Por: Juan Manuel Aragon (h)
El 13 de diciembre de 1828 Manuel Dorrego fue fusilado por
orden de Juan Lavalle, luego de su derrota en la batalla de Navarro. Fue uno de
los acontecimientos más inicuos de la historia argentina, cuando el fervoroso
odio y crueldad de los unitarios se mostró en toda su extensión.
Dorrego era un tribuno, periodista y guerrero de la
independencia. Había nacido en Buenos Aires el 11 de junio de 1787 y lo
bautizaron como Manuel Críspulo Bernabé. Sus padres fueron José Antonio
Dorrego, portugués, y María de la Asunción Salas, porteña. Estudió gramática,
filosofía y teología en el Colegio de San Carlos. Era un excelente latinista.
El 1 de diciembre de aquel año, Lavalle lideró un golpe
contra Dorrego, gobernador bonaerense, que salió a enfrentarlo en Navarro, pero
fue derrotado y lo hicieron prisionero. Instigado entre otros por Florencio
Varela y Salvador María del Carril, Lavalle ordenó su muerte.
A principios de 1827 las Provincias Unidas triunfaron en la
guerra del Brasil, luego de la usurpación de la Banda Oriental. El 9 de febrero
Guillermo Brown derrotó a la escuadra imperial en el Juncal y el 20 del mismo
mes Carlos María de Alvear triunfó en Ituzaingó. Los desmoralizados brasileños se
dispersaron. Cuando Alvear pidió refuerzos y caballadas a Buenos Aires
para ocupar la provincia de Río Grande y marchar hasta la capital enemiga, se
los negaron. ¿Por qué?
El gobierno de Bernardino Rivadavia, justo cuando los
argentinos triunfaban en el campo de batalla, ¡pedía desesperadamente la paz!
Lo hacía para sofocar lo que llamaba anarquía interna, quería disponer del
ejército nacional para lanzarlo contra las provincias.
Rivadavia envió a Río de Janeiro a Manuel García con
instrucciones rigurosas de obtener la paz a cualquier precio. Para conciliar
con los brasileños, García propuso la independencia de la Banda Oriental, por
sugerencia del ministro inglés John Ponsonby –el mediador- encargado de
conseguir un puerto franco en el Río de la Plata, obsesión inglesa.
A pesar de lo comprometido de sus ejércitos, el Emperador
del Brasil, no accedió. Y García terminó firmando una convención preliminar por
la que se reconocían los derechos del Emperador sobre la Banda Oriental y se
aceptaba la incorporación al Imperio de la provincia Cisplatina. Los brasileños
habían conseguido sin balas lo que la guerra le había negado.
Cuando se conoció en Buenos Aires, el pueblo se lanzó a la
calle, en tumulto. Rivadavia presentó la renuncia y le fue aceptada por el Congreso.
El Congreso eligió como presidente provisional a Vicente
López, que designó a Juan Manuel de Rosas comandante general de la campaña y
convocó en un mes a elección de representantes a la Legislatura de Buenos
Aires, triunfaron los federales por mayoría. Se eligió gobernador a Dorrego.
Endemientras estaban llegando a Buenos Aires los primeros escuadrones del
ejército nacional que volvían de la campaña contra el Brasil. El desfile era
seguido con emoción y con pena por el estado desfalleciente de la tropa, que
llegaba con el uniforme hecho jirones. Dorrego nombra en reemplazo de Alvear a
Juan Antonio Lavalleja, que continuará con las acciones favorables.
En las arcas de Buenos Aires no había dinero. La
administración de Rivadavia había sido ruinosa y había agotado los recursos del
Estado en gastos de boato y en combatir a sus enemigos políticos. Pero el
federalismo triunfaba en las provincias. Por lo que Dorrego llevó su gobierno
con moderación, sin amenazas ni persecuciones y con generosidad. Era un valiente.
Su carrera militar lo había llenado de gloria; su arrojo y golpe de vista de
guerrero nato se habían destacado en las victorias patriotas de Tucumán y
Salta. Nombró embajadores para tratar la paz en Río de Janeiro a Juan Ramón
Balcarce y Tomás Guido, que suscribieron el tratado del 27 de agosto de 1828
que reconocía la independencia de la Banda Oriental bajo la garantía de las dos
potencias firmantes.
El gobierno estaba inquieto por la posibilidad de un
contragolpe unitario, con fuerzas destacadas en la Banda Oriental, que venían
anarquizadas por la inacción y por el pago irregular de varios meses,
disgustadas por el resultado de la guerra y minadas por la activa propaganda
opositora.
Cuando se le anunció que el jefe del golpe revolucionario
sería Lavalle, no lo creyó, atribuyó a simple bravata su lenguaje exaltado.
