Por: Ernesto Palacio
La consecuencia de este
indigenismo literario era la indefensión de los poblados y la insolencia cada
vez mayor de las tribus, que se acrecentaba a favor de las disidencias civiles.
Los doctores del gobierno solían despertar a la realidad después de cada malón
imprevisto, con matanzas, incendios y robo de mujeres y ganado, y acudían a
reforzar precipitadamente la líneas de frontera o enviaban expediciones
punitivas que siempre concluían desastrosamente en carreras agotadoras por el
vasto desierto, cuyos secretos solo el indio conocía y dominaba.
Rosas se había criado y hecho
hombre en la frontera y tenía en la sangre la tradición viva de la guerra
contra el infiel. La estancia de Rincón de López –donde su abuelo materno, don
Clemente López de Osornio había muerto víctima de un malón- era una verdadera
marca. No participaba, por consiguiente de aquellas ilusiones (que, por lo
demás, ya se habían disipado bastante) y consideraba que el problema del indio
solo se resolvería por su total sometimiento o el exterminio de los
recalcitrantes; es decir la continuación del sistema de la conquista. Durante
su actuación como comandante de la campaña había propuesto el avance paulatino
de las líneas fronterizas y el sistema mixto de negociación y rigor, que aplicó
con éxito, ganando la confianza de los caciques por el cumplimiento riguroso de
los compromisos y el castigo de las transgresiones; y se había opuesto a las
expediciones punitivas condenadas al fracaso.
Al cabo hubo de convencerse de la
insuficiencia de ese método. Los malones se habían convertido en una verdadera
industria, apoyada por intereses poderosos que contaban incluso con la
complicidad de funcionarios de la campaña: el producto de los robos se
negociaba por lo común en Chile y producía a los intermediarios pingue
provecho. Era necesario destruir en su origen el mal.
Combinó entonces con el
presidente de Chile la realización de una campaña conjunta por medio de tres
columnas convergentes. La de la derecha, al mando del general Bulnes, tendría
por misión atajar a las tribus que pasasen la Cordillera. En nuestro territorio
operaria una columna central al mando del general Quiroga (quien desempeñaría
el comando en jefe de la campaña) y otra izquierda al mando de Rosas, las que
se encontrarían junto a las nacientes del rio Negro, después de haber limpiado
de aborígenes su recorrido. El general Aldao, por su parte avanzaría hacia el
sur desde Mendoza. En sustancia, el plan previsto medio siglo atrás por el
virrey don Pedro de Ceballos.
Rosas asumió la dirección de la
campaña como jefe de la división de Buenos Aires y estableció su cuartel
general en Monte. Allí empezó a organizar su ejército, poniendo a contribución
–para suplir la reticente ayuda oficial- su propio peculio y el de sus amigos.
Contaba con la colaboración de algunas tribus aliadas, inestimable como fuente
de información y tropas auxiliares. Para que la empresa diera todos sus frutos,
agregó a ella un grupo de técnicos e ingenieros, con el objeto de que
estudiasen las características geológicas y naturales de las regiones que se
conquistasen, así como de efectuar cateos y mensuras.
El tres de abril de 1833 se puso en
macha la columna en dirección al sur. El once de mayo había alcanzado las
márgenes del rio Colorado, donde se estableció campamento, después de explorar
el territorio al Este y al Oeste con columnas parciales y sosteniendo
escaramuzas con las tribus de la zona. El naturalista Darwin, en su viaje
alrededor del mundo, llegó a ese punto a la sazón y visitó el campamento,
dejándonos testimonios en su diario de la fuerte impresión que le produjo el
jefe y de la popularidad de la guerra contra el salvaje en toda la campaña, para
cuyos habitantes no era el idílico “hermano” de logistas e ideólogos, sino el
enemigo alevoso, cruel y rapaz.
La columna del centro, entre
tanto, cuyo comando había delegado Quiroga, por hallarse enfermo, en el general
Ruiz Huidobro, había batido a las hordas guerreras del feroz cacique ranquel
Yanquetruz, persiguiéndolo hasta las márgenes del Salado. Sin medios para
proseguir, por falta de las caballadas que el gobierno de Córdoba, violando sus
compromisos, no le proveyó, debió volverse. Como represalia, participaría en la
revolución que estalló a poco contra Reinafe, para poner en el gobierno a don
Claudio Arredondo. Aunque Quiroga lo desautorizó públicamente, hubo de
atribuírsele la instigación de la frustrada intentona, dada su rivalidad con López –patrono de Reinafe- y la importancia de la
situación del centro en el pleito por la hegemonía nacional. Este episodio (al
que no eran ajenos los manejos de los unitarios emigrados, que obraban sobre el
gobernador de Santa Fe por intermedio de su ministro Cullen) debe destacarse,
porque en él se encuentra el origen inmediato de la tragedia de Barranca Yaco.
