Por: Federico Ibarguren
La gente, al oír pronunciar el término revolución, asocia la
palabra a escenas necesariamente terroríficas y termina, desde luego,
espantada. La modificación del “statu-quo” personal —aunque sea sin riesgo de
vida— es algo cuya sola posibilidad hace temblar de miedo al burgués. Vivir al
día, en la incertidumbre, jamás hará feliz a un buen padre de familia. ¡Está
tan lejos él de quienes, por su situación social o económica, nada tienen que
perder con un cambio de régimen! Porque el burgués en general es anti-heroico
por definición.
Otros, con menor proporción de bienestar doméstico, más
inquietudes idealistas o resentimientos, buscan la revolución a marchas
forzadas para encaramarse en su cresta —a costa de los hasta ayer satisfechos—
ejecutando, desde arriba, su terrible venganza o ensayando, intransigentes,
toda clase de hipótesis redentoras sin tener en cuenta la realidad ambiente.
La incomprensión, el odio o el fanatismo de entrambos grupos,
antagónicos, al romperse los diques de la cotidiana rutina por la convulsión
revolucionaria, hacen imposible —en razón de su unilateralidad— la convivencia
social requerida para restablecer, poco a poco, el equilibrio alterado por el
sacudimiento.
Para evitar que la sociedad sucumba entre la ceguera aferrada
a un pasado muerto y la demagogia de los ideólogos —forjadores de utopías,
abortadores de sueños— se hace preciso que una tercera fuerza surja armonizando
la tradición viva, la costumbre actual, con la necesaria doctrina reformadora
de lo caduco y petrificado que ha perdido vigencia.
Pero esa tercera fuerza, sólo podrá tener estado político una
vez eliminadas —en forma violenta o por desgastes incruentos— las dos
tendencias extremas a que me vengo refiriendo. La batalla empeñada por los
energúmenos de la novedad contra los defensores del viejo régimen, debe ser
previa y pública. Y es necesario, además, que sus efectos conmuevan la fibra
del pueblo todo, amenazado en su integridad por el separatismo, la guerra civil
o la intervención extranjera.
La ley de las revoluciones históricas aparece, así, como la
resultante de una lucha sin cuartel entre dos términos negativos de vida. Las
reformas verdaderas, la reconciliación de los espíritus, el orden estable
—constructivo e institucional de la comunidad—, vienen recién más tarde. En el
arca frágil de todo auténtico engendramiento, las eternas semillas
cuidadosamente guardadas, duermen, como por milagro —y durante bastante
tiempo—, su lenta fecundidad de destino.
Los factores en juego
En 1810, aquellos dos factores que cruentamente encendieron
en Buenos Aires la chispa de la Revolución de Mayo —vale decir: la lucha del
viejo régimen y el nuevo sistema—, llevan, en nuestra historia, nombres propios
en su comienzo: Cisnerismo y Morenismo. La tercera fuerza de equilibrio aparece
enseguida, a poco de caer exhaustas y en desprestigio las tendencias nombradas;
se llama Saavedrismo. Ella continúa con tal denominación, hasta las
postrimerías del año 1811.
Pero vayamos por partes. Si resultó anacrónica la doctrina
sentada por el Obispo Lúe en el Cabildo Abierto del día 22, quien —según nos
refiere López 1— “con modales y palabras
agresivos dijo que estaba asombrado de que hombres nacidos en una colonia se
creyesen con derecho de tratar asuntos que eran privativos de los que habían nacido
en España, por razón de la conquista y de las bulas con que los papas habían
declarado que Las Indias eran propiedad exclusiva de los españoles”; no lo
fue tanto la sostenida por el fiscal Villota: “hombre de altas prendas morales y jurisconsulto sumamente respetado de
los jóvenes legistas que encabezaban a los patriotas”. Al pronunciarse por
el mantenimiento de las autoridades constituidas, hasta tanto “los pueblos todos del Virreinato concurran
con sus representantes a la capital”; para, en un Congreso, “resolver lo que corresponda a la mejor
conservación de los derechos del soberano de la metrópoli”, el fiscal
preparaba, con apariencias legales, un golpe de muerte a la Primera Junta
electa el día 25.
