lunes, 25 de julio de 2011

JUAN MANUEL DE ROSAS. El Estadista de la Pampa

Juan Manuel de Rosas nació en Buenos Aires el 30 de marzo de 1793; “será católico y militar” dijo su padre Don León Ortiz de Rosas. Fallecería casi 84 años después en su casa quinta en Swanthling, distante de 3 millas de Southampton, víctima de una inflamación en los pulmones agravada por la exposición a la inclemencia del tiempo, un 14 de marzo de 1877.

A pesar de contar con sólo 13 años, sirvió como ayudante de municiones en las fuerzas de Liniers en la primera invasión inglesa en 1806; lo que mereció una felicitación por escrito del jefe de la Reconquista, en la que resaltaba “su bravura, digna de la causa que defendía”.

Don Juan Manuel fue un hombre llamado por el destino para ocupar un sitial de gloria en la historia de la Patria. Por su patriotismo y coraje fue llamado a gobernar en dos oportunidades, después de rechazar, en ambas ocasiones, dichos ofrecimientos. No ambicionaba el poder.

Cuando asume en la primera gobernación el 6 de diciembre de 1829, su carruaje es llevado a pulso por el Pueblo hasta el Fuerte, hoy Casa Rosada. Su bello discurso de asunción lo finaliza expresando: “Reposad, milicianos, bajo el árbol de la paz; en vuestras virtudes curad las heridas de la Patria, y apoyad su marcha con el respeto a las autoridades”.

Don Juan Manuel fue un auténtico líder, sus seguidores se contaban en todos los estratos de la sociedad, cuyas diferencias se diluían al seguir a su conductor. Dirá el Cacique Catriel: “Nuestro hermano Juan Manuel, indio rubio y gigante y que jineteaba y boleaba como los indios y se loncoteaba con los indios y que nos regaló vacas, yeguas, caña y prendas de plata, mientras él fue Cacique General nunca los indios malones invadimos por la amistad que teníamos por Juan Manuel; Y cuando los cristianos lo echaron y lo desterraron invadimos todos juntos”. Rosas fue el único que benefició a los negros, incluso concurría a las festividades de las respectivas naciones africanas y hasta hubo negros que tenían el grado de Teniente Coronel, mientras en otras partes del mundo eran humillados y explotados. Así, hombres y mujeres eran cobijados por el manto sagrado de la Patria y alumbrados sus senderos existenciales por el sol de la justicia.

Juan Manuel de Rosas defendió heroicamente la soberanía de la Patria en el bloqueo francés de 1838 y en la invasión Anglo-francesa de 1845, repelida en el combate Vuelta de Obligado, Tonelero, Quebracho y San Lorenzo por resistirnos a que nuestros ríos interiores sean extranjeros.

Caben destacar los elogios del Gral. San Martín al Restaurador efectuados en su última carta fechada, el 6 de mayo de 1850, expresa: “como argentino me llena de un verdadero orgullo el ver la prosperidad, la paz interior, el orden y el honor restablecidos en nuestra querida Patria” y agrega que “al terminar su vida pública, sea colmado del justo reconocimiento de todo argentino”; en su testamento legaría su sable a Don Juan Manuel.

Adalid del Federalismo, con la ley de Aduana de 1835 (año en que asume su segundo gobierno) que impuso aranceles para artículos importados de entre el 5 y el 50 %, sobre artículos de lujo, sobre cosas que el país produce y sobre lo que no es absolutamente necesario, permitió el desarrollo de la economía del interior alcanzando un vigor y esplendor único, a su caída en 1852 había: ciento seis fábricas (dos fundiciones, siete de jabones, tres de pianos y dos de carruajes, entre otras) y setecientos cuarenta y tres talleres, entre los cuales ciento diez carpinterías, ciento ocho zapaterías y setenta y cuatro herrerías y dos mil ocho casas de comercio. También se introduce la primera máquina de vapor, se crea la primera fábrica de fundición y mecánica, se inaugura la primera lénea de cabotaje en el Atlántico sur, son traídos los primeros vacunos “Shorthorn” y se colocan los primeros alambrados, en Tucumán llega a haber trece ingenios de caña de azúcar, ( “Vida de Don Juan Manuel de Rosas – Manuel Gálvez, Ed. Tor, 1954). Agrega al respecto José María Rosa en su “Historia Argentina” (Tomo IV, Ed. Oriente 1973): en Salta se hilaba algodón, cigarros, harina y vinos; en Catamarca y La Rioja se producían algodón, tejidos, aceites, vinos y aguardiente; en Cuyo, viñedos, talleres de carretas, curtiembres, elaboración de frutas secas y seda; en Santa Fe, algodón, tejidos, maderas, carbón de leña; similar en Entre Ríos y Corrientes demás de tabaco y azúcar. Una Argentina Próspera y Digna, que se encontraba entre las más florecientes naciones de su época. Igual status que gozó el Paraguay con. José Gaspar Rodríguez Francia, Carlos Antonio López y Francisco Solano López antes de ser arrasada por la infame “Triple Alianza” (Argentina, Uruguay e Imperio del Brasil) apoyada en nuestro País por el criminal lacayo inglés de Bartolomé Mitre y Domingo F. Sarmiento. Julio Irazusta en su libro “Influencia Económica británica en el Río de la Plata” (Eudeba, 1984), señala que Rosas “no endeudó más al país. No contrató un solo empréstito durante sus veintidós años de influencia o gobierno. Y en vez de aprovechar el privilegio de la aduana única en exclusivo beneficio de su provincia, lo aplicó a servir la causa nacional donde ella lo reclamase”.

