[1]Por Federico Ibarguren
La historia no es una mera
exposición del pasado. Más que su desarrollo importa la comprensión del mismo.
Nexo de unión entre diversas épocas, las hace inteligibles al destacar en
perspectiva la continuidad formal, el fin al que tiende el decurso de las generaciones.
Es ajena, por eso, a la mera literatura, a la fábula, al tópico. Sus pesquisas
buscan la verdad y no el mito, utilizando para ello -en la afanosa y nunca
interrumpida investigación- métodos análogos a los empleados en la morfología.
“Historia -como
la define el gran pensador católico[2]
europeo, Johan Huizinga- es la forma espiritual en la que un pueblo rinde
cuentas de su pasado”.
Los historiadores modernos, en
general, pierden tiempo tomando datos intrascendentes. Ayudados por la memoria,
llenan cuartillas recordando tal o cual suceso trivial, de mayor o menor
interés según sea la fidelidad con que es traducido en el papel. Para ellos
todo es cuestión de archivos. Se pasan el día en bibliotecas desentrañando
documentos, acumulando datos de acontecimientos pasados. Tal será -afirma
dogmáticamente la cátedra- un historiador cabal.
Semejante criterio -a nuestro modo
de ver, equivocado- padece de un error de punto de vista. No se trata de
detalles: es una cuestión de enfoque.
Para nosotros, la historia no
consiste en documentar y presentar al público acontecimientos perfectamente
relacionados en todos sus pormenores. Reviste un sentido más entrañable. Es un
proceso -una forma espiritual- y reconoce, por ello, un principio de arranque y
una finalidad a alcanzar.
El concepto de historia tiene una
función no de cosa exhumada, de recuerdo, de memoria, sino de hálito vital -si
puede referirse esta palabra al mundo del espíritu-. De vida que no se
interrumpe sino con la muerte.
En las personas, el pasado enseña
más que recuerda. En los pueblos ocurre lo mismo. Nadie puede desconocerlo.
El que sabe quienes son sus
ascendientes estará mejor preparado para afrontar el destino o, por lo menos,
con más posibilidades de defensa que el que los ignora. Ocurre algo parecido en
las sociedades. Cuando los acontecimientos estallan y urge tomar contacto con
la realidad, la nación ignorante de su pasado se verá en inferioridad de
condiciones para reaccionar. Caerá vencida por los acontecimientos desatados.
No sabrá encarar la solución, sucumbiendo, arrollada por la propaganda, los
programas de moda y las doctrinas del momento, como pasa con mucha gente que ha
alcanzado una posición sin merecerla de verdad.
Ahora comenzamos a percibir la
importancia que para la conducta tiene el pasado. Porque, al fin, la historia
no es sino experiencia de los pueblos; un imponderable que no se vive en vano.
Sostenían los antiguos que aquella se hacía transmisible con la madurez, y
tenían razón. La madurez fue siempre depositaria de la experiencia vital que es
sabiduría. En cambio, para quienes han olvidado su pretérito, toda edad resulta
lamentable. Pueblos semejantes están destinados a permanecer eternamente
infantiles, desmemoriados y bárbaros. Y quedan siempre sometidos a perpetuas
tutelas foráneas.
Ahora bien, no hay efecto sin alguna
causa que lo produzca. Así, la historia no está hecha de ideologías. El proceso
de adaptación que es en realidad la Historia -fruta madurada en el árbol-
resulta negado, repudiado por la tesis, el programa, la utopía pura. Un ser no
se desarrolla en virtud de una teoría previa sino que nace de padres dados, ve
la luz en un lugar que no ha elegido y tiene amigos y reacciones imprevisibles.
De la misma manera, lo histórico no puede someterse estrictamente al razonamiento
lógico, por noble, elevado y generoso que parezca en el orden espiritual y
moral.
La historia, en definitiva, es un
proceso: el desarrollo de un pueblo condicionado por factores atávicos y
ambivalentes que, Dios mediante, van jalonando su libertad esencial de ser y de
moverse, en el espacio y el tiempo.
Así como la semilla precede la
planta en el ciclo de la generación, la esencia es anterior a la existencia.
Por tanto, es fundamental para nosotros comprender la esencia de lo histórico
antes de adentrarnos en el estudio extensivo de sus distintas etapas
evolutivas, de su existir como tal.
La historia es, en efecto,
interpretación jerárquica de los hechos. No basta la mera información
exhaustiva. Aquella debe superar lo anecdótico, buscando contacto con las
categorías que ordenan el acontecimiento particular. Se trata de una síntesis,
de una forma, para hablar en lenguaje escolástico.
