domingo, 21 de septiembre de 2014

El comandante José Artigas*

Por: Federico Ibarguren

Uno de los arduos problemas que en 1811 ocupó la atención de la Junta Grande fue el relativo a la hostilidad de Montevideo, en franco entendimiento con la Corte portuguesa instalada en Rio de Janeiro.

Fracasadas las iniciadas misiones de persuasión y apaciguamiento (a cargo como se sabe, de Juan José Paso la primera, ante el Cabildo y demás autoridades de la otra Banda; y de Mariano Moreno, su hermano Manuel y Tomas Guido la siguiente, destinada a Londres haciendo escala en la capital de Brasil), el conflicto agravose con la súbita llegada a la vecina plaza, el día 12 de enero de 1811, de don Francisco Javier de Elio, designado por el Consejo de Regencia de Cádiz para ocupar el cargo de Virrey y capitán general de las Provincias del Rio de la Plata y Alto Peru, respectivamente.

Mandar a Elio al Rio de la Plata como hombre de guerra, era soberanamente ridículo, porque de Montevideo no podían sacar medios ni poder con que oponerse a la Capital –comenta el historiador Vicente Fidel Lopez (1)-. Mandarlo como magistrado capaz de traer a buen acuerdo los ánimos y los intereses de la Revolución, era contar con un verdadero desatino. Él era precisamente el hombre de toda España en quien las provincias pudieran confiar menos para aceptar una reconciliación cualquiera. Sus notorios antecedentes, sus actos de 1808 y 1809, los instintos feroces de que había dado muestras, sus tropelías, sus insinuaciones perversas contra Liniers y contra los hijos del país, su altanería grosera y ultrajante, su inclemencia, su audacia y sus innegables cualidades de hombre de guerra, eran motivos más que suficientes para que no se pensara siquiera en desistir de la marcha revolucionaria… Elio daba ahora la noticia de que España existía y de que, aliada la generosa Inglaterra, muy pronto quedaría victoriosa… y él estaba persuadido de que la Junta haría reconocer y jurar a las Cortes de Cádiz, enviando sus diputados a la mayor brevedad, que autorizaba y comisionaba al oidor de la Audiencia de Chile, don Jose Acevedo, para que pasase a Buenos Aires, con estos pliegos y negociase todo lo conducente a la entrega del mando que le correspondía”.

Pero la Junta, presidida por Saavedra, rechazó de plano y con indignación la exigencia del último Virrey español del Rio de la Plata. Y en tanto era perentoriamente despachado de la Capital el emisario Acevedo, la agitación subversiva crecía en todo el territorio de la Banda Oriental en favor de la causa de Mayo, encendida por agitadores como Pedro Saenz de Cavia; por sacerdotes como Santiago Figueredo, Silvio Martinez y los frailes Ignacio Mestre, Manuel Weda, Casimiro Rodriguez, Ramon Irrazabal y José Rizo; por militares como Prudencio Murgiondo, Juan Balbin Vallejo, Jorge Pacheco, Patricio Beldon, José Cano, Rufino Barza y Ramón Fernandez; por alcaldes como José Arbido; por abogados como Lucas Obes; por hacendados como Nicolás Delgado y Miguel del Cerro; por comerciantes como Baltazar Mariño; por paisanos como Pedro Viera y Venancio Benavidez. Y por otros cien precursores más, patricios y plebeyos, cuyos nombres –que figuran registrados en los archivos históricos de la época, debo omitir aquí en homenaje a la brevedad del relato.

Recordaremos una referencia interesante, omitida en casi todos los textos de la historia argentina. En el tan controvertido “Plan” de operaciones atribuido a Mariano Moreno del 30 de agosto de 1810, como medida de extrema importancia política para el éxito del movimiento revolucionario en el Rio de la Plata, se recomienda de manera particular “atraerse a dos sujetos, por cualquier interés y promesas –reza el citado documento- así por sus conocimientos que nos consta son muy extensos en la campaña, como por sus talentos, opinión, concepto y respeto:  son el capitán de dragones, don Jose Rondeau y el capitán de blandengues, don José Artigas…”. Con el apoyo de estos dos hombres el perspicaz secretario Moreno suponía –no sin fundamento- formalizar el sitio de la plaza de Montevideo en menos de seis meses. ¡Formidable vaticinio histórico!

