jueves, 20 de junio de 2024

Belgrano y la bandera argentina

 


Prof. Andrea Greco de Álvarez

      Hace 80 años un gran escritor argentino Eduardo Mallea en un libro llamado “Historia de una pasión Argentina” escribió acerca de las características del hombre argentino resumiendo nuestras mejores condiciones: la hombría, el sentido caballeresco del honor, la generosidad, el desprendimiento, la libertad creadora y la exaltación severa de la vida. Pero también nota el autor el enfrentamiento inevitable entre dos clases de Argentina contrapuestas e inconciliables: la visible y la invisible. Mallea definía así dos tipos humanos opuestos: el argentino visible es el falso, el inauténtico, el chanta, para decirlo en términos populares. Mientras que el otro, el argentino invisible es el del hombre que vive en esta tierra, “que la prueba, la hiere, la trabaja y la fertiliza”. Es ese hombre en el que hay hombría. “Hasta sus manos son raíces”. En estos hombres encuentra un sentido de la existencia al que llama “exaltación severa de la vida”. Exaltación que significa el acto de elevar. Este acto de elevarse, de elevarse por una idea, por una experiencia, por una fe, el poder exaltarse es lo que más distingue al hombre del resto de las especies vivas. Exaltarse es generalmente un acto espiritual, y “si a esto se agrega la circunstancia de la severidad -es decir: de ánimo que piensa sin trivialidad y obra consiguientemente- …es exaltación trascendente”. Esos argentinos invisibles que Mallea ha visto a lo largo y a lo ancho del país, debajo de la corrupción y la farolería mediática de la argentina visible, esos los auténticos son los que han continuado el espíritu de aquellos que “hicieron” este país.

         Porque la Argentina, aunque hoy quieran hacernos creer otra cosa, se formó en el tronco de la hispanidad que llegó aquí en 1500 con sus capitanes, sus misioneros, sus nobles, sus soldados y sus artesanos. Nació de la mano de aquellos hombres, como Saavedra o San Martín, que sostenidos por una fe y por altos ideales lucharon contra el liberalismo que Francia e Inglaterra imponían al mundo y que se entronizaba en la propia España. Nació cristiana y nació mariana, con aquellos que le dieron la independencia, con Belgrano que hizo que nuestra bandera tuviera los colores del manto de la Virgen Inmaculada, con aquellos que tuvieron a la Virgen como Señora de la Merced o como Señora del Carmen por patrona de los Ejércitos que nos dieron la libertad. Esos hombres como San Martín y Belgrano que no se avergonzaban de llevar el Escapulario, de rezar el rosario enfrente de sus tropas. O recomendar a sus soldados como lo hizo Belgrano en 1816 qué era lo verdaderamente  importante en esas horas difíciles, cuando escribió: “no olvidéis que el Patrono del ejército que componéis es la Santísima Trinidad y vuestra Generala Nuestra Señora de las Mercedes”. Esos fueron los que dieron origen a la Argentina. La Argentina nació con una cultura y una ética hispánica y católica, cristiana y mariana. Después vinieron los doctorcitos liberales y masones, los hombres de las logias y el puerto, de espaldas al país y de cara deslumbrada hacia las grandes naciones del mundo anglosajón.

         La verdadera Argentina, la auténtica, la invisible es la de aquellos hombres como Belgrano que vivieron “la exaltación severa de la vida” en medio “del infortunio, del mal o del bien circundante, del fracaso o del gozo, de la repentina contingencia, cualquiera fuera el desastre o el éxito”. Como demostró Belgrano cuando en el frente paraguayo fue intimado a rendirse ante lo cual respondió: “Las armas no se rinden en nuestras manos. Dígale a su jefe que si las quiere que venga a quitárnoslas cuando guste”. E inmediatamente ordenó atacar con ese pequeño puñado de valientes al son del tambor que tocaba un niño de 12 años, conocido como el tambor de Tacuarí. Dios premió la grandeza moral de ese hombre por eso le concedió la victoria.

         Exaltación severa de la vida, en el triunfo o en la derrota. Cuando años más tarde fuera amargamente derrotado en Vilcapugio y Ayohuma, el ejército volvía sediento, hambriento, desmoralizado. Un oficial buscaba al general Belgrano sin poder hallarlo en la caravana. El oficial lo buscaba a caballo, cuando lo encuentra su general venía a pie. El oficial creyendo que le habrían matado el caballo, le ofrece su cabalgadura. Pero Belgrano le dice: “No es propios que el general vaya a caballo cuando hay heridos que necesitan transporte”. Aquel ejército marchaba compacto y unido a pesar de la desgracia porque a su mando marchaba no sólo un militar sino un hombre cuya tremenda fuerza espiritual no era fuerza de hombres sino la fuerza de Dios.

      Jurar fidelidad a la bandera argentina significa comprometerse a defender a la Patria que nuestra bandera simboliza, defender su integridad, defender su soberanía territorial, cultural, política y económica. Significa asumir el compromiso de sostener esa bandera que nos distingue y sostener el honor y la dignidad de la Patria.

         En aquellos años difíciles en que la Patria nacía, con el esfuerzo de todos, Belgrano creaba el símbolo que debía distinguir a la Argentina. Y al enarbolarla por vez primera, el general Manuel Belgrano pidió a aquellos soldados que juraran defenderla con su vida. Así les dijo, entonces, Belgrano:

La Patria está en peligro inminente de sucumbir. No todo está perdido, en nuestras manos aún flamea la bandera de la Patria. ¡Jurad no abandonarla! ¡Jurad sostenerla hasta arrollar a nuestros enemigos! ¡Nuestra sangre derramaremos por esta bandera!”

         En nuestros tiempos la Patria también está en peligro, los peligros son distintos pero ciertamente necesita el mismo coraje y valentía que en aquellos tiempos para que podamos, con el esfuerzo de todos, ponerla nuevamente de pie. ¡Viva la Patria!

