Por Ricardo Font Ezcurra
El brindis de Duarte no fue sólo efecto del alcohol, ni el diplomático alejamiento de Moreno, en su doble significado, fruto de superficiales disidencias. La necesidad de crear un gobierno que indispensablemente debía sustituir al destituido, dividía a los integrantes de la Junta de Mayo en dos tendencias irreductibles y antagónicas: monárquica una y republicana la otra, dentro ambas del más riguroso centralismo.
La transición pacífica y substancial de súbditos de la monarquía española a ciudadanos independientes del ex monarca, realizada jurídicamente en cuatro días y sin que ningún acontecimiento cruento o espectacular sirviera de rotunda solución de continuidad, fue fundamental pero poco perceptible.
Por eso se continuó sin violencia la tradición colonial, al hacerse extensiva a todo el virreinato la nueva autoridad que en Buenos Aires había sustituido al Virrey. En algunos decretos de la Junta se lee: “Y en consecuencia ha expedido por reglas generales de invariable observancia de todas las provincias las siguientes declaratorias...”. Y la expedición "que debía auxiliar a las provincias interiores” y la de Belgrano al Paraguay, Corrientes y Banda Oriental, tuvieron como principal y casi única finalidad, someter a los remisos en prestarle acatamiento.
Ese unitarismo o centralización, contra el que chocó desde el primer momento la extensión y configuración geográfica del inmenso virreinato, contó con el asentimiento general de los hombres de Buenos Aires, concretándose su disidencia a la opción entre la monarquía y la república.
La Junta Grande reducida al Triunvirato y concretado éste en el Directorio, y el Estatuto Provisional sancionado en reemplazo del Reglamento Provisorio realizaban esta aspiración unitaria y centralista. (1)
Y esta forma unitaria de los gobiernos iniciales se hubiera perpetuado, y tal vez impuesto en definitiva – sobre todo de adoptarse el régimen monárquico virtualmente aceptado en el Congreso de Tucumán –, a no haber hecho su aparición un elemento nuevo, auténtico producto de nuestra nacionalidad en potencia que, encarnando el ideal republicano, habría de gravitar profundamente en nuestra estructuración institucional.
Este elemento nuevo que aparece a partir de 1810 es el núcleo-provincia, esas numerosas entidades autónomas que se formaran en las distintas comarcas teniendo como centro las ciudades, y en que se fragmentará el Virreinato del Río de la Plata, sin que autoridad alguna les hubiera determinado sus límites territoriales ni sus derechos políticos, y cuya resistencia a Buenos Aires haría fracasar las reiteradas tentativas de dar forma constitucional a ese régimen unitario de la primera hora.
¿Cuál es la causa de la aparición de estos entes autónomos? ¿Qué origen tuvo el núcleo-provincia? ¿De dónde procedían sus elementos integrantes y cuáles fueron las causas que presidieron a su desarrollo, que, juntamente con el prestigio de sus gobernadores o caudillos, debía darles esa consistencia autonómica definitiva que alteraría profundamente la fisonomía política del antiguo virreinato?
La cédula ereccional de 1776 que elevó la Gobernación de Buenos Aires a Virreinato del Río de la Plata, integró territorialmente a éste con las siguientes ciudades y regiones: GOBERNACIONES: Buenos Aires, que comprendía el Uruguay, Corrientes, Entre Ríos, Santa Fe, La Patagonia, y parte del Chaco; Asunción y la Provincia de Guayra; Córdoba del Tucumán, constituida por Salta, Tucumán, La Rioja, Catamarca, Córdoba y parte del Chaco. Y las PROVINCIAS: del Alto Perú (Cochabamba, Potosí, La Paz y Chuquisaca) y de Cuyo (Mendoza, San Juan y San Luis).
Todas estas ciudades y pueblos diseminados en dilatadas comarcas y distantes entre sí, fueron puestos por Real Cédula, bajo el gobierno inmediato del virrey, gobernador y capitán general y supremo presidente de la Real Audiencia, con residencia en Buenos Aires. Carecían de derechos políticos o de representación ante éste y sólo existía en ellas un cuerpo colegiado para su administración edilicia y judicial: el Cabildo. El virreinato español es la concepción más rigurosa de centralismo o unitarismo. La autoridad del Virrey no reconocía más limitación que la del Rey.
