jueves, 20 de febrero de 2014

¿Colón viajó a América para buscar condimentos?


Cuando hay que descubrir un Nuevo Mundo
o hay que domar al moro,
o hay que medir el cinturón de oro
del Ecuador, o alzar sobre el profundo
espanto del error negro que pesa
sobre la Cristiandad, el pensamiento
que es amor en Teresa
y es claridad en Trento,
cuando hay que consumar la maravilla
de alguna nueva hazaña,
los ángeles que están junto a su Silla,
miran a Dios… y piensan en España.
(José María Pemán)
Los manuales elementales de historia “for dummies” (como dicen los ingleses “para tontos”) nos han contado que la empresa de Colón fue para buscar especias. Esto es: los marineros habrían viajado dos o tres meses de ida y dos o tres meses de vuelta para poder condimentar las pizzas genovesas o agregarle canela a los capuchinos italianos[1].
Esta historia basada en motivos gastronómicos, aunque parezca increíble por lo ridícula, ha pasado a nuestros libros escolares con toda seriedad y así, nos dicen, el Descubri­miento se hizo para dar con el “Camino de la Especiería”. ¿En qué documento consta esta idea…?
Podemos buscar y bucear en las bibliotecas de la época y solo con suerte encontraremos que algún que otro marino aprovechó los viajes para traerse un poco de jengibre… Es verdad que “también” podrían haber encontrado condimentos en las islas orientales pero esto no es suficiente para atribuírselo como causa tamaña empresa pues nadie iba a internarse en el famoso “Mar Tenebroso” (así se llamaba al Océano Atlántico en lo que va desde las costas portuguesas hasta las americanas) para que sus comidas estuviesen más sabrosas…
Entonces… ¿qué buscaban Colón y sus hombres cuando zarparon del famoso puerto de Palos allá a mediados del año 1492?
“¡¡¡Oro, oro, oro…!!!”, dicen los marxistas y en realidad no se equivocan aunque tampoco dicen toda la verdad. Para hacer historia, lo mejor es ir a los documentos, cuando los hay, más cercanos a la época; ¿Y si le preguntáramos al mismo Colón? En el “Diario” del primer viaje, el 26 de diciembre de 1492, asienta el Descubridor luego de regresar del nuevo mundo:
Los que dejo en la isla (Española) reunirán fácilmente un tonel de oro, que encontraré al volver de Castilla, y antes de tres años se podrá emprender la conquista de la Casa Santa y de Jerusalén; que así protesté a Vuestras Altezas que toda la ganancia de esta mi empresa se gastase en la con­quista de Jerusalén[2].
Es decir: había encontrado algo de oro en las nuevas tierras que usaría como “toda ganancia” en la “Conquista de Jerusalén”…
Pero continúa. Cuando constituye el Mayorazgo, el 22 de febrero de 1498, escribe:
Al tiempo que yo me moví para ir a descubrir las Indias con intención de suplicar al Rey y a la Reina, Nuestros Señores, que de la renta que de Sus Altezas de las Indias hubieren, que se determinase gastarla en la conquista de Jerusalén, y así se lo supli­qué[3].
Y al dirigirse al Papa Alejandro VI, en febrero de 1502, re­cuerda que:
Esta empresa se tomó con el fin de gastar lo que de ella se obtuviese en presidio de la Casa Santa de la Santa Iglesia. Después que fui a ella y visto la tierra, escribí al Rey y a la Reina, mis Señores, que durante siete años yo le pagaría cincuenta mil (soldados) de a pie y cinco mil de a caballo en la conquista de ella (la Santa Casa), y durante cinco años otros cincuenta mil a pie y otros cinco mil a caballo, que serían diez mil soldados de a caballo y cien mil de a pie para esto (…). Satán ha impedido que mis promesas fuesen mejor cumplidas[4].
¿De qué se trata todo esto?
¿Qué buscaba Colón?[5]
El marino genovés, a despecho de la común historia oficial anticatólica y antihispánica fue con propiedad uno de los “últimos Cruzados”, como se lo ha llamado: gran varón religioso, se había tomado en serio aquello del Santo Job: “milicia es la vida del hombre sobre la tierra”, convicción ésta que, en tiempos de la Edad de la Fe, se tradu­cía en una tendencia misional con miras no solo a expandir el reinado de Cristo, sino a recuperar los lugares que la Cristiandad había perdido en manos de los moros, como era el Santo Sepulcro de Jerusalén.
Reconquistar aquello que denominaban la “Casa Santa” era la empresa propia a la que se sentían llamados los caballeros cristianos y era, asimismo, lo que había originado las guerras santas contra el Islam.
Para ello, los milicianos que se lanzaban a esta lucha cru­zaban sobre sus pechos u hombros dos bandas de tela roja (de ahí la contracción de “cruzado”); Colón, por su parte, obsesionado por el ideal cruzado, no solo las haría bordar sobre sus vestimentas, sino también sobre las blancas velas de sus carabelas (cosa sobre la que los historiadores positi­vistas eluden reflexionar).
