Por: Federico Ibarguren
La Argentina, cabeza del ex Virreynato del Rio de La Plata, estuvo siempre virtualmente dividida en lo interno. Por desgracia. Históricamente dividida, mucho antes de la llamada revolución de Mayo de 1810, según es fácil comprobarlo. Desde el comienzo de nuestra historia como pueblo civilizado nos aqueja esa lucha entre dos tendencias antagónicas.
En efecto: en el periodo anterior a la independencia, esa pugna incruenta se concreta muchas veces a raíz de dos factores que configuran una verdadera constante histórica nacional. O sea el factor ideológico (o cultural controvertido) y el factor económico (o de intereses regionales encontrados). Ambos aparecen chocando casi incompatibles ya en las jornadas anteriores a 1810 entre porteños y provincianos: los primeros con ideas absorbentes en lo político (despotismo ilustrado, desde Buenos Aires con respecto a los pueblos del interior); y los segundos, apegados a sus viejos Cabildos y resistiendo esa presión totalitaria, fieles durante mucho tiempo a su católica formación cultural jesuítica. Los porteños: fisiócratas en economía (Quesnay y Adan Smith fueron sus mentores teóricos); y los provincianos: proteccionistas a muerte, defendiendo (a lo Hernandarias) su antiguo sistema de vida en cada una de sus localidades de tierra adentro.
Y bien, después de 1810, la tensión entre porteños y provincianos -morenistas y saavedristas se les llamaba entonces- se complica en el litoral rioplatense con la llegada del ultimo virrey, don Francisco de Elio, en 1811, sucesor fallido de Baltasar Hidalgo de Cisneros. Ello provoca en la provincia Oriental del Uruguay el levantamiento en masa de las campañas en defensa de su tierra invadida por los ejércitos portugueses, aliados del Virrey Elio (con el aval de Inglaterra) y previa resignación –después de la derrota de Huaqui- del Primer Triunvirato porteño, rendido al enemigo.
Aparece entonces como caudillo máximo, el coronel de Blandengues, José Gervasio Artigas, quien sería honrado con el título de “Protector de los Pueblos Libres”, en 1815. Otro genio militar, José de San Martin, llegado de Europa en 1812, se define –contrariando nada menos que a Lord Strangford- al derribar con sus granaderos a las contemporizadoras autoridades de nuestro Primer Triunvirato, cuyo principal secretario antinacional fue Bernardino Rivadavia (el 8 de octubre de 1812). El mismo Rivadavia que posteriormente, en 1822, siendo ministro de Martin Rodriguez, intentó nacionalizar masónicamente a la Iglesia Católica en Buenos Aires, complaciendo así al capitalismo inglés. Pero el país continuaría cada vez más dividido por dentro. Revolucionariamente dividido entre cipayos liberales y católicos leales.
A partir de 1814, luego de la vuelta al trono en España de Fernando VII, el bando patriota, irreconciliablemente partido en dos, fractúrase en monarquistas y republicanos (en Directoriales, a la europea, y Federales rosistas, por la otra).
En la conocida carta de San Martin a O´Higgins del año 1829, le declara el Libertador a su amigo chileno las siguientes verdades políticas de aquella época (que hoy se repiten aquí, casi con la tremenda violencia de ayer): “Las agitaciones consecuentes a diecinueve años de ensayos en busca de una libertad que no ha existido, y más que todo, la difícil posición en que se halla en el día Buenos Aires, hacen clamar a lo general de los hombres, que ven sus fortunas al borde del precipicio y su futura suerte cubierta de una funesta incertidumbre, no por un cambio en los principios que nos rigen, sino por un gobierno riguroso, en una palabra, militar, porque el que se ahoga no repara en lo que se agarra. Igualmente, convienen en esto ambos partidos, que para que el país pueda existir es de absoluta necesidad que uno de los dos desaparezca. Al efecto se trata de buscar un salvador que reuniendo el prestigio de la victoria, la opinión del resto de las provincias, y más que todo un brazo vigoroso, salve a la Patria de los males que la amenazan. La opinión, o mejor dicho, la necesidad, presenta este candidato: él es el general San Martín… (propuesta, como se sabe, del general unitario Lavalle después de haber derrocado al gobernador Dorrego el 1° de diciembre de 1829) …Por otra parte, después del carácter sanguinario con que se han pronunciado los partidos contendientes, (se refiere aquí San Martín al fusilamiento de Dorrego que acaba de producirse en Buenos Aires) ¿me sería permitido, por el que quedase vencedor, una clemencia que no sólo está en mis principios, sino que es del interés del país y de nuestra opinión con los gobiernos extranjeros, o me vería precisado a ser el agente de pasiones exaltadas que no consulten otro principio que el de la venganza? Mi amigo, es necesario que le hable la verdad: la situación de este país es tal que al hombre que lo mande no le queda otra alternativa que la de someterse a una facción o dejar de ser hombre público; este último partido es el que yo adopto.”
Y así comenzó necesariamente (según lo vio el propio San Martín) la Dictadura Restauradora Tradicionalista de Juan Manuel de Rosas.
*Publicado en Patria Argentina N° 10, Agosto de 1987.