sábado, 9 de diciembre de 2017

EL ARTIGUISMO

Por Federico Ibarguren

Independencia - República – Federación ¡La hermandad rioplatense soñada por Artigas!

El artiguismo aportaba a la acción política, según se ha dicho, el concurso de grandes masas humanas fanatizadas y enroladas por un caudillo decidido a todo. Fue el maduro ex-capitán de Blandengues quien, en este orden de ideas, aglutinó poblaciones enteras en pos de una voluntad revolucionaria de hermandad frente al exterior y de autodeterminación en lo interno. No sólo por oposición a un régimen (el español en vigor) decadente y anárquico que desvirtuaba nuestra convivencia, sino también contra la amenaza de invasión extranjera, atenta siempre a fomentar rivalidades y rencores entre vecinos para empequeñecerlos y dominarlos con más facilidad.  Estos peligros nos amenazaban concretamente desde dos direcciones o centros de irradiación: el continental propiamente dicho (Brasil), y el extracontinental (Estados europeos). 

En ocasión de abandonar Artigas el sitio de Montevideo, emigrando con su pueblo al Ayuí (donde estableció su campamento como un Moisés del siglo XIX), se vio en el Río de la Plata un espectáculo de heroísmo y resolución colectivos que no tenía paralelo en hispanoamérica.

Los epígonos porteños de Sobremonte habían transigido —el 20 de octubre de 1811— con la írrita autoridad del virrey Elío, Y la respuesta de la multitud victoriosa y así sojuzgada de pronto por presión de los intereses británicos, fue unánime: ¡autodeterminación o muerte!  Es con Artigas que se cumple, pues, la verdadera emancipación política y social de estos pueblos ubicados al sur de Río Grande. Con Artigas en el Este y con San Martín en el Oeste. Sin ellos, el 25 de Mayo de 1810 habría quedado en episodio intrascendente y desgraciado luego de la vuelta del rey Femando.

 El encumbramiento de otro jefe popular, igualmente obedecido (don Juan Manuel de Rosas), hará posible más tarde la reestructuración, desde Buenos Aires, de la secular heredad, rota años atrás por la ceguera de las “élites” criollas. 

Y bien ¿cómo fue posible —nos preguntamos ahora nosotros— el milagro (en plena crisis y sin ayuda forastera) de hacer frente “con palos, con las uñas y con los dientes”, según la frase de Artigas, a la defección de unos elencos gobernantes que habían renunciado a la Independencia, cansados de fracasos y de derrotas? Cierto que era muy seria la situación en aquél ambiente de derrotismo psicológico y moral reinante en 1814. Femando VII, lleno de prepotencia inferior, acababa de recuperar el trono español, acéfalo luego de la evacuación bonapartista. Los directoriales porteños, aterrados en el ínterin, suplicaban de Inglaterra la media palabra para volver a someterse, siempre a la rastra de los sucesos europeos, a otro monarca títere que se buscaba, desde luego, con el apoyo de la Santa Alianza. En tanto Artigas, digno émulo de Hernán Cortés y de Francisco Pizarro, proclamaba el deber de resistir hasta la muerte, alzando intransigente la bandera tricolor (la popular bandera), símbolo de sacrificio, fraternidad y autodeterminación, en las ciudades y llanuras de Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe y Córdoba y en el corazón de la selva misionera. Le estaba dando así, el jefe de los orientales, la razón a San Martín, el brillante oficial de caballería de Buenos Aires, toda vez que operaba, en la emergencia, bajo el mismo lema revolucionario del fundador de la Lautaro: Independencia y Constitución.