En el mensaje del 1º de enero de 1837, informa que las modificaciones en la ley de Aduana “a favor de la agricultura y la industria han empezado a hacer sentir su benéfica influencia”, y que “los talleres de los artesanos se han poblado de jóvenes”. El Restaurador Juan Manuel de Rosas no es una figura mas en la historia argentina, los años de su vida política fueron los mas intensos, gloriosos y trascendentales para los destinos de la Nación. Años en que como nunca la Argentina estuvo a punto de convertirse en un mosaico de republiquetas decadentes mediatizadas por las logias masónicas de Londres. En el dilema existencial de “ser o no ser”, no caben dudas que Rosas es la mas genuina expresión del Ser Nacional Argentino, actuando, cuidando cada aspecto del quehacer nacional, protegiendo la Patria Grande que nos había legado el Libertador Gral. Don José de San Martín. Juan Manuel de Rosas nos guía con su obra y su ejemplo a transitar dignos, fieles y veraces este siglo XXI.

Se lo debe recordar y emular justamente ahora, en los albores del este siglo XXI, por encontrarse la Argentina famélica de actos de heroísmo, coraje, servicio y patriotismo, por lo menos de quienes tienen la obligación y el deber de gobernar; mas imperioso aún en un País que diaria y cotidianamente debe afirmar con denuedo y esfuerzo su voluntad de seguir existiendo.


Luis Francisco Asis Damasco

Tomado de: http://asisluis.blogspot.com/

domingo, 17 de julio de 2011

In memoriam: Prof. Roque Raúl Aragón

RECORDANDO AL AMIGO

El pasado 15 de julio fue llamado al Padre nuestro querido amigo Roque Raúl Aragón.

A manera de recordatorio, mientras pedimos por su querida alma, transcribimos aquí algunos párrafos de una conferencia suya, que dictara en 1993, acerca de la legitimidad de la conquista española en América.

“…Se habla mucho ahora de la conquista, en esta otra polémica desatada con motivo del quinto centenario, como si la conquista fuese una cosa inusitada, un fenómeno desconocido, cuando en realidad es lo más común que hay en la tierra: no hay ningún pueblo en la tierra que sea aborigen del lugar donde vive, todos llegaron por un acto de conquista, próximo o remoto.

“Lo que tiene de original y único la conquista española es que se cuestiona a sí misma, se hace un problema de conciencia: ¿tengo derecho o no tengo derecho? ¿Puedo predicar el Evangelio haciendo al mismo tiempo un acto de conquista? ¿o el acto de conquista es una negación del Evangelio que predico? Esto sólo España se lo ha planteado, y todos los argumentos contra España vienen de España, han circulado libremente en España, porque en ningún lugar se respeta más la libertad que en una sociedad realmente católica: catolicismo y libertad son la misma cosa.