Todos sabemos que, en el fondo, el
problema de la inteligencia es ontológico y no está regido por leyes necesarias
de la física material, sino que depende de las de la metafísica. La
subordinación de la historia a este orden jerárquico del pensamiento
-ínsitamente contenido en la filosofía- va sin decirlo, aún cuando el
historiador no lo confiese explícitamente o lo ignore las más de las veces.
Esto quiere decir que el criterio filosófico condiciona el criterio histórico,
toda vez que la historia no tiene valor independiente de ciencia, al menos como
entiende a esta el positivismo moderno.
¿Qué es lo histórico, entonces, en
el orden de las ideas? ¿Cuál es su raíz? Acostumbrados a pensar con
instrumental positivista, lo primero que se nos ocurre es que la historia es
una ciencia: colección de hechos históricos minuciosamente explicados por
documentos o testimonios escritos de la época. Ciencia experimental que el
historiador -siempre un especialista- estudia en archivos: única fuente de
donde puede extraer el material para recomponer, enhebrando los hechos, el
drama del pasado. El concepto general que se tiene de la historia es éste:
ciencia cronológica de los hechos. Cuanto menor sea la interpretación personal
de los mismos que dé el historiador -se piensa- más real y verdadero resultará
el relato. Hasta aquí el criterio general difundido en nuestra materia.
Pero, afortunadamente, la esencia de
los históricos no es el dato aislado. Porque si descansara únicamente en
documentos y testimonios escritos bastaría que una generación perdiera sus
papeles para que el pasado desapareciera y la continuidad en el tiempo quedara
quebrada. Y ello es un absurdo.
La Historia no reposa en último
término -como lo pretende el positivismo científico- en la prueba material de
los hechos pretéritos; aún cuando ésta sirva siempre para respaldar las
afirmaciones del escritor. Por encima de lo visible, trascendiendo los restos
que podamos hallar de una época dada -sobre las olas del naufragio temporal-
quedará grabada por siglos, como una estela sutil, la huella de lo que una vez
surcó su superficie. Es el inteligible de lo que existió, la parábola móvil
denunciadora de la vida que marcha y no se detiene, a instancias del impulso
motor de la historia.
Para los sabios de nuestro tiempo
siempre habrá, sin embargo, dos maneras de estudiar la naturaleza humana:
pulsando las reacciones y estímulos del hombre vivo, o desmenuzando en
partículas su cadáver. Así ocurre también por analogía, con relación a los
pueblos. Los historiadores del siglo pasado han elegido casi todos, el segundo
procedimiento: aguardaban la muerte de una generación para hacerle la autopsia
y exhibirnos en seguida sus vísceras.
Pero lo histórico no debe especular
con la muerte para existir. Es otra cosa que la mera anatomía social. Está
informado por leyes creadoras de vida, continuidad y sucesión. Reconoce un alma
que alienta a la cultura a la que ese pueblo pertenece. Tiende al logro de una
finalidad de tipo universalista: trascender en lugar de quedarse egoístamente,
cada pueblo, satisfecho con su caudal propio en la soltería y esterilidad
permanentes[3].
La historia, más que la ciencia
experimental, se os aparece así -a despecho de las escuelas positivistas
modernas- como una especie de rama particular de esa disciplina que los
antiguos llamaban con verdad “la madre de
todas las ciencias”: la filosofía. Aunque ella sea en rigor una filosofía
no especulativa, sino aplicada a los hechos concretos. Una filosofía, por
decirlo así, de lo encarnado.
“Toda auténtica reflexión histórica
es auténtica filosofía, o es sólo labor de hormigas”, ha escrito egregiamente el
olvidado tudesco Oswald Spengler.
La materia histórica es, como hemos
visto, fluida por naturaleza; razón por la cual no corresponde clasificarla
entre las disciplinas científicas propiamente dichas -“la esencia misma de la historia es el cambio”, anota J.
Burkhardt-. Sin embargo ella descansa en ciertas constantes que, en último
término, le dan fijeza y continuidad.
Una de esas constantes -acaso la de
mayor importancia- es la tradición. Ella actúa de regulador, decantando la vida
de los pueblos en el molde de hábitos, costumbres, maneras y modos de ser que
se van transmitiendo de padres a hijos; no obstante el aporte original
-inédito- de cada generación que la enriquece de continuo en el decurso de su
existencia.
