Es este nuestro modestísimo grano de arena y nuestro homenaje a la monumental tarea historiográfica que emprendieron los maestros del revisionismo fundacional en pos de develar la verdad histórica y de poner la historia al servicio de los intereses de la Nación.
viernes, 26 de septiembre de 2025
Ituzaingó: la victoria argentino-oriental desaprovechada por Rivadavia para concluir la guerra con Brasil
jueves, 28 de agosto de 2025
¿Fue un agente inglés el general San Martin?
En estas últimas décadas, ha surgido en la Argentina cierta corriente
historiográfica auto denigratoria, que se identifica como hispanista pero que
en realidad le cabe mejor el mote de españolista.[1]
No se trata del hispanismo clásico de los historiadores revisionistas
que reivindicaban el legado cultural de la hispanidad, sino de un españolismo
que tiene por miras un proyecto político utópico que postula la resurrección
del antiguo imperio español a partir de una eventual renuncia de los países
hispanoamericanos a sus atributos soberanos y su sometimiento a la metrópoli
española. En los hechos una ilusión que solo siembra división y parálisis
política.[2]
Estos autores, por razones obvias, se han ensañado con la figura del
general José de San Martin; acusándolo entre otras cosas de haber sido un
agente ingles enviado a América para destruir al imperio hispano católico.
Llevando a las últimas consecuencias la interpretación liberal elaborada
por Bartolomé Mitre (la cual nos legó un San Martin enemigo de la cultura
hispano católica, enamorado de las ideas de la ilustración francesa y funcional
a los intereses ingleses), los actuales calumniadores sostienen que todos nuestros
héroes que lucharon primero por la autonomía y luego por la independencia
fueron traidores a España, y por ende nuestra independencia fue un acto
completamente ilegitimo.
En efecto, fueron los historiadores liberales los que dieron pie a la
leyenda injuriosa de un San Martin al servicio de Inglaterra. El primero de
ello fue Juan Bautista Alberdi, en su libro “El crimen de la guerra”, quien afirmó
sin dar prueba alguna que: “En 1812, dos años después que estalló la revolución
de mayo de 1810, en el Río de la Plata, San Martín siguió la idea que le
inspiró, no su amor al suelo de su origen, sino el consejo de un general
inglés, de los que deseaban la emancipación de Sud-américa para las necesidades
del comercio británico”. Luego Mitre,
en su notable “Historia de San Martin y la emancipación sud americana” será
quien consagre canónicamente la versión de una salida furtiva de San Martin de
España ayudado por los ingleses.
Sin embargo, Enrique
Diaz Araujo, basándose en los datos que reveló el historiador José Torre
Revello, refuta prolijamente esos dichos en su obra “Don José y los
chatarreros”, explicando que San Martin no salió clandestinamente de España,
sino que “En agosto de 1811 presentó ante
el Consejo de Regencia su solicitud de retiro, para pasar a América (y) el 5 de
septiembre, dada su intachable foja de servicios, el Consejo de Regencia le
acordó lo peticionando, con fuero militar y derecho al uso del uniforme.
Entonces Don José sale de España el 14 de setiembre de 1811, por la puerta
amplia y sin ardides”[3].
Y la causa de su
venida a América no es otra que la situación en la que se encontraba la
península. En efecto, San Martin decidió ponerse al servicio del gobierno de
Buenos Aires porque consideró perdida la guerra en España e irrecuperable a la
monarquía borbónica adherida al despotismo ilustrado. Amén de que estaba siendo
mal visto y perseguido por su condición de americano. Por eso volvió a su
patria natal.
No obstante, los
pseudo-historiadores y divulgadores españolistas insisten con la injuria,
señalado que nuestro Libertador fue sacado de España por los ingleses, y
trasladado a Buenos Aires en buques de ese país con el objeto de consumar la
secesión del imperio hispano.
No tienen en cuenta
los detractores que sí San Martin quería salir de España no tenía otra forma de
hacerlo que como lo hizo; pues en ese entonces toda España, excepto el puerto
de Cádiz, estaba ocupada por Napoleón; cosa que Díaz Araujo explica también con
toda lógica. Dice así: “Cádiz era un istmo cercado en su salida
terrestre por el Ejército napoleónico del Mariscal Victor, y defendido y
bloqueado en su faz marítima por la escuadra británica del Almirante Colingwood;
quien quisiera salir del enclave gaditano tenía una opción: o pedía permiso a
los franceses o se lo pedía a los ingleses. No había otra forma. Ahora bien, si
el pasajero se disponía ir hacia América, la alternativa se reducía, puesto que
únicamente los británicos controlaban las aguas oceánicas. En tal situación, el
viajero debía obtener pasaporte o visa del Consulado ingles en Cádiz, conseguir
alguna recomendación para embarcarse en algún buque de la Royal Navy, y vía
Lisboa dirigirse a Inglaterra. En los puertos ingleses podía embarcarse en
algún mercante (ingles por supuesto) que fuera al Rio de la Plata. Ese era el
exclusivo camino de salida”[4].
Así mismo, respecto a
la “ayuda” que supuestamente le prestaron los ingleses, los detractores no
reparan en que esta consistió simplemente en una recomendación, que era
indispensable tener para poder embarcarse en un buque de guerra inglés, y que
San Martin consiguió sin compromiso alguno de un amigo de esa nacionalidad; además
por supuesto del correspondiente y burocrático visado del pasaporte por parte
del cónsul de ese país, estampado por Sir Charles Stuart. Nada extraño o
inusual dada las circunstancias.
Díaz Araujo lo dice
claramente: “James Duff fue quien le
consiguió el embarque. Pero San Martin no le aceptó el dinero que le ofrecía
para no quedar obligado más allá de lo absolutamente imprescindible. Más
adelante, el pasaje de la Canning lo solventó el rico Alvear; pero Zapiola y
San Martin, en cuanto cobraron sus primeros sueldos castrenses en Buenos Aires,
le reintegraron la suma desembolsada; también para no quedar atrapados por
gratitudes excesivas”.[5]
Hace notar también Díaz
Araujo que los detractores para dar más fuerza a su endeble argumento le suman
el infundio de la supuesta masonería de San Martin; afirmando que este, cuando
pasó por Inglaterra y residió en la mal llamada “Casa de Miranda”, recibió
instrucciones de la masonería inglesa. En realidad –explica nuestro
historiador- “San Martín no conoció a
Miranda, por una sencilla razón cronológica: mientras el primero llegó a
Londres a comienzo de octubre de 1811, el segundo se había marchado de esa
ciudad en octubre de 1810. Ni la casa era llamada de Miranda, sino de los
diputados de Caracas, Andrés Bello y Luis López Mendez. Por su amplitud y la
generosidad de sus ocupantes, varios americanos paraban en ella, como fue el
caso de Manuel Moreno y Tomas Guido, sin que por esa estadía nadie piense que
se iniciaron en la masonería inglesa… el
principal encargado de la residencia a donde fue a parar San Martín y con quien
entabló buena amistad, delegado de la Junta de Caracas, don Luis López Mendez,
era un político de doctrina católica ortodoxa…”[6]
Y con respecto a la
supuesta pertenencia de la Logia Lautaro a la masonería, numerosas pruebas
existen de que ello es absolutamente falso, basta mencionar aquí la respuesta
que obtuvo el historiador Patricio Maguire de la Gran Logia de Inglaterra que
le respondió que: “La logia Lautaro era
una sociedad secreta política y no tenía relación alguna con la francmasonería
regular… las seis personas mencionadas en su carta –entre ellos José de San
Martin-, de acuerdo a nuestros archivos, nunca fueron miembros de logias bajo
jurisdicción de la Gran Logia Unida de Inglaterra.” Y lo mismo le
contestaron la Gran Logia de Irlanda y
la Gran Logia de Escocia.[7]
Es decir, mal podría
haber recibido San Martin instrucciones de Miranda y de la Masonería, si no
tuvo contacto con aquel, la casa en donde se albergó provisoriamente no era una
casa de la masonería, y la Lautaro tampoco era una logia masónica. Una cuestión
concluida.