“Y en este asunto de la conquista, cuando el Padre de las Casas arremete contra las encomiendas, se encuentra con Ginés de Sepúlveda, un teólogo que lo contradice radicalmente, pues el Rey —que tenía sus escrúpulos de conciencia— fomentaba los debates contradictorios para clarificar estos temas. Ginés de Sepúlveda fundamenta abundantemente su tesis de que los bárbaros deben ser reducidos a servidumbre, ya que los indios son inferiores a los españoles, como lo son los niños respecto de los adultos: estos indios no pueden ser llevados a la fe por la sola predicación, porque en cuanto se retiran las guarniciones armadas ellos mismos matan a los misioneros y repelen la fe recibida. Sólo pueden ser elevados a la fe por la fuerza, como en el «fuércenlos a entrar» de la parábola del banquete (San Lucas, 14, 15-24). Esto lo aplica Ginés de Sepúlveda a la actitud que se debía tener con los indígenas ineptos. Y si bien no se podía atacar con armas a los paganos por el solo hecho de su infidelidad —decía éste— sí se puede cuando su idolatría recurre a prácticas inhumanas, como en la Nueva España, donde anualmente se inmolaban 20.000 hombres a los demonios.

“Nosotros hemos sido llevados a considerar estos ataques a los indios como cosas grave, atentados a los derechos humanos, pero sin tener en cuenta que los indios no eran unos angelitos y sometían a sus propios hermanos de raza a crueldades que solamente se explican por su entrega a prácticas realmente diabólicas.

“Cuando Hernán Cortés sube al templo, en un arrebato que relata Bernal Díaz, se coloca al lado de los ídolos horribles y los precipita escaleras abajo. Esas escaleras —dice Bernal Díaz— estaban cubiertas por tres pulgadas de sangre de los sacrificios humanos que allí se hacían. Y así se acaba el horror, reemplazando aquellos ídolos con la imagen de la Virgen. En Hernán Cortés hay una grandeza excepcional: él sabe que lo sagrado y los ídolos son incompatibles, que donde están los ídolos no hay nada sagrado, y donde está lo santo no hay ídolos. Cortés no era un respetuoso de las conciencias de los índígenas, quienes promovían las guerras para proveerse de víctimas humanas para sacrificar a los ídolos: Cortés era un servidor de Dios y actuaba en consecuencia.

“España se destaca por haber hecho una unidad entre la fe y la nacionalidad: ser español es ser católico y, de alguna manera, ser católico es también ser español. España fuisiona la fe con la empresa política de la conquista, y esto, porque no fue «ecumenista», porque combatió a los ídolos, porque si bien no se preocupó mucho por dar una instrucción pormenorizada del Evangelio, sí se preocupó porque renunciaran a Satanás y admitieran la gloria de Cristo, y esto es la esencia del bautismo. Así se ha bautizado América: combatiendo a los ídolos (…)

“Si el catolicismo ha de reconquistar América, ha de ser reasumiendo esa unidad inextricable de nacionalidad y de fe”.

Roque Raúl Aragón
Tomado del blog de Cabildo (Agosto 2007)
La foto que ilustra la nota fue tomada en ocasion de dicha conferencia y publicada en la revista Iesus Christus Nº 31

sábado, 9 de julio de 2011

UNA NUEVA Y GLORIOSA NACION

Depuesto Alvear, el Cabildo convocó al pueblo de Buenos Aires para decidir su forma de gobierno, designar autoridades transitorias, y elegir una “Junta de Organización”, que dictaría el Estatuto destinado a regular el funcionamiento institucional. Mientras tanto, dispuso graves sanciones contra los alvearistas en desgracia, haciendo fusilar Paillardell y desterrándolo a Monteagudo, Agrelo, Rodríguez Peña, Alvarez Jonte y otros. Ignacio Alvarez Thomas asumió interinamente el cargo de “Director de Estado”.
La Junta de Observación cumplió rápidamente su cometido, redactando el Estatuto Provisional cuya confección se le encomendara. Era este una suerte de Constitución, inspirada en la de Cádiz, que disponía sobre múltiples materias. Solo lo aceptaron Buenos Aires y Tucumán. Cuyo, Salta y Córdoba se redujeron a acatar la convocatoria, contenida en el mismo, para un Congreso General.
Alvarez Thomas derogó las sucesivas condenas fulminadas contra Artigas, ordenando quemar en la plaza publica los documentos que las contenían.
Rondeau siguió al mando del ejército del Perú, gravemente desorganizado. Pese a ello, inició un avance en Febrero del 15, con suerte diversa: fue vencido en El Tejar, venció en Puesto del Marques, y volvió a caer derrotado en Venta y Media (allí recibió José Maria Paz la herida cuyas consecuencias determinarían que se lo llamara “el manco”). Por fin en Sipe – Sipe, las tropas patriotas sufrieron un tremendo descalabro a manos de Pezuela, el 29 de noviembre de 1815. Se perdieron en la batalla 2000 hombres, entre muertos, heridos y prisioneros; todos los cañones y 1.500 fusiles.
Guemes se apoderó del gobierno en Salta, mediante una revolución.