Además, Dorrego acababa de hacer públicos los manejos de la oligarquía
unitaria, sus alianzas con el capital inglés, sus denuncias contra los
comerciantes agiotistas, y conocía su total impopularidad en las provincias.
Creía que los unitarios habían sido derrotados para siempre y ése fue su error:
no lo tomaba en serio a Lavalle.
Lavalle había caído en manos de los doctores unitarios, que
lo tenían como alelado y a cuyos miembros escuchaba como oráculos por el
destino personal que le vaticinaban. Le hicieron creer que Dorrego era el jefe
de los anarquistas causantes de todos los males, un tirano que oprimía al
pueblo apoyado en la más baja plebe, y un traidor a la patria.
El 20 de noviembre llegó a Buenos Aires la primera división
del ejército de la Banda Oriental al mando de Enrique Martínez. Diez días
después Juan Manuel de Rosas manda un aviso al gobernador Dorrego: “El ejército
nacional llega desmoralizado por esa logia que desde hace mucho tiempo nos
tiene vendidos”. Al día siguiente, 1 de diciembre de 1828, estalló el
pronunciamiento. Los cuerpos de línea del ejército, la división de Martínez,
totalmente sublevada, entra en la plaza de la Victoria al mando de Lavalle y de
José Olavarría, héroes de las guerras de la independencia. Grupos de civiles
unitarios los rodearon y aclamaron, destacándose Julián Agüero.
Sin fuerzas para resistir a los regimientos de línea,
Dorrego abandonó el Fuerte y marchó al campamento de las milicias de Rosas en San
Vicente.
Lavalle salió a perseguirlo con un regimiento de caballería.
Contra la opinión de Rosas, Dorrego lo esperó para hacerle frente. El 9 de
diciembre se toparon cerca de Navarro: las milicias de gauchos mal armados
fueron derrotadas y dispersas por las experimentadas tropas de línea.
Mientras Rosas iba a pedir auxilio al gobernador de Santa
Fe, Dorrego buscó incorporarse al Regimiento 3 cerca de Areco, al mando de su
amigo Angel Pacheco, que le dio asilo y se puso a sus órdenes. Pero los
comandantes Acha y Escribano amotinaron la tropa, apresaron a Dorrego y lo
llevaron a la Capital. En el camino recibieron la orden de cambiar de rumbo y
conducir al prisionero al campamento de Navarro donde estaba Lavalle.
Dorrego le pidió a Lavalle garantías para su persona y un
salvoconducto para marchar al extranjero. Pero los unitarios tenían decidida su
muerte y se lo recordaron a Lavalle en premiosas cartas, para contrarrestar los
pedidos de clemencia o un posible desfallecimiento de la voluntad. “Nada de
medias tintas”, decía Juan Cruz Varela, mientras se regocijaba en El Pampero:
“La gente baja ya no domina, y a la cocina se volverá”. “Hay que cortar la
primera cabeza de la hidra”, afirmaba Agüero. Salvador María del Carril, más
categórico, refería: “Hablo del fusilamiento de Dorrego. Hemos estado de
acuerdo antes de ahora. Ha llegado el momento de ejecutarlo. Una revolución es
un juego de azar donde se gana la vida de los vencidos”.
El 13 de diciembre de 1828 llegó Dorrego al campamento de
Navarro, y se le avisó que sería fusilado en una hora. Lavalle no quiso verlo.
El golpe fracasó y para imponerse debió recurrir a una feroz
tiranía que, por esos mismos días, reprobó José San Martín en su retorno al
país. Negándose a desembarcar en febrero de 1829, rechazó el papel de “verdugo
de mis conciudadanos”, mientras Lavalle y sus tropas veteranas eran derrotadas
el 25 de abril en Puente de Márquez por milicias de Estanislao López y de
Rosas. El año 1829 fue el único de Buenos Aires en que hubo más muertes que
nacimientos: hubo 4.658 fallecidos, cuando en 1827 fueron 1.904 y en 1828,
1.788. La expresión “salvajes unitarios” no era antojadiza.
Dorrego fue la primera víctima del iluminismo argentino. Su
muerte, en cierta manera, contribuyó a cimentar la creencia de que los
unitarios solamente traerían ruina, disfrazada de civilización, al país. Otra
habría sido la suerte de los argentinos si Dorrego no era muerto por la
perfidia de los doctores unitarios porteños, que usaron a Lavalle como brazo
ejecutor.
San Martín huyó despavorido de Buenos Aires cuando supo que
Lavalle gobernaba Buenos Aires. Junto a Dorrego es posible que hubieran
enderezado el rumbo del país en sus comienzos, en sus cimientos, como quien
dice.
Pero nada puede cambiar la historia.