Refutado este
argumento, conviene aclarar cuáles eran los intereses de Inglaterra frente a
España en este periodo, ya que erróneamente se sostiene que aquella tenía por
objetivo hacer que los americanos se independizaran de España, y para eso envió
a San Martín. Nada más falso.
En realidad, “después de 1808, los estadistas británicos
vieron con malos ojos los movimientos de rebelión en América hispana. Estaban
empeñados en una lucha terrible contra Napoleón y les molestaba todo disturbio
que tendiera a debilitar a su aliado español… recomendaron lealtad hacia la
Madre Patria a los enviados rebeldes que fueron a Londres… Conservar la
integridad hispánica fue la norma básica de la diplomacia británica por esas
décadas. De ahí el sentido del Tratado Apodaca-Canninng, del 14 de enero de 1809,
de alianza ofensiva y defensiva con España. Convenio que fue el tiro de gracia
a las esperanzas que tenía Miranda de que los ingleses lo auxiliaran en América.”[8]
Por eso cuando los
enviados de la Suprema Junta de Caracas les ofrecieron a los ingleses el libre
comercio a cambio del reconocimiento de su independencia, estos se negaron. ¿Por
qué hicieron esto si el interés comercial era su principal interés?
Lo hicieron por que
los intereses económicos no eran la principal motivación de Inglaterra en ese
momento. Quienes creen lo contrario se equivocan pues no contemplan que por encima del
beneficio económico a Inglaterra lo que le preocupaba por entonces era su
seguridad amenazada por Napoleón Bonaparte. Amén de que los comerciantes
ingleses siempre se las habían ingeniado para introducir sus mercancías
mediante el contrabando, a pesar de las medidas proteccionistas vigentes en
América.
En ese sentido afirma
Díaz Araujo que la política exterior inglesa fue oficialmente definida por Su
Majestad Británica el rey Jorge III, el 13 de julio de 1810, cuando declaró que
se consideraba: “la vigorosa prosecución
de la contienda en la península como esencialmente relacionada con la seguridad
de sus propios dominios durante la continuación de la guerra entre Su Majestad
y la potencia francesa. La independencia, integridad y prosperidad de las monarquías
española y portuguesa están mezclados íntimamente con la seguridad del imperio
británico”.[9]
Esta declaración de
la Corona británica ratifica lo que ya antes, el 20 de junio de 1808, había
establecido el Primer Ministro Henry Castlereagh, al decir que: “Como, debido a la insurrección en las
Asturias, se renueva la posibilidad de restaurar la monarquía española… se
desea suspender cualquier medida tendiente a dividirla, y por ende a
debilitarla.”[10]
En consonancia con
todas estas manifestaciones, el Ministro de Guerra inglés, conde de Liverpool
le informó el 16 de agosto de 1810 al Brigadier General Layard que S.M.B. se oponía
a “todo procedimiento que pueda producir
la menor separación de las provincias españolas de América”[11].
Es decir que para
Inglaterra en ese entonces era más importante terminar con el peligro
napoleónico que desmembrar al Imperio español o poder introducir sus
manufacturas en América mediante el libre comercio. Como dice Vicente Sierra: “La invasión de España por Bonaparte abrió a
la Gran Bretaña la posibilidad de hacer pie en el continente para llevar la
guerra al hombre que parecía destinado a someter a Europa, el cual había
logrado limitar el comercio británico a casi los términos estrechos de sus
islas. Enemiga tenaz del Imperio español, cuya fortaleza había procurado minar,
Gran Bretaña se vio compelida a ser su aliado… no solo postergó su apoyo a todo
intento emancipador , sino que pasó a constituirse en un celoso custodio de la
integridad del imperio español.”[12]
Por eso afirma Díaz
Araujo que: “tan poco deseaba Inglaterra
la independencia americana que prohibió a los súbditos británicos servir en
Sudamérica; impidiendo también la exportación de armas con ese destino.”[13]
Sobre este último punto hace notar Héctor Piccinali que “en el puerto de Buenos Aires sólo podía comprarse alguna arma a los
comerciantes ingleses en cantidades mínimas, en forma subrepticia, con altos
precios usurarios en oro constante y sonante.”[14]
Otra prueba de que
Inglaterra ya no deseaba fomentar la independencia de los territorios
americanos pertenecientes a la Corona de Castilla, y que no estaba dispuesta a
apoyar un eventual movimiento en ese sentido, son las instrucciones que se les
envió a los agentes ingleses en el Rio de la Plata. Vicente Sierra menciona las
que Lord Strangford remitió a Manuel Aniceto Padilla cuando fue comisionado ante la Primera Junta, que decían lo siguiente: “Le he confiado hacer presente al nuevo gobierno
lo impolítico que sería por su parte ejecutar actos susceptibles de crear
dificultades a la Gran Bretaña, mientras continúen sus relaciones con España, así
como la necesidad de abstenerse de toda medida que indique la confianza de que
su causa será sostenida después por el gobierno británico. También tiene
encargo de hacerles presente, y esto de la manera más urgente, lo loco y
peligroso de toda declaración de independencia prematura y de la necesidad,
desde todo punto de vista de que sigan preservando el nombre de la autoridad de
su legítimo soberano…”[15].
En pocas palabras los ingleses les decían a los americanos que no debían
declararse independientes y que si lo hacían no debían esperar nada de
Inglaterra.
Esta política de no
promover y por el contrario, desalentar la independencia americana adquirió
nueva forma legal cuando el 5 de Julio de 1814 Inglaterra y España firmaron un
nuevo tratado de amistad y alianza (similar al tratado Apodacca –Canning) por
el cual Inglaterra “obtenía las ventajas
comerciales que perseguía, tornando inútiles las ofertas americanas” y a
cambio se obligaba “a tomar las providencias necesarias más eficaces para que sus súbditos no
proporcionen armas, municiones ni otro artículo de guerra a los disidentes de América.”[16]
Eso explica y es
absolutamente coherente con el consejo que Lord Strangford le dio en 1814 al
Director Supremo Gervasio Posadas de “retirarse
de la contienda con honra y seguridad, como ahora bien se puede”[17].