Durante sus treinta y cuatro años escasos de vida, la autoridad virreinal se hizo efectiva en toda esa enorme extensión. Ocurrida la caducidad de ésta y reemplazado el Virrey por la Junta de Mayo, ese territorio que el dominio español había mantenido unido y sometido fue disgregándose paulatinamente y desconociendo cada vez más, la autoridad de Buenos Aires.
Puede decirse que al movimiento emancipador de Mayo siguieron numerosos movimientos emancipadores locales. Estos que no fueron de resistencia a la revolución, sino a la hegemonía de la Junta (2), se acentuaron luego a raíz de la expulsión de los diputados del interior que habían concurrido a la capital en virtud de la circular del 27 de mayo de 1810, y que dejaba a las ciudades que ellos representaban, sin participación alguna en el gobierno revolucionario.
Rechazado el Reglamento Provisorio y triunfante el golpe de estado del Triunvirato que decretó la disolución de la Junta Conservadora, los diputados del interior, que pasaron a integrarla al disolverse la Junta Grande, fueron compelidos con palabras injuriosas y en término perentorio a dejar Buenos Aires y regresaron a sus respectivas ciudades, llevando a ellas la señal de alarma contra las ilegítimas aspiraciones de dominación porteña.
Las ciudades del interior reaccionaron contra esa usurpación y esta resistencia, que fue el toque de dispersión, es el hito auténtico que marca el punto inicial de nuestro federalismo.
El origen de nuestro federalismo, inorgánico y revolucionario, reside exclusivamente en el levantamiento de las ciudades del interior contra Buenos Aires, en su reacción disociante e igual y contraria a la centralizante, contra el absolutismo porteño.
No es exacto que su punto de partida sea la creación de las Juntas Provinciales, dejada luego sin efecto, que, al establecer diferencias jerárquicas entre ciudades principales y subalternas, provocó el levantamiento de unas contra otras. Las Juntas Provinciales creadas por la Orden Superior de 10 de febrero de 1811 se constituyeron hacia la mitad de dicho año y los diputados fueron expulsados el 7 de diciembre. En los pocos meses que mediaron entre uno y otro hecho, no se produjeron en el país “levantamientos” de ninguna ciudad contra otra y que pudieran influir o trascender en nuestra organización futura.
Por lo demás, el art. 2°. de la extensa “Orden Superior” que las creaba, establecía lo siguiente:
“Que en la Junta residirá in solidum toda la autoridad del gobierno de la Provincia, siendo de su conocimiento todos los asuntos que por las leyes y ordenanzas pertenecen al Presidente, o al Gobernador Intendente; pero con entera subordinación a esta Junta Superior”
Esta “entera subordinación” de las Juntas Provinciales a la de Buenos Aires, aleja toda idea federal.
Algunos autores por equivocada inferencia analógica pretenden que nuestro federalismo tiene su origen remoto en las autonomías regionales españolas, lo que es absurdo. Nada tiene que ver el fuero de Aragón o el estatuto vascongado, con nuestras ciudades cuya legislación y ancestralismo étnico era uniforme.
Creen varios que su causa reside en la acción de los Cabildos. Sin considerar imposible que éstos hayan asumido en el primer momento la dirección de la resistencia a Buenos Aires, lo cierto es que nuestro federalismo se consolidó después de su abolición.
Otros admiten y sostienen una extraña semejanza con los Estados Unidos de Norte América. Nuestro origen federal difiere profundamente del norteamericano. En el nuestro, un todo grande el Virreinato, se dividió en numerosas partes pequeñas, algunas de las cuales por virtud de un Pacto Federal, el del 4 de enero de 1831, se unieron luego, formando la actual Confederación Argentina.
Es decir que primero hubo disociación total y luego asociación parcial. En Norteamérica, numerosos estados pequeños y algunas provincias quitadas a los estados vecinos formaron un todo grande.
La ilusoria aspiración bonaerense de gobernar por sí sola todas las demás ciudades unida al acentuado carácter monárquico de sus directivas que equivocadamente la ”minoría ilustrada” le había impreso, acrecentaron, principalmente en el litoral, esos focos de franca y abierta resistencia a Buenos Aires que fueron creando alrededor de las ciudades núcleos comarcanos con fisonomía propia que adquirían día a día una autonomía proporcionada a sus posibilidades económicas y que, la impotencia o incapacidad de la autoridad nacional para mantener el orden general y jerárquico y la necesaria cooperación entre capital y provincias y frenar las ambiciones separatistas de éstas, consolidaría definitivamente.