Eran épocas difíciles pero apasionantes para los católicos; desde el año 1453, cuando el Islam se había apoderado de Constantinopla, los cristianos estaban convocados a combatir por esta causa santa. Los marinos, en particular, orientaban su afán cruzado con arreglo a la estrategia trazada en Sagres por el príncipe portugués don Enrique el Navegante. Consistía principalmente en navegar hacia las “Indias” (nombre dado por los europeos a las tierras que estaban detrás del dominio musulmán), para enta­blar alianza con los supuestos príncipes de aquellas leja­nas tierras (el Preste Juan, el Gran Kan), y así poder caer a la Media Luna por la retaguardia.
Dicha aventura, como es de imaginar, demandaba mucho dinero, pero había sido Marco Polo quien declarase que en Catay o Cipango se hallaba la “fuente del oro”. Conseguido entonces el oriente, la acción reconquistadora quedaría asegurada. Colón, un soñador nato, añoraba desde su juventud con la Reconquista, para lo cual no dejaba de ilusionarse con la idea de “atacar al Islam por detrás”, aprovechando las riquezas orientales.
Había un gran trasfondo religioso en todo ello, como señala Weckmann:
“Colón, todos lo sabemos, fue un hombre pro­fundamente religioso. Su devoción por la Virgen María es bien conocida, le acompañaba siempre ese breviario de laicos que se llama el ‘Libro de Horas’. Contemporánea de ese descubrimiento fue la voluntad expresa del Descubridor de con­sagrar las riquezas por él descubiertas en Améri­ca ‘para ganar (o sea reconquistar) el Santo Sepulcro’, ambición que no lo abandonó ni en su lecho de muerte… Colón meditaba, especialmen­te durante su tercer viaje, ‘cuánto servicio se podría hacer a Nuestro Señor… en divulgar su santo nombre y fe a tantos pueblos de Indias’; y como cuenta Herrera, antes de regresar a Euro­pa explicó en su última advertencia a los colonos que se quedaron en la Española ‘que los ha­bía llevado a tal Tierra para plantar (la) Santa Fe’”[6].
Este era el gran designio de Colón: “tomar al Islam por la retaguardia y re­conquistar Jerusalén”[7].
Según cuenta un cronista, visitando la Corte española instalada en Jaén, hubo un episodio que cambiaría su vida: vio dos religio­sos franciscanos del Santo Sepulcro que venían enviados por el Sultán de Egipto trayendo la amenaza de que si no se suspendía la campaña militar en Anda­lucía de los Reyes Católicos, los musulmanes tomarían represalias contra los cristianos de Palestina.
Luego de escuchar el fatídico mensaje: “…es a partir de este momento cuando comenzó a tomar cuerpo en su mente soñadora el magno proyecto de la reconquista de Jerusalén con el res­cate de su Santa Casa, es decir, el sepulcro del Redentor; proyecto que no solo no abandonará más adelante, sino que llegará a constituir para él una auténtica obsesión durante el resto de sus días”[8]. La indignación, por tanto, de verse presionados por los musulmanes, fue lo que lo llevó a pensar en esta gran empresa y no necesariamente “la fiebre del oro” que luego tendrán especialmente nuestros ‘hermanos mayores’ del norte.
Sin embargo, hay quienes dicen que esta “idea fija” del marino genovés fue anterior, asegurando que ya la habría incubado en Génova, donde de continuo se hablaba del tema. Algunos dicen que Colón ya la habría entrevisto en la isla de Quío, donde toda­vía se esperaba que una novena cruzada devolviese Constantinopla a la Cristiandad, madurándola luego en Portugal. Es que el espíritu de las cruzadas estaba vivo en Colón; no lo olvidemos: eran los dece­nios inmediatamente siguientes a la caída de Constantinopla (…). No significaba solamente la aspiración de reconquistar los Lugares Santos, sino mucho más: era reunir lo que había sido dividido, reconstruir la unidad del mun­do, que fue una bajo el águila de Roma y una había quedado por la Cristiandad[9]. Incluso el mismo Papa había alentado a reconquistar los lugares santos.
Hasta la mismísima reina Isabel fue seducida por este plan que no parecía tan descabellado. Se acababa de terminar con la dominación musulmana de Granada al expulsar a los enemigos seculares de la Península; se trataba de unificar el imperio cristiano y toda empresa que fuese en su favor no sería descartada, como señala el historiador inglés J. Elliott:
“Por encima de todo –por lo menos en lo que hacía referencia a Isabel– el proyecto podía resultar de crucial importancia en la cruzada contra el Islam. Si el viaje tenía éxito pondría a España en contacto con los países de Orien­te, cuya ayuda era necesaria en la lucha contra el Turco. Podía también, con un poco de suer­te, hacer volver a Colón por la ruta de Jerusalén y abrir así un camino para atacar al Imperio Oto­mano por la retaguardia. Isabel se sentía natu­ralmente atraída también por la posibilidad de poner los cimientos de una gran misión cris­tiana en Oriente”[10].
Resumiendo: la guerra de Reconquista contra los moros proporcio­naba la causa material y el ambiente necesa­rio; el Papado le daba la causa formal al consagrar dichas empresas como verdaderas Cruzadas; la causa finalera la recupe­ración del Santo Sepulcro, centro espiritual de la Cristiandad y las causas eficientes fueron Colón y los Reyes Católicos.