Y una constatación
palmaria y notoria de que Inglaterra cumplió con esos acuerdos y compromiso
asumidos con España (claro que por conveniencia y no por lealtad) fue el
rechazo de la propuesta que le formuló Carlos de Alvear de asumir el
protectorado de estas tierras. En efecto, Alvear, como Director Supremo de las
Provincias Unidas, fue el autor firmante de dos pliegos, fechados el 23 y 25 de
enero de 1815, que José Manuel García debía entregar a Lord Strangford en Rio
de Janeiro, y otro dirigido a Lord Castlereagh. En el primero le decía a
Strangford que: “este país no está en
edad ni en estado de gobernarse por sí mismo, y necesita una mano exterior que
lo dirija… En estas circunstancias solamente la generosa nación británica puede
poner un remedio eficaz a tantos males, acogiendo en sus brazos a estas
Provincias que obedecerán a su Gobierno y recibirán sus leyes con el mayor
placer”. En el segundo le manifestaba a Castlereagh que “Estas provincias desean pertenecer a la Gran
Bretaña, recibir sus leyes, obedecer a su gobierno y vivir bajo su influjo
poderoso. Ellas se abandonan sin condición alguna a la generosidad y buena fe
del pueblo ingles… es necesario que se aprovechen los momentos, que vengan
tropas que impongan a los genios díscolos y un Jefe autorizado que empiece a
dar al país las formas que sean del beneficio del Rey y de la Nación, a cuyo efecto espero que V.E.
me dará avisos con la reserva y
prontitud que conviene preparar oportunamente la ejecución.”[18]
Alvear, claro está
era un agente ingles y además era masón. Y aunque vino junto con San Martin a
América, al poco tiempo de llegar llamativamente se distanció de este y se
convirtió en uno de sus más feroces enemigos. Sin embargo, los españolistas no
le dan relevancia a su actuación y se dedican a denostar principalmente y en
forma injusta al Libertador. ¿Qué no dirían estos de San Martin si este hubiera
hecho lo que hizo Alvear? Tal vez esa benevolencia con Alvear se deba a que este,
posteriormente le escribió a Fernando VII un memorial en el cual “repudiaba por completo a la Revolución del
Plata” y pedía “perdón y clemencia”
al rey felón.[19]
En definitiva, no hay
dudas que Inglaterra en este periódico histórico no tuvo por objetivo promover la
independencia de los antiguos reinos de Indias[20].
Con lo cual se cae entonces la tesis de que San Martin fue un agente ingles enviado
por estos con ese propósito.
Ahora bien, ¿Qué
pensaba San Martin respecto a Inglaterra? Sus detractores por supuesto
sostienen una anglofilia y un afán de favorecerlos totalmente inexistente. La verdad
es que San Martin, como dice Roque Raúl Aragón, “… sabía perfectamente cuál era el interés británico y procuró
entretenerlos el tiempo necesario para consolidar su posición militar. De ahí
la distinción que mostraba a cuanto súbdito ingles tuviera a su alcance,
despertando una gran simpatía en ellos. Pero nunca comprometió nada. Los
conformó con palabras amables… Ya en carta a Godoy Cruz, del 24 de mayo de 1816
expresaba acerca de Inglaterra una opinión que no quería hacer pública: no hay
nada que esperar de ella, decía (lo que no obstó, una vez declarada la
independencia, para que hiciera gestiones ante Bowles y Staples). Años después,
en 1830, en Montevideo, antes de regresar definitivamente a Europa, le dijo al
general Iriarte, que lo había acompañado hasta la rada, que cuando cayera
Lavalle, él y los otros emigrados (federales) no debían perder tiempo en
regresar a Buenos Aires a fin de tomar parte activa en los negocios y perseguir
con tesón al círculo británico hasta anularlo (Tomas Iriarte, Memoria, t° IV, pag.157).” [21]
Es por esto que los
ingleses más advertidos fueron sus enemigos, entre ellos Lord Strangford. Otros
incluso lo creyeron un agente francés, como el espía al servicio de Inglaterra,
Manuel Castilla, quien el 13 de agosto de 1812 le escribió al cónsul Robert
Staples diciéndole que los pasajeros llegados a Buenos Aires en la George
Canning “fueron enviados y provistos de dinero
por el gobierno francés” y que el coronel San Martin “no tengo la menor duda está al servicio pago de Francia y es un enemigo
de los intereses británico”.[22]
Llama la atención que si el Libertador era un agente inglés no se le hubiera
informado de ello a un espía acreditado en Buenos Aires.
Pero hay un hecho que
muestra a las claras que efectivamente el Libertador no dudó en afectar los
intereses económicos de los ingleses, que gozaban del libre comercio con Lima, en
pos de concluir su epopeya. Esta es la cuestión del empréstito de 1818, que Díaz
Araujo explica sintéticamente del siguiente modo: “Para pasar la Expedición Libertadora para el Perú se requería de una
escuadra. Ni Chile ni la Argentina la tenían…
Había que comprar buques de guerra en los países que los armaban y
vendían. Se envió a Manuel Aguirre a Estados Unidos con ese fin. Este consiguió
un barco. Se comisiono a José Alvarez Condarco y Antonio Alvarez Jonte al Reino
Unido. Ellos tuvieron éxito en cuanto a que se compró un gran buque. El único
problema (aparte de burlar las prohibiciones de las alianzas anglo – hispanas)
es que había que pagarlos. Chile iba a poner 200.000 pesos fuertes. A las
Provincias Unidas le correspondían 500.000 pesos fuertes. Por descontado que en
el erario de estos países no había un peso disponible. San Martín le dicta a
Juan Martín de Pueyrredón la solución: levantar un empréstito forzoso en el
comercio inglés de Buenos Aires. El ingenuo Director Supremo cree en la palabra
del cónsul Staples de que él iba a persuadir a los comerciantes de su
nacionalidad. Le habían prometido 141.000 pesos fuertes, y contribuyeron con
6.700…. El general sabe cómo son los juegos del comercio británico de Buenos
Aires. Su agente personal el comerciante John Thwaites, le ha escrito el 16 de
marzo de 1819: hasta que se ponga en Lima en un estado de bloqueo formal no
este usted seguro de que no reciban los españoles auxilio de los buques ingleses
y americanos del norte. Yo veo que los comerciantes (ingleses en Buenos Aires) venderán
con gusto armas a los limeños… San Martin presiona mucho a Pueyrredón. Si el
empréstito no se ejecuta, renunciará… Al fin Pueyrredón le remite lo recaudado.
Que no es lo prometido tampoco… como suma final colecta 216.600 pesos fuertes…
Fue una jugada maestra del General… les hizo pagar a los comerciantes ingleses
de Buenos Aires los buques comprados en Inglaterra que destruirían el comercio
ingles con Lima.”[23]
Y así como San Martin
afectó los intereses económicos de los ingleses también intentó contrariar los
planes políticos de estos, de destruir la unidad americana.