La suerte corrida por el capitán Rondeau (bautizado con el mote de Tupac Amaru con que se designaba a los revolucionarios) (2) no fue muy lucida que digamos. El susodicho habría de ser separado de su regimiento, dándosele traslado a Paysandu, al tiempo que el capitán de navío Michelena aprontabase a invadir la villa de Concepción del Uruguay. Por su parte, el capitán Artigas en aquellos momentos prestaba servicios en la Colonia “bajo las órdenes del duro gobernador Muesas”(3). Anticipándose a los acontecimientos partió solo para Buenos Aires, el 15 de febrero de 1811, ofreciendo sus servicios a la Junta (para derrocar al dos veces separatista virrey Elio) y rendir así, en nombre de la más estrecha “Unión Fraternal” con sus vecinos occidentales del Plata (4) al bien pertrechado baluarte montevideano defendido por el funcionario de marras.

En premio al reconocido prestigio de que gozaba en su provincia natal, las autoridades de la Revolución designaron Teniente Coronel de Blandengues al guerrillero criollo, con encargo de insurreccionar las poblaciones de la Banda Oriental: “lo que cumplió –anota don Enrique Udaondo-, dando lugar con la victoria que sus hombres consiguieron en Las Piedras, a que el coronel Rondeau pudiera llevar su ejército a sitiar Montevideo”.

Artigas, en efecto, investido ya con los atributos del caudillo después de su resonante triunfo sobre las huestes de Elio (18 de mayo de 1811), acampó su fanatizada montonera gaucha en El Cerrito. “La batalla de Las Piedras retempló en toda América el espíritu de la revolución de Mayo –señala Juan Zorrilla de San Martin (5)-. La Junta de Buenos Aires se sintió compensada de los desastres de Belgrano en el Paraguay y del descalabro de Huaqui, que acaece casi en el mismo tiempo (junio de 1811) y confirió al vencedor el grado de coronel, y le decretó una espada de honor. El nombre de su victoria, como la del otro Artigas en San José, suena junto con las de San Lorenzo y Suipacha y Tucumán, en las estrofas del himno que hoy canta el pueblo argentino y enseña a cantar a sus niños al recordar sus efemérides de gloria.

Tan tremendo fue el golpe asestado al régimen liberal de las Cortes, reunidas por entonces en Cádiz, que dos días después de aquella derrota su representante acreditado en Montevideo, reconociendo paladinamente la impotencia en que se hallaba, atreviose a escribir el siguiente parte confidencial al señor Ministro del despacho de Estado de S.M. (un documento histórico poco conocido y que no tiene desperdicio): “Excmo. Señor –dice la nota reservada-: la División avanzada que constaba de la mejor y mayor fuerza disponible de esta Plaza ha sido tomada y destrozada con su artillería por los contrarios, por cuyo motivo me veo ya obligado a abandonar enteramente el punto de la Colonia y reunir aquí las fuerzas todas; la Plaza jamás puede ser tomada por ellos a la fuerza como lo he asegurado muchas veces, pero en apurando mucho al vecindario, única defensa que me queda, pues un resto de las demás tropas más me sirven de embarazo que de ventaja por creerlas adictas a la causa del país, ignoro lo que podrá ser. El vecindario europeo, que es el único principal y pudiente de esta Plaza, en caso de verse apurado, estoy cierto preferiría llamar a los ingleses para enarbolar en ella su pabellón que le entregase a la Junta de Buenos Aires, tal es el horror que le tienen y al cual en efecto se ha hecho acreedora por su conducta. Es imposible poder asegurar a V.E. el desenlace de este negocio, pues depende de causas muy difíciles de calcular, resultando de todo el gran riesgo en que se halla esta América del Sur. Dios guarde a V.S. muchos años. Montevideo, 20 de mayo de 1811. Excmo Sr Xavier de Elio. (Rubricado)”.

El “desenlace de este negocio” para el impopular virrey en desgracia, no fue otro, en definitiva, que acceder y rendirse a los insistentes pedidos de la princesa Carlota. Cualquier cosa (hasta pactar con el diablo, consintiendo el más indigno de los renunciamientos al honor castellano), antes que entregarse a la Junta de Buenos Aires. Y así, como protocolizando la decadencia de España, un fuerte ejercito portugués al mando del general Diego de Souza atravesó con ostentación –haciendo oídos sordos a las advertencias de Lord Strangford- la antigua frontera hispano-lusitana, penetrando en la provincia Oriental con propósitos de conquista.

