Por: Vicente Sierra
No sabríamos a quien
atribuirle aquello de que África comienza en los Pirineos. La boutade –la llamamos así por que huele a
producto galo- está más cerca de haber formulado un agudo juicio histórico de
lo que pudo suponer su autor. Es exacto, por de pronto, que si por Europa habría
de entenderse ese conjunto de armónicas estupideces –según la adjetivación de León
Daudet- que dio tono al siglo pasado, Europa terminaba verdaderamente en los
Pirineos. Liberales, racionalistas, positivistas, socialistas y hasta los
pintorescos librepensadores, no fueron en España sino valores de segunda mano. Lo
mismo ocurrió en Hispanoamérica. Algo así como una incapacidad fisiológica de
la raza hizo que no se diera un solo escritor de tales tendencias que no fuera
un repetidor, incapacitado para toda creación, de autores de allende el Pirineo;
mientras que al mismo tiempo surgían, como expresión de la vitalidad de los
motivos eternos de la Hispanidad, siempre renovados, figuras señeras y señoras
como la de Menéndez y Pelayo, Balmes, González Aristero, Vazquez de Mella,
Donoso Cortes y otros. En la literatura de América se destaca una autentica
obra maestra: Martin Fierro, de José Hernández, obra de neto pensamiento, forma
y fondo racial, que no es sino una dura crítica a la ruptura del equilibrio social
que España implantó en América durante el siglo XVI y el Liberalismo destruyó
en el XIX. Tales comprobaciones nos dicen que, en este último siglo, Europa
terminaba en los Pirineos; pero en los Pirineos comenzaba América. No la América
de entonces, ávida de plagios, sedienta de patrias extrañas, que no se reconocía
a sí misma porque había renunciado a su pasado y a su legítimo destino. Pero del
mal de América no teníamos toda la culpa sus hijos. La tenia también aquella
España del siglo XVIII que renunció a ser ella misma y que, cuando en 1767
expulsó de su seno a la Compañía de Jesús, dijo a América que había renunciado
a la razón de ser del Imperio. Aquella razón de ser que afirmaron los Reyes Católicos,
Carlos I y Felipe II. El conde de Aranda, cerrado de mollera, creyó más en los
elogios de Voltaire que en la realidad del mundo hispánico.
Cuando decimos que América
comienza en los Pirineos no hacemos geografía, sino historia. Podríamos decir
que España comienza en América, y sería lo mismo. El juicio histórico no es un
simple orden de conocimientos; es el conocimiento mismo. Después de haber pasado
una sucinta revisión de la acción de España en América durante el siglo XVI,
comprendemos que lo que comienza en los Pirineos es la Hispanidad, puesto que
la siembra gloriosa de aquel siglo fructifico en pueblos que llevan impreso su
sello de manera indeleble. Y no es esta una nueva versión del parto de los
montes, sino una valoración histórica cuya trascendencia abruma por la
responsabilidad que comporta. Responsabilidad imposible de evitar, porque la
historia no se plantea problemas que no pueda resolver.
La humanidad se
encuentra dividida entre dos campos ideológicos, más se equivocan quienes creen
que es el de la lucha del proletariado contra el capitalismo, entre los restos
del demoliberalismo y las formas absorbentes del Estado, o el del encuentro de
las tantas formas bastardas con que el hombre procura esquivar la comprensión de
ciertas cosas esenciales; la lucha es entre Cristo y el Anticristo, entre el
Bien y el Mal, entre la Verdad y la Mentira, entre el Catolicismo y el
comunismo materialista, entre la Hispanidad y esa falsa Europa que termina en
los Pirineos, castigada por la gran herejía de la falsa Reforma y las
desviaciones del falso Renacimiento. Se acerca el final de los cuarenta días y
las cuarenta noches en el desierto, donde el diablo tentó a los hombres, y es
hora de decir: “¡Vete, Satanás!. También está
escrito: no tentaras al Señor, tu Dios”. Pues bien: la trinchera salvadora
del catolicismo, la trinchera de Cristo será la Hispanidad. Solo ella siente la
Fe como una milicia, porque solo en el hombre de la Hispanidad se une el
caballero al cristiano, en fusión perfecta e identificación radical,
concretadas en una personalidad absolutamente individual y señera, a la que García
Morente denominó el “caballero cristiano”.