En efecto, en 1820, estando el Libertador en el Perú, le transmitió al Virrey Pezuela en la reunión de
Miraflores, una propuesta para terminar con la guerra en base al reconocimiento
de la independencia de lass Provincias Unidas de Sudamérica, y la coronación en
estas tierras de un príncipe “de la Casa
reinante en España”. El plan fracasó a causa de un motín de los militares
masones del ejército español que depuso a Pezuela, que fue reemplazado por el
general José de la Serna. No obstante, al año siguiente, San Martin volvió a
insistir. Esta vez, según dice Díaz Araujo, contaba con el apoyo del Comisionado Real llegado al Perú, don Manuel Abreu, quien en su diario cuenta
la conversación que tuvo con San Martin antes de llegar a Lima. Dice Abreu que
este le manifestó que “había convenido
con los de su ejército en coronar a un príncipe español, medio único capaz de
ahogar las opiniones de enemistad, reunirse de nuevo las familias y los
intereses; y que por honor y obsequio de la Península se harían tratados de
comercio con las ventajas que se estipulasen, y que, en cuanto a Buenos Aires,
se emplearía las bayonetas para compelerlos a esta idea si no se prestasen”[24].
La propuesta en un
principio convenció al Virrey La Serna, quien según relata Abreu opinó que “el plan de San Martin era admirable, que lo
creía de buena fe”. Sin embargo, según cuenta el General Tomas Guido, “apenas se impuso de lo sucedido el general
Valdes, cuyo carácter impetuoso y osado se sobreponía a los demás, se resistió
decisivamente a la realización del plan y amenazó a La Serna con la oposición
del ejercito… y muy pronto reducidos los resortes del poder de La Serna,
descendió a la humillación de suscribir a las ideas de Valdes.”[25]
Augusto Barcia
Trelles, gran maestre de la masonería española dirá que: “Dándose el caso de que La Serna y Valdes, dos notorios y notables
francmasones, que traían organizada su logia… se transformaban en los más decisivos
opositores del movimiento de liberación en el Perú”[26].
Y Díaz Araujo comenta
que “se trataba de la Logia Central de la
Paz Americana del Sud, dependiente de la Logia de Inglaterra, y cuyo Venerable
era el general Jerónimo Valdes (tal como lo documentó el general Tomas de
Iriarte). Lo de la <Paz> era un contrasentido, pues ellos lo que querían
era <Guerra y Balcanización> para América según los intereses del Imperio
Británico.”[27]
En definitiva, la propuesta de San Martin en Punchauca también fracasó por la injerencia de la masonería española, dependiente de Inglaterra.
Con lo dicho hasta aquí, queda claro que
nuestro Libertador no solo luchó por la independencia americana ante la tiranía
de Fernando VII, sino que hizo todo lo que estaba a su alcance para conservar
la unidad de estas tierras, contrariando así los planes de Inglaterra. Que al
final esta se impuso no fue culpa de San Martin, sino justamente de sus
enemigos.
Notas
[1]
[2]
En el caso de los españolistas neo carlistas ese retorno a la unidad imperial está
unido a la -a todas luces imposible- instalación en el trono español de un eventual
heredero del príncipe Carlos Maria de Borbón (hermano de Fernando VII), a quien
consideraban el legítimo monarca de España.
[3]
Díaz Araujo, Enrique. Don José y los chatarreros. Ediciones Dike. Mendoza,
Argentina, año 2001. Pag 79.
[4] Díaz
Araujo, Enrique, ob cit., pag 79 y 80.
[5]
Ibidem, pag 81.
[6]
Ibidem pag 83.
[7]
Ibidem pag. 85
[8]
Ibidem. Pag 88
[9]
Ib. Pag 88, 89
[10]
Lynch, Johnn. Gran Bretaña, San Martin y la independencia Latinoamericana;
citado por Diaz Araujo, ob cit. Pag 91.
[11] Díaz
Araujo, Enrique. Ob. cit. Pag 89.
[12]
Sierra, Vicente. Historia de la Argentina 1810-1813. Ed. Científica Argentina.
Pag 131
[13] Díaz
Araujo, Enrique. Ob cit., pag 91
[14]
Piccinalli, Hector Juan; San Martin y el Liberalismo, en Gladius N° II; citado
por Diaz Araujo, ob cit. Pag 97.
[15]
Sierra, Vicente. Historia de la Argentina 1810-1813, pgs 156, 157.
[16]
Diaz Araujo, Enrique. Ob cit., pag 90.
[17] Ibidem.
Pag 91.
[18]
Rosa, José Maria. La misión Garcia ante Lord Strangford, citado por Diaz
Araujo, ob cit., pag 105.
[19] Díaz
Araujo, Enrique. Ob cit., pag 106.
[20]
Inglaterra recién cambiaría su política después de la victoria patriota en
Ayacucho, en 1824, cuando la independencia era ya un hecho consumado
[21] Aragón,
Roque Raul. La política de San Martin. Cdba. Universidad Nacional de Entre Rios.
1982. Citado por Diaz Araujo en ob. cit., pag 95.
[22]
Piccirilli, Ricardo. San Martin y el gobierno de los pueblos. Citado por Diaz
Araujo en ob cit.,pag 97.
[23] Díaz
Araujo, Enrique. Ob cit. Pags 98 a 101
[24]
De la Puente Candamo, Agustín. San Martin y el Peru, citado por Diaz Araujo, ob
cit., pag 177.
[25]
Steffens Soler, Carlos. San Martin en su conflicto con los liberales, citado
por Diaz Araujo, ob cit., pag 179 y 180.
[26]
Barcia Trelles, Augusto. San Martin en América, citado por Diaz Araujo, ob
cit., pag 180
[27]
Díaz Araujo, Enrique. Ob cit. Pag 180.
lunes, 18 de agosto de 2025
LA CATOLICIDAD DE SAN MARTÍN EN SUS PALABRAS Y GESTOS
ANTE LA EXTENDIDA CREENCIA DE QUE ERA MASÓN
Por: Roberto Colimodio
Documentos históricos revelan que el Libertador de América
era católico y practicaba su fe en sus misiones militares, en sus funciones
políticas y en su hogar. Devoción por la Virgen.
La figura del General Don José de San Martín en el colectivo
imaginario tiene numerosos “misterios” para desentrañar o aclarar. Su rica
historia está teñida de versiones bien y mal intencionadas que no se condicen
con los hechos veraces y documentados. Uno de esos “misterios” corresponde a su
fe. ¿Era San Martín un católico practicante? ¿Era masón? Brevemente, y respecto
a su supuesta pertenencia a la masonería diré que no hay documento o testimonio
alguno que así lo demuestre. Ni siquiera, dos famosos masones como Mitre y
Sarmiento lo reconocen como par, como tampoco reconocen a la Logia Lautaro, de
la cual San Martín fue fundador en América, como masónica.
Pero respondamos sobre su fe, sus ideas y prácticas
religiosas, apreciadas en su correspondencia privada, sus disposiciones
gubernamentales y reglamentaciones internas de sus ejércitos.
Prácticas religiosas y militares
En el motín de Cádiz de 1808, siendo edecán del linchado
general Solano, buscó asilo en una ermita de la Virgen. La turba, enfurecida,
perdonó su vida, al ampararse en la Madre de Dios.
En el Regimiento de Granaderos a Caballo creado en 1812 por
San Martín, dictó los reglamentos internos y estuvo en los detalles de su
organización, incluyendo diaria y semanalmente las prácticas del buen
cristiano: “Rezo de oraciones por la mañana luego de tocar diana y el Rosario
todas las noches. Domingos y días festivos Santo Oficio de la misa por el
capellán del Regimiento en la Parroquia del Socorro”
En Mendoza, en el Ejército de los Andes, se oficiaba la misa
en el campamento con un altar portátil que el propio San Martín solicitó a
Buenos Aires en 1815. Frente al altar, el General y su Estado Mayor asistían al
oficio y a la plática del Capellán Güiraldes.