Porque el interior, rancio y proteccionista, tenia viejos
agravios pendientes contra Buenos Aires, que había empobrecido las industrias
vernáculas por obra del régimen de franquicias fiscales iniciado con el Bando
de Libre Internación dado por el Virrey Ceballos el año 1777. Antes de
constituido el Virreinato —razones de orden político y militar privaron sobre
las económicas—, existían al Sur de Lima dos conglomerados territoriales de
características propias y régimen legal diferente: el de los pueblos
rioplatenses del litoral, y el de las ciudades más antiguas y mediterráneas del
Tucumán.
Ambas zonas gozaban de un régimen económico sui-generis, de
acuerdo a su configuración geográfica y a la proximidad o alejamiento que los
separaba de los centros poblados y más ricos del Perú. La barrera demarcatoria,
la línea fronteriza que dividió aquellos mundos, rivales en potencia, cuyo
origen reconocía corrientes colonizadoras distintas (llegada del Este la
primera; salida del Norte la segunda), era la Aduana Seca de Córdoba,
establecida en 1622 “para impedir que los productos introducidos por ingleses y
holandeses en Buenos Aires —señala José María Rosa (h) en «Defensa y Pérdida de
nuestra Independencia Económica»— compitieran con los industrializados en el
Norte. Y que el oro y los metales preciosos no emigraran hacia el extranjero
por la boca falsa del Río de la Plata”. “Hubo así dos zonas aduaneras en la América Hispana —agrega el mismo
autor—: la monopolizada y la franca.
Aquella con prohibición de comerciar, y ésta con libertad— no por virtual menos
real — de cambiar sus productos con los extranjeros. Y aquella zona, —la
monopolizada— fue rica; no diré riquísima, pero sí que llegó a gozar de un alto
bienestar. En cambio la región del Río de la Plata vivió casi en la indigencia.
Aquí, donde hubo libertad comercial, hubo pobreza; allí, donde se la restringió,
prosperidad”.
“La supremacía
bonaerense durante la época colonial — escribe en este sentido Ricardo
Zorraquín Becu 2— fue sin embargo
demasiado breve para que el centralismo implantado con el virreinato y las
intendencias echara raíces en las costumbres y se convirtiera en tradicional e
indiscutido. Su elevación al rango de Capital no consiguió sofocar un
antagonismo latente exacerbado con esta misma hegemonía; y la enemistad
incubada durante la colonia estalló violentamente cuando Buenos Aires pretendió
ejercitar fuera de las normas establecidas la superioridad que había
conquistado a través de los siglos”.
La hábil maniobra Cisnerista de Villota —enfrentando a Buenos
Aires con los pueblos del interior (que, como se ha visto, desde antiguo le
eran hostiles), para destruir la revolución porteña en ciernes —fue lo que en
definitiva azuzó al Morenismo a la lucha cruel. Ello provocó la estrepitosa
caída del viejo régimen representado por Cisneros, e hizo imposible — con el
apoyo de Inglaterra— toda reconciliación ulterior entre ambos bandos políticos.
Mr. Mackinnon y Moreno
Constituida la Primera Junta, las circunstancias la obligaron
a aceptar, a más no poder, el principio de la convocatoria de un Congreso
General del Virreinato integrado por representantes de tierra adentro, como lo
propuso Villota tres días atrás.
El Cisnerismo, desalojado del Fuerte, preparaba solapadamente
la insurrección general de las Intendencias contra la capital, cuya Aduana
—desde su creación en 1778—, enriquecíase con la introducción de mercaderías de
ultramar a costa de la miseria de sus hermanas, que debían soportar una ruinosa
competencia.