En los primeros años de su aparición en nuestra historia, las palabras unidad y federación no tenían la acepción que se les atribuye actualmente y que adquirirían mucho después. La primera era sinónimo de monarquía y la segunda de república.
El lema o divisa de los caudillos provinciales “Viva la Federación” no significaba otra cosa que “Viva la República”, porque era expresión de esa resistencia democrática de las ciudades del interior a la política absorbente y monarquizante de Buenos Aires.
Algunos años más tarde, don Juan Manuel de Rosas, con su clara perspicacia política, puntualizaría en carta a Fecundo Quiroga esa divergencia encuadrándola en esas dos palabras antagónicas:
“Por este respecto, que creo la más fuerte razón de convencimiento soy yo Federal, y lo soy con tanta más razón cuanto de que estoy persuadido que la Federación es la forma de gobierno más conforme con los principios democráticos con que fuimos educados en el estado colonial, sin ser conocidos los vínculos y los títulos de Aristocracia, como en Chile, Lima, etc., en cuyos Estados los Marqueses, los Condes y los Mayorazgos constituían una jerarquía, que se acomoda más a las máximas del régimen de unidad y la sostienen”.
En la sesión celebrada el 19 de julio de 1816 en el Congreso Nacional reunido en Tucumán, se trató la forma de gobierno que debía adoptar la nueva nación, cuya independencia se había proclamado diez días antes. El diputado Serrano se opone al sistema federal (pag. 237, Tomo I, A.C.A.) y convencido de la necesidad del orden y la unión propone la monarquía temperada. La mayoría de los diputados se inclina hacia la monarquía y el restablecimiento de la Casa de los Incas (Azevedo, Castro, Thames, Ribera, Pacheco, Loria, etc.)
En la sesión del 6 de agosto de 1816 (pág. 242) se renovó la discusión sobre la forma de gobierno y el diputado por Buenos Aires doctor Tomás Manuel de Anchorena pronunció un discurso político exponiendo los inconvenientes del sistema monárquico y señaló como el único medio de conciliar todas las dificultades, “en su concepto” la federación de provincias.
En el Congreso de Tucumán ningún diputado habla de República. Los que no eran monárquicos dicen: Federación.
“En abril de 1836 -dice Pradere” (“Iconografía de Rosas” pág. 33)- se izó en el Fuerte una bandera con las inscripciones siguientes: “Federación o Muerte”, “Vivan los Federales”, “Mueran los Unitarios”, y adornada con los gorros de la Libertad”. Estos en realidad no eran otra cosa que los gorros frigios que simbolizan la República.
La decidida resistencia de las ciudades del interior revela a la “minoría selecta” su impotencia para imponer su premeditada dominación, impotencia que hacen extensiva a todo el país. Y en la infundada creencia de que el pueblo argentino no contaba con elementos suficientes para organizar un gobierno propio que pudiera sostener y consolidar la independencia y dominar eso que ellos llaman “anarquía”, intentaron traer ese gobierno “de afuera”. (3)
Y como no era posible importar un Director o un Presidente extranjero, pensaron, con toda lógica dentro de ese orden de ideas, en el protectorado y la monarquía.
Primero fue la misión de Rivadavia y Belgrano a Europa en procura de un rey.
Luego la de Manuel José García a Río de Janeiro a mendigar el protectorado inglés. “En 1815 el Director, General Carlos M. de Alvear le escribía al ministro inglés en Río de Janeiro: La experiencia de cinco años había hecho ver de un modo indudable a todos los hombres de juicio y de opinión que este país no estaba ni en edad ni en estado de gobernarse por sí mismo” y concluía diciéndole: “que se necesitaba de una mano exterior que lo dirigiese y contuviese en la esfera del orden. Fundado en estas consideraciones y en el odio que todos manifestaban por la dominación española, proponía convertir a las Provincias Unidas en Colonia autonómica de la Inglaterra, si ésta se dignaba recibirlas como tales”. (4)
Y más tarde las gestiones de Valentín Gómez en Francia en busca de un príncipe coronable en estas provincias.