Pero quedaba en pie, insobornable, el comandante José Artigas: conductor de multitudes gaucho-indígenas fanatizadas y decididas a morir por su jefe. Desde 1807 no se había visto, en todo el virreinato, un ejemplo semejante de obediencia y resolución de defender, a toda costa, la tierra de los antepasados. Artigas fue el primer caudillo popular de Mayo que se alzó, gallardo, contra el bélico avance portugués en la patria común y contra la actitud del último virrey, enemigo de una paz honorable con Buenos Aires. Precursor, en la acción,  del Federalismo criollo (único sistema capaz de coordinar empíricamente el mundo americano de habla española, frente al hecho de la acefalia real y de la anarquía política); capitán de Blandengues durante la dominación hispánica; comandante de los orientales, después; y Protector de los Pueblos Libres plebiscitado por las masas rioplatenses en el apogeo de su década de gloria.

Algunos no creían hombres a esos indios, Artigas si –escribe Zorrilla de San Martin-; los creyó hombres y los amó con predilección; hasta habló su lengua. Artigas se expresaba con facilidad en guaraní. Ellos, en cambio, lo juzgaron un semi-dios, y le dieron toda la sangre que les pidió. Y él hizo de ellos soldados, soldados de la patria, disciplinados, valientes… cuando Artigas, vencido y abandonado de todos, se hunde en la sombra paraguaya, los indios de las Misiones, los últimos amigos, saldrán a su encuentro y le pedirán la bendición, como si vieran en él al gran sacerdote de un dios, o al Dios mismo; la revelación de lo divino en la carne. Se dijera que la pobre raza condenada a muerte se agarraba de él para quedar en la tierra. Refiere Saint Hillaire, en la narración de su viaje a Rio Grande, que vio allí a un niño indio del Uruguay, que, caído prisionero en la guerra contra Artigas, servía de paje al gobernador portugués. El indio estaba bien vestido, bien tratado; tenía su bonita librea azul con botones dorados. El viajero francés le preguntó si estaba contento. El niño bajo la cabeza -¿deseas algo? Le dijo-. Si. -¿Y qué es lo que más desearías? -¡Irme con Artigas –contesto el niño-, irme con Artigas!

Es con Artigas pues –enemigo de los invasores brasileños y de sus aliados europeos o criollos-, que recién comenzará a manifestarse en estos pueblos ubicados al sur de Rio Grande, el fermento de una revolución social típicamente campesina, que dio tono y color local al cruento proceso de nuestra emancipación definitiva de la madre patria.

Notas:
1)      Historia de la República Argentina
2)      Ricardo H. Caillet Bois. Historia de la Nación Argentina
3)      Hugo D. Barbagelata. Artigas y la revolución americana
4)      Diccionario Biográfico Argentino
5)      La  epopeya de Artigas

*Ibarguren, Federico. Así fue mayo.

sábado, 6 de septiembre de 2014

Reseña del libro: “1492. Fin de la barbarie, comienzo de la civilización en América”, de Cristian Iturralde

Por: Juan Carlos Monedero (h)


En el estudio de la Historia corresponde al historiador ocuparse de los hechos y, específicamente, de los hechos relevantes. No cualquier hecho es relevante sino solamente aquellos que por algún motivo hayan trascendido: aquellos que signifiquen algo y tengan un papel determinante en el curso de los acontecimientos. En el campo de éstos, están por ejemplo los datos “puros y duros”. Prácticamente, no ofrecen controversia alguna: fechas, nombres, lugares, etc. Son datos que –por lo general– no están sujetos a cuestionamiento sino que son, más bien, las bases para futuras reflexiones e investigaciones.

Pero además de estos datos “puros”, todo historiador –en su tarea de investigación– se topa corrientemente con fuentes que ya no acreditan el mismo tipo de datos al que nos hemos referido. Cuando el historiador lee la primera carta de Cristóbal Colón a los Reyes Católicos, fechada el 15 de febrero de 1493, y encuentra la palabra “maravilla” –utilizada para designar las nuevas tierras que ha ido conociendo– evidentemente se encuentra ante un juicio de valor. No ante un dato “puro y duro”. Fácilmente, el historiador puede distinguir que la fecha de la carta y esta expresión son dos cosas bien distintas. Así las cosas, el investigador de la historia se topa además –y como un constitutivo esencial de su labor– con el espíritu humano. Es decir, con una de las expresiones más auténticas del hombre; expresión que supera ampliamente el mero registro bibliográfico. Esta expresión no es otra que la valoración.