“Todas estas prácticas religiosas se han observado siempre
en el regimiento, aún mismo en campaña. Cuando no había una iglesia o casa
adecuada, se improvisaba un altar en el campo, colocándolo en alto para que
todos pudiesen ver al oficiante”. – Memorias del Cnel. Carlos A.
Pueyrredón.
En carta que Belgrano le envió a Tucumán le aconsejaba: “La
guerra no debe usted hacerla solo con las armas, sino afianzándose siempre, en
las virtudes naturales cristianas y religiosas en la fe católica que
profesamos, implorando a Nuestra Señora de la Merced nombrándola generala”.
Su devoción por la Virgen
Pocos días antes de iniciar el cruce de los Andes proclamó a
la Virgen del Carmen patrona del ejército; ceremonia que describieron Gerónimo
Espejo y Damián Hudson. A las 10 junto a la iglesia de San Francisco se
formó la procesión. Marchaban “San Martín, de gran uniforme, con su brillante
Estado Mayor y lo más granado de la sociedad mendocina. Hubo misa solemne,
panegírico y tedeum. Al asomar la bandera junto con la Virgen, el general San
Martín le puso su bastón de mando en la mano derecha”
Ratificó su devoción el 12 de agosto de 1818 “La decidida
protección que ha presentado al ejército su patrona y generala, nuestra Madre y
Señora del Carmen, son demasiado visibles. Un cristiano reconocimiento me
estimula a presentar a dicha Señora el adjunto bastón como propiedad suya, y
como distintivo del mando supremo que tiene sobre dicho ejército.
Acciones de Gobierno
En Perú también demostró su catolicismo con disposiciones
acordes, por ejemplo el primer artículo del Estatuto del 8 de octubre de 1821 que
regulaba los actos de su propio gobierno:
“La religión católica, apostólica, romana es la religión del
Estado. El gobierno reconoce como uno de sus primeros deberes el mantenerla y
conservarla por todos los medios que estén al alcance de la prudencia humana.
Cualquiera que ataque en público o en privado sus dogmas y principios, será
castigado con severidad a proporción del escándalo que hubiere dado”.
Después de la entrevista de Guayaquil se despidió de Perú
con actos que llevan el sello de sentida religiosidad. El 22 de agosto de 1822,
ordenó grandes vísperas en honor de Santa Rosa y el 30 solemne misa y
procesión. San Martín publicó un decreto para la instalación del Congreso y las
funciones religiosas, sobre la protestación de la fe y juramento que debían
prestar sus integrantes: “¿Juráis conservar la santa religión católica,
apostólica, romana como propia del Estado y conservar en su integridad el
Perú?”
Vida Personal
Las ideas católicas de los padres del Libertador ambos
terciarios dominicos y cofrades de Nuestra Señora de la Blanca hablan de
tradición familiar auténticamente cristiana.
Conoció a su futura esposa durante una misa de Gloria, en el
templo San Miguel Arcángel. Contrajo matrimonio con Remedios de Escalada, con
misa de esponsales, recibiendo la bendición y comunión como verdadero
cristiano. “No era muy común entonces el comulgar en días de bodas”, dice el
historiador Guillermo Furlong; pero San Martín, como buen católico, oye misa,
confiesa y comulga al construir su cristiano hogar”.
Correspondencia privada
Conservó durante muchos años un rosario de madera del monte
de los Olivos, obsequiado por una hermana de caridad que cuidó de él después de
Bailén, en 1808. Dicho rosario, hoy en el Museo de Granaderos, fue donado por
la familia de Manuel de Olazábal a quien San Martín se lo regaló en 1820 “para
que le trajera suerte y se recuperara de sus heridas. Lo usó siempre y se lo vi
suspendido del cuello debajo de la casaca a manera de escapulario”.
“¡Gran Dios! Echad una mirada de misericordia sobre las
Provincias Unidas. Sí amigo mío, toda la protección del Ser Supremo se necesita
para que ellas no se arrepientan de tal elección. Él lo dirá”. A Tomás Guido,
Bruselas, 6 de enero de 182
A Dominga Buchardo de Balcarce, su futura consuegra: París,
15.de diciembre de1831. “Dios ha escuchado mis votos, no solo encontrando
reunidas estas cualidades en su virtuoso hijo, don Mariano, sino también
coincidir el serlo de un amigo y compañero de armas”
A Tomás Guido el 15 de abril de 1843: “Quiera Dios oír mis votos,
en su favor, ellos serán siempre porque terminen nuestras disensiones y
renazcan los días de Paz y unión de que tanto necesita nuestra patria para
su felicidad”.
“En el nombre de Dios Todo Poderoso a quien reconozco como
hacedor del Universo”: testamento del 23 de enero de 1844.
Su muerte
San Martín falleció con un crucifijo en el pecho, no recibió
los últimos sacramentos por su muerte repentina. Su responso se rezó en la
iglesia de San Nicolás y sus restos embalsamados fueron depositados por 11 años
en la cripta subterránea de la catedral de Boulogne, no en algún templo o
cementerio masónico. Desde 1880 descansa en la catedral de Buenos Aires.
* Miembro de la Academia Argentina de la Historia y de la
Academia Sanmartiniana
viernes, 25 de julio de 2025
Breve semblanza personal de Don Julio Irazusta
Por: Jorge C. BOHDZIEWICZ
Hace más de una década emprendí
la tarea de compilar la bibliografía de don Julio Irazusta. Tarea ciertamente
dificultosa porque sus artículos, alrededor de 600, aparecieron dispersos en
numerosas publicaciones periódicas, algunas de muy difícil ubicación.
Dificultosa pero necesaria, según estimamos entonces, para cualquier
emprendimiento que se propusiese el estudio responsable y profundo de su
trayectoria intelectual, su obra historiográfica o su pensamiento
político. Fue aquél un sencillo reconocimiento al maestro que me
prodigó su amistad en sus años postreros. Tiempo después, a pedido de unos
amigos de su Gualeguaychú natal, escribí una breve semblanza. Era el texto de
una conferencia que formaría parte de una jornada de charlas en su homenaje con
motivo de haber transcurrido veinticinco años de su fallecimiento. Confieso que
debí vencer mis propios reparos para emprender su redacción. ¿Qué podría decir
yo, el más modesto de sus discípulos y acaso el último de sus jóvenes amigos
sobre una figura de la talla de Irazusta, don Julio, como lo
llamábamos coloquialmente quienes tuvimos la suerte de disfrutar de su
magisterio en animadas tertulias y numerosos encuentros, ocasionales o
provocados, en mi caso a lo largo de casi una década que jamás podré olvidar?
Si depuse los escrúpulos, fue bajo el estímulo de la sensación penosa de que
sería una ingratitud de mi parte, en tanto amigo y deudor intelectual, no
prestarme al justísimo homenaje a su querida memoria que aquellos jóvenes se
habían propuesto. Homenaje que hoy se reitera junto con el debido a otros
grandes intelectuales que honraron nuestras letras.
