Por: Federico Ibarguren
Uno de los arduos problemas que en 1811 ocupó la atención de la Junta Grande fue el relativo a la hostilidad de Montevideo, en franco entendimiento con la Corte portuguesa instalada en Rio de Janeiro.
Uno de los arduos problemas que en 1811 ocupó la atención de la Junta Grande fue el relativo a la hostilidad de Montevideo, en franco entendimiento con la Corte portuguesa instalada en Rio de Janeiro.
Fracasadas
las iniciadas misiones de persuasión y apaciguamiento (a cargo como se sabe, de
Juan José Paso la primera, ante el Cabildo y demás autoridades de la otra
Banda; y de Mariano Moreno, su hermano Manuel y Tomas Guido la siguiente,
destinada a Londres haciendo escala en la capital de Brasil), el conflicto
agravose con la súbita llegada a la vecina plaza, el día 12 de enero de 1811,
de don Francisco Javier de Elio, designado por el Consejo de Regencia de Cádiz
para ocupar el cargo de Virrey y capitán general de las Provincias del Rio de
la Plata y Alto Peru, respectivamente.
“Mandar a Elio al Rio de la Plata como hombre
de guerra, era soberanamente ridículo, porque de Montevideo no podían sacar
medios ni poder con que oponerse a la Capital –comenta el historiador
Vicente Fidel Lopez (1)-. Mandarlo como
magistrado capaz de traer a buen acuerdo los ánimos y los intereses de la Revolución,
era contar con un verdadero desatino. Él era precisamente el hombre de toda
España en quien las provincias pudieran confiar menos para aceptar una
reconciliación cualquiera. Sus notorios antecedentes, sus actos de 1808 y 1809,
los instintos feroces de que había dado muestras, sus tropelías, sus
insinuaciones perversas contra Liniers y contra los hijos del país, su
altanería grosera y ultrajante, su inclemencia, su audacia y sus innegables
cualidades de hombre de guerra, eran motivos más que suficientes para que no se
pensara siquiera en desistir de la marcha revolucionaria… Elio daba ahora la
noticia de que España existía y de que, aliada la generosa Inglaterra, muy
pronto quedaría victoriosa… y él estaba persuadido de que la Junta haría
reconocer y jurar a las Cortes de Cádiz, enviando sus diputados a la mayor
brevedad, que autorizaba y comisionaba al oidor de la Audiencia de Chile, don
Jose Acevedo, para que pasase a Buenos Aires, con estos pliegos y negociase
todo lo conducente a la entrega del mando que le correspondía”.
Pero la
Junta, presidida por Saavedra, rechazó de plano y con indignación la exigencia
del último Virrey español del Rio de la Plata. Y en tanto era perentoriamente
despachado de la Capital el emisario Acevedo, la agitación subversiva crecía en
todo el territorio de la Banda Oriental en favor de la causa de Mayo, encendida
por agitadores como Pedro Saenz de Cavia; por sacerdotes como Santiago
Figueredo, Silvio Martinez y los frailes Ignacio Mestre, Manuel Weda, Casimiro
Rodriguez, Ramon Irrazabal y José Rizo; por militares como Prudencio Murgiondo,
Juan Balbin Vallejo, Jorge Pacheco, Patricio Beldon, José Cano, Rufino Barza y Ramón
Fernandez; por alcaldes como José Arbido; por abogados como Lucas Obes; por
hacendados como Nicolás Delgado y Miguel del Cerro; por comerciantes como
Baltazar Mariño; por paisanos como Pedro Viera y Venancio Benavidez. Y por
otros cien precursores más, patricios y plebeyos, cuyos nombres –que figuran
registrados en los archivos históricos de la época, debo omitir aquí en
homenaje a la brevedad del relato.
