Es este nuestro modestísimo grano de arena y nuestro homenaje a la monumental tarea historiográfica que emprendieron los maestros del revisionismo fundacional en pos de develar la verdad histórica y de poner la historia al servicio de los intereses de la Nación.
domingo, 26 de agosto de 2012
DISGREGACIÓN DEL REINO DE YNDIAS
NECESIDAD DE UNA CONCIENCIA HISTÓRICA
En estos días, en que se están cumpliendo doscientos cuatro años de la invasión napoleónica a España, consideramos que es necesario continuar con las consideraciones que iniciáramos en el número 70 de “Cabildo”.
En aquella edición señalamos viejos errores que vuelven a repetirse como verdades y que siguen oponiéndose para que nuestra América, al decir de Vicente Sierra, “comprenda la urgencia de recuperar la vía de su destino, que nuestros pueblos no conseguirán sin fortalecer su conciencia histórica por el camino de los valores permanentes de su pasado, desvirtuado por interpretaciones negativas”.
Es por ello que —hoy como ayer— seguimos enfrentados a la historiografía liberal-marxista, la que nos presenta una visión deformada de nuestro pasado por la influencia masónica de cuño inglés y norteamericano, con el objetivo de someter a nuestras élites, ya que como decía Wilfredo Pareto, ellas son el carácter y la historia de las sociedades.
Nos encontramos además con los planteos de Antonio Gramsci, en los que se combinan la demolición de nuestra cultura cristiana junto al rol que juegan las masas rebaños y las estructuras económicas. La ideología ocupa el lugar de la realidad y la continuidad histórica queda rota. Sobre ese vacío los ideólogos edifican la Torre de Babel del Nuevo Orden masónico democrático y socialista “racionalmente perfecto”. Tal lo que se pretende para Hispanoamérica aprovechando la falta de correspondencia del orden jurídico con la realidad histórica.
RECORDAR ES UN DEBER
Ya entrados en el tema que nos ocupa es necesaria una breve recapitulación de lo publicado. Veámosla. América Hispana hasta los inicios de la “Revolución” fue una entidad política única, un Estado unido a España por la corona de Castilla. La adhesión a la Monarquía reposaba en el hecho de que América constituía, un Reino llamado de Indias pero no fusionado con España como lo había establecido definitivamente Carlos I de España y V de Alemania por Real Cédula de 1519.
Cuando la invasión de Bonaparte en 1808 no se planteó en América la cuestión de apartarse de la monarquía. La lealtad al Rey seguía absolutamente vigente aún cuando la Casa de Borbón, que ocupaba el Trono desde los inicios del siglo XVIII, caminaba por senderos distintos a los de la dinastía de los Austrias. El fundamento teológico del gobierno del César Carlos y sus sucesores había sido sustituido por una concepción laica de poder civil. Esa política liberal borbónica inició una división entre los Reinos Americanos y España. Son un claro ejemplo las medidas masónicas de Carlos III en contra de la Compañía de Jesús, las que junto a las reformas administrativas y fiscales produjeron motines en Guanajuato, Puebla, San Luis de Potosí, Nueva Granada entre los años 1765 y 1778.
Todo lo señalado era un claro ejemplo del espíritu criollo que, al decir de don Miguel de Unamuno, está en nuestra intrahistoria que es anticentralista, tradicionalista y neofeudal. Palabra ésta que utilizamos en el sentido sociológico que le da Manuel Jiménez de Quesada en un trabajo de su autoría que titulara “Hernán Cortés y la Revolución Comunera en Nueva España”, publicado en el “Anuario de Estudios Americanos” de Sevilla, en 1948.
Ese espíritu latente que resistió el absolutismo estatal borbónico manteniendo un carácter marcadamente medieval y municipal con sus cabildos es el mismo de la España sin Rey de 1808, cuando el Alzamiento armado contra el invasor bonapartista jacobino y los judas iscariotes diseminados por las logias entre los mismos que combatían en la nueva Reconquista como en los tiempos de Covadonga.
¡VIVA LA PEPA!
El problema vino a presentarse con agudeza cuando en 1810 las tropas del Emperador Napoleón se derramaron por Andalucía apareciendo como inminente la ocupación total de España.
Se produce entonces la disolución de la Junta Central Gubernativa, su antijurídica sustitución por el Consejo de Regencia y una asamblea conocida históricamente como Cortes de Cádiz. Éstas, dominadas por liberales educados en el ambiente francés de la Enciclopedia, y por lo tanto divorciados de la tradición hispanoamericana, proclamaron el 24 de setiembre de 1810, que los Reinos de Indias debían estar unidos a la metrópoli en una misma representación lo que significaba la dependencia de España. Después de ese prólogo vendría la obra, en la que el contubernio mayoritario aprobaría la Constitución de 1812, reflejo claro de la Revolución Francesa.