Mariano Moreno, “excelente
abogado del comercio inglés y patriota de última hora” —son palabras de
Carlos Roberts 3—, acababa de ser nombrado Secretario del Gobierno Provisorio,
cargo que aceptó sorprendido después de hondas vacilaciones, según nos cuenta
su hermano Manuel. ¿Qué antecedentes ostentaba este joven de 31 años, graduado
hacía poco en la Universidad de Chuquisaca donde fue a estudiar para sacerdote;
relator de la Audiencia, más tarde, y defensor eficaz ante el Tribunal de
minúsculos intereses de su clientela particular?
Hasta ayer nomás, había colaborado con el Virrey Cisneros en
carácter de consultor privado; pues era menester dar cumplimiento —entre otras
cosas— al tratado anglo-español del 14 de enero de 1809 que otorgaba a
Inglaterra “facilidades” comerciales en América. Se le sabía, por otra parte,
enemigo personal del caudillo Liniers —acaso por razones de política
internacional—, y así lo demostró el primero de enero del año anterior al
acompañar a Alzaga en el famoso motín de esa fecha, conjurado por Cornelio
Saavedra. Y se le sabía también autor encubierto de la Representación de los
Hacendados: alegato vehemente contra el sistema de comercio protegido, de
España con sus colonias, que impedía la introducción a Buenos Aires de
mercaderías extranjeras; en este caso, de procedencia británica.
A la sazón, actuaba de presidente de la Comisión de
Comerciantes de Londres en Buenos Aires, el influyente Mr. Alex Mackinnon,
quien, en tal carácter, tuvo oportunidad de relacionarse con el joven Moreno,
contratando sus servicios profesionales. Acaso este acercamiento entre el mercader anglosajón, agente del ministro
Wellesley, y el talentoso criollo consultor del Virrey: “el primero de una larga lista de grandes abogados argentinos
—señala Roberts4— que han representado
profesionalmente, hasta el día de hoy, los importantes capitales e intereses
comerciales ingleses”, tenga relación con la inesperada designación de este
último para el importante cargo de Secretario del gobierno que reemplazaba a
Cisneros. Levene, biógrafo y apologista del prócer, es quien en su obra «Ensayo
sobre la Revolución de Mayo y Mariano Moreno», parece insinuamos semejante
posibilidad. Así en la página 87 —tomo II del referido libro— consigna la
siguiente nota: “En cuanto al nombre de
Moreno —aparte de su reputación como
letrado y autor de la Representación de los hacendados —existen documentos que
permiten afirmar que los ingleses tuvieron intervención en los sucesos del 25
de mayo5, circunstancia que acaso haya incidido favorablemente con respecto a
la personalidad de Moreno”.
En este orden de ideas, pueden exhibirse, a no dudarlo,
pruebas muy sugestivas. En efecto, el 15 de marzo del año 1810, Mr. Mackinnon
escribía reservadamente al honorable Secretario de Estado del Departamento de
Relaciones Exteriores de Su Majestad: “Aún
los más confiados, en sus esperanzas y deseos para la seguridad de España,
ahora desesperan, pero ninguna medida se ha tomado para prepararse para lo
peor, la voz corriente es, independencia, bajo una estrecha alianza con Gran
Bretaña. Bajo cual sistema será propuesta, todavía no ha sido contemplada”.
Don Alejandro no sospechaba que el “sistema” de alianza se hallaba ya
documentado en un memorandum de fecha 15 de noviembre de 1809, dirigido a
Wellesley por Charles Stuart, importante funcionario de su ministerio. Ese
documento (Expediente 72/90 del Departamento de Relaciones Exteriores), trata
de los beneficios de todo orden que obtendría Gran Bretaña apoyando las
tendencias emancipadoras del rico mundo hispanoamericano. Las condiciones de la
ayuda quedan bien patentizadas en esta breve e inequívoca frase, con
resonancias de ultimátum: “Acceso a sus
puertos, la navegación de mares hasta ahora cerrados a los europeos y la
libertad de comercio en sus ríos, son las ventajas reales a conseguir...”
