sido concebidos para el mal, y convencido de que la salvación —próxima o remota—, había de llegar a todos, sobre todos volcó la dulzura de la esperanza con su doctrina de la gracia. Y es, justamente, el sello característico de la conquista de América el que sus misioneros trajeran esa doctrina. Si los españoles de la conquista hubieran creído que las generaciones sólo son medios instrumentales para realizar, en un futuro incierto, incomprensible e inimaginable, la felicidad de unos hombres que no podemos determinar, no habría sido por cierto lo que fue; no habría habido problemas de conciencia en el ánimo de sus reyes. Sólo porque creían en que la salvación está al alcance de todos, es porque dieron un sentido misional a la tarea que la Providencia puso en sus manos.
                            
Si hacer historia de América no tiende a conocer las realidades espirituales de los hombres de América, es que se trata de una labor inútil y sin objeto. Conocer la forma de la nariz de Cleopatra podrá ser un elemento de curiosidad, nunca de juicio. Si el hombre es inseparable de la historia, es porque la historia se mueve alrededor de hechos concretos desarrollados dentro de los marcos de la tradición. Lo que a la tradición escapa deja de ser histórico.
                                  
El misionero que llega a América trae algo más que la materialidad del catecismo; algo más que las ceremonias sacramentales; trae, a un mundo estático, con un sentido inmanente de la vida, los elementos liberadores que habrán de darle conciencia histórica. Porque esa conciencia surge en los pueblos con el cristianismo, pues es con él que los hombres adquieren la posibilidad de concebir horizontes trascendentales y se libran de la sumisión a la naturaleza circundante.
                           
Cuando el cristianismo, por la Redención, libera al hombre en la resolución libre del destino humano, lo histórico aparece; porque recién el hombre es librado de la naturaleza. Por eso, la labor misional no es un episodio religioso, aislado del resto de las realidades pasadas, presentes y futuras de América, para comenzar por ser, en cuanto a las razas aborígenes del continente, un adquirir el sello del alto origen divino del hombre. Un colocarlo en el centro de la creación. Tarea que sólo es posible cuando se tiene en alta estima al espíritu humano.
                      
Esa manera de ver y de sentir está encarnada  en aquellas reales cédulas por las que los reyes de España estimaban que perder el alma era más grave que perder la conquista misma; lo está en aquella respuesta de Felipe II a los consejeros que le hablaban del mucho dinero que constaba la conquista de Filipinas, diciéndoles que lo que se debía tener en cuenta no era el interesse sino los universales, es decir, los principios mismos de la fe que ordenaban salvar el alma de los semejantes en peligro de perderla.
                        
El catolicismo, en su acción contra los elementos humanos puramente naturales, rebasó siempre, y ello era lógico, lo estrictamente humano. Las prácticas del culto son sólo una faz de su acción. Emprendió, además, la inmensa labor de construir una cultura con sentido universal que respondiera a su dinamismo liberador. Y es así como tiene una posición ante todos los problemas de la vida, y porque la tiene es la suya una postura de evidente sentido ético. El misionero no se conforma con bautizar a los naturales, ni con que crean en el misterio de la Eucaristía, sino que, además, los habilita para enfrentar la vida, y les da normas para vivirla; no hacen cultivar los sacramentos como una imposición, sino como un acto de libertad, determinado y controlado por la propia conciencia. Los obispos no cuidan sólo del ornamento de las iglesias o de la grandiosidad de los actos religiosos, sino que intervienen en la vida civil y crean, cada uno a su alrededor, núcleos de vida social propia.
                    
Por eso no hay un hecho económico, social, político o intelectual en la vida de la colonia, en el cual la Iglesia no se encuentre presente. Y los alcances reales de esa presencia no pueden ser valorados cuando se considera al hombre como un mero instrumento en el proceso de la formación de nuevos fundamentos sociales; no puede entenderse a través de humanismos que en el afán de superar al hombre lo niegan, o de él reniegan; no pueden comprenderse sino cuando se percibe el verdadero significado histórico del cristianismo, que no es otro que el de ser una doctrina de amor a los hombres, porque es un Dios-hombre el que muere en la cruz para redimir a sus semejantes, y en su sangre redentora la que devuelve al hombre la libertad, lo libra de las potencias naturales inferiores y le da la conciencia de su grandioso origen.
                 
Cuando todo eso se percibe y se comprende, se advierte que
la verdadera historia de América es la de su conquista espiritual; y cómo ella no fue un mero episodio religioso o el aspecto religioso de un hecho más importante, sino la formación misma de lo que la historia de América tiene de tradicional y, por consiguiente, de irrenunciable.
                  
Vicente D. Sierra   

(Tomado de su libro “El sentido misional de la Conquista de América”)


Fuente : http://elblogdecabildo.blogspot.com.ar/search/label/Vicente%20D.%20Sierra