Así, lo que establecía respecto de la soberanía nacional recuerda demasiado el Contrato Social del nefasto Juan Jacobo Rousseau, la división de poderes a Montesquieu; mientras la parte orgánica seguía, con fidelidad perruna, la Constitución revolucionaria francesa de 1791.
La pócima preparada por el liberalismo español y que se pretendía hacer beber por tragos a las Indias era una habilísima maniobra para anular el status jurídico político de Hispanoamérica. Nadie podía dejar de caer en la cuenta que al quedar sujeta la monarquía a la soberanía de la Nación Española a ella transfería el Rey sus potestades sobre las Indias. Ello fue precisamente lo que sin lugar a dudas explica la actitud asumida por los criollos: resistencia a la malhadada fórmula del 24 de setiembre que, como básica que era, inevitablemente pasaría a integrar el engendro llamado Constitución a la que más tarde el gracejo español apodaría “La Pepa”.
Surgieron entonces las Juntas Americanas de 1810 y allí donde existía desconfianza respecto a la lealtad del gobernante por secretas simpatías con el Consejo de Regencia o por haber sido designado por éste se los depuso, al considerarlos sin derecho a ejercer el gobierno en estos Reinos. Sin embargo, no toda América estuvo en esa posición. Hubo partidarios del Consejo de Regencia que permanecieron en sus cargos, como sucedió con el Virrey del Perú, don Fernando de Abascal, quien no se mantuvo en la jurisdicción peruana, sino que comenzó acciones armadas contra las regiones juntistas.
Esa conducta, influida por las Cortes de Cádiz, produjo como consecuencia la Guerra entre la dignidad americana y los que negaban el tres veces centenario pacto. Fue el principio del fin del Sacro Imperio Romano Hispánico. Un Imperio cuyos Reinos americanos siempre se mantuvieron leales, respondiendo con dignidad y precisión al absolutismo liberal masónico que se había instalado en la asamblea gaditana.
LA TESIS AMERICANA
Veamos, y es un ejemplo, la tesis americana aparecida en la “Gaceta de Buenos Aires” el 6 de diciembre de 1810: “La autoridad de los pueblos en la presente crisis se deriva de la asunción del poder supremo que por el cautiverio del Rey ha retrovertido al origen de que el monarca lo derivara, y el ejercicio de éste es susceptible de las nuevas formas que libremente quieren dársele. Disueltos los vínculos que ligaban los pueblos con el monarca cada provincia es dueña de si misma, por cuanto el pacto social no establecía relaciones entre ellas directamente sino entre el Rey y los pueblos”.
La misma línea clara y contundente expresaba el ilustre venezolano Dr. Juan Germán Rocío en carta a don Andrés Bello, una de cuyas cuartillas decía que la concesión de estas tierras era “limitada a los reyes don Fernando e Isabel a sus descendientes y sucesores legítimos y no comprende a los peninsulares ni a la Península ni a los de la Isla de León ni a los franceses”.
La grosera violación de las tradicionales leyes convirtió la Guerra Revolucionaria en Guerra Independentista, “pero no de la Corona española sino de la Nación Española”. Planteo éste que se consolidó a partir del año 1814 cuando, ya regresado Fernando VII de su “prisión” napoleónica, actuó con la doblez que le era característica ante los intentos americanos de volver a la “política de los dos hemisferios” y “al pacto explícito y solemne”.
En el mismo año arriba citado, la Junta Nacional de Chapultepec presentaba al Virrey de la Nueva España un Plan redactado por el doctor José María Cos, en el que luego de reiterar la integridad de la monarquía deducía, entre otras, estas justas pretensiones: “Que los europeos resignen el mando y la fuerza armada en un Congreso Nacional e Independiente de España representativo de Fernando VII que afiance sus derechos en estos dominios (…)
“Que declarada y sancionada la independencia de una y otra parte, se echen en el olvido todos los agravios y los acontecimientos pasados, tomándose con este fin las providencias más activas y todos los habitantes de estos pueblos así criollos como europeos constituyen indistintamente una nación de ciudadanos americanos vasallos de Fernando VII empeñados en promover la felicidad pública”.
En estos puntos estaba la llave para volver a la perdida y normal armonía del Imperio. Era además lo justo y lo reconocido por el plebiscito de los siglos, corridos en unión de iguales.
Así lo vio y así lo señaló con certeros párrafos el Brigadier General don Juan Manuel de Rosas en aquel célebre discurso que pronunciara ante el Cuerpo Diplomático en el año 1836.
No pudo ser. Lo impidieron las actitudes hipócritas de un monarca psíquicamente minusválido y la perfidia de las camarillas en concubinato con las logias de diferentes Ritos y Obediencias.
Luis Alfredo Andregnette Capurro
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