En la orientación dada a la política nacional por medio de estas misiones originadas en el presunto complejo de inferioridad argentino y en la correlativa necesidad de traer el gobierno “de afuera” se prescindió invariablemente de las demás provincias. La presuntuosa minoría unitaria-monárquica, la oligarquía directorial bonaerense, decidía por sí y ante sí de la suerte futura de la independencia de la nueva nación que ella era incapaz de defender, llegando en su medrosa incomprensión hasta considerar posible, no ya el humillante protectorado, sino también la incorporación de las Provincias del Río de la Plata a la monarquía del Imperio del Brasil.
Así lo demuestran las “Instrucciones Reservadísimas” votadas por el Congreso, trasladado de Tucumán a Buenos Aires, el 4 de septiembre de 1816, a los dos meses de haberse declarado la independencia:
“Si se le exigiese al Comisionado que estas Provincias se incorporen a las del Brasil se opondrá abiertamente manifestando que sus instrucciones no se extiende a este caso, y exponiendo cuantas razones se presenten para demostrar la imposibilidad de esta idea, y de los males que ella produciría al Brasil. (Pero si después de apurados todos los recursos de la política y del convencimiento insistiesen en el empeño, les indicará [como una cosa que sale de él, y que es lo más tal vez a que podrán prestarse estas provincias] que formando un estado distinto del Brasil, reconocerán por su monarca al de aquél mientras mantenga su corte en este continente, pero bajo una Constitución que les presentará el Congreso; y en apoyo de esta idea esforzará las razones que se han apuntado en las instrucciones que se le dan por separado de éstas y demás que puedan tenerse en consideración). Mas cualquiera que sea el resultado de esta discusión lo comunicará inmediatamente al Congreso por conducto del Supremo Director”. (5)
Este hecho demuestra que la minoría unitaria de Buenos Aires consideraba que el país carecía de los medios necesarios para realizar el pensamiento de Mayo, y explica su impresionante impasibilidad ante la desmembración territorial.
El monarquismo imperante en Buenos Aires desde las postrimerías del Triunvirato dista mucho de ser una exagerada leyenda, un “subterfugio diplomático” para ganar tiempo, una “simulación” para salvar la independencia, como se ha pretendido y asume formas precisas y caracteres profundos bien distintos de los que habitualmente se le atribuyen.
Belgrano de vuelta en Buenos Aires de la misión que juntamente con Rivadavia lo llevara a Europa, informa al Congreso lo siguiente:
“…Segundo, que había acaecido una mutación completa de las ideas en la Europa en lo respectivo a la forma de gobierno: Que como el espíritu general de las naciones en los años anteriores, era republicarlo todo, en el día se trataba de monarquizarlo todo: Que la nación Inglesa con el grandor y majestad a que se ha elevado, no por las armas y riquezas, sino por una constitución de Monarquía temperada había estimulado a las demás a seguir su ejemplo: Que la Francia la había aceptado: Que el Rey de Prusia por sí mismo, y estando en el goce de un poder despótico había hecho una revolución en su reino, y sujetándose a bases constitucionales, iguales a los de la nación Inglesa; y que esto mismo habían practicado otras naciones”.
“Tercero, que conforme a estos principios en su concepto la forma de gobierno más conveniente para estas provincias sería la de monarquía temperada“. (6)
Y en la sesión secreta del 12 de noviembre de 1819 el Congreso resolvió aceptar la forma monárquica de gobierno admitiendo como monarca de estas provincias, el príncipe adquirido en Europa por Don Valentín Gómez.
El acta respectiva dice así:
“Reunidos los señores Diputados en la Sala de Sesiones a la hora acostumbrada, los Señores Diputados encargados en comisión de formalizar el proyecto de las condiciones bajo las cuales había de admitirse la propuesta hecha por el Ministerio de Negocios Extranjeros de París para establecer en las Provincias Unidas una Monarquía constitucional cuyo punto había sido ventilado con la mayor detención en las tres sesiones anteriores, y resuelto en la última la admisión de aquél condicionalmente, hicieron presente a la Sala hallarse en estado de dar cuenta de su comisión. Leído por tres veces el proyecto que presentaron por escrito, se hicieron en general algunas observaciones y se procedió enseguida a considerar separadamente cada condición de las nueve que aquél contenía…”
“Se examinaron por su orden la tercera y cuarta condición y fueron aprobadas en los términos siguientes: 3°. “Que la Francia se obligue a prestar al Duque de Luca una asistencia entera de cuanto se necesite para afianzar la monarquía en estas Provincias y hacerla respetable…4°. Que estas Provincias reconocerán por su monarca al Duque de Luca bajo la constitución política que tienen jurada; a excepción de aquellos artículos que no sean adaptables a una forma de gobierno monárquico hereditaria; los cuales se reformarán del modo constitucional que ellas previenen”. (7)
La “máscara” de Fernando VII se transformaba por imposición directorial en un rey de carne y hueso.