 


martes, 7 de mayo de 2024

MAYO EN LA CAPITAL*

 

Por: Federico Ibarguren

La gente, al oír pronunciar el término revolución, asocia la palabra a escenas necesariamente terroríficas y termina, desde luego, espantada. La modificación del “statu-quo” personal —aunque sea sin riesgo de vida— es algo cuya sola posibilidad hace temblar de miedo al burgués. Vivir al día, en la incertidumbre, jamás hará feliz a un buen padre de familia. ¡Está tan lejos él de quienes, por su situación social o económica, nada tienen que perder con un cambio de régimen! Porque el burgués en general es anti-heroico por definición.

Otros, con menor proporción de bienestar doméstico, más inquietudes idealistas o resentimientos, buscan la revolución a marchas forzadas para encaramarse en su cresta —a costa de los hasta ayer satisfechos— ejecutando, desde arriba, su terrible venganza o ensayando, intransigentes, toda clase de hipótesis redentoras sin tener en cuenta la realidad ambiente.

La incomprensión, el odio o el fanatismo de entrambos grupos, antagónicos, al romperse los diques de la cotidiana rutina por la convulsión revolucionaria, hacen imposible —en razón de su unilateralidad— la convivencia social requerida para restablecer, poco a poco, el equilibrio alterado por el sacudimiento.

Para evitar que la sociedad sucumba entre la ceguera aferrada a un pasado muerto y la demagogia de los ideólogos —forjadores de utopías, abortadores de sueños— se hace preciso que una tercera fuerza surja armonizando la tradición viva, la costumbre actual, con la necesaria doctrina reformadora de lo caduco y petrificado que ha perdido vigencia.

Pero esa tercera fuerza, sólo podrá tener estado político una vez eliminadas —en forma violenta o por desgastes incruentos— las dos tendencias extremas a que me vengo refiriendo. La batalla empeñada por los energúmenos de la novedad contra los defensores del viejo régimen, debe ser previa y pública. Y es necesario, además, que sus efectos conmuevan la fibra del pueblo todo, amenazado en su integridad por el separatismo, la guerra civil o la intervención extranjera.

La ley de las revoluciones históricas aparece, así, como la resultante de una lucha sin cuartel entre dos términos negativos de vida. Las reformas verdaderas, la reconciliación de los espíritus, el orden estable —constructivo e institucional de la comunidad—, vienen recién más tarde. En el arca frágil de todo auténtico engendramiento, las eternas semillas cuidadosamente guardadas, duermen, como por milagro —y durante bastante tiempo—, su lenta fecundidad de destino.

Los factores en juego

En 1810, aquellos dos factores que cruentamente encendieron en Buenos Aires la chispa de la Revolución de Mayo —vale decir: la lucha del viejo régimen y el nuevo sistema—, llevan, en nuestra historia, nombres propios en su comienzo: Cisnerismo y Morenismo. La tercera fuerza de equilibrio aparece enseguida, a poco de caer exhaustas y en desprestigio las tendencias nombradas; se llama Saavedrismo. Ella continúa con tal denominación, hasta las postrimerías del año 1811.

Pero vayamos por partes. Si resultó anacrónica la doctrina sentada por el Obispo Lúe en el Cabildo Abierto del día 22, quien —según nos refiere López 1— “con modales y palabras agresivos dijo que estaba asombrado de que hombres nacidos en una colonia se creyesen con derecho de tratar asuntos que eran privativos de los que habían nacido en España, por razón de la conquista y de las bulas con que los papas habían declarado que Las Indias eran propiedad exclusiva de los españoles”; no lo fue tanto la sostenida por el fiscal Villota: “hombre de altas prendas morales y jurisconsulto sumamente respetado de los jóvenes legistas que encabezaban a los patriotas”. Al pronunciarse por el mantenimiento de las autoridades constituidas, hasta tanto “los pueblos todos del Virreinato concurran con sus representantes a la capital”; para, en un Congreso, “resolver lo que corresponda a la mejor conservación de los derechos del soberano de la metrópoli”, el fiscal preparaba, con apariencias legales, un golpe de muerte a la Primera Junta electa el día 25.

Porque el interior, rancio y proteccionista, tenia viejos agravios pendientes contra Buenos Aires, que había empobrecido las industrias vernáculas por obra del régimen de franquicias fiscales iniciado con el Bando de Libre Internación dado por el Virrey Ceballos el año 1777. Antes de constituido el Virreinato —razones de orden político y militar privaron sobre las económicas—, existían al Sur de Lima dos conglomerados territoriales de características propias y régimen legal diferente: el de los pueblos rioplatenses del litoral, y el de las ciudades más antiguas y mediterráneas del Tucumán.

Ambas zonas gozaban de un régimen económico sui-generis, de acuerdo a su configuración geográfica y a la proximidad o alejamiento que los separaba de los centros poblados y más ricos del Perú. La barrera demarcatoria, la línea fronteriza que dividió aquellos mundos, rivales en potencia, cuyo origen reconocía corrientes colonizadoras distintas (llegada del Este la primera; salida del Norte la segunda), era la Aduana Seca de Córdoba, establecida en 1622 “para impedir que los productos introducidos por ingleses y holandeses en Buenos Aires —señala José María Rosa (h) en «Defensa y Pérdida de nuestra Independencia Económica»— compitieran con los industrializados en el Norte. Y que el oro y los metales preciosos no emigraran hacia el extranjero por la boca falsa del Río de la Plata”. “Hubo así dos zonas aduaneras en la América Hispana —agrega el mismo autor—: la monopolizada y la franca. Aquella con prohibición de comerciar, y ésta con libertad— no por virtual menos real — de cambiar sus productos con los extranjeros. Y aquella zona, —la monopolizada— fue rica; no diré riquísima, pero sí que llegó a gozar de un alto bienestar. En cambio la región del Río de la Plata vivió casi en la indigencia. Aquí, donde hubo libertad comercial, hubo pobreza; allí, donde se la restringió, prosperidad”.

