domingo, 25 de mayo de 2014

NUESTRA REVOLUCION NO DEBE NADA A LA REVOLUCION FRANCESA*

Por: Hugo Wast

Para comenzar digamos algo que probablemente nunca se ha dicho: los patriotas del año X no entendían la palabra “pueblo” como quieren entenderla ciertos admiradores de la Revolución Francesa falsificadores de la nuestra ahora.

Los demagogos mutilan el sentido de esa palabra. Para ellos solamente es “pueblo” la masa plebeya, informe y enorme, caprichosa, infalible, sacrosanta, poseedora de todos los derechos y no atada por ninguna obligación. Es decir, la parte primitiva de la sociedad, mas fácil de ser manipulada, engatusada con discursos y ganada con privilegios.

Para los patriotas del año X “pueblo” no era solamente la plebe, sino el conjunto de los habitantes del país, ignorantes e instruidos, ricos y pobres, capaces e incapaces de pensar por su cuenta, sacerdotes, militares, hacendados, abogados, comerciantes, artesanos, menestrales, pulperos, sirvientes, esclavos… iguales todos en sus derechos específicos, a los ojos de Dios, que los había creado y redimido con la sangre de Jesucristo, pero desiguales en sus aptitudes y en sus derechos sociales, conforme a las circunstancias en que vivían.

Los hombres de Mayo, que sabían su catecismo y por ello conocían esa igualdad esencial y esa desigualdad accidental, cuando trataban de resolver problemas de gobierno, que en aquellos tiempos se resolvían a menudo en asambleas del pueblo o cabildos abiertos, jamás convocaban a la plebe, a los esclavos, los sirvientes, los menestrales, casi siempre analfabetos y a quienes tampoco les atraía el meterse en tales honduras.

Convocaban a los que las solemnísimas actas de dichas asambleas llaman “vecinos de calidad”, o “vecinos de distinción”, o como reza la más solemne de todas, la del 25 de mayo de 1810, “la parte sana y principal del vecindario”, que representaba por derecho natural, no por elección de nadie a la totalidad del pueblo.

Y esto sucedió no solo en Buenos Aires sino en todas las ciudades y villorios del virreinato.

Los patriotas del año X, cuyo espíritu buscan afanosamente ciertos historiadores, deseándolo hallar distinto de cómo fue, no creían que las discusiones y resoluciones de aquellas asambleas de vecinos de distinción, pequeña minoría en comparación de los vecinos que no habían sido convocados, habrían de mejorar por que interviniera en ella la parte menos principal del vecindario, es decir la turba multa que es la inmensa mayoría.

Esa inmensa mayoría sentíase perfectamente representada por aquella minoría selecta, que conocía sus problemas y sabia defender sus intereses.

Se ve pues, que los hombres de mayo, aunque tenían un concepto del “pueblo” más amplio y generoso que el que tienen los demagogos actuales no eran partidarios del sufragio universal sino del voto calificado.

¡Horrenda blasfemia! Y bien, ya esta dicha y vamos a decir otra peor, con la ayuda de Mitre.

Para mejor vulgarizar la fisonomía del 25 de mayo de 1810, los demagogos nos describen, palabra más palabra menos, una plaza hirviente de frenéticos descamisados con el puño en alto.

Ya no las anacrónicas figuritas pedagógicas de ciudadanos encapados y con paraguas. Ahora prefieren algo moderno y se les ocurre mas argentino: una revolución en mangas de camisa, a pesar del frio y de la famosa lluvia de aquel glorioso 25 de mayo.

Siempre la imaginación, nunca la verdad.

Por la historia sabemos que durante siglos lucharon crudamente en Roma los patricios, especie de nobles, descendientes de las familias fundadoras de la ciudad, y los plebeyos que eran el populacho sin abolengo. En otras naciones antiguas se han producido estas mismas luchas, de la nobleza contra la plebe.

Traemos este recuerdo porque es conveniente, cuando queramos descubrir el verdadero espíritu de mayo, no olvidar que el principal cuerpo de tropas en que se apoyó la revolución, fue el regimiento de Patricios, cuyo solo nombre es una definición.

La revolución de mayo fue militar y católica y popular, vale decir, correspondió a los anhelos profundos de los criollos ansiosos de gobernarse ellos mismos, sin abandonar sus tradiciones.