Comenzaré diciendo que muchos emocionados recuerdos se me agolparon cuando
tracé las primeras líneas de esta breve semblanza. Se permitirá entonces que me
aparte de las formas usuales en esta clase de rememoraciones. Haré, en cambio,
una muy breve referencia a don Julio Irazusta únicamente a través de mis
vivencias personales, que me involucran necesariamente como actor, descontando
el conocimiento que seguramente tiene la audiencia sobre su obra y acaso
también sobre su figura. El propósito es, pues, modesto. Dicho de otra manera:
quiero deja aquí un breve, sencillo y entrañable testimonio, centrado más en la
dimensión humana del personaje y la extraordinaria influencia que ejerció sobre
mí, que en su fantástica obra como crítico literario, historiador, pensador y
político. Sobre las profundidades de estas vertientes de su inagotable
intelecto se han ocupado con pulso firme y encomiable versación Enrique Zuleta,
Mario Guillermo Saraví, Jorge Comadrán Ruiz y Enrique Díaz Araujo. Más
recientemente lo ha hecho Juan Fernando Segovia en un hermoso libro, riguroso y
preciso. Ello me exime de la nada original tarea de repetir lo que esos amigos
han divulgado con acierto. Cuando conocí a don Julio, ya
había leído parte importante de su vasta obra. Lo vi por primera vez en ocasión
de su incorporación a la Academia Nacional de la Historia, cuando esta
institución desarrollaba sus actividades en el Museo Mitre. Recuerdo la
impresión que me produjo su figura corpulenta y su talante señorial, su rostro
sereno y su voz de tono bajo y apacible. Jamás pensé que al poco tiempo
quedaría ligado a su persona con lazos de amistad tan profundos; jamás pensé
que ese hombre marcaría para siempre mis predilecciones literarias y
confirmaría mi vocación por la historia patria y mi orientación política. Recuerdo
también, a modo de confesión tardía, mi desconcierto ante su discurso de
recepción: De la crítica literaria a la Historia a través de la
política. Esperaba, como la mayoría de los jóvenes rosistas que
acudimos a esa cita, un alegato reivindicativo de la figura a la que le había
consagrado varias décadas de lecturas infatigables y meditaciones profundas en
el seno mismo donde la falsificación de nuestro pasado había adquirido
formulación canónica. No fue así. Mas no tardé mucho en advertir que lo que nos
había obsequiado en esa ocasión, sin que yo lo advirtiera, era la síntesis más
preciosa que jamás haya leído sobre el itinerario intelectual de un humanista
de raza, auténtico y casi sin parangón en nuestro medio. Permítaseme
que evoque brevemente ese itinerario que comenzó, según él mismo nos lo cuenta,
con el estudio crítico de poetas, novelistas y ensayistas franceses, ingleses y
argentinos. Sin abandonar nunca su lectura, pero consciente de la necesidad de
ensanchar las bases filosóficas de su formación, don Julio pronto orientó sus
afanes hacia los clásicos de todos los tiempos, pero muy especialmente a los
filósofos políticos denominados “reaccionarios”, como Burke, Rivarol, De
Maistre, Maurras y tantos otros que dejaron un sedimento perceptible en su
propia teoría política, sin mengua de su concepción, que fue original.
Y sin solución de
continuidad, antes bien, de modo simultáneo y a uno con la praxis política, don
Julio se consagró al estudio sistemático del pasado argentino para dar
respuesta a los interrogantes que con insistencia le planteaban el presente y
el porvenir de su Patria, que parecía resistirse en su clase dirigente a
emprender el camino de la grandeza, perdida en la aciaga jornada de
Caseros. Es así que se convirtió, según expresión con que subtituló
sus Memorias, en un “historiador a la fuerza”. La clave del acierto
con que emprendió sus trabajos encuentra su explicación tanto en su
inteligencia privilegiada y en su cultura general incomparable, como en la
aplicación de las categorías filosóficas del realismo político al examen del
pasado. Recuerdo aquí un consejo suyo que utilizó para sí como guía para su
formación autodidacta: compensar una cultura general, la mayor posible, con el
estudio erudito de un tema hasta tocar sus profundidades. Así evitaba los
riesgos de la falta de una perspectiva abarcadora tanto como la tendencia a la
dispersión.
Y permítaseme decir aquí algo,
muy poco, en relación con su obra como historiador. Sabido es que
el camino de la investigación histórica parte del análisis de las
fuentes para recrear los hechos y dirigirse, en sus mejores cultores, a la
síntesis interpretativa, que es la culminación de su quehacer. Sin embargo,
creo advertir que don Julio recorrió, al ocuparse de Rosas, un camino
curiosamente inverso, inusual y, por lo mismo, asombroso. En 1935, cuando
contaba con apenas 36 años, edad en la que en la mayoría se presenta lejana aún
la madurez intelectual, don Julio publicó su Ensayo sobre Rosas en el
centenario de la suma del poder, obra que parece culminar la parábola
de un historiador y no comenzarla. Pero fue exactamente al revés. El lector
podrá encontrar en esa obra, en acto o en potencia, perfectamente definidas o
apenas insinuadas, en admirable síntesis, todas las ideas sobre el significado
de la dictadura de Rosas en la historia argentina a la luz de la historia
universal, que es la que le da inteligibilidad y sentido profundo al fenómeno.
Síntesis que tendrá años después su despliegue analítico y comprobación fáctica
en su Vida política de Juan Manuel de Rosas a través de su
correspondencia. Obra erudita hasta lo inverosímil y modelo de
historia política en su sentido más cabal, cuyo primer volumen apareció seis
años más tarde, en 1941, y completa treinta años después, en 1970.
Vuelvo a las evocaciones. Fue en aquel mismo recinto, la Academia
Nacional de la Historia, trasladado al cabo de poco tiempo a la calle Balcarce,
que entablé con don Julio mi primer diálogo, en oportunidad de habérseme
adjudicado una distinción insignificante, creo que en 1973. Fue para mí la
“ocasión dorada”, según expresión que le era muy propia y tomo prestada. Y
claro que no la desaproveché: temeritas est florentis aetatis, dice
Cicerón. Después le escribí algunas cartas -eran consultas
puntuales sobre temas históricos- que nunca dejó de responder. Y enseguida
vinieron los primeros encuentros.
Era yo muy joven entonces y, como tal, desbordaba de proyectos, entre ellos
el de editar una revista de historia que concebía como expresión de un
revisionismo de riguroso carácter científico, pero combativo a la vez. Nada
que ver con la actual caricatura de ese movimiento intelectual, alentada desde
el poder político. Dios quiso que pudiera concretar ese proyecto y en su número
primero aparecieron dos trabajos de don Julio que le pedí especialmente: un
ensayo crítico sobre Los “Apuntes” de Antonio Cuyás y Sam-pere y
una extensa reseña sobre un autor de origen hebreo que tuvo la tentación de
ocuparse del revisionismo histórico con escaso bagaje informativo y abundantes
prejuicios ideológicos, propios de los historiadores autodenominados
“progresistas” cada vez que abordan alguna expresión del Nacionalismo
argentino, por supuesto que para descalificarlo. Tarea ardua le
resultó -me consta- descifrar el estilo arrevesado del autor, quien
finalmente quedó demolido por los razonamientos de nuestro maestro, cuya
capacidad como polemista implacable pero de formas siempre amables y
urbanas brilló en esas páginas no menos que en las que se ocupó de Ricardo
Rojas o Ernesto Celesia.