 Ahora bien, el “protectorado” del prócer en nuestras provincias ribereñas del Paraná y Uruguay, no tuvo en ningún momento la finalidad separatista que le atribuyen sus detractores. No fue Artigas el enemigo arbitrario de la Unión; ni mucho menos un vulgar bandolero, fomentador de la anarquía argentina, según lo sentencia Vicente Fidel López. Tampoco es cierto que hiciera fracasar, por ambiciones inconfesables —como lo ha fallado Mitre—, el sueño de Independencia proclamado por los congresales de Tucumán y jurado por el Directorio porteño. ¡Qué esperanzas! La historia nos prueba, precisamente, todo lo contrario.  Artigas oponíase —eso sí— a la homogeneidad racionalista e inhumana, perseguida por las logias en estas tierras. Combatió con todas sus fuerzas, los avances avasalladores del régimen metropolitano, implantado primero en Francia y más tarde en España por los Borbones, bajo el rótulo de “despotismo ilustrado”, lo que llamaríamos en nuestros días “mutatis mutandis”, un Super-Estado Continental regulado, pero a contrapelo de los pueblos.

Y bien, Buenos Aires habíase transformado a partir de 1813 —a las órdenes de una camarilla apoyada por Gran Bretaña desde Río de Janeiro—, en una sucursal vergonzante de aquél Super-Estado regulado (con carácter de factoría) cuya orientación efectiva estaba en manos de la Santa Alianza. Por ello Artigas fue un decidido republicano; pero sin liturgias liberales perturbadoras, y atento siempre al rumbo que iban tomando los hechos en Hispanoamérica.

La monarquía, en el instante lleno de posibilidades porque atravesábamos, representaba para las masas el dócil acatamiento a la media palabra de los vencedores de Napoleón, el cúmplase resignado de los dictados foráneos del Congreso de Viena. Y tal cosa resultaba suicida, por ser contraria a la autodeterminación real perseguida por los rioplatenses, después del triunfo de Las Piedras. “Es cómodo para los directoriales haber desarrollado la política de la cobardía, de la indignidad y de la traición, y escribir después la historia de la calumnia —señala, en página notable como todas las suyas, el historiador Carlos Pereyra—. Para el criterio directorial, la anarquía es del pueblo y sale de abajo, como la fetidez de un pantano. La gente decente está obligada ante todo a defenderse de la canalla, pactando con el extranjero. Ahora bien, esto es no sólo infame, sino falso y absurdo. La anarquía no es producto popular. La anarquía es siempre una falta o un crimen de los directores. ¿Quiénes eran los caudillos y qué representaban? —añade Pereyra—. Entendámonos al hablar de caudillos, y no permitamos una confusión de mala fe. Los caudillos fuertes y primitivos —no los derivados perversos, pequeños y estúpidos que vienen después —, los caudillos hacen frente al enemigo mientras la sabiduría de las clases elevadas capitula miserablemente. ¿Quién salva a Buenos Aires? Güemes, mientras Buenos Aires, paga negociadores llenos de torpeza y abyección en Europa y Río de Janeiro. Salta arroja a los soldados del virrey mientras Rivadavia recibe en Europa, un puntapié de Femando VII. ¿Quién impide que el Río de la Plata se pierda y quede señoreado por un enemigo? Artigas. Sin embargo. Artigas es un criminal. ¡Un criminal porque no trata con los portugueses! Un criminal porque el instinto y el sentimiento le indican el camino de la organización que ha de realizar la historia. Para que Artigas pudiera ser considerado como un criminal se necesitaría que los “hombres de la civilización” hubieran intentado previamente utilizar la fuerza explosiva de la gente de los campos, comprendiendo que esa tenacidad indomable representa un factor del que no podían prescindir los gobernantes. Sí éstos se hubiesen dado cuenta que toda política debía fundarse en la afirmación positiva de la Independencia, y que la Independencia requería un ejército numeroso, bastante para hacer frente a todos los enemigos, en todos los territorios amenazados, bajo una dirección común —termina el pensador mejicano—, Artigas habría tenido que ser un general del ejército regular [y no un San Martín declarado bandolero], y San Martín habría sido el generalísimo de ese mismo ejército [y no un Artigas de gran estilo que expedicionaba en el Pacífico], mientras Artigas defendía el territorio de Misiones, cuna de San Martín, la diplomacia de Buenos Aires se hallaba dispuesta a tratar con todos los enemigos y a inutilizar el esfuerzo de todos sus defensores considerando como delincuencia el patriotismo”.