En ningún momento plebeya; y fue aristocrática, por que la hicieron verdaderos señores, que supieron imprimirle la impronta de su cultura, con un señorío que no apostató de su credo ni de la historia de España, de la que ellos fueron y nosotros queremos seguir siendo continuadores.

Y aquí cedamos la palabra a nuestro historiador.

“Tanto los patriotas que encabezaban el movimiento revolucionario –expresa Mitre-, como los españoles que e n el cabildo abierto habían cedido al empuje de la opinión, todos pertenecían a lo que podría llamarse la parte aristocrática de la sociedad. Las tendencias de ambas fracciones eran esencialmente conservadoras en cuanto a la subsistencia de orden publico y esto hacia que se encontrasen de acuerdo en un punto capital, cual era el impedir que el populacho tomase en la gestión de los negocios públicos una participación activa y directa”(1)

Así se hizo la nueva y gloriosa nación, que ahora quieren deshacer bastardeando su espíritu.

¿Y en esta revolución sin crímenes, que fue la nuestra, se pretende encontrar un retoño de la francesa, que se prostituyo a los pies de la diosa razón y asesinó, fusiló, guillotinó a millares de ciudadanos, hombres, mujeres y hasta niños?(2)

¡Y estos jacobinos eran los oráculos de Moreno! ¡Y estos los modelos que nos proponen!

¡Que aberración! El historiador que diga otra cosa, no sabe lo que dice. O no dice lo que sabe.

Solo olvidando las causas, los métodos y los resultados de la Revolución francesa, puede comparársela con la Revolución de Mayo.

La Revolución francesa se hizo en contra del absolutismo de los reyes y los privilegios de los nobles y, agréguese, en contra de la Iglesia romana.

En el Rio de la Plata no había ni nobles ni reyes. Gobernaban el país, mal o bien, un virrey que no tenia nada de absoluto y el Cabildo, genuina y antiquísima autoridad de origen popular, que “la parte sana y principal” del vecindario elegía libremente.

La sencillez de las costumbres y la pobreza del país, facilitaban la convivencia social.

La Revolución francesa fue republicana, mientras que la revolución argentina fue en sus comienzos abiertamente monárquica.

La Revolución francesa fue enemiga de la religión católica, desalojo a N.S. Jesucristo de los altares y puso en ellos a la diosa Razón, simbolizada por una prostituta a la que paseaban desnuda en un carro con un crucifijo a los pies. (3)

La Revolución de Mayo fue católica. El 30 de mayo de 1810, a los cinco días de la revolución, concurre la Junta Gubernativa, con toda solemnidad, a una misa de acción de gracias, celebrando el cumpleaños del Rey y La instalación de un nuevo gobierno. (4)

Poco después, el 18 de julio, el gobierno provee de sacerdotes capellanes al cuerpo expedicionario que marcha al interior, nombrando al efecto al Dr D. Manuel Albariño y a fray Manuel Ezcurra, de la orden de la Merced.

Nosotros, que tenemos una gesta cristiana, sin crímenes, bendecida unánimemente por todos los argentinos, ¿Por qué habríamos de envidiar a Francia aquella sangrienta bacanal, maldecida según antes dijimos, por los mas autorizados historiadores y sociólogos franceses y hasta por escritores modernos de la izquierda?.

Los que se empeñan en probar este bastardo parentesco, nos pintan al pueblo de Buenos Aires, nutrido por el dogma de la soberanía popular, agolpándose en la plaza para arrancar su renuncia al Virrey e imponer su voluntad al Cabildo, que representaba al vecindario de la ciudad, es decir, al pueblo mismo.

Y a fin de marcar mejor el aspecto plebeyo de nuestra Revolución nos refieren que fue incruenta, con lo cual quieren decir desarmada y anti militarista.

Podría creerse, al leerlos, que en toda revolución hecha por gente de sable, la sangre corre a torrentes, y que a la inversa, cuando solo interviene el pueblo, aquello es un agua de malva; no se esgrimen otras armas que las lenguas, y solo se lucha con honrados argumentos y con votos conscientes. ¡Rusia, Mejico, España, Cuba, son ejemplos de lo incruentas que son las revoluciones no hechas por militares!.