El 24 de marzo de 1816 quedo inaugurado, en Tucumán, el Congreso que proclamaría nuestra independencia. Lo presidía el porteño Pedro Medrano. Como la presidencia era rotativa, luego lo hicieron José Maria Serrano, diputado por Charcas; el canónigo Pedro Ignacio Castro Barros, diputado por la Rioja; Teodoro Sánchez de Bustamante, diputado por Jujuy; Francisco Narciso Laprida, diputado por San Juan, y el canónigo José Ignacio Thames, diputado por Tucumán.
A fines de mayo el Congreso aprobó un plan, al cual se ajustaría para tratar las distintas materias sobre las que tendría que resolver. Sin embargo, dejándolo de lado, a principios de mayo se decidió tratar el tema de la independencia.
Solamente los diputados por Tucumán y Jujuy contaban con instrucciones para declararla. Pero la intención de hacerlo flotaba en el aire, pues ya hacia tiempo que los argentinos se sentían argentinos. San Martín, Belgrano, Guemes, y Artigas presionaban a favor de ella. Durante la sesión del día 9 de julio el asunto fue sometido a consideración de los congresales. Propuesta la formula del voto, “puestos en pie los señores diputados en sala plena aclamaron la independencia de las provincias unidas de América del Sud de la dominación de los reyes de España y su metrópoli, resonando en la barra la voz de un aplauso universal con repetidas vivas y felicitaciones al Soberano Congreso”. El acta respectiva fue firmada por Francisco Narciso Laprida, presidente, y Mariano Boedo, vicepresidente, siendo refrendada por los secretarios en funciones.
Días después, a instancias del diputado Medrano, quedó aprobado que la independencia declarada no lo seria tan solo “de los reyes de España y su metrópoli”, sino también “de toda otra dominación extranjera”.
Tal como lo afirmaban las estrofas de la canción patriótica, compuesta por Vicente Lopez y Planes, se levantaba “a la faz de la tierra una nueva y gloriosa Nación”.

            Inmediatamente después de proclamada la independencia, el congreso se abocó a resolver otra ardua cuestión: cual seria la forma de gobierno para las provincias unidas.
Prácticamente la totalidad de los diputados se inclinó por una monarquía constitucional. Y, dentro de esa abrumadora mayoría, la opinión mas extendida consistió en que se ungiera rey a un descendiente de los incas. Solamente se pronunciaron a favor de la forma republicana el diputado por Buenos Aires, Tomas Manuel de Anchorena, y el diputado mendocino Godoy Cruz. Los diarios porteños ridiculizaron la idea, denominando al futuro monarca como “El rey patas sucias”.
Sin embargo, el debate sobre la forma de gobierno pasó pronto a segundo plano pues, el 23 de julio, los congresales recibieron noticias de la Junta de Observación, respecto a que se consideraba inminente una invasión portuguesa. Tan grave amenaza vino a transformarse en la mayor preocupación del congreso, que envió instrucciones para encarar la situación.
En noviembre de 1816 aprobó un Reglamento Provisorio que, en líneas generales, se pareció al de 1815. El 17 de enero de 1817 tuvo lugar la ultima sesión en Tucumán, trasladándose luego su sede a Buenos Aires.