Y es que las huestes federales seguían entendiendo el patriotismo como un llamado de la “tierra de los padres”. Permanecían fieles al concepto clásico y tradicionalista de cosa recibida en herencia; de legado acrecentado por las generaciones con independencia de toda abstracción política o institucional que desdibujara su entrañable realidad. La minoría directorial urbana, de espaldas a la tierra, confundía el patriotismo con el esplendor de unas recetas aprendidas sobre “formas de gobierno” o “libertades mercantiles”, más o menos bien pergeñadas por la filosofía liberal, inteligible apenas para una “élite” de egresados de Chuquisaca.

Para Artigas, cada provincia —en el concierto confederativo de su sistema— no representaba un ente aislado, sinónimo de individualismo; sino más bien la unidad menor en el conjunto de una patria común organizada desde abajo. Para los epígonos de Sarratea, Rivadavia y Alvear, lo único importante seguía siendo el puerto y sus intereses, que era necesario centralizar desde arriba, pues la riqueza y las teorías de moda —equivalentes, según ellos, a la “civilización”— entraban, en definitiva, por allí, vía atlántica, procedentes de Europa.

El Protector de los Pueblos Libres había luchado por la integridad territorial del Río de la Plata, tal cual existió durante el virreinato, pero con un agregado nuevo: el respeto a las autonomías locales. Sus enemigos de Buenos Aires ¿no pelearon en verdad, por todo lo contrario? Así lo afirman, unánimemente y con razón, reputados estudiosos de la vecina orilla: todos ellos compatriotas del prócer cisplatino. Eduardo Acevedo escribe, por ejemplo, lo siguiente: “Una sola cosa no hizo Artigas: estimular entre sus compatriotas la idea de segregarse de las Provincias Unidas para organizar una república independiente... Artigas, que era una gran cabeza, a la par que una gran voluntad, quería una patria amplia y poderosa, compuesta de todos los pueblos del Río de la Plata”. Y Juan Zorrilla de San Martín anota, a su vez: “¡Reconocimiento de la Independencia de la Banda Oriental!... Eso, como lo veis, y como lo veréis más claro después, tiene todo el carácter de un sarcasmo. Esa independencia de sus hermanos (ofrecida por Alvear y Alvarez Thomas a Artigas) no es tal independencia para la Banda Oriental, es su abandono en ese momento; la soledad de que antes os he hablado como contraria a la esencia misma de la Revolución americana (y por eso fue rechazada de plano por el jefe de los orientales). Artigas no sabía en ese momento, a ciencia cierta, que el Directorio de Buenos Aires (el verdadero precursor del separatismo) estaba concertando en Río de Janeiro, la entrega de la Provincia Oriental a Portugal; pero lo presentía”. Por fin, otro prestigioso historiador uruguayo, Hugo Barbagelata, se expresa así refiriéndose a la política entreguista de nuestros directoriales: “Fueron esos mismos pordioseros de vástagos reales quienes ofrecieron al vencedor [Artigas] como mendrugo, para que se quedara tranquilo, la independencia de la Provincia Oriental, su patria. Parecían ignorar que el título de Protector de los pueblos libres, bastaba y sobraba para quien sólo quería la paz y la Unión Federativa de todas las provincias del ex-virreinato del Río de la Plata”. Y a mayor abundamiento, un investigador contemporáneo — Daniel Hammerly Dupuy— en su interesantísimo y documentado libro, «San Martín y Artigas», consigna en este orden de ideas: “Los que, desconociendo el verdadero sentido de la ideología artiguista, inculpan a Artigas de una actitud separatista irreductible olvidan que fue el prócer que más se interesó en persuadir al Paraguay para que se incorporara a las Provincias Unidas, a tal extremo que los paraguayos llegaron a considerarlo como agente de Buenos Aires. La separación de la Banda Oriental como país totalmente independiente tampoco fue la obra de Artigas siendo que el prócer cuyo concepto de la Patria abarcara todo el territorio del Virreinato del Río de la Plata, fomentó la incorporación de esa provincia a las demás como una de las tantas que formarían una gran República Federal”. Y es que la vieja hermandad histórica en torno a la cuenca fluvial que nos une, obstaculizada, hoy como ayer, por la presión y la intriga anglosajona, contó entre los uruguayos de la otra Banda con grandes partidarios en el siglo pasado. Y acaso continúa habiéndolos también en el presente.