La Revolución francesa, modelo del movimiento demagógico, fue, según la fuerte metáfora de Barbey D´Aurevylle, una ancha zanja de sangre que corto en dos la historia de Francia.

¿Debemos agradecer a nuestros historiadores el que por hacer mas simpática (no sabemos a quienes) la Revolución de Mayo, la despojen de todo carácter militar y nos la describan como un torneo de discursos entre cabildantes y abogados?.

Eso es falsificar la historia, y dar a las generaciones actuales y futuras una lección de ingratitud hacia los principales actores de nuestra Revolución, que fueron militares.

La verdad histórica, nuestra verdad, es mucho menos enfática y mucho mas hermosa.

La grandeza de la emancipación argentina aparece cuando se la cuenta con limpia sencillez, no cuando se la enturbia atribuyéndole un contenido demagógico que no tuvo ni pudo tener.

La Revolución argentina no es una jamona sin hogar venida a nuestras playas desde la orillas del Sena, despechugada y ronca, enbardunadas las mejillas con hez del vino de los bistrots parisienses, empuñando con la mano izquierda el Contrato Social, y empujando con la derecha el carretón de la guillotina.

Nuestra Revolucion es una hermosa y valiente muchacha, hija legitima de familia hidalga, nacida aquí mismo, en las orillas del Plata, y que apareció por primera vez en las calles de Buenos Aires, con los cabellos adornados de diamelas criollas, empujando un cañón para tirar sobre los herejes invasores; y mas tarde, en la plaza de la Victoria, blandiendo la espada que le entrega Saavedra, de dulce y pulido acero toledano, arma que en su mano parecía una joya, y que los historiadores han pretendido arrebatarle, ofreciéndole en cambio una traducción marchita del libro de Rousseau hecha por Mariano Moreno.

¡No!. La Revolución de Mayo es netamente argentina y nada tiene que ver con la Revolución francesa, y es indigno de historiadores criollos buscar agua en el Sena, para bautizarla cuando la tienen a mano y mas abundante en el Rio de la Plata.

Desde luego las fechas delatan el anacronismo.

Cuando estalló nuestra Revolución ya habían pasado veinte años sobre la francesa, que en 1810 estaba harto desacreditada en el mundo, y especialmente en la America española, por sus crímenes y por sus resultados: después de Roberpierre, y como reacción contra los desvaríos del pueblo soberano, Napoleon.

1)      B. Mitre, Historia de Belgrano y de la independencia Argentina (Carlso Casavalle, Bs As 1876), T. 1, pag 273.
2)      “según Collor  D´Herbois, que tenia la imaginación a vecespintoresca <la transpiración política debía ser bastante abundante para no detenerse hasta la destrucción de doce a qince millones de franceses>.
 Articulo de Guffroy en su diario Le Rougiff: <Francia tendrá bastante con cinco millones de habitantes>
Taine, Les origines de la France contemporaine, tomo VIII, la revolution, pag 133               
3)      Laharpe, Du fanatisme dans la langue revolutionnaire, Paris, Migneret, 1797, pag 54.
4)      Registro oficial de la Republica Argentina, tomo 1, pag 28.

Continuara...

Tomado de: Año X, cap. 2.

martes, 20 de mayo de 2014

La Generación Argentina de 1837

Por: Federico Ibarguren

Segunda generación unitaria, se le ha llamado con bastante propiedad a la de los proscriptos de 1837, que se exiliaron del país por propia voluntad en tiempo de Rosas.

Esa generación comprende a los hombres nacidos entre 1806 y 1810, es decir, en el lapso de dos acontecimientos capitales de la historia argentina: las Invasiones inglesas y la Revolución de mayo.

La generación de 1837 fue educada en los principios rivadavianos del iluminismo, y ello prueba la influencia de  Rivadavia en cuanto a la formación mental de la juventud de aquel tiempo, que crecía y se ilustraba en Buenos Aires. Rivadavia, en efecto, había fundado el colegio de Ciencias Morales, donde se impartía la instrucción a los muchachos pudientes de entonces, enseñándoles los principios de la filosofía utilitaria de Bentham y las doctrinas económicas de Adam Smith. En esa corriente liberal y anti tradicionalista de ideas se formaron los representantes más conspicuos – mal llamados románticos – de la segunda promoción unitaria – porteña o provinciana – entre los que se destacan: Esteban Echeverria, Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento, Vicente Fidel López, Juan María Gutiérrez, Jacinto Rodríguez Peña, Félix Frías, Juan Thompson, Carlos Tejedor, Miguel Cané (p), Marcos Sastre, Miguel Estévez Segui, Andrés Lamas, Santiago Viola y Juan Bautista Cuño. Con su repertorio intelectual deformado desde el principio, estos muchachos ambiciosos encontraronse, sin arraigo en lo propiamente histórico, con la anarquía política desatada por la revolución de 1810, llegando a la adolescencia en momentos en que unitarios y federales hacían utópica la unidad del país despedazado por la guerra interna.