Juan Luis Gallardo
Cronica de cinco siglos

viernes, 1 de julio de 2011

CIVILIZACION O BARBARIE

La historia es vida y su persistencia en el presente desde el cual se la evoca es tanto más patente cuanto más vital la recepción hecha por el historiador. No obstante conviene distinguir entre la continuación de un discurso partidario y la exposición hecha por un analista capaz de descubrir el sesgo pasional de los protagonistas y ofrecer sus puestas con la vivacidad del que puede ponerse en todas o casi todas las situaciones que el complejo ámbito de la historia permite vivir. Sarmiento, en sus “Recuerdos de Provincia”, narra la impresión que le produjo la entrada en San Juan de las tropas de Facundo Quiroga. Podríamos preguntarnos si este recurso, escrito en su madurez, refleja con exactitud la auténtica emoción sufrida por el joven Sarmiento o es el producto elaborado y consciente de una imagen forjada por el ideólogo liberal que llegó a ser en el curso de sus rumias reflexivas y sus lecturas. No olvidemos que Quiroga era primo de su padre y que por muy extraña que haya sido la indumentaria de sus soldados y la rusticidad improvisada de sus armas, no había en ello nada que pudiera alarmar la experiencia cotidiana de un sanjuanino de su tiempo. Conocí San Juan antes que fuera reconstruida de nuevo a partir del terremoto de 1944 y no me extraña en absoluto la polvareda levantada por los duros caballitos riojanos del ejército de Facundo. ¿Podría asustar esto a gente acostumbrada a aguantar los embates del viento zonda que dejaban la población metida en una nube de tierra? La idea de que esos jinetes encarnaban la barbarie, es una noción totalmente libresca y el hijo de la muy cristiana Doña Paula Albarracín de Sarmiento sabía muy bien a qué atenerse con respecto a la educación que habían recibido aquellos guerreros armados “a la que te criaste” por su tío segundo Don Juan Facundo Quiroga. El denuesto “bárbaros” hará eco al de “salvajes” aplicado con igual pasión por sus enemigos federales a las tropas que entraron a sangre y fuego en las provincias y dejaron los rezagos de una civilización sembrada con metralla.

Sarmiento reunía todas las condiciones requeridas para hacer vivir un trozo de la historia de nuestro país. No escribía muy bien pero, como dice Borges, es fácil corregirlo pero no escribir con la vivacidad y la fuerza con que lo hacía. Desgraciadamente era un ideólogo y alguien que continuaba el discurso de Rivadavia y convertía el combate librado contra los caudillos federales en el símbolo de una gigantomaquia en la que luchaban dos fuerzas míticas: la civilización contra la barbarie.

Como los que combatían en la realidad eran hombres y no entelequias, el discurso de Sarmiento podía ejercer un fuerte influjo en los que todavía estaban bajo la sugestión de ese mito, pero nos deja completamente fríos a los que queremos, más allá de las consignas publicitarias, penetrar en el espíritu que animaba a quienes sostenían la batalla. Sí, entiendo: la civilización en contra de la barbarie ¿pero quiénes representaban a una y a otra? ¿Los caudillos que encarnaban los usos y las costumbres cristianas sembradas por España o los ideólogos formados en los principios de la ilustración?

No ve quien quiere si no quien puede y esta afirmación que se impone por el peso de la evidencia, se complica un poco pero no pierde veracidad, cuando trasladamos nuestra visión al campo de los hechos históricos. A primera vista los acontecimientos que ofrecen los datos existentes, pocos o muchos, no difieren esencialmente de aquellos que nos toca presenciar en nuestra vida cotidiana: hombres y mujeres movidos por sus ambiciones, sus orgullos, sus apetitos o sus temores debatiéndose en un ámbito cuyo decorado puede diferir del que habitualmente frecuentamos, pero cuyas preferencias valorativas, si son afines a las nuestras, nos permiten ver con más acuidad la secreta presencia de sus almas y penetrar más fácilmente en la hondura de sus sentimientos.

Las dos figuras que se imponen en la tajante dicotomía planteada por Don Domingo Faustino Sarmiento son las del “Chacho” Peñaloza y del propio Sarmiento que la planteó en los dos libros dedicados a Facundo Quiroga y al “Chacho”, y si hemos elegido la segunda, es porque Peñaloza representaba ante sus ojos la verdadera fisonomía del bárbaro con su pintoresco acento riojano y la ostentosa gallardía de su noble talante gaucho.

Se llamó Ángel Vicente Peñaloza, pero como al presbítero que fue su tutor y tío le parecía demasiado largo llamarlo muchacho, pronunciaba únicamente las dos últimas sílabas: “¡Chacho!” y la contracción le quedó como un mote que la admiración y el amor de sus seguidores convirtió en un verdadero título de gloria. Nació en la provincia de La Rioja, en un lugar llamado Huaja que por las condiciones de su tierra, árida, arenosa y seca, era una de las regiones más pobres de ese territorio que nunca se distinguió por su riqueza, aunque sí por la fuerte gradación alcohólica de sus aguardientes y el enjuto vigor de sus combativos habitantes.

El “Chacho” vivió en Huaja, o para decirlo en el resignado lenguaje de sus paisanos, duró en esa comarca hasta que Facundo lo incorporó a sus tropas y le asignó el grado de capitán, porque era aventajado en todo: en estatura, en coraje y en el claro esplendor de sus ojos azules, tan duros en el combate como risueños y amistosos en el trato cordial que el compañerismo de las armas ennoblece.