La supremacía bonaerense durante la época colonial — escribe en este sentido Ricardo Zorraquín Becu 2— fue sin embargo demasiado breve para que el centralismo implantado con el virreinato y las intendencias echara raíces en las costumbres y se convirtiera en tradicional e indiscutido. Su elevación al rango de Capital no consiguió sofocar un antagonismo latente exacerbado con esta misma hegemonía; y la enemistad incubada durante la colonia estalló violentamente cuando Buenos Aires pretendió ejercitar fuera de las normas establecidas la superioridad que había conquistado a través de los siglos”.

La hábil maniobra Cisnerista de Villota —enfrentando a Buenos Aires con los pueblos del interior (que, como se ha visto, desde antiguo le eran hostiles), para destruir la revolución porteña en ciernes —fue lo que en definitiva azuzó al Morenismo a la lucha cruel. Ello provocó la estrepitosa caída del viejo régimen representado por Cisneros, e hizo imposible — con el apoyo de Inglaterra— toda reconciliación ulterior entre ambos bandos políticos.

Mr. Mackinnon y Moreno

Constituida la Primera Junta, las circunstancias la obligaron a aceptar, a más no poder, el principio de la convocatoria de un Congreso General del Virreinato integrado por representantes de tierra adentro, como lo propuso Villota tres días atrás.

El Cisnerismo, desalojado del Fuerte, preparaba solapadamente la insurrección general de las Intendencias contra la capital, cuya Aduana —desde su creación en 1778—, enriquecíase con la introducción de mercaderías de ultramar a costa de la miseria de sus hermanas, que debían soportar una ruinosa competencia.

Mariano Moreno, “excelente abogado del comercio inglés y patriota de última hora” —son palabras de Carlos Roberts 3—, acababa de ser nombrado Secretario del Gobierno Provisorio, cargo que aceptó sorprendido después de hondas vacilaciones, según nos cuenta su hermano Manuel. ¿Qué antecedentes ostentaba este joven de 31 años, graduado hacía poco en la Universidad de Chuquisaca donde fue a estudiar para sacerdote; relator de la Audiencia, más tarde, y defensor eficaz ante el Tribunal de minúsculos intereses de su clientela particular?

Hasta ayer nomás, había colaborado con el Virrey Cisneros en carácter de consultor privado; pues era menester dar cumplimiento —entre otras cosas— al tratado anglo-español del 14 de enero de 1809 que otorgaba a Inglaterra “facilidades” comerciales en América. Se le sabía, por otra parte, enemigo personal del caudillo Liniers —acaso por razones de política internacional—, y así lo demostró el primero de enero del año anterior al acompañar a Alzaga en el famoso motín de esa fecha, conjurado por Cornelio Saavedra. Y se le sabía también autor encubierto de la Representación de los Hacendados: alegato vehemente contra el sistema de comercio protegido, de España con sus colonias, que impedía la introducción a Buenos Aires de mercaderías extranjeras; en este caso, de procedencia británica.

A la sazón, actuaba de presidente de la Comisión de Comerciantes de Londres en Buenos Aires, el influyente Mr. Alex Mackinnon, quien, en tal carácter, tuvo oportunidad de relacionarse con el joven Moreno, contratando sus servicios profesionales. Acaso este acercamiento entre el  mercader anglosajón, agente del ministro Wellesley, y el talentoso criollo consultor del Virrey: “el primero de una larga lista de grandes abogados argentinos —señala Roberts4— que han representado profesionalmente, hasta el día de hoy, los importantes capitales e intereses comerciales ingleses”, tenga relación con la inesperada designación de este último para el importante cargo de Secretario del gobierno que reemplazaba a Cisneros. Levene, biógrafo y apologista del prócer, es quien en su obra «Ensayo sobre la Revolución de Mayo y Mariano Moreno», parece insinuamos semejante posibilidad. Así en la página 87 —tomo II del referido libro— consigna la siguiente nota: “En cuanto al nombre de Moreno —aparte de su reputación como letrado y autor de la Representación de los hacendados —existen documentos que permiten afirmar que los ingleses tuvieron intervención en los sucesos del 25 de mayo5, circunstancia que acaso haya incidido favorablemente con respecto a la personalidad de Moreno”.

En este orden de ideas, pueden exhibirse, a no dudarlo, pruebas muy sugestivas. En efecto, el 15 de marzo del año 1810, Mr. Mackinnon escribía reservadamente al honorable Secretario de Estado del Departamento de Relaciones Exteriores de Su Majestad: “Aún los más confiados, en sus esperanzas y deseos para la seguridad de España, ahora desesperan, pero ninguna medida se ha tomado para prepararse para lo peor, la voz corriente es, independencia, bajo una estrecha alianza con Gran Bretaña. Bajo cual sistema será propuesta, todavía no ha sido contemplada”. Don Alejandro no sospechaba que el “sistema” de alianza se hallaba ya documentado en un memorandum de fecha 15 de noviembre de 1809, dirigido a Wellesley por Charles Stuart, importante funcionario de su ministerio. Ese documento (Expediente 72/90 del Departamento de Relaciones Exteriores), trata de los beneficios de todo orden que obtendría Gran Bretaña apoyando las tendencias emancipadoras del rico mundo hispanoamericano. Las condiciones de la ayuda quedan bien patentizadas en esta breve e inequívoca frase, con resonancias de ultimátum: “Acceso a sus puertos, la navegación de mares hasta ahora cerrados a los europeos y la libertad de comercio en sus ríos, son las ventajas reales a conseguir...

Mariano Moreno era, sin duda, en esos momentos, el hombre fuerte que imponía orientaciones políticas al primer gobierno patrio. Y bien, el 12 de agosto, Mr. Mackinnon informaba a la Superioridad sobre las últimas ocurrencias revolucionarias, con estas palabras reveladoras: “No bien la Junta fue instalada, ella declaró, que los súbditos británicos no solamente quedaban libres de permanecer todo el tiempo que desearan (al margen —señalo yo— de las Leyes de Indias); sino también se nos anunció que gozábamos de toda la protección de nuestras personas y propiedades y una libre participación en las leyes y privilegios cívicos que ahora poseían los nativos”.

