Entre los pocos intelectuales que puede exhibir Santiago del Estero se destaca la figura de Orestes Di Lullo; a quien Marcelo Sánchez Sorondo llamó con justicia, “el Lugones santiagueño”.
Orestes Di Lullo formaba parte de una asociación cultural denominada “La Brasa”, fundada en el año 1925 por Bernardo Canal Feijóo, a la cual se le integraron pensadores de diferentes orientaciones ideológicas.
El objetivo de aquel nucleamiento fue reflexionar sobre los problemas de la provincia, la región y el país, frente al modelo oligárquico liberal.
Durante mucho tiempo estos hombres estuvieron olvidados; sin embargo ultimamente, desde ciertos ámbitos oficiales, surgió la idea de rescatar los aportes que estos pensadores hicieron a la cultura en Santiago del Estero. En ese marco, durante los días 4, 5 y 6 del mes de septiembre pasado, se realizaron unas jornadas sobre el pensamiento de Orestes Di Lullo.
En dicha oportunidad, quienes se abocaron a estudiar al prolífico autor tuvieron que enfrentarse con un problema. Resulta que Di Lullo perteneció claramente a aquella corriente política que se conoce como “el nacionalismo católico”; circunstancia que obviamente vino a colocar en una incomoda situación a sus pretensos reivindicadores, identificados en general con el pensamiento progresista.
La solución que encontraron fue la más fácil: recurrir al expediente típico de escamotear parte de las ideas del autor y hacer una interpretación “políticamente correcta” del resto.
Así fue que el Di Lullo, nacionalista convencido, católico fervoroso, hispanista declarado, revisionista histórico y defensor del corporativismo; se convirtió por obra y desgracia de estos malabaristas en una especie de demócrata cristiano, progresista y cuasi indigenista.
De esta innoble tarea falsificadora se ocuparon principalmente los filósofos putativos Gaspar Risco Fernández y Alejando Auat. Tan solo se sustrajo de ese afán el historiador Luis Alén Lascano y algún otro panelista que se ocupó de aspectos puntuales de la vasta obra de Di Lullo.
En general, la estrategia consistió en reconocer lo que sostenía el autor para inmediatamente hacer aclaraciones contradictorias salidas del caletre de los comentaristas. De manera tal que no habló el autor, sino los falsificadores. Así —por ejemplo— se dijo que era hispanista pero que no dejó de lado lo étnico; como si Di Lullo pensara que cultura es cualquier cosa y no la labor de la inteligencia llevando una cosa a su perfección según su naturaleza.
Se puso de manifiesto su defensa de la postura católica frente a los partidarios de la educación laica, pero se pretendió que el relato que hizo de leyendas y mitos del monte santiagueño fuera una especie de aval al paganismo. Se reconoció que supo exaltar al caudillo Felipe Ibarra, pero se aclaró que no fue porque adhiriera al revisionismo, sino porque Ibarra amó a su tierra, como si ése no fuera el motivo de los revisionistas para reivindicarlo. Etc, etc.
De todo esto, lo más grave fue la permanente deformación del concepto de identidad que manejó el autor.
Di Lullo, al igual que otros nacionalistas de aquellos años, se abocó con ahínco a develar nuestra identidad nacional; para ello hizo lo lógico, se enfocó en nuestro nacimiento como Nación —pues para saber lo que algo es hay que ir a su origen— de modo entonces que penetró en el plexo axiológico de nuestra cultura fundacional para encontrar los caracteres fundamentales de nuestro Ser nacional.
El método que utilizó fue novedoso y, por ende, fue uno de los pioneros en utilizarlo (el otro fue Carrizo); consistió en interrogar a los paisanos del campo santiagueño acerca de las coplas que conocían de sus mayores. De aquellas canciones se desprendía toda una cosmovisión reveladora de nuestra identidad hispanocatólica. Hoy esto se llama estudios etnográficos y trabajos de campo; Di Lullo lo llamaba simplemente “visitas”.
Además, Di Lullo no sólo registró los vestigios de nuestra cultura fundaciona: a la par, comprobó también la acción negativa de la modernidad materialista y utilitaria, es decir, la devastación que ella significaba para nuestra economía y nuestro estilo de vida. Ante estos males propuso el rescate del proyecto de cristiandad hispánica como un pivote a partir del cual construir un proyecto de nación.
En definitiva, toda la obra de nuestro autor puede ser resumida en un afán de autoconocimiento y de autoafirmación del Ser, con el objeto de encontrar respuestas sobre el camino a seguir en plena fidelidad con ese Ser. No fue más que una aplicación del viejo principio que aconseja conocer quienes somos, de donde venimos, para saber adónde debemos ir.
Ahora bien: toda esta reflexión filosófica la hizo obviamente desde la filosofía del Ser; es decir, concibiendo a la identidad como algo fijo, algo que permanece a pesar de los cambios y que nos hace ser una cosa y no otra. Sin embargo, sus comentaristas se empeñaron especialmente en deformar esta visión diciendo que la identidad no es una esencia inmutable, que es algo que fluye, que se construye, que conlleva la conflictividad, la diversidad, etc. Es decir, dieron vuelta el pensamiento del autor.
Con ese criterio la obra de Di Lullo y en general todo intento de reafirmación de nuestra identidad no tiene sentido. ¿Para qué indagar sobre algo que cambia? ¿Para qué tratar de conocer nuestro Ser, si se postula su traición y se reivindican culturas alejadas del orden natural?
Lejos de todo relativismo cultural, y mal que le pese al progresismo, Orestes Di Lullo reivindicó nuestra identidad hispanocatólica y postuló ese legado como un mandato de fidelidad a lo heredado, a los fines de recuperar el honor y la gloria perdida.
Dr. Edgardo A. Moreno
Publicado en "Cabildo", Nº 77, octubre del 2008.
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