En el libro “Rivadavia y la simulación monárquica”, editada por la Junta de Historia y Numismática Americana, su autor Don Carlos Correa Luna pretende que las gestiones de Rivadavia y Belgrano no fueron otra cosa que una “habilísima simulación” para salvar la Revolución de Mayo. Don Vicente Fidel López, por su parte, las llama “vergonzosa comedia”.
En presencia de estas actas secretas y de las instrucciones Reservadas y Reservadísimas, redactadas y votadas para los “de casa”, no es lícito hablar de simulación. Era mucho simular. Pero si Rivadavia, Belgrano y Valentín Gómez estaban realmente representando una comedia, es de justicia reconocer que actuaron con tanta eficacia que lograron desencadenar a las Provincias contra Buenos Aires.
El mismo día, 12 de noviembre de 1819, que en Buenos Aires el Congreso Nacional daba principio de ejecución a sus proyectos monárquicos votando, como queda probado, la aceptación del Duque de Luca para monarca de las Provincias Unidas del Río de la Plata, en el otro extremo del país Don Bernabé Aráoz derrocaba al gobernador directorial y asumía el mando de su provincia que a poco convertiría en “La República Independiente de Tucumán”.
Nuestras guerras civiles se reducen en lo principal, siendo lo accesorio lo que en ellas puso la pasión o el interés local, a la lucha por imponer su predominio, entre estas dos tendencias: la unitaria-monárquica representada por los hombres de Buenos Aires y la republicana-federal que sostenían los núcleos provinciales por medio de sus gobernadores o caudillos que ellos mismos se habían dado.
El proceso de esas luchas se había mantenido latente, diferido podemos decirlo, a la necesidad de combatir unidos por la gran causa de la independencia. San Martín, con muy buen criterio, prefirió combatir a los realistas que bajar al litoral a presentar batalla a la montonera.
Y cuando la independencia se hubo consolidado por esta “desobediencia”, los federales-republicanos “invadieron la provincia de Buenos Aires para libertarla del Directorio y del Congreso que pactaba la coronación de un príncipe europeo en el Río de la Plata contra la opinión de los pueblos”, y al materializar victoriosamente su oposición en la Cañada de Cepeda, su doctrina adquirió forma precisa en el Tratado de Pilar.
El motín de Arequito, primera sublevación en masa de un ejército nacional, es seguramente el hecho más importante de nuestras guerras civiles, que al restar la fuerza al Supremo Director, hizo posible el triunfo de las montoneras en Cepeda y la desaparición, para siempre, de las pretensiones unitario-monárquicas. Y no puede dudarse, de que sus funestos errores, lógico fruto de su permanente divorcio con la masa popular en la que nunca creyó y siempre despreció sinonimándola con la barbarie, conducían fatalmente a la disolución nacional, este hecho precipitó en forma incontenible los acontecimientos.
Su causa determinante no fue otra que la enunciada por uno de sus principales autores, el general José María Paz: “Entre tanto; ¿qué se proponía el gobierno abandonando las fronteras del Perú y renunciando a las operaciones militares, tanto allí como en los puertos del Pacífico? ¿Era para oponerla a algunos cientos de montoneros santafecinos, o para apoyar la coronación del Príncipe de Luca?”
A raíz de la sublevación de Arequito: “Luego que en Córdoba se supo el cambio del ejército, el Gobernador Doctor Don Manuel Antonio Castro abdicó el mando y fue elegido popularmente el Coronel Don José Díaz como Gobernador provisorio. Casi al mismo tiempo, y sin que hubiera habido acuerdo ni la menor combinación, sucedía en Santiago del Estero el movimiento que colocó en el mando al Coronel don Felipe Ibarra, que rige hasta hoy en aquella provincia, y en San Juan se sublevaba el batallón núm. 1 de Los Andes. El Coronel Alvarado ocurrió desde Mendoza con el Regimiento de Granaderos a Caballo, para sofocar la rebelión, pero tuvo que volverse de medio camino y ganar Chile a toda prisa, temeroso de que se comunicase el contagio. En Mendoza y demás pueblos hubo también cambios de gobierno, reemplazando a los nombrados por el Gobierno Nacional, los elegidos por el pueblo. Los pueblos subalternos imitaron a las capitales y se desligaron enseguida constituyéndose en provincias separadas. De este tiempo data la creación de las trece que forman la República, hasta que vino a aumentarse este número con la de Jujuy, que se separó últimamente”.