Los auténticos orientales de la gesta emancipadora —aún los de la leyenda antiargentina— la quisieron, como hemos visto, contra la propia tendencia desaprensiva (en el mejor de los casos) de nuestros gobiernos liberales.   Unión tradicional y fe católica. La tradición de un pueblo vivo no es cosa de archivos. Actúa en las entrañas, imperceptiblemente a veces, como la sangre que va irrigando las vísceras de un organismo en estado de salud. Desconocida y aún falsificada por pedagogos o gobernantes, la tradición sin embargo se resiste a ser enterrada como una momia en el sarcófago de sus aburridas rutinas. Ella responde siempre a necesidades reales de los pueblos y está, en cualquier caso, por sobre las ideologías y sistemas con que pretenden suplantarla los teóricos de la política, o los testaferros —nada teóricos, por lo demás—de la hegemonía económica mundial por ellos perseguida. Por eso, apremiados más que nunca por el hecho concreto y por la humana libertad que lo determina, hemos de volver a juntarnos en día no lejano —a pesar de las defecciones de ayer y de las inercias de hoy—, argentinos, uruguayos, paraguayos y bolivianos. Nuestros intereses regionales nada tienen que ver con el panamericanismo al servicio de Washington, ni con los regímenes de esclavitud forzada propuestos por el mesiánico cesarismo de Moscú. Sin antifaces exóticos habremos de reconocernos al fin de la larga jornada, en el claro espejo del propio pasado de cada pueblo al que pertenecemos. Porque la hermandad rioplatense soñada por Artigas y ensayada por Rosas, no es convencional, ni artificial, ni utilitaria; sino que es sencillamente histórica. 

Y bien, José Gervasio Artigas, refugiado en el Paraguay después de Tacuarembó, vernáculo precursor del Federalismo —en cuyo ejemplo habría de inspirarse don Juan Manuel—, tenía 86 años cuando entregó su alma a Dios, en la tarde del 23 de septiembre de 1850. El mejor de sus apologistas, el más talentoso de sus biógrafos, don Juan Zorrilla de San Martín, nos relata con palabra veraz y emocionada los últimos momentos del anciano, tomados de la versión directa de un testigo presencial, relato éste que hace varias décadas le dejara escrito el Obispo en Asunción, Monseñor Fogarín. He aquí, en escueto resumen, la transcripción de que hago referencia: “Cuando la enfermedad de Artigas se agravó, manifestó deseos de recibir los últimos sacramentos... En los momentos en que el sacerdote iba a administrarle el Santo Viático, Artigas quiso levantarse. La encargada del aderezo del Altar le dijo que su estado de debilidad le permitía recibir la comunión en la cama a lo que el General respondió: «Quiero levantarme para recibir a Su Majestad». Y ayudado de los presentes, se levantó, y recibió la comunión, quedando los muchos circunstantes edificados de la piedad de aquel grande hombre... El General, después de recibir el Viático, había quedado tendido en su pequeño catre de tijera y lonjas de cuero; en la semi-obscuridad se distinguía el crucifijo colgado en la pared sobre su cabeza blanca, tan blanca como los lienzos del pequeño altar en que brillaban los dos cirios inmóviles... El silencio se prolongaba, el silencio de la enorme proximidad. Las respiraciones se contenían: las miradas estaban concentradas en aquella cara aguileña, no muerta todavía. Artigas, que tenía los ojos cerrados, los abrió de pronto desmesuradamente. Causaba espanto; parecía muy grande. Se incorporó, miró a su alrededor... ¿Y mi caballo?, gritó con voz fuerte e imperiosa. ¡Tráiganme mi caballo!... Y volvió a acostarse... Sus huesos, ya sin alma, quedaron tendidos a lo largo del catre”. Nosotros debemos estar unidos y dispuestos todos, solidarios con la historia común, a servir bajo la fraternal bandera de la Confederación Rioplatense, por cuya empresa tanto lucharon los verdaderos próceres de Mayo, ya fueran orientales o argentinos, en el pasado.

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