En plena lucha fratricida hasta bien entrada la década del 30’ del siglo pasado, Argentina vivió conmovida por los golpes de Estado, anarquia, cambios de gobierno, asesinatos políticos, miserias económicas de pueblos invadidos y saqueados. Por eso, los europeizados jóvenes “mayos” – con Alberdi y Echeverria por mentores – adoptaron, al margen de los dos partidos criollos, una postura teórica que pretendía ser intelectualmente equidistante: ni unitarios ni federales,  o sea una especie de eclecticismo pacifista imposible de sostener en 1837.

Desde la revolución de Lavalle que derrocó al gobernador Dorrego, siendo fusilado por aquel jefe militar en Navarro, agudizariase la violencia reciproca de las facciones en el país, generando un estado de caos permanente, que se fue generalizando hasta hacerse crónico, antes de subir Rosas al poder.

Es entonces, en 1830, cuando llegan de Francia las recetas revolucionarias del movimiento romántico – que reaccionó contra el iluminismo jacobino finisecular – y los muchachos criollos de apenas 20 años de edad fueron conmovidos a fondo por las novedades doctrinales que venían del viejo mundo. Afrancesados por educación en las aulas porteñas, ellos quedaron imantados bien pronto con la literatura germano-gala del romanticismo recién nacido, que hizo estragos en sus frágiles almas inmaduras, en disidencia con la cruenta realidad nacional.

Uno de los representantes de aquella generación del 37’ es don Vicente Fidel Lopez – el primer historiador argentino importante – quien con bello estilo literario nos relata lo siguiente en su conocida autobiografía: “nadie hoy es capaz de hacerse una idea del sacudimiento moral que este suceso produjo en la juventud argentina que cursaba en las aulas universitarias.  No se cómo se produjo una entrada torrencial de libros y autores que no se había oído mencionar hasta entonces”  las obras de Cousin, Michellet, Villiemain, George Sand, Balzac, Saint Beuve, Víctor Hugo; Dumas, Mme. Stael y Chateaubriand “…andaban en nuestras manos produciendo una novelería fantástica de ideas y de predicas sobre escuelas y autores románticos,  clásicos ecléticos, santsimonianos…"

El maestro de esa urbana elite de fraque, europeizante, desubicada, utópica – la cual provocaría en 1938, aliada al extranjero, la lucha de clases en el país, sin darse cuenta cabal de sus graves consecuencias sociológicas – era el medico Don Diego Alcorta, participante activo – como opositor a Rosas – en las jornadas parlamentarias del crítico año 1832. “Nosotros – recuerda retrospectivamente Lopez – les seguíamos con un ardor de partidarios decididos, aplaudiendo desde la barra, tomando parte de la bulla: por dos veces nos hicimos echar afuera.”

De esa ingenua, pueril devoción romántica por las teorías en boga y los libros foráneos surgirá en 1837 el Salón Literario, por inspiración personal del montevideano comerciante Marcos Sastre. A cuya provechosa iniciativa, por lo demás, adhirieron de inmediato Juan María Gutiérrez, Juan Bautista Alberdi, Vicente Fidel López, Juan Thompson, Esteban  Echeverría y  “cuarenta o cincuenta socios más” (sic). Del referido circulo selecto de “intelectuales” – o comité ideológico en embrión – nacerá el primer plantel constitutivo de nuestra hoy celebre asociación de Mayo: “especie de carbonarismo – como la define Horacio J. Noboa Sumarraga en las sociedades porteñas y su acción revolucionaria,  Buenos Aires, editorial Colombo, año 1939 – que se ramificó por las principales ciudades del interior del país