Él y el “Chico” Peralta, Juan Felipe, fueron los adalides de ese “comitatus” que constituía la escolta de Quiroga y se imponían por la gallardía de sus figuras ecuestres. El “Chico” tenía casi dos metros de alto y un valor en la batalla que sólo podía ser emulado por la ardiente acometida de ese formidable centauro que fue el “Chacho” Peñaloza.

En el famoso encuentro de La Tablada frente a la artillería del General Paz, ubicada de acuerdo con las más correctas normas de la estrategia, el “Chacho” avanza a caballo contra los cañones y enlazando uno de ellos lo arrastra a la cincha de su montado. Los soldados unitarios abren fuego contra el jinete que se desplaza con alguna dificultad y allí mismo hubiera terminado la historia de Peñaloza si Aldao no le ordena cortar el lazo y ponerse a salvo de la fusilería a uña de buen corcel.

Como dijimos era alto y musculoso, de una fuerza hercúlea y con una mirada muy suave y bondadosa cuando cedía a las solicitudes del buen trato y la amistad. Era fama que nunca se dejó llevar por arrebatos de iracundia, como le sucedía muy a menudo a su jefe, Facundo Quiroga, y sin reprochárselo abiertamente, solía no estar de acuerdo con él cuando tomaba medidas crueles con hombres que habían sido vencidos en una batalla. Matar en combate era una obligación del soldado, pero después del entrevero había que dejar lugar al perdón y la generosidad para no endurecer con gestos rencorosos el odio del enemigo.

Hay, en su relación con Quiroga, toda la lealtad y el afecto del buen vasallo con su señor al que ha prestado su homenaje. Cuando se enteró de que su jefe fue asesinado en Barranca Yaco, nació en él la sospecha de que el instigador del crimen fue Don Juan Manuel de Rosas y ya no pensó más, se puso de inmediato en contra del caudillo federal y se plegó a las órdenes de esos furiosos ideólogos que eran, en verdad, sus verdaderos adversarios.

Está en juego su fidelidad al hombre y esto, en su alma de feudal, prevalece sobre cualquier otra adhesión. No creo que sus sospechas tuvieran fundamento, pero esto es más una moción de deseo que un cabal conocimiento histórico, pero cuando penetramos en los entresijos de nuestros conflictos nacionales, es un álbum de familia lo que empezamos a revisar. Mi bisabuelo era federal, rosista y, al mismo tiempo, un poco pariente de Facundo.

No es de extrañar esta repugnancia para aceptar un crimen que impone desmedro a mis propias fidelidades. Peñaloza estaba convencido de que Rosas había maquinado la muerte de Facundo y no se lo perdonó jamás. Era la reacción lógica de la lealtad a su comitatus caballeresco y en la ruda simplicidad de su apasionado afecto, esto estaba por encima de todas las ideologías.

Cuando tratamos de comprender el panorama de nuestras guerras civiles la primera dificultad que sale a nuestro encuentro es la manía de querer meter en un esquema ideológico la complicada complejidad del momento. Rosas, el mejor servido por la inteligencia política y el que conoció con más hondura y perspicacia las necesidades y las exigencias de nuestro pueblo, sabía perfectamente que no se podía imponer en la Argentina un modelo político de factura liberal.

Se había vivido siempre de las decisiones de un gobierno paternal para que de repente nos metiéramos en los berenjenales del parlamentarismo sin estar preparados ni dispuestos para una eventualidad de esa naturaleza. Hombres acostumbrados a no respetar otra autoridad que aquella encarnada en la persona del jefe, no sentían ningún gusto por obedecer los mandamientos abstractos de una constitución o las órdenes de una ley escrita. Se confiaba en la palabra de un hombre real y concreto y se reconocía en su mandato la nobleza de una distinción justa, porque se sabía, sin haber leído a Santo Tomás, que la verdadera justicia es la que hace el justo y no las “güevadas” escritas en un papelucho.

Los unitarios se han encargado, con toda malicia, de mantener en el ánimo de Peñaloza la convicción de que Rosas había instigado el asesinado de Quiroga, así podían contar con un ejército de aguerridos riojanos y hacer frente a los caudillos federales que veían en el “Chacho” un desertor de sus propias filas. Después de unos desgraciados encuentros sostenidos en Mendoza y derrotado por sus antiguos conmilitones, el “Chacho” se vio forzado a pasar a Chile y allí, con toda probabilidad, en contacto con la flor y nata del unitarismo, haya conocido a Don Domingo Faustino, que dejó de él una semblanza en la que resplandecía su desprecio por la figura de aquel paisano analfabeto que hablaba con un golpeado acento riojano.