La guerra preparada por el Cisnerismo iba a estallar en seguida entre el interior del Virreinato y su Capital, con motivo del reconocimiento al Consejo de Regencia exigido por la Audiencia. Y Moreno, mientras pedía armas y prometía ventajas, privilegios y cesiones territoriales a Inglaterra —por intermedio de Matías Irigoyen, José Agustín de Aguirre y Tomás Crompton; o directamente del embajador Strangford—, mostraba a la faz de un mundo claudicante y desorientado su terrible garra de piloto de tormentas.

El Secretario de la Junta

La personalidad de Moreno no reside en el repertorio de temas revolucionarios que manejaba —en este punto adoptó las ideas del “mirandismo”—, sino más en su recio temperamento de luchador extremista. Ideológicamente, carecía de originalidad creadora. Sus doctrinas de segunda mano, nada nuevo agregaban a las ya muy divulgadas en España por la escuela liberal, con Campomanes y Jovellanos a la cabeza, el P. Feijóo y Montenegro y otros de menor categoría intelectual. Fundadas en principios generales: “nunca bien asimilados y difundidos, repugnantes en el fondo a las masas, hacían las veces de un cuerpo extraño y sin cesar provocan la resistencia de las fuerzas nacionales —ha escrito Alejandro Korn6—; no atinaron a otra cosa que traducir al español las frases jacobinas y se perdieron en la claudicación extraviada de los afrancesados o en las anticipaciones retóricas de las cortes de Cádiz”.

En América, las nuevas ideas hubieron de penetrar por imperio de “viles ministros de la impiedad francesa” —como los define Menéndez y Pelayo—; o filtradas por herejes y contrabandistas, mas que en virtud de la teoría o la enseñanza doctrinaria de la cátedra. Y lo mismo sucedió en el terreno de las concepciones económicas.

Lo que ocurría en Cádiz en 1808 (por ejemplo) era exactamente lo mismo que sucedía en Buenos Aires en 1809... En España se defendía el comercio libre con los ingleses hasta en forma irónica y faltando en cierto modo el respeto a las autoridades —anota De Gandía en un trabajo sobre el prócer de Mayo 7—; Moreno, en su célebre «Representación de los hacendados» —añade—, defendió la libertad de comercio para el puerto de Buenos Aires con los mismos argumentos y a menudo las mismas palabras de economistas liberales españoles, que defendían idéntica libertad para los puertos de la Península”.

Moreno, discípulo del canónigo Terrazas —en cuya biblioteca había leído a los enciclopedistas  y filósofos de la Ilustración—, admiraba sinceramente el «Contrato Social» de Rousseau, que se encargó de difundir en la gran aldea con prólogo suyo, no sin antes haber expurgado de la obra toda referencia anticlerical o irreligiosa. Pero aparte de sus influencias librescas que, a mi juicio no lo definen, el joven Secretario demostró poseer —y lo acreditará desde el gobierno— un indomable temperamento (aunque sin descuido de las oportunidades) y un extraordinario temple para afrontar situaciones de responsabilidad o de riesgo. Desprejuiciado y audaz, nunca faltóle valor moral en los momentos difíciles de prueba. Fue, en esto, muy superior a Miranda, aventurero impenitente, a quien, más veleidoso que el pichón platense, los aires tropicales de la tierra natal llenáronle acaso el alma de románticas utopías incurables.

Moreno era, ante todo, un espíritu nervioso pero ejecutivo, no obstante su extraordinaria sensibilidad, que, al decir de su hermano Manuel 8: “fue el más sobresaliente de todos los elementos de su carácter, y que particularmente lo distinguió en todos los pasos de su vida”. En ocasiones violento y cruel; jamás fue impulsivo sin embargo. Faltóle la virtud de ingenuidad, característica en Belgrano, que hace buenos a los hombres. Por eso, quizás, obró implacablemente cada vez que se lo permitió el enemigo que tenía por delante. Maquiavelo criollo después del 25 de Mayo, representó ese papel más por obligación moral, por deber impuesto a sí mismo, que por espontáneas inclinaciones del espíritu.

A falta de auténtica popularidad, debió recurrir necesariamente a la maniobra, a la intriga política y a la pena capital como único recurso para imponerse.

En el fondo, eran bien fríos y prácticos sus amores al margen de la ley, con Gran Bretaña, a la que favorecía “pro domo sua” desde el gobierno. ¡Contradictorio carácter!

Los artículos de «La Gaceta» que dirigió, son retóricos cuando hablan de Inglaterra y evidentemente propagandísticos. Léase en cambio la espléndida página en que, sincerándose por un momento, nos relata Moreno el estado de su ánimo ante la caída de Buenos Aires —la “gloriosa” y “conquistadora” ciudad, como él la llamó— en manos del invasor inglés: “Yo he visto en la plaza llorar muchos hombres por la infamia con que se les entregaba, y yo mismo he llorado más que otro alguno, cuando, a las tres de la tarde del 27 de junio de 1806, vi entrar 1560 hombres ingleses, que apoderados de mi patria se alojaron en el fuerte y demás cuarteles de esa ciudad”.

Y este otro brulote amenazador, donde repudia la conducta del capitán Elliot, quien había bloqueado nuestro puerto a poco de instalada la Primera Junta: “...el extranjero no viene a nuestro país a trabajar en nuestro bien, sino a sacar cuantas ventajas puede proporcionarse...miremos sus consejos con la mayor reserva, y no incurramos en el error de aquellos pueblos inocentes que se dejaron envolver en cadenas en medio del embelecamiento que le habían producido los chiches y abalorios”.

Pero ya era tarde. Moreno tenía en el gobierno sus días contados. Su política demasiado anglófila y terrorista, no podía ser, en efecto, popular. Como nunca, el pueblo de Buenos Aires, militarizado en las gloriosas jornadas de la Reconquista y la Defensa, por Saavedra y los suyos, respondía ahora al jefe con impresionante unanimidad. El Secretario, por contraste, estuvo ausente de la epopeya; fue mero espectador pasivo de los sucesos.