Así, las evoluciones y revoluciones
propias del tiempo encuentran su reposo -su equilibrio armónico y viable-
cuando son asimiladas por la tradición del pueblo que las sufre. Sólo ésta es
capaz de dar sentido y estabilidad a la incesante mutación de los siglos. Lazo
de unión, puente -por así decir- que junta el pasado con el futuro, actúa de
catalizador en el proceso temporal del desarrollo de las comunidades humanas.
Sin ella la vida carecería de contrapeso, volveríase puro presente: jugueta del
vendaval de los acontecimientos como las hojas en otoño, desprendidas de la
planta.
La tradición marca, así, la ruta de
nuestro destino al hacer imposible la cotidiana victoria de las tendencias
anárquicas de la naturaleza sobre el orden sedimentado en que descansa una forma social, impidiendo que el capricho
social triunfe sobre el futuro factible y la muerte sobre la vida. Ella -la
tradición- otorga verdadera personalidad a los hombres y a los pueblos. Porque
traduce, en el último término, el ser
de la historia.
“El conocimiento histórico no es posible fuera de la
tradición histórica -expresa al respecto Berdiaeff-. El reconocimiento de la tradición es una especie de apriorismo, es
algo categóricamente absoluto en el conocimiento histórico. Sin ello nada hay
completo y nos quedan tan sólo fragmentos”.
Como se ha visto, la tradición es el
elemento estático de la historia. Lo dinámico son las ideas y los hombres que,
por contraste, de continuo cambian renovando la vida. Explícase, por lo demás,
esta trasmisión casi inalterable -a través del tiempo- de hábitos y costumbres
teniendo en cuenta su origen religioso, diría yo, en el sentido amplio y lato
de la palabra. Ya que la tradición tiene sus raíces -como en el teatro- en el
drama trágico de la conducta y no en la comedia frívola de los caprichos
circunstanciales y de las modas. En sus comienzos, nace de la actitud sacra -no
profana- del hombre ante el gran misterio del mundo circundante. Los pueblos
van conformando toda su liturgia social, que luego recoge la posteridad, como
reacción frente a la naturaleza bruta o al medioambiente en el que viven. Sólo
asi puede explicarse sin deformaciones la fuerza terriblemente conservadora que
informa todo resabio de tradición verdadera.
“Religio praecipuum Humanae societatis vinculum” (“La
religión es el vínculo capital de la sociedad humana”), enseñaba Bacon con verdad. En este
orden de ideas, nos repite contemporaneamente Hilaire Belloc: “La Religión es el elemento determinante que
actúa en la formación de toda civilización”.
En Europa tenemos reflejada, según
todavía lo ve el estudioso, esa tradición histórica ineludible y fecunda, sin
negaciones ni violentos saltos atrás. Por más que los bárbaros de la Edad Media
se propusieron destruir el mundo ancestral de la cultura, con el tiempo sus
jefes victoriosos, convertidos a la Iglesia Católica, serían los sucesores de
los desacatados emperadores muertos.
Cosa parecida ha ocurrido con
relación a España entre nosotros. Estudiando nuestro pasado con imparcialidad,
vemos cómo se produce el proceso cultural en América, y sobre qué bases o
puntos de partida se hace necesario proceder a la revisión integral de la
historia del Río de la Plata.
[1] IBARGUREN, Federico. “Nuestra tradición histórica”, Dictio, Bs. As., 1978.
[2] Huizinga es un pensador de raigambre
protestante (nota del compilador).
[3] “El
conservatismo puro y abstracto se niega sencillamente a continuar el proceso
histórico, alegando que todo cuanto debía acontecer ya ha acontecido, y que hoy
día tan solo se trata de conservarlo. Es evidente que en estas condiciones no
es posible llegar a ninguna percepción de lo histórico -dice Nicolás Berdiaeff
en su libro EL SENTIDO DE LA HISTORIA-. El contacto íntimo con el pasado
significa también un contacto íntimo con su dinamismo creador. Seguir fieles a
las tradiciones y a los testamentos del pasado significa reconocer el dinamismo
creador de nuestros antepasados. Por eso, el contacto espiritual del pasado,
con los antepasados, con la idea de Patria y con otros conceptos de carácter
sagrado es, en realidad, un contacto con el dinamismo de antaño, que admitimos
como dirigido al futuro suyo, hacia nuestro presente, que proyectamos hacia el
futuro nuestro, hacia la resolución histórica, en forma de una concepción de un
nuevo mundo, de una nueva vida. Es algo así como una unión de este nuevo mundo
con el mundo antiguo. Este proceso se verifica en el seno de un proceso
histórico único, esencialmente dinámico. Es
una conjunción perpetua a través de la existencia eterna”. (Nota y
negritas del autor)