Los hechos registrados por el historiador tienen por lo general una conexión entre sí porque fueron generados por personajes que, en mayor o menor medida, han actuado con un fin y bajo un propósito. Sin embargo, el historiador “está lejos” de esos hechos y le resulta difícil interpretarlos, obtener su comprensión plena y poder expresar el hilo conductor que enlaza los acontecimientos por él investigados.

Magnífica tarea es, sin duda, el descubrimiento de las conexiones y armonías internas de los hombres en la Historia. Pero por lo mismo que es una alegre y ardua labor, está expuesta a una conocida e inevitable eventualidad humana: el error. El historiador puede fallar. Se impone, por lo tanto, la distinción entre el hecho y su interpretación.

El historiador yerra de dos maneras: 1) cuando no descubre la ligazón interna de los hechos, quedando el acontecimiento allí puesto, sin poder verse claramente por qué; 2) cuando, por el contrario, asigna a una serie de hechos una explicación distinta de la verdadera. Esta explicación “distinta de la real” puede ser más o menos aproximada: podría ser una explicación falsa que deforme notoria y completamente un hecho; o, de manera más sutil, puede equivocarse el historiador tomando en cuenta algo real, sí, aunque asignándole un “peso” –es decir, un influjo causal– que, de hecho, no tuvo.

En el estudio de la historia, el destino de los acontecimientos es doble: o se comprenden a la luz del intelecto del historiador; o se acumulan sin sentido en una catarata de erudición que puede sorprender a muchos pero que, en el fondo, es rechazada por la parte más sana de nuestra inteligencia. No es casual que la retención de estos hechos sea mucho más problemática de este segundo modo: cualquiera de nosotros lo ha comprobado en el colegio primario o secundario, teniendo que “aguantar” los métodos puramente mecánicos de enseñanza de la Historia. No son pocas las personas que sienten repugnancia por la Historia y que encuentran el origen de esa antipatía en una deficiente instrucción escolar. Sin embargo, ésa es la sombra de la Historia. Un buen método pedagógico promueve, por el contrario, la plena comprensión los acontecimientos. No los vuelve impenetrables sino diáfanos.

Esto es lo que ha hecho nuestro autor: los hechos se tornan fácilmente comprensibles. Se enseña Historia y no un esquema; se aprecia vida y entusiasmo en este libro. Primer mérito de este libro.

El segundo mérito es prestar un servicio a la fe católica y, por consiguiente, a la Iglesia. Para entenderlo, téngase en cuenta que, como explica San Agustín, es la Iglesia Católica la que garantiza las verdades de la Biblia: “No creería en la Biblia si no fuera por la autoridad de la Iglesia Católica”. Es esa misma autoridad la que además garantiza todo un cuerpo de verdades en torno a la religión, la sociedad, el origen del hombre, familia, la vida, la sexualidad, la política, el arte, la economía, etc. Por lo tanto, constituye “un atajo” para los adversarios de la fe –como acertadamente lo ha señalado el Padre Javier Olivera– abandonar el cuestionamiento sobre las distintas verdades que la Iglesia enseña. Hoy en día, por tanto, la incredulidad ya no concentra sus cañones en tal o cual verdad sino que apunta a la raíz de la religión. Por eso, prefiere cuestionar no un dogma o verdad en concreto sino más bien la misma legitimidad de la Iglesia Católica, sus actos y su historia. Al igual que un edificio se desploma cuando tiramos abajo sus cimientos, puesta en cuestión la autoridad de la Iglesia ¿qué principio, verdad o exigencia sobrenatural quedará en pie?

Uno de los puntos neurálgicos donde los adversarios de la Iglesia y de la fe han golpeado con enorme intensidad no es otro que la obra civilizadora y evangelizadora del Nuevo Continente: América.

Por lo tanto, es mérito del autor “limpiar el nombre” de la Iglesia y de la fe en nombre de la cual se llevó a cabo la gesta americana. Podemos decir que esta limpieza constituye –nada más y nada menos– un preámbulo de la fe: un cuerpo de verdades de orden natural que –a la luz de la conciencia– nos llevan a los umbrales de la fe católica. Conocimientos que allanan el camino a la gracia santificante. Cuando Santo Tomás de Aquino afirma que “La gracia supone la naturaleza” se refiere exactamente a ésto. Gran mérito, por tanto, el de la obra y su autor.