Mariano Moreno era, sin duda, en esos momentos, el hombre
fuerte que imponía orientaciones políticas al primer gobierno patrio. Y bien,
el 12 de agosto, Mr. Mackinnon informaba a la Superioridad sobre las últimas
ocurrencias revolucionarias, con estas palabras reveladoras: “No bien la Junta fue instalada, ella
declaró, que los súbditos británicos no solamente quedaban libres de permanecer
todo el tiempo que desearan (al margen —señalo yo— de las Leyes de Indias);
sino también se nos anunció que gozábamos
de toda la protección de nuestras personas y propiedades y una libre
participación en las leyes y privilegios cívicos que ahora poseían los nativos”.
La guerra preparada por el Cisnerismo iba a estallar en
seguida entre el interior del Virreinato y su Capital, con motivo del
reconocimiento al Consejo de Regencia exigido por la Audiencia. Y Moreno,
mientras pedía armas y prometía ventajas, privilegios y cesiones territoriales
a Inglaterra —por intermedio de Matías Irigoyen, José Agustín de Aguirre y
Tomás Crompton; o directamente del embajador Strangford—, mostraba a la faz de
un mundo claudicante y desorientado su terrible garra de piloto de tormentas.
El Secretario de la
Junta
La personalidad de Moreno no reside en el repertorio de temas
revolucionarios que manejaba —en este punto adoptó las ideas del “mirandismo”—,
sino más en su recio temperamento de luchador extremista. Ideológicamente,
carecía de originalidad creadora. Sus doctrinas de segunda mano, nada nuevo
agregaban a las ya muy divulgadas en España por la escuela liberal, con
Campomanes y Jovellanos a la cabeza, el P. Feijóo y Montenegro y otros de menor
categoría intelectual. Fundadas en principios generales: “nunca bien asimilados y difundidos, repugnantes en el fondo a las
masas, hacían las veces de un cuerpo extraño y sin cesar provocan la
resistencia de las fuerzas nacionales —ha escrito Alejandro Korn6—; no atinaron a otra cosa que traducir al
español las frases jacobinas y se perdieron en la claudicación extraviada de
los afrancesados o en las anticipaciones retóricas de las cortes de Cádiz”.
En América, las nuevas ideas hubieron de penetrar por imperio
de “viles ministros de la impiedad francesa” —como los define Menéndez y
Pelayo—; o filtradas por herejes y contrabandistas, mas que en virtud de la
teoría o la enseñanza doctrinaria de la cátedra. Y lo mismo sucedió en el
terreno de las concepciones económicas.
“Lo que ocurría en
Cádiz en 1808 (por ejemplo) era exactamente lo mismo que sucedía en Buenos Aires
en 1809... En España se defendía el comercio libre con los ingleses hasta en
forma irónica y faltando en cierto modo el respeto a las autoridades —anota
De Gandía en un trabajo sobre el prócer de Mayo 7—; Moreno, en su célebre «Representación de los hacendados» —añade—, defendió la libertad de comercio para el
puerto de Buenos Aires con los mismos argumentos y a menudo las mismas palabras
de economistas liberales españoles, que defendían idéntica libertad para los
puertos de la Península”.
Moreno, discípulo del canónigo Terrazas —en cuya biblioteca
había leído a los enciclopedistas y filósofos
de la Ilustración—, admiraba sinceramente el «Contrato Social» de Rousseau, que
se encargó de difundir en la gran aldea con prólogo suyo, no sin antes haber
expurgado de la obra toda referencia anticlerical o irreligiosa. Pero aparte de
sus influencias librescas que, a mi juicio no lo definen, el joven Secretario
demostró poseer —y lo acreditará desde el gobierno— un indomable temperamento
(aunque sin descuido de las oportunidades) y un extraordinario temple para
afrontar situaciones de responsabilidad o de riesgo. Desprejuiciado y audaz,
nunca faltóle valor moral en los momentos difíciles de prueba. Fue, en esto,
muy superior a Miranda, aventurero impenitente, a quien, más veleidoso que el
pichón platense, los aires tropicales de la tierra natal llenáronle acaso el alma
de románticas utopías incurables.