Escribe Sarmiento que “llamaba la atención de todos en Chile, la importancia que los argentinos, generalmente cultos, daban a este paisano semibárbaro, con su acento riojano y su chiripá y atavíos de gaucho…” Preguntado en una oportunidad cómo le iba por alguien que lo saludaba, contestó con aquella frase que tanto decía sin parecer decir nada: “¡Cómo me va a dir, amigo! ¡En Chile y de a pie!”

Hay que conocer muy bien la idiosincrasia de nuestros paisanos para comprender la trágica situación de un hombre que, alejado de sus pagos, se encuentra despojado de su tropilla. Hay una vidala que se toca acompañada con la guitarra, que termina con un verso donde se resume en pocas palabras esta lamentable condición del hombre sin caballos: “Yo, mi tropilla la tuve / quién me la saca del alma”.

Aunque no sabemos casi nada de su paradero allende la cordillera, nos explicamos fácilmente su deseo de volver a los pagos de Huaja en los llanos de La Rioja. Seis meses duró su destierro y fueron los unitarios, entre los que debía entreverarse el propio Sarmiento, los que intrigaron y pusieron el dinero necesario para que Peñaloza volviera a su tierra y tratara de levantar a sus paisanos contra el gobierno de Rosas. No es nuestro propósito narrar las vicisitudes de esta triste aventura en la que Peñaloza hizo el lamentable papel de insurrecto contra el gobierno federal. Pero impulsado siempre por rencor al que creía culpable de la muerte de Facundo, combatió varios años la dictadura de Rosas y muchas fueron las batallas que ganó con sus aguerridos llaneros sin que se sepa de dónde sacaba los recursos para mantener en pie de guerra una tropa de caballería que solía superar los cinco mil hombres. El levantamiento de Urquiza y la posterior caída de Rosas en la batalla de Caseros lo devolvieron a su auténtico bando y a partir de ese momento surgen a raudales sus enfrentamientos con el que fue su más completo, talentoso y terco difamador: Don Domingo Faustino Sarmiento.

José Hernández escribió una corta biografía sobre Ángel Vicente Peñaloza. El tiempo ha pasado y con él el furor de los insultos partidarios, pero nos resta la posibilidad de examinar con fría objetividad la consigna sarmientina: “civilización o barbarie”, donde por supuesto Sarmiento representaba a la civilización y Peñaloza la barbarie. La historia, siempre pródiga en enseñanzas ejemplares nos ha dejado un vivo testimonio de esta tajante dicotomía en el “Tratado de las Banderitas” cuando el gobierno nacional después de haberse estrellado contra los “montoneros del Chacho” comisionó al R. P. Dr. Eusebio Bedoya para arreglar con el general Peñaloza las condiciones de una paz que diera por terminada la guerra civil.

Peñaloza dirigiéndose a los coroneles Sandes, Arredondo y Rivas les dijo poco más o menos, con su pintoresco acento riojano: “Es natural que habiendo terminado la lucha entre nosotros, por el convenio que acabamos de firmar, nos devolvamos recíprocamente los prisioneros tomados en los diferentes combates que hemos sostenido, por mi parte voy a cumplir inmediatamente con este deber”.

Los jefes destacados por el General Mitre se miraron con consternación, porque en cumplimiento de las órdenes recibidas habían ejecutado sumariamente a todos los gauchos bárbaros caídos en sus manos y no tenían uno solo para ofrecer en canje a la generosa propuesta de Peñaloza.

El “Chacho” que presentía lo que había pasado insistió ante sus confusos enemigos, presentando a todos los prisioneros porteños que había capturado y a los que no les faltaba ni un solo botón del uniforme, preguntó con esa sorna criolla que el acento riojano hacía más lenta y socarrona: “¿Ande están los míos? ¿O será cierto lo que mi han dicho que han sido todos fusilados?”

El R. P. Bedoya no pudo contener sus lágrimas, avergonzado por el porte magnífico del paisano que con su noble gesto de caballerosidad cumplía con todos los honores de la ética cristiana, ante los administradores titulares de la civilización liberal.

El último episodio de esta epopeya civilizada contra los gauchos bárbaros se cumplió en la casa del propio “Chacho” Peñaloza y cuando ya nada hacia prever la reanudación de las hostilidades con el caudillo riojano.