El general Aldao había seguido el
rastro de Yanquetruz. Lo alcanzó en su toldería, donde destrozó los resto de su
fuerza. De allí debió emprender la vuelta, también por agotamiento de sus
medios de movilidad.
Por lo que hace al general
Bulnes, no pudo terminar su misión por el estallido de una revolución en
Santiago. Después de haber colaborado breve tiempo, impidiendo el paso de la
Cordillera a las tribus acosadas de este lado, se vio obligado a firmar una paz
con los ranqueles de los valles del sur, dejando allí un foco de infección y un
vivero de malones futuros.
Rosas seguía su marcha hacia el Rio
Negro, divididas sus fuerzas en columnas parciales. El 26 de mayo obtuvo el primer
triunfo importante. La columna al mando del general Pacheco destruyó
completamente, cerca del Choele-Choel, a la tribu del cacique araucano
Pallayrén, que le ofreció combate, matando al cacique y a casi a todos los
indios de pelea.
Se mandaron de allí destacamentos
hacia la cordillera, con el objeto de completar las operaciones que habían
dejado inconclusas Bulnes, Aldao y Ruiz Huidobro.
En estas circunstancias tendría
Rosas la primera noticia de los extremos a que llegaba contra su persona la
hostilidad del gobierno de Balcarce, con quien se habían enfriado sus
relaciones por muestras repetidas de reacción contra su política, instigadas
por la fracción liberal. Por infidencias de unos indios aliados, supo que desde
la capital se los incitaba a la sublevación. Intimados por el general en jefe,
los caciques Catriel y Cachul le ratificaron su adhesión y mandaron lancear a
los caudillos promotores de rebeldías. En conocimiento de que muchos oficiales,
también por intrigas de la capital, se manifestaban descontentos, Rosas los envió
de vuelta. No quería, según dijo en esa ocasión, “tener en el ejército hombres que no cooperasen de corazón a la obra
grande que se proponía llevar a término, costase lo que costase, de dejar
aseguradas las fronteras de la provincia".
Las operaciones prosiguieron con
gran energía. El general Pacheco remontó ambas márgenes del rio Negro y
destruyó las tolderías del fuerte cacique Chacori. Otra columna liquidó la
indiada brava del cacique Pitrioloncoy. La misma división atacaría a nado la
isla Choele-Choel, acuchillando a los salvajes que se habían refugiado en ella
y aprisionando multitud de familias. En los cerros próximos se dio cuenta del
resto de los fugitivos.
Las fuerzas destacadas hacia el
norte, en el territorio de los ranqueles, cumplían entretanto la operación de
limpieza que debía haber realizado la columna del centro, destrozando al sur de
San Luis las indiadas de guerra del cacique Yanquiman, al que se habían plegado
los restos de la tribu de Yanquetruz. Por la parte sur del rio Negro, la
columna al mando del mayor Ibañez anulaba a los últimos guerreros que quedaban
en las inmediaciones bajo el cacique Cayupan, a quien alcanzó y mató antes de
que pudiera refugiarse en Chile. En la campaña total se habían liquidado más de
diez mil indios de guerra y rescatado cuatro mil cautivos.
A continuación Rosas regresó con
su división a Napostá, dejando guarniciones en Choele-Choel, en el cuartel
general del rio Colorado, en las márgenes del Negro y en los puntos donde antes
se establecían fortines. De allí intimó a los indios borogas (que habían celebrado
un pacto con él y no lo habían cumplido, continuando en sus depredaciones) a
que devolvieran los cautivos y haciendas que tenían en su poder. Como se
negaran, atacando a la partida que llevaba el mensaje, mandó sobre ellos
algunos escuadrones veteranos que los exterminaron, matando más de mil indios
guerreros y rescatando todo lo robado. Era la última indiada rebelde que
quedaba. Los tehuelches y los pampas de Catriel y Chacul estaban sometidos. El peligro
del indio no existía ya y no se volvería a hablar de él sino incidentalmente
durante los veinte años de gobierno del Restaurador.
*Tomado de: Ernesto Palacio. Historia de la
Argentina. Libro III, Cap. XVII. Decimoséptima edición. Ed Abeledo Perrot.
Excelente artículo
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