Moreno era, ante todo, un espíritu nervioso pero ejecutivo,
no obstante su extraordinaria sensibilidad, que, al decir de su hermano Manuel
8: “fue el más sobresaliente de todos los
elementos de su carácter, y que particularmente lo distinguió en todos los
pasos de su vida”. En ocasiones violento y cruel; jamás fue impulsivo sin
embargo. Faltóle la virtud de ingenuidad, característica en Belgrano, que hace
buenos a los hombres. Por eso, quizás, obró implacablemente cada vez que se lo
permitió el enemigo que tenía por delante. Maquiavelo criollo después del 25 de
Mayo, representó ese papel más por obligación moral, por deber impuesto a sí
mismo, que por espontáneas inclinaciones del espíritu.
A falta de auténtica popularidad, debió recurrir
necesariamente a la maniobra, a la intriga política y a la pena capital como
único recurso para imponerse.
En el fondo, eran bien fríos y prácticos sus amores al margen
de la ley, con Gran Bretaña, a la que favorecía “pro domo sua” desde el
gobierno. ¡Contradictorio carácter!
Los artículos de «La Gaceta» que dirigió, son retóricos
cuando hablan de Inglaterra y evidentemente propagandísticos. Léase en cambio
la espléndida página en que, sincerándose por un momento, nos relata Moreno el
estado de su ánimo ante la caída de Buenos Aires —la “gloriosa” y “conquistadora”
ciudad, como él la llamó— en manos del invasor inglés: “Yo he visto en la plaza llorar muchos hombres por la infamia con que se
les entregaba, y yo mismo he llorado más que otro alguno, cuando, a las tres de
la tarde del 27 de junio de 1806, vi entrar 1560 hombres ingleses, que apoderados
de mi patria se alojaron en el fuerte y demás cuarteles de esa ciudad”.
Y este otro brulote amenazador, donde repudia la conducta del
capitán Elliot, quien había bloqueado nuestro puerto a poco de instalada la
Primera Junta: “...el extranjero no viene
a nuestro país a trabajar en nuestro bien, sino a sacar cuantas ventajas puede
proporcionarse...miremos sus consejos con la mayor reserva, y no incurramos en
el error de aquellos pueblos inocentes que se dejaron envolver en cadenas en
medio del embelecamiento que le habían producido los chiches y abalorios”.
Pero ya era tarde. Moreno tenía en el gobierno sus días
contados. Su política demasiado anglófila y terrorista, no podía ser, en
efecto, popular. Como nunca, el pueblo de Buenos Aires, militarizado en las
gloriosas jornadas de la Reconquista y la Defensa, por Saavedra y los suyos,
respondía ahora al jefe con impresionante unanimidad. El Secretario, por
contraste, estuvo ausente de la epopeya; fue mero espectador pasivo de los
sucesos.
Esto lo inhabilitaba para ser caudillo. Además, el hombre no
demostró fe en sus propias fuerzas ni en las de nuestro pueblo —para quien era
un extraño—, creyendo que la salvación estaba en requerir ayuda de una gran
potencia, en buscar apoyos garantizándolos comercialmente a cambio de influencias
internacionales favorables a nuestra seguridad. Los fracasados planes de
Francisco Miranda reverdecían, así, en las templadas tierras del Río de la
Plata.
A lo antedicho venía a sumarse la inevitable pérdida de
prestigio que acarreó a Moreno la sorda lucha de desgaste librada —en el
Paraguay, Córdoba y el Alto Perú— contra el Cisnerismo, encarnado por figuras
virreinales de la talla de Velazco, Liniers y Goyeneche. Pero tales acontecimientos
merecen por su importancia en la marcha de la Revolución de Mayo, un capítulo aparte.
*Tomado del libro Así fue Mayo.
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