jueves, 30 de octubre de 2014

PRESIDENCIA DE ROCA*

Por: Julio Irazusta

Reinstalado de nuevo en Buenos Aires federalizada, Avellaneda transmitió el mando a Roca el 12 de octubre de 1880.

Al otro día de asumir la presidencia el joven caudillo, tan diestro para encumbrarse, aparece menos seguro como estadista. Al explicar a Juárez Celman la formación del ministerio, se muestra menos consciente de sus objetivos de gobierno, que antes de los medios para satisfacer su ambición.

Dice que a Bernardo de Irigoyen le valió el cargo de canciller su competencia y moderación, porque si la guerra con Chile debiera estallar, nadie lo hubiese atribuido a la impaciencia del guerrero joven por una lucha exterior, sino que habría sido inevitable, aun para el prudente don Bernardo. Del ministro de educación Pizarro, dice creerlo fácil de enderezar contra la curia; lo que, si recordamos la energía que demostrara en el 90, no revela mucho conocimiento del hombre.

Esta subestimación del nuevo presidente parecería estar en contradicción con la capacidad exhibida por el general Roca en el admirable mensaje sobre la expedición del desierto, alabado por Lugones con toda justicia. Pero esa objeción se resuelve si tenemos en cuenta que los planes de lucha contra el indio estaban en elaboración hacia siglos, al mejor estilo tradicional; a saber, que los métodos de conducción se acendran con el tiempo por la acumulación de ciertos y descarte de errores a lo largo de varias generaciones.

Como favorito de la fortuna, la presidencia de Roca se inauguró cuando la crisis económica mundial  que afecto a la mayoría de los países europeos había cesado y en todas partes se iniciaba una nueva era de prosperidad y de optimismo. El constante desarrollo ferroviario, el aumento del aluvión inmigratorio, el orden interno al parecer asegurado para muchos años, eran las circunstancias adecuadas para la aplicación del programa presidencial: paz y administración. La primera cuestión importante encarada por el nuevo equipo fue la de las relaciones con Chile. La tensión era tan grande entre los dos países, que la guerra parecía a punto de estallar. Los exaltados la quería y los apáticos la temían.

En efecto, los chilenos seguían maniobrando para sacarnos ventajas en la negociación, pese a las dificultades en medio de las cuales se hallaban. La guerra que llevaban contra Bolivia y Peru seguía con igual vigor para ambos bandos beligerantes aunque los trasandinos mostraran neta superioridad en la lucha desde el comienzo de las hostilidades. Pero el heroísmo de bolivianos y peruanos no desmayo un instante. Uno de los momentos culminantes de la contienda (sobre todo para nosotros) fue la lucha por el morro de Arica, en al que Roque Saenz Peña estuvo junto al coronel Bolognesi, quien murió en la acción. La ocasión era dorada para la Argentina, pues de sumarse a uno de los bandos habría dado neta superioridad al que favorecía. Tanto más cuanto que hasta en tanto los dos países que enfrentaban a Chile estuvieron a punto de incorporarse en una triple alianza con nosotros, que tal vez hubiese impedido la guerra del Pacifico. Pero desde las entrevistas con Balmaceda, nuestros funcionarios de la cancillería habían hecho saber que jamás aprovecharían una ocasión. Y en consecuencia los osados y maniobreros chilenos se mostraban tan atrevidos en sus pretensiones contra nosotros como si ya hubiesen logrado el triunfo que tardaría dos años más en llegar.

Así, cuando se podía esperar una victoria diplomática sin lucha armada, se llegó a la transacción que nos hizo perder el Estrecho de Magallanes y puso en problemas nuestros derechos en sur, que hoy se nos discuten. En el momento de mayor tensión, dos norteamericanos, primos, representante el uno en nuestro país y el otro en el de nuestros adversarios, ofrecen los buenos oficios de una mediación, procedente por casualidad de la nación naturalmente más interesada en estorbar nuestro desarrollo. El 15 de noviembre de 1880, el Osborn (que era el apellido de los dos diplomáticos yanquis) de Chile escribió a su pariente de Buenos Aires que el gobierno chileno estaba dispuesto a ir al arbitraje sobre bases a convenir de común acuerdo. El de aquí contesto creer que el gobierno argentino estaría dispuesto a negociar, pero no a someter el conflicto a la decisión de un árbitro. El 3 de junio el canciller trasandino Valderrama propone una fórmula que fijaba el límite entre los dos países en la cordillera de los Andes. Irigoyen aceptó de inmediato, a condición de que se le agregara: “y pasara por entre las vertientes que se desprenden de un lado y del otro”… el 23 de julio de 1881 se firmaba el tratado que se creía solución definitiva de las tensiones entre los dos países. La demarcación de los límites prevista en el tratado, por obra de  peritos de los dos países a decidirse por otro de un tercer poder, se demoró en exceso. En 1889 aún no se había llegado a nada. Pero esto es otra historia.

                        Continua…


*Tomado de: Irazusta, Julio. Breve Historia de la Argentina. Cap VII. Editorial Huemul.

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