Hispanofobia: Tal fue el pensamiento motor de la generación de los “mayos” – sus más conspicuos integrantes así se autodenominaban con pedantesca vanidad propagandística - ¿Acaso creyendo – acertado mesianismo -  que serían los profetas de una nueva sociedad sistematizada; los apóstoles de la legalidad plutocrática en el insconstituido e inmenso territorio argentino independiente, a la sazón y en luchas civiles de 1810? Lo creyeron con toda el alma, y el destino – que otros aprovecharían – terminó canonizando esas audaces visiones “racionalistas”

La democracia sin pueblo ni herencias, el fanatismo científico, parecían ser su meta institucional ahora, en remplazo del ya viejo e ingenuo planteo de la segunda década –girondino y/o borbonizante – idolatría laica pasada de moda, cuyos sumos sacerdotes fueron: Monteagudo, Rivadavia, Agüero, Juan Cruz Varela, Del Carril, Valentín Gómez y demás epígonos menores de ese centralista partido porteño. Porque, al fin y al cabo, el irreconciliable odio abstracto a Juan Manuel de Rosas – razón de ser de la asociación de mayo a poco de estallar el conflicto armado entre la Confederación Argentina y Francia – no acusó in illio tempore otra raíz filosófica profunda que la que antecede, a saber: Hispanofobia pura…

Atiborrada de autores extranjeros, franceses sobre todo, creyendo que la “Civilización” estaba en el progreso material de que adolecía España y la “Barbarie” en el catolicismo de nuestros antepasados y en la Iglesia  de Roma, la segunda promoción unitaria de 1837 vivía fuera de la realidad argentina, fanatizada con indigeridas lecturas de literatos de moda, como Lamennais, Lerminier, Lacordaire, Cousin, Michelet, Villemain, Saint Simon, George Sand, Balzac, Saint Beuve, Víctor Hugo, Dumas, madame Stael yChateubrian, entre otros. Eran, así, fácil presa de los acontecimientos, y terminaron aliándose con el almirante Leblanc, descontando su victoria cuando el bloqueo de Buenos Aires contra Rosas, a quien, por lo demás, abominaban íntimamente por “retrogrado”  y oscurantista”. Sin embargo, en el primer momento lo alabaron por las dudas, como se desprende de esta página elogiosa de Alberdi “Para el Resturados de las Leyes”, inserta en un interesante trabajo juvenil titulado “Fragmento preliminar al estudio del derecho”, que publicó el talentoso tucumano en 1837: “nosotros hemos debido suponer en la persona grande y poderosa que preside nuestros destinos públicos (sic) una fuerte intuición de estas verdades, a la vista de su profundo instinto antipático contra las teorías exóticas. Desnudo de las preocupaciones de una ciencia estrecha que no cultivó, es advertido desde luego por su razón espontanea, de no se que de impotente, de incapaz, de inconducente,  existía en los medios de gobierno practicados precedentemente en nuestro país; que estos medios importados y desnudos de toda originalidad nacional, no podían tener aplicación en una sociedad cuyas condiciones normales de existencia diferían notablemente de aquellas a que debían su origen exótico, que por tanto un “sistema propia” nos era indispensable”.

Alberdi, como se ve, antes de exiliarse ponderó a Rosas (“persona grande y poderosa que preside nuestros destinos públicos”) sin darse cuenta de lo incompatible que resultaba el elogio al dictador tradicionalista porteño, con la doctrina rivadaviana del iluminismo, aprendida por aquel en el Colegio de Ciencias Morales; la cual doctrina, pese a la influencia de Lerminier  -según ya lo señaló el profesor Coriolano Alberini-, hacía del neorromántico criollo un iluminista en los fines, siendo solamente historicista postizo en los medios.