Esto lo inhabilitaba para ser caudillo. Además, el hombre no demostró fe en sus propias fuerzas ni en las de nuestro pueblo —para quien era un extraño—, creyendo que la salvación estaba en requerir ayuda de una gran potencia, en buscar apoyos garantizándolos comercialmente a cambio de influencias internacionales favorables a nuestra seguridad. Los fracasados planes de Francisco Miranda reverdecían, así, en las templadas tierras del Río de la Plata.

A lo antedicho venía a sumarse la inevitable pérdida de prestigio que acarreó a Moreno la sorda lucha de desgaste librada —en el Paraguay, Córdoba y el Alto Perú— contra el Cisnerismo, encarnado por figuras virreinales de la talla de Velazco, Liniers y Goyeneche. Pero tales acontecimientos merecen por su importancia en la marcha de la Revolución de Mayo, un capítulo aparte.


*Tomado del libro Así fue Mayo.

domingo, 21 de abril de 2024

LAS IDEAS POLITICAS DE LOS HOMBRES DE MAYO*

 

Por: Vicente Sierra

La Junta de Mayo contó, casi de inmediato a su formación, con la oposición tozuda de los funcionarios peninsulares, para los cuales, en el sentir popular, era lo mismo la España con Fernando VII –al cual esos funcionarios, hechuras de Godoy, no veían con simpatía- que con José Bonaparte, con tal de no perder sus puestos.

Esta injusta resistencia, unida al desarrollo de los sucesos de España y a la incomprensión de la Corte de Cádiz, determinan en la Junta de Buenos Aires un elemento de defensa que abre camino a la idea de la independencia total. En nuestro concepto, el pronunciamiento del 25 de Mayo no procura la independencia tanto como tiende a obtener formas políticas de gobiernos distintas a las que han regido hasta entonces. Es, ante y sobre todo, un movimiento contrario al absolutismo, pero lo es sin plan y sin ideas concretas propias.

Si observamos comparativamente los sucesos de España y los de Argentina, en aquellos años, advertimos una similitud extraordinaria. Hasta el hecho de que la Junta de Buenos Aires resolviera confiar las funciones públicas a nativos tiene su paralelo en las Juntas Provinciales de España que adoptaban medidas similares, respondiendo al carácter eminentemente localista de los movimientos.

Entre los testigos de los hechos de Mayo, en Buenos Aires, debe contarse a Ignacio Núñez, amigo de Moreno, e interesado en asignarle papeles de primera línea, y hombre, además, de ideas liberales. Al referirse a aquellos acontecimientos dice: “Sin debilitar el mérito que contrajeron los pocos hombres a quienes les tocó la suerte de encabezar la revolución de Buenos Aires, puede asegurarse que esta grande obra fue poco menos que improvisada y por consiguiente, que si ellos no tuvieron tiempo, ni medios de explorar y combinar interiormente los elementos necesarios para llevarla adelante, tampoco los tuvieron para prepararse relaciones con las naciones extranjeras… Desde la primera hora en que el último representante del rey de España depositó el cetro en mano de los nueve hombres escogidos por el pueblo para sustituirle la autoridad virreinal, desde esa misma hora sintieron estos nueve hombres el enorme peso que habían admitido sobre sus hombros, y los peligros que correrían ellos si se reducían a conducirla tan desprovistos como la habían principado”.

Manuel Moreno, en el libro sobre su hermano, dice: “Sería una injusticia creer que el Dr. Moreno tomó parte activa en la Revolución de su país, sin un examen serio de las causas que la producían. Sus escritos, sus avisos, y sus conversaciones habían excitado la vigilancia de los Patriotas; pero ilustrando a sus conciudadanos, jamás intentó inquietar su espíritu o promover la rebelión… Muchas horas hacía estaba nombrando Secretario de la nueva Junta, y aún estaba totalmente ignorante de ello…”.

Manuel relata de cómo le llevó la noticia a su hermano, la que lo sumió en hondas preocupaciones sobre “LA LEGITIMIDAD de los procedimientos públicos que acababan de suceder…”, y agrega: “Cuando pasado esto, llegó un individuo que había sido también nombrado para el nuevo gobierno, a consultar si debía admitir la elección. Después de un examen escrupuloso de la LEGITIMIDAD de los procedimientos del pueblo, se resolvió que era forzoso recibir los oficios que se les habían conferido”.

Pero, como lo señala Núñez, el virrey Cisneros empezó a disputar el puesto desde la noche en que sin resistencia de su parte abandonara, poniéndose al frente de los funcionarios españoles, cuya resistencia no se ocultaba, y fácil fue prever lo que podía ocurrir con los del Paraguay, Montevideo y Perú, en posesión de recursos y materiales de guerra, y de una influencia sobre los naturales poco menos que absoluta. Se procedió contra ellos y se envió a D. Matías Irigoyen ante la corte de Inglaterra. Todo esto, hasta el fusilamiento de Liniers y sus compinches, puede parecer revolucionario, si no fuera que las Juntas de España procedieron de igual manera. Comandante General de Extremadura era el Conde de la Torre del Fresno; el movimiento popular estalla, Torre del Fresno muere en manos de la multitud enardecida, se forma Junta y se envía embajador a Inglaterra. En la capital asturiana, cuando la Audiencia da a conocer los bandos de Murat, el pueblo se alza, y los oidores deben refugiarse en el Palacio de la Audiencia. El pueblo quiere matarlos, lo que evita el prestigio del Marqués de Santa Cruz de Marcenado. Se forma Junta y se organiza la guerra. Para obtener ayuda se envía un embajador a Inglaterra. Paralelo fue el levantamiento de Galicia. El Capitán General D. Antonio Filangieri trata en mala hora de ahogar el movimiento. Barrido por el pueblo se forma Junta y se envía una embajada a Inglaterra. Y así Andalucía y todas las regiones.