Recordaremos
una referencia interesante, omitida en casi todos los textos de la historia
argentina. En el tan controvertido “Plan” de operaciones atribuido a Mariano
Moreno del 30 de agosto de 1810, como medida de extrema importancia política
para el éxito del movimiento revolucionario en el Rio de la Plata, se
recomienda de manera particular “atraerse
a dos sujetos, por cualquier interés y promesas –reza el citado documento- así por sus conocimientos que nos consta son
muy extensos en la campaña, como por sus talentos, opinión, concepto y
respeto: son el capitán de dragones, don
Jose Rondeau y el capitán de blandengues, don José Artigas…”. Con el apoyo
de estos dos hombres el perspicaz secretario Moreno suponía –no sin fundamento-
formalizar el sitio de la plaza de Montevideo en menos de seis meses. ¡Formidable
vaticinio histórico!
La suerte
corrida por el capitán Rondeau (bautizado con el mote de Tupac Amaru con que se
designaba a los revolucionarios) (2) no fue muy lucida que digamos. El
susodicho habría de ser separado de su regimiento, dándosele traslado a
Paysandu, al tiempo que el capitán de navío Michelena aprontabase a invadir la
villa de Concepción del Uruguay. Por su parte, el capitán Artigas en aquellos
momentos prestaba servicios en la Colonia “bajo las órdenes del duro gobernador
Muesas”(3). Anticipándose a los acontecimientos partió solo para Buenos Aires,
el 15 de febrero de 1811, ofreciendo sus servicios a la Junta (para derrocar al
dos veces separatista virrey Elio) y rendir así, en nombre de la más estrecha “Unión
Fraternal” con sus vecinos occidentales del Plata (4) al bien pertrechado
baluarte montevideano defendido por el funcionario de marras.
En premio al
reconocido prestigio de que gozaba en su provincia natal, las autoridades de la
Revolución designaron Teniente Coronel de Blandengues al guerrillero criollo,
con encargo de insurreccionar las poblaciones de la Banda Oriental: “lo que cumplió –anota don Enrique
Udaondo-, dando lugar con la victoria que
sus hombres consiguieron en Las Piedras, a que el coronel Rondeau pudiera
llevar su ejército a sitiar Montevideo”.
Artigas, en efecto,
investido ya con los atributos del caudillo después de su resonante triunfo
sobre las huestes de Elio (18 de mayo de 1811), acampó su fanatizada montonera
gaucha en El Cerrito. “La batalla de Las
Piedras retempló en toda América el espíritu de la revolución de Mayo
–señala Juan Zorrilla de San Martin (5)-. La
Junta de Buenos Aires se sintió compensada de los desastres de Belgrano en el
Paraguay y del descalabro de Huaqui, que acaece casi en el mismo tiempo (junio
de 1811) y confirió al vencedor el grado de coronel, y le decretó una espada de
honor. El nombre de su victoria, como la del otro Artigas en San José, suena
junto con las de San Lorenzo y Suipacha y Tucumán, en las estrofas del himno
que hoy canta el pueblo argentino y enseña a cantar a sus niños al recordar sus
efemérides de gloria.”
Tan tremendo
fue el golpe asestado al régimen liberal de las Cortes, reunidas por entonces
en Cádiz, que dos días después de aquella derrota su representante acreditado
en Montevideo, reconociendo paladinamente la impotencia en que se hallaba,
atreviose a escribir el siguiente parte confidencial al señor Ministro del
despacho de Estado de S.M. (un documento histórico poco conocido y que no tiene
desperdicio): “Excmo. Señor –dice la
nota reservada-: la División avanzada que
constaba de la mejor y mayor fuerza disponible de esta Plaza ha sido tomada y
destrozada con su artillería por los contrarios, por cuyo motivo me veo ya
obligado a abandonar enteramente el punto de la Colonia y reunir aquí las
fuerzas todas; la Plaza jamás puede ser tomada por ellos a la fuerza como lo he
asegurado muchas veces, pero en apurando mucho al vecindario, única defensa que
me queda, pues un resto de las demás tropas más me sirven de embarazo que de
ventaja por creerlas adictas a la causa del país, ignoro lo que podrá ser. El
vecindario europeo, que es el único principal y pudiente de esta Plaza, en caso
de verse apurado, estoy cierto preferiría llamar a los ingleses para enarbolar
en ella su pabellón que le entregase a la Junta de Buenos Aires, tal es el
horror que le tienen y al cual en efecto se ha hecho acreedora por su conducta.