[1] Cierto es que a falta de frigoríficos, la carne era conservada en sal, siendo por lo tanto esta necesaria para la población. Sin embargo, los mejores estudiosos del tema han descartado esta hipótesis.
[2] Citado Enrique Díaz Araujo, Los protagonistas del descubrimiento de América, Ciudad Argentina, Buenos Aires 2001, 118. Las cursivas son nuestras.
[3] Ibídem.
[4] Ibídem.
[5] Véase también para este tema el hermoso libro de Enrique Díaz Araujo, Colón, medieval portador de Cristo, Universidad Autónoma de Guadalajara, México 1999, pp. 124.
[6] Luis Weckmann, Cristóbal Colón, navegante místico, en “Revista de His­toria de América”, México, julio-diciembre 1990, nº 110, 65-70.
[7] Cfr. Felipe Fernández-Armesto, Colón, Barcelona, Ed. Crítica 1992, 42-69.
[8] Paolo Taviani, Cristóbal Colón, génesis del gran descubrimiento, Novara, Instituto Geográfico de Agostini, 1982–Roma, 1983, 144; Juan Manzano y Manzano, Cris­tóbal Colón. Siete años decisivos de su vida 1485-1492,Cultura Hispánica, Madrid 1964, 198-199.
[9] Cfr. Paolo Taviani, op. cit., 60.
[10] J. H. Elliott, La España Imperial 1469-1716, Vicens-Vives, Barcelona 1969, 58

sábado, 8 de febrero de 2014

JUAN MANUEL DE ROSAS*

Por Manuel Gálvez


Creo que ya podemos afirmar, sin ser ilusos o demasiado optimistas, que don Juan Manuel de Rosas ha sido rehabilitado en casi todos los aspectos de su obra y personalidad. Salvo algunos descendientes de unitarios, y algunos demócratas sin sentido histórico que juzgan el pasado con el criterio del presente, apenas hay persona culta que ignore cómo Rosas salvo al país de la anarquía, lo unió y lo organizó y lo defendió, con patriotismo ejemplar, contra las potencias extranjeras que lo atacaron. Nadie ignora, igualmente, y por haberlo leído en un libro escrito por un enemigo –me refiero a “Rosas y su tiempo”, de José María Ramos Mejía-, que en los años de su gobierno la provincia de Buenos Aires conoció la verdadera prosperidad, pues había trabajo para todos, no existía la miseria y el pueblo era feliz.

Pasó la época en que a Rosas se le consideraba un gaucho bruto, incapaz, como creía Groussac, que no podía comprenderle, de escribir un discurso; o gobernante ladrón como decían los unitarios. Todos reconocen hoy su enorme talento; su honradez, su capacidad de dirección y organización.

¿Qué falta, pues, para la rehabilitación completa de Rosas? Sólo esto: demostrar que no fue el sanguinario que se cree. Algún día se convencerá el país de que sus enemigos fueron más sanguinarios que él. En las memorias del General Iriarte, aún inéditas, se relatan las bárbaras matanzas de paisanos realizadas durante la dictadura de Lavalle. El General Paz, según cuenta King, hacía fusilar todas las noches a varios individuos. El jóven historiador Alberto Ezcurra Medrano tiene que ampliar sus interesantes “tablas de sangre” de los unitarios.

Pero para rehabilitar a Rosas en este asunto, es preciso revelar las traiciones de los unitarios, que se unían con el extranjero contra su patria. En este sentido el espléndido libro de Font Ezcurra, documentado, serio, austeramente escrito, es de la mayor eficacia. Falta insistir en que los “asesinatos” de que lo acusan a Rosas no fueron sino actos de guerra. La casi totalidad de esos “asesinatos” se produjeron en los años 40 y 41, mientras Buenos Aires debía luchar contra los traidores que se habían unido al extranjero. Hay un documento que lo prueba: e1 proceso a Cuitiño y a los demás mazorqueros. El decreto ordena procesarlos por los crímenes cometidos durante los años 40 y 42. No habla ese decreto de crímenes anteriores ni posteriores.

¿Eran crímenes? No. Eran actos de guerra. Los hombres de la policía de Rosas entraban en las casas a buscar pruebas de la comp1icidad de los unitarios con los traidores de Montevideo. A veces, alguien se resistía o se insolentaba con la autoridad. Y entonces no faltaba un bofetón, cuya réplica atraía el balazo o la puñalada, el que hizo justicia en los traidores.

Y si pensamos en 1a magnitud de las traiciones de Florencio Varela, de Lavalle, de Sarmiento, de casi todos los unitarios, nos es preciso reconocer que Rosas fue demasiado benigno. Clemenceau, por simples sospechas, llenó las cárceles de Francia durante la Gran Guerra y fusiló a mucha gente. ¿Qué no habría hecho si los enemigos de su política se hubieran abiertamente aliado con Alemania?



*Artículo publicado en la Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Año I, Número I, enero de 1939.