Un comando militar al mando del comandante Ricardo Vera se presentó en el domicilio del General Peñaloza y le exigió la entrega de sus armas. El “Chacho” ofreció su daga, única arma defensiva que llevaba encima, y se constituyó prisionero de Vera. La irrupción posterior del Sargento Mayor Irrazábal y la muerte a lanzazos de un hombre desarmado, ha sido narrada por el mismo Irrazábal en una corta carta a Don Domingo Faustino Sarmiento, entonces gobernador de San Juan y reproducida por Jorge Newton en su libro “El Chacho”. Escribía Irrazábal:

“Pongo en conocimiento de su Excelencia que hoy en la madrugada sorprendí al bandido Peñaloza el cual fue inmediatamente pasado por las armas, haciéndole también algunos muertos entre los que huían despavoridos. También tengo prisionera a su mujer y a un hijo adoptivo. Tomándome gran interés en salvarlo. Dios guarde a S. E. muchos años. Pablo Irrazábal”.

Todo hace suponer que el “Chacho”, aprisionado por Vera, fue asesinado mientras dormía por el valiente Irrazábal. Lo que sucedió con su cadáver pertenece, definitivamente, al ámbito de la truculencia y da asco repetirlo en una breve nota cuyo único propósito es ilustrar una de las maneras que existen de comprender la civilización liberal y sus pródigos beneficios. Para terminar recuerdo una vidala que suele cantarse en los pagos del “Chacho” y que reza así:

“Diz que Peñaloza ha muerto,
puede ser que sea verdad.
Tengan cuidado ¡salvajes!
no vaya a resucitar”.

NOTAS

No podríamos cerrar esta breve estampa de la vida del “Chacho” Peñaloza sin un sentido recuerdo a su legítima esposa, Doña Victoria Peñaloza, que combatió siempre a su lado y como uno de sus más ásperos centauros y sin hacerle asco a los sablazos que llovían en los entreveros. En uno de ellos casi pierde la vida y si no fuera por uno de los capitanes de su marido, Ramón Ibáñez, que la sacó del combate después de dar muerte a uno de sus agresores que la había herido de un mandoble en la cabeza. Doña Victo o “La Chacha”, como solían llamarla, conservó de esta batalla una enorme cicatriz que le desfiguraba a el rostro y que ella disimulaba con el rebozo de su poncho.

Recuerdo que siendo todavía muy jovencito leí el libro “Facundo” de Don Domingo Faustino Sarmiento, libro de lectura obligatoria en las escuelas y que nadie se atrevía a censurar porque venía impuesto por el gobierno como una suerte de sagrada escritura. Uno de mis tíos, algo heterodoxo en materia de enseñanza liberal, me dijo poco más o menos: “El tejón ése escribe bien y el libro contiene pasajes que vale la pena leer, pero con respecto a Facundo, miente como un bellaco y no hay que tomar al pie de la letra todo lo que dice”.

Es ley que cuando el Diablo da malos maestros, Dios nos ofrece un buen tío que corrige las opiniones del Mandinga y como los chicos, en general, y creo que en todas partes del mundo, aceptan con gusto todo cuanto se dice contra las enseñanzas impartidas en las escuelas oficiales, la recomendación de mi tío me sirvió para construirme una coraza a prueba de balas contra los influjos liberales de esos salvajes unitarios, como repitió con mucha gracia el viejo Maurras en su carta al presidente de Francia, cuando dejó la cárcel donde purgaba su “colaboración” con el enemigo para ir a morir a un sanatorio. Maurras añadía: “como decían los viejos argentinos” lo que sumaba a su prodigiosa memoria, la comprensión de este lema que llama “salvaje” a todo pensamiento que niega las distinciones y se erige en norma monocorde de un criterio uniformante.

De cualquier modo el sueño de Sarmiento no logró concretarse del todo, la inmigración italiana no era lo que él soñaba y aunque plantó trigo y echó a perder el castellano con su “cocoliche” y su “lunfardo”, siguieron siendo católicos e introdujeron algunas supersticiones más a las muchas que ya existían. Sarmiento hubiera preferido una inmigración anglosajona con sus entrometidas féminas armadas de Biblias y prospectos para mejorar nuestras relaciones con el prójimo. Hizo todo lo que pudo y la masonería mediante libró a las escuelas de la tutoría de la Iglesia.

Desde ese momento, con el manual de historia argentina de Grosso y los de historia universal de Jules Isaac nos fuimos alejando, paulatinamente, de nuestras tradiciones ancestrales, tan poco acomodadas a las luces de la postmodernidad.

Rubén Calderón Bouchet