Tal la importancia histórica que tiene el comprender que la Hispanidad comienza
allí mismo donde termina lo otro.
La reconstrucción que
la Humanidad reclama no es un problema material; es, sobretodo, una cuestión moral.
De él no se trata en la Sociedad de Naciones porque en su seno está oculto el
gran culpable: la herejía. Este siglo destaca dos hechos auténticamente legítimos:
la Revolución Rusa y la Guerra Española. La primera es hija de la Reforma; la
segunda, de la mal llamada Contrarreforma. Anverso y reverso de una misma
medalla. ¡Al aire con ella! ¡Guay de los hombres si en vez de caer cruz cae
cara! ¡Si en lugar del signo de la Redención sale el busto, en traje de calle,
de algún embalsamado tirano de oriente!
Vivimos la hora de
regresar. España supo hacerlo a tiempo, y cuando la vimos regresar, como el padre
de la parábola del hijo prodigo, los hombres de América dijimos: “Este tu hermano era muerto y ha revivido…
Menester es hacer fiestas y holgarnos”. Pero nuestro holgorio es hablar de
Hispanidad. Hasta poco antes hablamos de confraternidad hispanoamericana. Al hablar
de Hispanidad termino aquella paparrucha de que, cierto día, los pueblos de América
se sintieron mayorcitos de edad y resolvieron trabajar por su cuenta,
abandonando la casa paterna, para retornar algún día a enterrar –eso sí, piadosamente-
a los padres. Tanta tontería de tipo familiar comienza a ser sustituida por la convicción
de la identidad del pensamiento hispánico en lo fundamental, en cuyo mundo
nadie muere, ni hay padres, ni hermanos, ni hijos, ni nadie con quien
fraternizar. Por el camino de la confraternidad – que huele a masonería- se nos
quiso hacer encontrar en el futuro, pero ¿Cómo habríamos de lograrlo si habíamos
renunciado a encontrarnos en el pasado? Y ese encuentro en el pasado equivalía a
redescubrir nuestro sentido de la persona humana, nuestro amor a la libertad,
nuestro estilo de vida, nuestras normas
de conducta, nuestra comprensión de los deberes para con nosotros mismos y con
nuestros semejantes en la vida temporal, así como nuestra obligación de
asegurarnos la vida eterna. Todo esto, hasta no hace muchos años olía a rancio,
despertaba tremebundas imágenes de autos de fe y evocaba siniestras procesiones
de mojes y frailes denunciadores de hipócritas intenciones. Era la época en que
un escritor francés, refiriéndose a los americanos, decía con ingenua convicción:
“Vosotros no sois hijos de España, vosotros sois hijos de la Revolución
Francesa”, sin que el infeliz se diera cuenta que ni siquiera los franceses auténticos
tienen semejante padre. Pero América lo creyó o, por lo menos, deploró que no fuera
verdad. Paseó entonces por las rutas de la Hispanidad Ramiro de Maeztu, y dijo
que España, era una encina medio sofocada por la hiedra, a pesar de lo cual el
ideal hispánico está en pie, no era agua pasada, y no sería superado mientras
quedara en el mundo un solo hombre que se sintiera imperfecto. Porque la Hispanidad
es resultado de la desilusión y la fe. No se atrevió Maeztu a fijar el destino
de los pueblos de América, pero en genial iluminación dijo: “presumo que los caballeros de la hispanidad están
surgiendo en tierras muy diversas y lejos unos de otros, lo que no les impedirá
reconocerse”.