Sabido es que el Marqués de Casa Irujo, embajador de España en la Corte de Brasil, atacó a la Junta de Buenos Aires, acusándola de haberse formado para declarar la independencia, lo que hizo en un “Manifiesto” que fue contestado por Mariano Moreno, desde las columnas de “La Gaceta”, diciendo: “El Marqués tiene seguro conocimientos de los principios y fines de la instalación de la Junta; e instruyó esta de la pureza que se conducía, y le suministró datos irrefragables de su fidelidad a nuestro legítimo monarca el señor D. Fernando VII, de la sinceridad con que había jurado la defensa de sus augustos derechos, convenciéndolo de mil modos, que la innovación del gobierno de Buenos Aires era igual en todos sus resultados, a la que gloriosamente habían ejecutado las provincias de España, no podía reprobarse nuestra Junta, mientras se reconociesen las de aquellos, ni podíamos acceder a un paso retrógrado hacia el humillante estado colonial, del que nos acaba de extraer a la faz del mundo”.

No ha faltado quien dijera que estas frases de Moreno revelan la doble intención del pronunciamiento de 1810, desde que se refiere al estado colonial del que se había salido, pero la verdad es que Moreno no se refiere a la formación de la Junta, sino al decreto del 22 de Enero de 1809, por el cual, el supremo gobierno revolucionario de España, reconocía a las colonias ultramarinas como parte integrante de la nación, poniendo la Junta Central decidido empeño en hacer efectivo el derecho de representación que se les había otorgado a los pueblos de América; como lo revela la Real Orden de 6 de Octubre de 1809 que establecía las condiciones para ser diputado de ellas.

Moreno acusó a Casa Irujo de “haber soplado el fuego de la discordia y la guerra civil entre unos pueblos que reconocían los derechos de su legítimo monarca Fernando VII”, diciéndole que antes debió haberse puesto en comunicación con la Junta, tentando aquellos medios prudentes “a que se presentaban acreedores de los sucesos que arrancaban la proclama”. Y agregaba Moreno, poniendo el dedo en la llaga: “El marqués de Casa Irujo y esos mandones de alto rango, cuya reposición pretende por medios tan violentos, no aman a nuestro monarca con la sinceridad que han afectado; ellos proclaman diariamente al rey Fernando, pero en este respetable nombre no buscan sino un vínculo que nos ligue a la Metrópoli en cuanto sea un centro de relaciones y una fuente del poder que ejercen entre nosotros. Mientras una pequeña parte de España sostenga su rango, conserve sus empleos y sirva de escudo a su arbitrariedad y despotismo, no caerá en su boca el sagrado nombre del rey y harán servir diestramente a sus miras personales la sencillez de unos vasallos a quienes el cautiverio de su príncipe empeña a nuevos esfuerzos de su fidelidad; pero dígase que la España está perdida enteramente; que la persona el Rey tiene relaciones enteramente inconexas de las del territorio perdido; que si el francés ha ocupado una parte de la monarquía española, debemos ser españoles en la que ha quedado libre; entonces se les verá recibir con horror esos principios que antes hicieron servir a sus personas, y se les verá recibir, con escándalo, aquellas relaciones con la Península, confundiéndolas groseramente con las que deben buscar en las personas del monarca. El ministro de Estado, conde de Linares, preguntó en una sesión al marqués de Casa Irujo, cuáles eran las intenciones del virrey Cisneros para el caso desgraciado de ser sojuzgada la España; y confundido nuestro ministro con una pregunta, a que cualquier niño habría satisfecho cumplidamente, contestó con la insulsa fruslería de que nunca se realizaría aquel caso, y que si se verificaba, el virrey era hombre prudente y de mucho juicio. Hemos observado en nuestros jefes, que sufrían igual embarazo, siempre que se le hacía aquella pregunta, y este sólo hecho descubre que no procedían de buena fe en orden a la suerte y derecho de estas regiones”.

Sigue diciendo Moreno que si “quedara toda la España ocupada”, y entre paréntesis comenta: “Dios no lo permita”, la América seguirá en la misma lealtad y vasallaje al señor Don Fernando VII, mirando a los pueblos de España con los mismos ojos que miró a los españoles de la Jamaica después que quedaran sujetos a la dominación inglesa. A continuación un párrafo sustancial: “Esto es lo que exige el orden natural de las cosas, y que puede asegurarse francamente por la conformidad que guarda con todos los derechos; sin embargo, el marqués y nuestros jefes aborrecen toda la dominación extranjera, tiembla que la América llegase a constituirse a sí misma, y en la positiva exclusión que hacen de todo otro partido, prueba su adhesión al único que no impugnan, que es seguir la suerte de la Península, si queda enteramente sojuzgada a la dominación, que se ha empeñado en su conquista. El marqués sabe que no hablamos sin datos positivos, y, como calcula justamente la gran muralla que en la instalación de la Junta se ha levantado contra este infame proyecto, rabia de desesperación, y en los transportes de su cólera, prefiere una convulsión general de estos pueblos que, o los reduzca a una debilidad que algún día los haga entrar por sus ideas, o los sepulte en unos males que sean pena de la energía con que han burlado su intrigas”.

La acusación que hace Moreno a Casa Irujo y a los funcionarios peninsulares es grave, pero no caprichosa. Hay pruebas abundantes y concordantes de que como él, pensaba la mayoría. El tipo de funcionario conocido estaba dispuesto, evidentemente, a seguir la suerte de la metrópoli, con “Pepe Botellas” o con el que fuera. A reglón seguido lleva Moreno un rudo ataque al absolutismo, destacando que el pueblo piensa libremente sobre sí mismo, “y sus derechos se consultan sin los prestigios con QUE EL ABUSO DEL PODER lo envolvía”. Argumenta que Inglaterra y Brasil no permitirán nunca que el procónsul de Napoleón reine en América, aunque se apodere de toda España, por lo cual la Junta espera ser apoyada por ellas en sus gestiones y agrega: “Las potencias que no tengan un interés en nuestra ruina mirarán con asombro que los jefes de América reputen un delito la resolución de no dejarse arrastrar ciegamente de la conquista de España. Cuando convenía a sus miras manifestar al mundo la sincera adhesión de las Américas a la causa del Rey Fernando, se proclamaba la justicia de los principios que nos obligan a semejante conducta; (alusión al carácter que se dio en América a la jura de Fernando VII) y aún era éte uno de los principales baluartes que se oponían a Napoleón, y con que se les convenía retraer, de la conquista de España; sin embargo, llega el caso de que se ejecute aquella amenaza, y entonces varían de opinión, y no quieren ver en la América sino una colonia sin derechos, que debe sujetarse sin examen a la suerte de la metrópolis”. Y sigue Moreno:

No, señor marqués, ni sus esfuerzos, ni sus proclamas, ni la conspiración de los mandones separarán a la América de su deberes. Hemos jurado a Don Fernando VII, y nadie sino él reinará sobre nosotros. Esta es nuestra obligación, es nuestro interés, lo es de la Gran Bretaña y Brasil, y resueltos a sostener con nuestra sangre esta resolución, decimos a la faz del mundo entero (Y REVIENTE A QUIEN NO LE GUSTE) que somos leales vasallos del rey Fernando, que no reconocemos otros derechos que los suyos, que aunque José reine en toda la península, no reinará sobre nosotros y que la pérdida de España no causará OTRA NOVEDAD QUE LA DISMINUCION DEL TERRITORIO DEL REY FERNANDO”.

La desgracia de ser reputados los americanos poco menos que bestias, por hombres que apenas son algo más que caballos, influyen siempre alguna preocupación aún entre las personas de razón y buen juicio” Se refiere Moreno a las noticias falsas sobre triunfos españoles que en su “Manifiesto” difundiera Casa Irujo, y demuestra que sabe la verdad de lo que ocurre. Agrega Moreno que esas desgracias no le complacen pero nada se aventaja con ocultarlas, y dice: “El marqués habría empleado con más fruto sus acreditados talentos si los hubiese fatigado para inventar medios de salvar o aliviar la Patria”. Pero aún eM el caso de que las noticias de triunfos españoles fueran ciertas “¿será eso bastante para que se disuelva nuestra Junta y en caso contrario se arrojen los pueblos a los horrores de la anarquía y de la guerra civil? ¿Es posible que las Juntas de España han de seguir tranquilamente, y se ha de reputar un crimen la continuación de la nuestra? La Junta de Valencia continúa en la plenitud de sus funciones; ni reconoce al Consejo de Regencia, ni respetaba a la Junta Central mucho tiempo antes de su disolución… y el marqués elogia su fidelidad…

Posteriormente se inventó lo de la “máscara de Fernando”, que no puede ser considerada en serio. La Revolución de Mayo sería un caso único en la historia, o sea, el de una revolución que levanta como bandera aquello mismo que quiere destruir, fomentando, por consiguiente, no su éxito, sino el de la contrarrevolución. La capacidad de admitir sandeces tiene un límite también en historia. La sujeción de Fernando VII no estaba en contra de la posibilidad de un régimen político independiente de la metrópoli, y de carácter más liberal que el hasta entonces observado, y Fernando VII había despertado ilusiones que hasta lo admitían como cabeza de tal importante reforma política del imperio. En cuya disolución nadie piensa antes del 25 de Mayo de 1810, aunque puedan pensarlo, y así ocurrió, cuando la resistencia de los funcionarios, la incomprensión de los hombres de Montevideo, la conducta de Liniers, la de la Real Audiencia de Buenos Aires, y la del propio Cabildo porteño, conducen los acontecimientos por nuevos caminos, puesto que también los enemigos también se presentan defendiendo los derechos de Fernando VII.

La pérdida del libro de actas de la Junta de Mayo, que debió correr por cuenta de alguno de los hombres de la Asamblea General de 1813, que lo pidió y lo recibió, a los fines de juzgar su actuación, enterándose, al leerlo, que no saldrían de sus páginas motivos de crítica para Saavedra, pero tampoco aparecería el Moreno cuyo mito se había empezado a forjar, deja sin posibilidad de aclaración muchas cosas de aquellos días. El único documento auténticamente revolucionario sería el “Plan”, atribuido por Enrique de Gandía a Moreno y considerado un frangollo por Ricardo Levene. Pero lo curioso es que Gandía no cree que Moreno fuera partidario de la independencia, lo que está en pugna con su afirmación de que fue autor del “Plan”, mientras Levene cree que Moreno fue el alma del propósito independizador, lo que está en pugna con su afirmación de que el “Plan” no es de Moreno, y una de las razones en favor de esa tesis es que no se acomoda a sus ideas en los seis meses que actuó en la Junta. Porque no es la idea de la independencia la que agita a la Junta, sino las diferencias en la manera de considerar el problema político en sus distintas posibilidades; y es el propio Moreno quien se encarga de demostrarlo en sus artículos de “LA GACETA”, titulados “Miras del congreso que acaba de convocarse y constitución del estado”. Dice allí: “Hay muchos, que fijando sus miras en la justa emancipación de la América a que conduce la inevitable pérdida de España (adviértase que la emancipación surgía de la desesperación de España absorbida por Napoleón y no un acto de voluntad americana), no aspiran a otro bien que haber roto los vínculos de una dependencia colonial y creen completa nuestra felicidad, desde que elevados nuestros países a la dignidad de estados, salgan de la degradante condición de un fondo usufructuario a quien, se pretende sacar toda sustancia sin interés alguno en su beneficio y fomento. Es muy glorioso a los habitantes de América verse inscriptos en el rango de las naciones y que no se describan sus posesiones como factorías de los españoles europeos; PERO QUIZAS NO SE PRESENTA SITUACION MAS CRITICA PARA LOS PUEBLOS QUE EL MOMENTO DE SU EMANCIPACION: TODAS LAS PASIONES CONSPIRAN ENFURECIDAS A SOFOCAR EN SU CUNA UNA OBRA A QUE SOLO LAS VIRTUDES PUEDEN DAR CONCIENCIA; Y EN UNA CARRERA ENTERAMENTE NUEVA CADA PASO ES UN PRESIPICIO PARA HOMBRES QUE EN TRECIENTOS AÑOS NO HAN DISFRUTADO DE OTRO BIEN QUE LA QUIETA MOLICIE DE UNA ESCLAVITUD, QUE AUNQUE PESADA HABIA EXTINGIDO HASTA EL DESEO DE ROMPER SUS CADENAS. Resueltos a la magnánima empresa, que hemos empezado, nada debe retraernos de su continuación, nuestra divisa debe ser la de un acérrimo republicano que decía: MALO PERIDULOSAM LIBERTATEM QUAM SERVITIUM QUIETUM”. Ricardo Levene hace la cita poniendo punto final a la frase, pero en el texto solo figura un punto y coma, y se sigue leyendo: “pero no reposemos sobre la seguridad de unos principios que son muy débiles sino se fomentan con energía; consideremos que los pueblos, así como los hombres, desde que pierden la sombra de un curador poderoso que los manejaba, recuperan ciertamente una alta dignidad pero rodeada de peligros que aumentan la propia inexperiencia; temblemos con la memoria de aquellos pueblos que por el mal uso de su naciente libertad, no merecieron conservarla muchos instantes; y sin equivocar las ocasiones de la nuestra con los medios legítimos de sostenerla, no busquemos la felicidad general, sino por aquellos caminos que la naturaleza misma ha prefijado y cuyo desvío ha causado siempre los males y ruina de las naciones que los desconocieron”.