Es imposible poder asegurar a V.E. el desenlace de este negocio, pues depende
de causas muy difíciles de calcular, resultando de todo el gran riesgo en que
se halla esta América del Sur. Dios guarde a V.S. muchos años. Montevideo, 20
de mayo de 1811. Excmo Sr Xavier de Elio. (Rubricado)”.
El “desenlace de este negocio” para el
impopular virrey en desgracia, no fue otro, en definitiva, que acceder y
rendirse a los insistentes pedidos de la princesa Carlota. Cualquier cosa
(hasta pactar con el diablo, consintiendo el más indigno de los renunciamientos
al honor castellano), antes que entregarse a la Junta de Buenos Aires. Y así,
como protocolizando la decadencia de España, un fuerte ejercito portugués al mando
del general Diego de Souza atravesó con ostentación –haciendo oídos sordos a
las advertencias de Lord Strangford- la antigua frontera hispano-lusitana,
penetrando en la provincia Oriental con propósitos de conquista.
Pero quedaba
en pie, insobornable, el comandante José Artigas: conductor de multitudes
gaucho-indígenas fanatizadas y decididas a morir por su jefe. Desde 1807 no se
había visto, en todo el virreinato, un ejemplo semejante de obediencia y
resolución de defender, a toda costa, la tierra de los antepasados. Artigas fue
el primer caudillo popular de Mayo que se alzó, gallardo, contra el bélico
avance portugués en la patria común y contra la actitud del último virrey,
enemigo de una paz honorable con Buenos Aires. Precursor, en la acción, del Federalismo criollo (único sistema capaz
de coordinar empíricamente el mundo americano de habla española, frente al
hecho de la acefalia real y de la anarquía política); capitán de Blandengues
durante la dominación hispánica; comandante de los orientales, después; y
Protector de los Pueblos Libres plebiscitado por las masas rioplatenses en el
apogeo de su década de gloria.
“Algunos no creían hombres a esos indios,
Artigas si –escribe Zorrilla de San Martin-; los creyó hombres y los amó con predilección; hasta habló su lengua.
Artigas se expresaba con facilidad en guaraní. Ellos, en cambio, lo juzgaron un
semi-dios, y le dieron toda la sangre que les pidió. Y él hizo de ellos
soldados, soldados de la patria, disciplinados, valientes… cuando Artigas,
vencido y abandonado de todos, se hunde en la sombra paraguaya, los indios de
las Misiones, los últimos amigos, saldrán a su encuentro y le pedirán la
bendición, como si vieran en él al gran sacerdote de un dios, o al Dios mismo;
la revelación de lo divino en la carne. Se dijera que la pobre raza condenada a
muerte se agarraba de él para quedar en la tierra. Refiere Saint Hillaire, en
la narración de su viaje a Rio Grande, que vio allí a un niño indio del
Uruguay, que, caído prisionero en la guerra contra Artigas, servía de paje al
gobernador portugués. El indio estaba bien vestido, bien tratado; tenía su
bonita librea azul con botones dorados. El viajero francés le preguntó si
estaba contento. El niño bajo la cabeza -¿deseas algo? Le dijo-. Si. -¿Y qué es
lo que más desearías? -¡Irme con Artigas –contesto el niño-, irme con Artigas!”
Es con
Artigas pues –enemigo de los invasores brasileños y de sus aliados europeos o
criollos-, que recién comenzará a manifestarse en estos pueblos ubicados al sur
de Rio Grande, el fermento de una revolución social típicamente campesina, que
dio tono y color local al cruento proceso de nuestra emancipación definitiva de
la madre patria.
Notas:
1)
Historia de la República Argentina
2)
Ricardo H. Caillet Bois. Historia de la Nación
Argentina
3)
Hugo D. Barbagelata. Artigas y la revolución americana
4)
Diccionario Biográfico Argentino
5)
La epopeya
de Artigas
*Ibarguren, Federico. Así fue
mayo.