No pasó mucho tiempo desde aquel mi estreno como director de
la revista, que se llamaba Historiografía entonces y
luego Historiografía Rioplatense, cuando decidí darle personería
jurídica al Instituto Bibliográfico “Antonio Zinny” luego del fallecimiento del
Padre Guillermo Furlong, bajo cuya inspiración lo habíamos fundado de hecho en
1970. Instituto que aún sobrevive con el auxilio de la Divina Providencia y
pese a los embates del izquierdismo, adueñado imperativamente de todos los
resortes financieros en el ámbito de la ciencia y de la cultura. Don Julio fue
su Presidente Honorario hasta su fallecimiento.
Para entonces nuestra amistad se había estrechado más y más,
sin que pesara sobre ella la diferencia de edades. Contaba don Julio entonces
con 76 años pletóricos de amplísimos e insondables conocimientos, 76 años
adornados con su bondad natural, carácter sereno e imperturbable jovialidad. Es
cierto que nos separaban algo más que cuatro décadas. Sin embargo,
jamás puso una mínima distancia en el trato, que yo sintiera, ni pronunció una
expresión que insinuara el abismo que existía entre su sabiduría y mi insignificancia.
Don Julio sabía conversar animadamente con adolescentes y viejos, con gentes de
refinada cultura y con gentes del común, que no la tenían. Y a todos escuchaba.
Y a todos tenía siempre algo que decir sobre los motivos o intereses que los
convocaban al diálogo. Y con todos derramaba generosamente su amistad, sabiendo
adecuar la elegancia de su lenguaje oral, que era sencillo y exquisito, a la
calidad del interlocutor ocasional.
Con el correr de los años, mis encuentros con don Julio se hicieron
cada vez más frecuentes. En la sede del Instituto conversábamos casi
todos los días, de lunes a viernes. Y en una agradabilísima e interminable
tertulia, en un sitio al que llamábamos el “campito”, ubicado en el entrecruce
de dos ramales ferroviarios, en Palermo, todos los días sábados, salvo muy mal
tiempo, y a veces con tiempo muy malo también. El “campito”, un pequeño lote
con varias parrillas, una cancha de fútbol, buena arboleda y un edificio de
construcción precaria, se me presenta hoy inseparable de la figura de don
Julio. Allí se reunían -nos reuníamos- convocados por mi
compadre Félix Fares y por Augusto Giménez, la mayoría de las inteligencias que
expresaban a mi entender, en sus diversos matices y en esos tiempos -hablo
de la década del setenta-, el pensamiento nacionalista. Recuerdo a
Ernesto Palacio, entrañable amigo de don Julio, a Juan Pablo Oliver, a Jaime
María de Mahieu, al Padre Raúl Sánchez Abelenda, a Jaime Gálvez, a Emilio Samyn
Ducó, a Ricardo Curutchet y a tantos otros nombres que la memoria me traerá
cuando me proponga exprimirla. Allí conocí a poetas como Calvetti y a
editores como Taladriz. También a muchos viejos militantes de la Unión
Republicana, partido que don Julio había fundado con su hermano Rodolfo para
darle batalla al régimen. Allí se generaban largas y animadas charlas y
algunas polémicas. Jamás una disputa agria porque el clima de los encuentros
era tolerante y jocoso. No había espacio para el malhumor ni para las
solemnidades. ¡Qué señores eran aquellos! Cualquier tema en el que
intervenía don Julio, así fuese el más doméstico o trivial imaginable,
alcanzaba con sus razonamientos alturas insospechables. Era asombroso y un
deleite para el espíritu escuchar con qué facilidad se elevaba de la anécdota a
la categoría, o verlo emprender el camino inverso.
Incontable era la cantidad y calidad de ideas, relatos y
anécdotas que se sucedían a lo largo de las 8 horas, no menos que 8 y a veces
bastante más, que duraban esos encuentros. Ideas, relatos y anécdotas que
encendía y potenciaba el buen vino, presentado con generosidad y trasegado con
abundancia.
Como podrán imaginarse, mi papel en esa tertulia de “grandes” no
excedía el de un simple pero atento oyente. A veces, una tímida pregunta era
todo mi aporte al lucimiento de los comensales. Mi interés era oír y aprender. Las
respuestas de don Julio sin proponérselo eran todas lecciones magistrales,
expresadas con naturalidad, sin el menor asomo de afectación. Podían
comenzar con una referencia a Jenofonte o con la cita de una pasaje de La
Eneida en latín, para transitar luego siglos y naciones en admirables
comparaciones -don Julio manejaba la historia comparativa como nadie,
valido de su memoria deslumbrante y de su capacidad asociativa- y
concluir con una jocosa anécdota pueblerina, como la de aquel accidente que le
pasó al vasco Iturbide durante una travesía, que no contaré. ¡Qué maravilloso
buen decir tenía don Julio cuando narraba las cosas más sencillas! A propósito
de La Eneida, recuerdo su cita, tomada del libro quinto, en el que
Virgilio describe la competencia en que los rezagados en una regata terminan
ganando: possunt quia posse videntur. Cita cargada de un
significado inequívoco sobre el valor de la fe y la voluntad puestas tras un
objetivo; cita que, cambiando los tiempos verbales para acercamos más a la idea
que quería transmitir, se traduciría así: “pudieron porque creyeron
poder”.
En el “campito”, ese ámbito materialmente rústico y
precario pero humanamente jerárquico y señorial, estaba instalada, lo mismo que
en nuestro Instituto, la cátedra informal donde pude dar forma, rectificar y
completar algo de la deficiente educación recibida en una Universidad estragada
ya por el sectarismo ideológico y el apego a las modas, que revela siempre
debilidad de espíritu. La cátedra que la Providencia me ofreció durante los
años que evoco fue muy superior a las que conocí porque, entre muchas otras
cosas, estaba abierta al conocimiento y debate de autores desterrados o
deliberadamente ignorados por la “inteligencia” universitaria reformista.
En el Instituto, en su pequeño departamento de la calle Chile y algunas
veces en mi casa, la situación era distinta. Sin rivales, y depuestas las
timideces iniciales, solía acosarlo con infinidad de demandas intelectuales y
algún que otro atrevimiento. Tan generoso y benevolente era don Julio,
que en una oportunidad me entregó los manuscritos de La
política, cenicienta del espíritu para que se los comentara y le
hiciera las acotaciones críticas que estimara convenientes. Comprenderán
Ustedes que huí despavorido de semejante compromiso, completamente
desproporcionado para mis modestos conocimientos de entonces. Claro que lo hice
sin dejar de agradecer su nobilísima oferta, cuyo discreto sentido
comprendí después. Pero así era él, no sólo conmigo, aclaro, porque no puedo
decir que me distinguió especialmente, sino con todos los que tuvimos la
fortuna de gozar de su proximidad y de su amistad.