A lo referido por el General Paz, quien ha escrito lo que antecede en sus MEMORIAS, hay que agregar la “República Independiente de Tucumán” de don Bernabé Araoz, la Provincia de Santa Fe, los Litorales y la Oriental, con que el Patriarca de la Federación, el Supremo Entrerriano y el Protector de los Pueblos Libres, habían combatido exitosamente la política extranjerizante del Directorio.
Con el triunfo de las armas federal-republicanas, desapareció para siempre el gobierno nacional unitario de los primeros años, el que a pesar de sus transformaciones sucesivas -Junta de Mayo, Junta Grande, Triunvirato y Directorio- y de estar desempeñado y asesorado por los “hombres de las luces” –Moreno, Rivadavia, Pueyrredón, etc.- no logró en el decenio de su predominio, 1810-1820, imponer ni prestigiar su autoridad, ni dar cohesión propia al inmenso territorio bajo su mando.
Tal es la causa, sin que esto importe negar la existencia de otros factores concurrentes, de la acefalía nacional y de los acontecimientos que la historia escrita por los hombres de Buenos Aires, desvirtuando intencionalmente su profundo significado, denomina erróneamente “Anarquía del Año XX”, cuya consecuencia inmediata y trascendental fue la consolidación del federalismo.
No hubo tal anarquía, a no ser que se dé este nombre al desorden y desconcierto de la minoría unitaria monárquica ante la inminencia de su derrota. En el año XX las ciudades del interior enfrentaron decididamente a Buenos Aires y definieron a favor de los republicanos la lucha entre las dos tendencias en que se había bifurcado la Revolución de Mayo.
Por lo demás, en caso de haber existido ésta realmente, una anarquía triunfante supone siempre del otro lado un gobierno impotente o desprestigiado. La historia es la depositaria de la reputación de los hombres del pasado, no es posible entonces, lícitamente, seguir imputando la responsabilidad histórica de esta guerra civil a los “anarquistas” Artigas, Ramírez, López, Bustos, etc., que en realidad no hicieron otra cosa que acaudillar al pueblo en su legítima rebelión contra los hombres de Buenos Aires que pretendieron frustrar su destino.
Y la antigua inmensidad virreinal cuya “autoridad superior” asumiera en fecha memorable la Junta de Mayo, se desmembró exactamente a los diez años, en numerosas “soberanías” independientes entre sí, quedando como único vestigio de la omnipotencia de Buenos Aires, una precaria y provisoria delegación para los asuntos internacionales y de Paz y Guerra.
Así nació y se desarrolló nuestro federalismo. Buenos Aires había emancipado de España el Virreinato del Río de la Plata y las comarcas que integraban a éste se independizaron, a su vez, de Buenos Aires.
Notas:
1) Con ser aparentemente sinónimas ambas denominaciones, el Estatuto Provisional era típicamente unitario y el Reglamento Provisorio de tendencia provincialista.
2) Los diputados venidos a Buenos Aires en virtud de la circular citada, reclamaron su inmediata incorporación a la Junta, invocando entre otras, la siguiente razón: “La capital no tiene títulos legítimos para elegir por sí sola gobernantes que las demás ciudades deben obedecer”. Es de hacer notar que el diputado, que lo era el Deán Funes decía ciudades y no provincias. Esta palabra se usaba entonces, como sinónimo de comarca.
3) A. Saldías, “La Evolución Republicana durante la Revolución Argentina”. Página 57. Buenos Aires 1906.
4) Clemente L. Fregeiro, “Estudios Históricos sobre la Revolución de Mayo”. Edición de la Junta de la Historia y Numismática, Tomo VII, página 100.
5) “Asambleas Constituyentes Argentinas”, Tomo I, pág. 500. Lo contenido entre doble paréntesis fue suprimido en sesión del 27 de octubre de 1816, Pág. 512.
6) “Asambleas Constituyentes Argentinas”, Tomo I, página 482.
7) “Asambleas Constituyentes Argentinas”, Tomo I, pág. 576.
* Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas n° 6, Buenos Aires, Diciembre de 1940.