Si la denigración contra la tarea conjunta en América de España y la Iglesia constituye objetivamente un obstáculo a la fe, se puede extraer –pero en sentido inverso– una conclusión mucho más alegre: “1492. Fin de la barbarie, comienzo de la civilización en América” facilita el acceso a las verdades sobrenaturales, en tanto expone la verdad y replica los errores sobre la obra de la Iglesia en América, posibilitando que veamos el rostro del Cuerpo Místico de Cristo tal como es.

El último mérito que mencionamos respecto a estas páginas es volver accesible un conjunto de verdades; facilitar el conocimiento de bibliografía que –proviniendo de investigadores no creyentes– constituye un argumento de peso más que considerable.
Ilustremos con algunos ejemplos. ¿Qué decir respecto del argumento de que “El único móvil de España en América fue la sed del oro”? Así contrasta el autor este argumento:
“España no encuentra oro sino recién más de medio siglo después de haber puesto pie en América. Si la intención de España hubiera sido meramente comercial, hubiera agotado sus energías y recursos en la construcción de puertos y asentamientos costeros –como hicieron sajones y portugueses–, sin penetrar en el corazón del continente, atravesando indómitas selvas, llevando misioneros y labradores, fundando escuelas, hospitales y universidades; tanto para indígenas como para españoles”.

Cincuenta años.

Medio siglo después de 1492.

La generación de los Reyes que descubrió América no fue la misma generación que gobernaba España cuando el primer yacimiento de oro fue descubierto. Por lo tanto, unos fueron los que descubrieron América y otros fueron los que se enteraron de la noticia de la existencia del oro.

Mientras tanto… la codicia de España los movió a enviar expediciones a este continente sin ningún tipo de ganancia en materia de oro. Una codicia muy extraña y fácilmente confundible con el altruismo. Descubierto el oro, esta codicia hizo posible las escuelas en América, los hospitales en América, las universidades en América. A la codicia debemos que los españoles hayan ingresado al “corazón del continente”, habiendo atravesado “indómitas selvas”. Los viajes de “misioneros y labradores” fueron por obra y gracia de la codicia. Y otro tanto puede decirse de las posibilidades que había en las universidades para los españoles tanto como para los indígenas.

Dice nuestro autor que:

“es por esta estrechez mental, esta insuficiencia crítica y cognitiva, que (quienes hacen circular esta visión negativa de España en América) no han podido explicar un proceso que continuó por más de 300 años, donde se fundaron cientos de casas de estudios, de oficios, de hospitales, edificios, templos, construyendo ciudades en las regiones más recónditas, inhóspitas y peligrosas del continente donde no había mas riqueza o recursos naturales que unos cuantos yuyos”.

La culturización de España en América fue –en el sentido propio del término– un proceso. No fue un momento particular y nada más. Fue una inmensa obra de caridad: la calificación de la misma como un “saqueo” no resiste el menor análisis.

Por supuesto, aquellos historiadores que toman como punto de partida –no de llegada– la hipótesis de trabajo de que “España saqueó América” no tienen otra alternativa que interpretar cada hecho bajo ese halo deformante. Y así tenemos, como también dice el autor, lo siguiente: “Ingenuamente, algunos historiadores creen tener la prueba de la ‘sed de oro’ española en los cargamentos que de este metal partían a la Península…”. 
Pero:

“no dicen que a cambio ingresaban al continente un sinfín de mercancías y productos utilísimos para la mejora sustancial en la calidad de vida de sus habitantes”.

Es decir que no todo el oro proveniente de América salió por el mismo motivo ni por los mismos fines. Más importante aún: ni por las mismas personas. Naturalmente, una parte del oro que salió de este continente salió por los motivos más sencillos que puedan imaginarse: como forma de pago.

Aún así, la explotación minera –que abarcaba más metales que el oro, ciertamente– “fue considerada por la Corona como de utilidad pública”. Utilidad pública significó, ni más ni menos, que los réditos de esta explotación volvían a América en inversiones institucionales, administrativas o asistenciales. Por eso –termina citando nuestro autor– es realmente impactante la expresión de Bravo Duarte:

“todo el país (refiriéndose al americano) fue beneficiado por la minería”.

Estamos, como se ve, muy lejos de las leyendas negras. Y muy cerca del nervio de la historia, del lugar donde ella habita, vive y palpita. Esta reseña no es más que una pincelada del libro. El lector encontrará en él estos y muchos más argumentos, fortaleciendo su comprensión del tema y con el deber ineludible de dar a conocer a los demás lo contemplado.