Cuento que una vez sí me atreví a
corregirle los manuscritos de un ensayo sobre Ramos Mejía que le
había pedido para otro número de la revista. Claro que esas
correcciones, que recuerdo avergonzado por llamarlas así, eran sólo
sobre letras mal tipeadas u omisiones de palabras pensadas pero no
escritas. Es que don Julio había redactado ese ensayo poco
menos que de memoria, prácticamente ciego por las cataratas. Un hecho
verdaderamente prodigioso. Guardo con celo ese tesoro entre mis papeles.
Por supuesto, conocí Las Casuarinas, que
visité en cuatro oportunidades por lo menos. Conservo intacta la imagen de la
vieja casona rodeada de una frondosa arboleda y el infernal ruido de las
cotorras. También de las noches apacibles en que solíamos conversar
iluminados por el sol de noche, pero más por el destello inagotable y amistoso
de su sabiduría. Poco importaba la comida, a veces incomible, que preparaba
Rasputín, nombre que le dio la querida negra Barel a un pintoresco criado, medio
“falto”, según decía con acierto y gracia.
Tengo presente asimismo el escritorio y la gran mesa que lo
acompañaba en la habitación en que tenía instalada su biblioteca. Había
allí un caos fenomenal de papeles del cual emergían sus famosas
carpetas, que fueron más de quinientas: un verdadero cosmos hecho de recortes y
anotaciones manuscritas hilvanados y ordenados por su inteligencia. Supongo
que quienes lo han conocido sabrán, porque él mismo lo contó muchas veces, que
compraba tres ejemplares de cada uno de los libros que le interesaban: dos para
recortar y pegar, y uno para conservar anotado. Alguna vez tuve esas capetas en
mis manos, en el Instituto, donde las había depositado en tránsito porque allí
había fijado su lugar de trabajo en sus años postreros, cuando el CONICET,
conducido entonces por gente patriota, proba y abierta a la inteligencia,
reconoció sus méritos, lo contrató y le permitió completar sus últimos
trabajos. Uno de ellos, La curva ascendente de la economía argentina, permanece
inédito y a la espera de su oportunidad editorial.
En Las Casuarinas tuve
también ocasión de recorrer asombrado sus Cuadernos de
Notas, como había titulado a una serie de volúmenes manuscritos,
bien encuadernados, donde había volcado los comentarios suscitados por los
clásicos que había estudiado entre 1923 y 1927 (repárese que don Julio nació en
1899). Sus hojas atesoraban, en agraz y a la espera de su madurado desarrollo,
numerosos artículos y libros. Uno de ellos, se recordará, fue su Tito
Livio, editado en 1951, que nació de las anotaciones de esos Cuadernos.
Pienso que de no haber acudido a otros intereses y reclamos superiores, habrían
surgido de sus páginas muchos ensayos deliciosos, similares a los que dedicó al
historiador romano, a Burke y a Rivarol.
A principios de 1982 la salud de don Julio había declinado sensiblemente.
Dejó entonces su residencia porteña y se instaló en una casa de la calle Palma,
en la ciudad de Gualeguaychú. A principios de abril supe de su
empeoramiento. No vacilé. Emprendí viaje ante el presentimiento de un pronto desenlace.
Quería darle la despedida a mi maestro. Recuerdo que entré en la habitación en
la que se hallaba postrado y le hice algún chiste gracioso que respondió con
otro. Apenas si pude disimular las lágrimas que brotaban del fondo de mi alma. Llevaba
un encargo de sus amigos: las páginas manuscritas del prólogo para una segunda
edición de Perón y la crisis argentina que aquellos deseaban
reeditar. Se las alcancé. No las leyó. No las podía leer, ni era
necesario. Me contestó que no deseaba que el libro se publicara porque
podía, en esos momentos, contribuir a dividir la opinión de los argentinos.
Valga la anécdota postrera para demostrar su extraordinaria grandeza de
espíritu, porque en esos precisos momentos -no haría falta que lo recuerde- nuestros
fuerzas armadas estaban dando batalla en tierras malvinenses. Argentina
había desafiado a un imperio, recuperado lo que le pertenecía en derecho y se
le negaba hasta la humillación y le había hundido al enemigo la mitad de su
flota, dando sus solados un ejemplo que la posteridad -me refiero a la
Nación entera y no a un puñado de patriotas memoriosos- sabrá recoger y
valorar debidamente cuando otros vientos soplen, lo suficientemente fuertes
para arrasar con una dirigencia política como la que padecemos hoy,
profundamente corrupta y antipatriótica
Don Julio cerró los
ojos antes de aquel fatídico 14 de junio, soñando con el triunfo sobre el
usurpador británico. Con ese bello sueño entregó su alma al Creador un
argentino de excepción, un 5 de mayo, en Gualeguaychú, la tierra natal que
tanto amó.
Un accidente en mi salud impidió que pudiera leer la conferencia
preparada para la ocasión. De todos modos, a instancias de un colega, su texto
se publicó de modo fragmentario en la revista Cabildo 2,
y completo en Gladius 3. Ahora lo publico
nuevamente, en este volumen, con algunas pocas quitas y agregados que no
alteran en nada sustancial el texto original.
Recuerdo que en 1975 le propuse a Julio Irazusta la
reedición de su Urquiza y el pronunciamiento, libro por
entonces difícil de hallar. También recuerdo que me propuso
incluirle un prólogo motivado por el hecho de que muchos colegas amigos, según
me dijo, le habían señalado que se había mostrado demasiado benevolente con la
figura de quien, al fin y al cabo, era responsable de la mayor apostasía que
había sufrido la Patria. Ningún inconveniente significaba incluir unas
pocas páginas más. Antes bien, fueron oportunas toda vez que contribuyeron a
disipar alguna perplejidad en el lector poco atento.
Hoy esa edición, que apareció con
una pequeña variante en el título, ha desaparecido de las librerías, lo mismo
que la que editó años después Dictio, que incluyó el prólogo. Por eso estimo
muy oportuna esta nueva edición encarada por el director de la Biblioteca
Testimonial del Bicentenario. Y un verdadero acierto incluir en el
volumen otros cuatro trabajos de Julio Irazusta -dos ensayos y dos críticas
bibliográficas- prácticamente desconocidos, escritos todos a instancias del
firmante de esta noticia.
Tal vez interese conocer las circunstancias en que fueron
concebidos. En 1974, a poco de graduarme en la Universidad de
Buenos Aires, pude realizar un proyecto soñado en mi época de estudiante:
editar una revista de historia de orientación revisionista y de riguroso
carácter científico. Así nació Historiografía, como órgano de un
inexistente Instituto de Estudios Historiográficos. Puesto a la tarea de reunir
material para el primer número, era lógico que apelara a quien era, sin dudas,
al historiador de mayor enjundia dentro de la corriente
revisionista.
Notas:
1 Bibliografía del académico de número Dr. Julio
Irazusta, en Boletín de la Academia Nacional de la
Historia, v. LXI, Buenos Aires, 1988, p. 477-529.
2 Homenaje a Julio Irazusta en Gualeguaychú, en Cabildo, n.
65 (tercera época), Buenos Aires, 2007, p. 19-21.
3 Semblanza personal de Don Julio Irazusta a los 25 años de su
fallecimiento, en Gladius, n. 69, Buenos Aires, 2007,
p. 193-200.