El historiador Jose Maria Rosa, en su libro “Nos los representantes del pueblo”, Buenos Aires, ediciones Theoria, año 1955, al referirse a Juan María Gutiérrez –íntimo amigo de Alberdi y representante conspicuo de la generación del 37-, escribe este acertado juicio de valor sobre el personaje, que yo comparto: “había crecido y se había educado en los tiempos rivadavianos, donde la cantinela <Europa>, <Progreso>, <Civilización>, se repetía hasta el cansancio, como base imprescindible para administrar las <Ciencias Morales> a los jóvenes criollos. Aprendió con Bentham que lo bueno era lo útil, con Condillac que el hombre era un ser de sensaciones, y con Benjamin Constat  que las constituciones son una panacea que curan los males y logran la felicidad de los pueblos. De esa educación le quedo como resabio una mezcla de antiespañolismo, ateísmo y fe absoluta en el progreso indefinido; conjunto que él llamaba <Civilización> y lo oponía a la <Barbarie>. Después estudió matemáticas hasta recibir el título de agrimensor. Conoció a través de ellas un mundo ideal en que todo era perfecto, como la republica soñada por el señor Rivadavia. No tenía definida vocación por los números, y después de conseguir un cargo técnico en el Departamento Topográfico se matriculó en la Facultad de Derecho, la carrera de todos. Tampoco le gustaba la jurisprudencia, pero no se sentía con fuerzas para prescindir del título de doctor. Distrajo su aburrimiento en las clases de Casagemas o de Diego Alcorta componiendo <Cantos épicos> de corte clásico; hasta llego a pergeñar una tragedia en cinco actos, felizmente inconclusa, en versos endecasílabos, a la manera del Dr. Juan Cruz Varela.”
“Gutiérrez –prosigue Jose Maria Rosa- fue el primero de los discípulos de Echeverria, y hasta superó al maestro como árbitro de la <paquetería> de nuevo cuño: tenia mejor gusto que el precursor y no ofrecía las resistencias de este. Llegó a ser el rey de los <leones> románticos, sus corbatas a lo loco, su capa negra, el género escoces de los pantalones; se atrevió a todo; menos al monóculo. En literatura dejo los largos poemas clásicos, para publicar delicadas <Odas al desamor>, a <una Rosa>, a <un Jazmin>, a <la Aurora>, en la Gazeta y en el Diario de la Tarde. También tomó de Echeverria al aire ausente e incomprendido y rehuyó como este las peñas de café: en cambio frecuentaba los saraos con música de valses, o las animadas conversaciones con señoras y niñas en las calles de tiendas. Gutiérrez arrastró hasta Echeverria a su amigo Juan Thomson, el hijo de Mariquita Sánchez. Mariquita le abriría su salón famoso y su amistad constante. Poco después el tucumano Juan Bautista Alberdi se plegaba al grupo. Y no tardaron las calles del centro en llenarse de pálidos <leones> a géneros escoceses que paseaban con  expresión de sufrimiento sus melenas románticas, largas corbatas negras y el corte de sus capas confeccionadas por Dudignac; se saludaban a grandes sombrerazos cada vez que se topaban y unían a su conversación las frases dificultosamente aprendidas en los libros de Laserre. Los viejos tertulianos de Catalanes o de Marcos los vieron pasar con tristeza, signo indudable de los malos tiempos <de hoy> de tan poca dignidad y hombría. Gutiérrez, que traducía el francés en El museo Americano de Bacle y escribía El Recopilador con Thomson y Echeverria, cuido que las lecturas extranjeras no perjudicaran la pureza de su castellano. Esmerado en escribir, como en hablar y vestirse, sorteó con habilidad los galicismos y puede considerársele, sin disputa, el mejor purista de su generación. No es un elogio por que no mataba puntos altos. Fue más allá de la literatura y, guiado por Alberdi, leyó en lo de Santiago Viola, o en la trastienda de Marcos Sastre, los últimos libros franceses de filosofía y de política. Conoció, sin emocionarse, el historicismo de segunda mano de Lerminier y el santsimonismo, un tanto menguante, de Leroux  y  La reveu enciclopedique. Echeverria, atiborrado sin método durante su larga estadía en Paris, lo acompaño en estas excursiones, donde la presuntuosa suficiencia de Alberdi servía de piloto. La política y el socialismo no eran el fuerte de ambos poetas. Pero si los estudios <serios> no dejaron mayores huellas en Gutiérrez, en cambio Echeverria, tenaz y resuelto, se empeñó en formar sus convicciones filosóficas con ingredientes tomados del santsimonismo, el neocatolicismo de Lamennais, en nacionalismo liberal de Mazzini y algo de romanticismo alemán de Hegel y Herder colado a través de Lerminier: de ese conjunto discorde brotaría, años después, El Dogma Socialista”.

Tomado de "Nuestra tradición histórica", Cap XIX, pags 397 a 403