Dos tareas primordiales ha
debido acometer Rosas en el orden provincial: restablecer la confianza y
restaurar la hacienda pública. A ellas obedece la elección de su ministerio,
formado de hombres expectables. Guido y Balcarce han sido ministros de Dorrego:
significan una continuidad. Por lo que se refiere a García, si bien sus
antecedentes políticos no parecían recomendarlo, cabe advertir que se ve en el
no tanto al diplomático infortunado, cuanto al experto ministro de Rodriguez y
Las Heras, al técnico de las finanzas que ha dado prueba de su competencia en
momentos difíciles. Su presencia en el ministerio tiene el objeto aparente de
apaciguar y provocar la adhesión al nuevo régimen de un sector importante de la
burguesía urbana y del comercio ingles. Significa una garantía de que en las
materias de su incumbencia no se harían, por el momento, cambios peligrosos.
No obstante la adhesión
popular al nuevo gobierno, la conspiración unitaria continuo en los primeros
tiempos, estimulada por los éxitos de Paz en el interior. La represión se limitó
empero a lo estrictamente indispensable, como las medidas referentes a la
tenencia y venta de armas, quedando en la ciudad sin ser molestados los hombres
no esencialmente comprometidos del decembrismo, salvo su natural eliminación de
los cargos públicos que desempeñaba.
Rosas recorrió
personalmente los departamentos del norte de la provincia para enterarse de sus
necesidades y se ocupó de la reorganización de la justicia de paz de la ciudad
y campaña, a la que daba especial importancia por su relación inmediata con la
población de escasos recursos. Reorganizó asimismo la policía dividiendo en
nuevas secciones la urbana y la rural, y dictó diversas disposiciones que
mostraban la intención de atender a muchos problemas rurales descuidados hasta
entonces por los gobernantes urbanos del tipo de Rivadavia, como las referentes
al uso de los animales “reyunos” (cuya designación se cambio por “patrios”), el
transito sin pasaporte y los derechos de pontazgo.
Por las exigencias de la
guerra y la vigilancia de las fronteras del sur, debió efectuar varias
delegaciones del mando en sus ministros, con quienes se mantenía en constante
comunicación epistolar. De acuerdo con la concepción paternalista que se ha
hecho del gobierno, piensa en todo y se interesa por los ramos mas dispares:
desde la provisión desde los cargos judiciales (nombra en la Cámara de Apelaciones
a los miembros mas prominentes del foro como Castro, Tagle, Anchorena, López y
Arana), hasta la reparación de iglesias a cargo de su peculio personal. En esta
materia, se muestra dispuesto a reaccionar contra la tradición liberal y masónica
que tantos males ha causado. Sabe que el país atraviesa por una crisis moral,
que exige remedios del mismo orden, los que solo pueden venir de la Iglesia. Por eso procura la reanudación
de los vínculos con la Santa Sede ,
levanta templos en la campaña y no pierde oportunidad de mostrar su acatamiento
a la Fe heredada.
Sus soldados han de ir a misa en formación para mostrar a Dios “la veneración
que marca la ordenanza”. Se escandaliza del descuido anterior a esta materia.
“¡Como se ha minado por nuestros gobiernos, padrino, la religión santa de
Jesucristo, la religión de nuestra tierra!” – le escribe al cura Terrero-
“ahora será distinto -afirma– todo ha de ir bien porque el ejemplo puede mucho”.
Como afirmación del espíritu
nacional y su voluntad de independencia declaró fiesta solemne el 9 de
Julio, y decidió que no se admitiesen cónsules
de ninguna nación que no hubiesen expresamente reconocido dicha independencia.
Al mismo tiempo se
ocupaba, con la hábil ayuda de García, en la restauración de las finanzas. En
1829 solo se habían recaudado ocho millones de pesos y los gastos ascendían a veintitrés.
La practica de las emisiones sin respaldo había desvalorizado pronunciadamente
la moneda. Esto no se debía a la mala administración, sino a la gran sequía que
asolaba la provincia desde 1827 y cuyas consecuencias contribuían al malestar político.
Unos cuantos meses de administración ordenada y las primeras lluvias bastaron
para devolver la confianza a los capitalistas y restablecer el crédito. Se
reanudó el comercio internacional y las rentas de la aduana subieron, si bien
el mercado se inundó de mercadería extranjera.
Esta última
circunstancia, había de provocar un nuevo brote de resentimiento contra Buenos
Aires, que dificultaría la tarea inmediata de Rosas, ya que esa política
comercial no era más que la continuación que la de Rivadavia, favorable al puerto único a expensas del
interior. El gobernador de Corrientes, Ferre, protestó contra “el comercio del
extranjeria”. Rosas lo mantuvo, sin embargo, porque ello significaba la
financiación de la guerra inminente y porque no podía, por lo demás, renunciar
al privilegio de que gozaba su provincia por razones de situación, sin una
compensación equivalente.
Con la terminación de la
guerra civil se habían abierto las vías para la unión; pero esta no se había
consumado en los hechos. Quedaba un país profundamente dividido y receloso,
cubierto de heridas todavía sangrantes. El pacto federal era un simple
instrumento legal, lleno de sabias previsiones, entre ellas las relativa a la
formación de la autoridad nacional que faltaba; pero su aplicación constituía
un camino bordeado de peligros a causa de las pasiones encendidas y los
intereses contrapuestos. La delegación
de las relaciones exteriores en el gobierno de Buenos Aires representaba un
comienzo de unidad. Pero, ¿Concederían las provincias esa delegación sin
condiciones? El gesto hosco de Ferré anunciaba que no. En todas partes empezaba
a alzarse el clamor por la reunión del congreso, que los unitarios infiltrados
coreaban, tratando de introducir cizaña en las filas poco coherentes del federalismo triunfante y entre
las personas de sus tres jefes de primer plano – Rosas, Quiroga y López – o de
sus lugartenientes Ferre, Ibarra y Reinafe.
*Palacio, Ernesto. Historia de la Argentina.
Ed. Abeledo-Perrot. Libro III. Cap XVI . Pag 302 a 304