¡Magnifica intuición!. Magnifica,
porque es evidente que comenzamos a reconocernos. Dice el mejicano Fuentes
Mares: “Como ayer, hoy en América la Hispanidad
implica un concepto militante del mundo y de la vida. Sin duda contamos con la más
poderosa de todas las armas: son ideas que no solo se defienden solas, sino que
son activas y se imponen por sus propios méritos en las conciencias. El tono
que se emplee para enunciarlas es realmente lo de menos: el escritor de la
Hispanidad entona las ideas, pero no las crea; las rescata de los hechos de su
historia tal y como en su historia se entregan, y las hace llegar a la luz,
donde ya las ideas se defienden solas hasta imponerse y triunfar por fin. Se ha
dicho que nuestro hispanismo es agresivo porque se le compara con el de nuestros
abuelos, poseídos por franco complejo de inferioridad. Mas no es, en el fondo, que
seamos agresivos, sino que nada hay en si más agresivo y más tranquilo a la vez
que la verdad”.
Cuando nos adentramos
en la labor que España desarrolló durante el siglo XVI, comprendemos que
entonces se integró la personalidad y el ser del hombre de hispanoamerica, no
solo se integró un continente en lo material; se lo formó en lo espiritual; y
esa labor se consolidó sobre tales bases, que vanos fueron los esfuerzos realizados
para borrar sus huellas. Desparecida la riada destructora, sobre el camino
permanecieron las marcas de los que antes caminaron por él, señalando la orientación
para llegar, una vez más a donde debemos llegar. “El diablo introdujo en la Iglesia al hombre del libre albedrio”,
dijo Lutero. En Trento, por boca española se subrayó el dogma de la libertad,
es decir el de la posibilidad de colaborar en la obra divina, poniendo a salvo
la Encarnación en cada hombre, la real existencia de un cuerpo místico. En Trento
se afirmó la existencia de la libertad en la posibilidad de consistir o
resistir. Mientras Lutero decía que la Gracia encuentra al hombre corrompido y
corrompido lo deja, agregando que su acción se reduce a no otorgarle la no
imputabilidad del pecado, los misioneros de España, que no creían que la Gracia
fuera una ficción jurídica, sino una renovación vital, penetraron en las
fragosidades de las selvas americana para llevarla a los naturales, seguros de
que ella, vivificando a la naturaleza como una perfección elevaría a un ser
perfectible. Tal es la siembra estupenda del siglo XVI. Frente al mundo que se
debate en la angustia y el asco, solo los ideales de la Hispanidad ofrecen salvación.
Tenían razón Carlos I y Felipe II. Mientras los ideales que terminan en los
Pirineos continúan dividiendo, los que allí comienzan unen a muchos pueblos
dentro de lo esencial: un mismo sentido de la vida. El destino de la Hispanidad
tiene que ser, por todo eso, salvar, en el caos que se avecina, la persona
humana y, con ella, vencer al anticristo. Es el imperativo que dejaron en América,
sellado con su sangre, como un deber de conciencia. Legado que los hombres de América
deben recibir, salvo que renunciaran a su propio ser y a su propia personalidad
para insistir, por las vías del plagio, en recorrer caminos de muerte, como
fueron aquellos en que los falsos apóstoles de la política sumergieron a América
durante el último siglo. Pero muchas voces anuncian que ese peligro ha pasado. La
voz autentica del estilo de la raza vuelve a ser escuchada. Los hispanoamericanos
principiamos a comprender que Dios está en nosotros, porque Dios está en la
Hispanidad; y está en ella porque la Hispanidad –como sentido de la vida- es la
verdad. La siembra española del siglo XVI se abre en esperanzas, que dicen que América,
en las luchas del futuro, estará donde le corresponde: ¡con Cristo Rey!. Desde los
muros seculares de El Escorial, así lo ordena la voz rectora de Felipe II.
Laus Deo.
Buenos Aires. Enero de 1952. En el día de la conversión
de San Pablo.
Tomado de: “Así se hizo América”. Cap. XX. Editorial
Dictio.