El sentido de estas palabras de Moreno es clarísimo. La guerra civil contra los funcionarios había comenzado; España parecía definitivamente perdida ¿no era oportuno avanzar un paso e ir a la independencia política? No la rechaza Moreno, pero le pone “peros”: no estamos preparados, dice. Si algo revela que la idea de emancipación no figuró en el ideario de Mayo, es este escrito de Moreno, que confirma de cómo el sentimiento de independencia fue consecuencia del desarrollo de los hechos, de la misma manera que en España, a pesar de su carácter tradicionalista y antiliberal, el levantamiento popular de 1808, derivó en las Cortes afrancesadas de Cádiz. Todo el artículo de Moreno tiende a demostrar que no es el momento de pensar en la independencia, por razones de orden interno e internacional; así, dice, que el despotismo había sofocado a España su viejo sentido de la libertad por lo “que en el NACIMIENTO DE LA REVOLUCION NO OBRARON OTROS AGENTES QUE LA INMINENCIA DEL PELIGRO Y EL ODIO A UNA DOMINACION EXTRANJERA”, refiriéndose al levantamiento en 1808, pero que apenas pasada la confusión de los primeros momentos, “enseñaron a sus conciudadanos los derechos que habían empezado a defender por instinto; y las Juntas provinciales se afirmaron por la ratihabición de todos los pueblos de su respectiva dependencia. Cada provincia se concentró así misma, y no aspirando a dar a la soberanía mayores términos de los que el tiempo y la naturaleza habían dejado a las relaciones interiores de los comprovincianos, resultaron, tantas representaciones supremas e independientes, cuantas Juntas provinciales se habían erigido. Ninguna de ellas solicitó dominar a otras… Es verdad que al poco tiempo resultó la Junta central como representativa de todas, pero prescindiendo de las grandes dudas que ofrece la legitimidad de su instalación, ella fue obra del unánime consentimiento de las demás Juntas; alguna de ellas continuó sin tacha de crimen es su primitiva independencia… Asustado el despotismo con la libertad y justicia de los movimientos de España, empezó a sembrar espesas sombras por medio de sus agentes; y la oculta oposición a los imprescriptibles derechos de los pueblos había empezado a ejercer, empeño a los hombres patriotas a trabajar en su demostración y defensa… por todos los pueblos de España pulularon escritos llenos de ideas liberales, y en los que se sostenían los derechos PRIMITIVOS de los pueblos, que por siglos enteros habían sido olvidados y desconocidos”. “Un tributo forzado a la decadencia hizo decir que los pueblos de América eran iguales a los de España; sin embargo, apenas aquellos quisieron pruebas reales de la igualdad que se les ofrecía, apenas quisieron ejecutar los principios por donde los pueblos de España se conducían, el cadalso y todo género de persecuciones se empeñaron en sofocar la injusta pretensión de los rebeldes, y los mismos magistrados que habían aplaudido los derechos de los pueblos, cuando necesitaban de la aprobación de alguna Junta de España para la continuación de sus empleos, proscriben y persiguen a los que reclaman después en América esos mismos principios. ¿Qué magistrados hay en América, que no hayan tocado las palmas en celebridad de las Juntas de Cataluña o Sevilla? ¿Y quién de ellos no vierte imprecaciones contra la de Buenos Aires, sin otro motivo que ser americanos los que la forman? Es decir, que Moreno parte, exclusivamente, de los antecedentes españoles para considerar la cuestión americana, y demuestra que lo que lo guía no es el afán de la independencia, sino el establecimiento de un gobierno liberal contra el absolutismo que había dominado hasta entonces. El Congreso que propone no debe elegir quién rija al país, sino dotarlo de una constitución de donde se rija. Las ideas que Moreno vierte siguen siendo españolas, algunas tomadas de Jovellanos, y responden al espíritu que, en aquellos mismos momentos, predomina en las Cortes de Cádiz. Sentemos, pues -dice- como base de las posteriores preposiciones, que el congreso ha sido convocado para elegir una autoridad suprema que supla la falta del señor don Fernando VII y para arreglar una constitución que saque a los pueblos de la infidelidad en que gimen”. Pero la devoción a Fernando tiene límites, o sea, si tratara de gobernar como su antecesor, el pueblo, que ha recuperado la soberanía por ausencia del monarca, puede prescindir de él, pues no ha realizado el de América PACTO SOCIAL alguno con él. (Este concepto revela que Moreno no entendió a Rousseau, lo que ya fue denunciado por Paul Groussac).

Si Fernando quiere seguir reinando debe aceptar las reglas que el pueblo le fije. Y para apoyarse contra los que no comprendan esa posición, Moreno pregunta: “¿a qué fin se hallan convocadas en España unas Cortes que el rey no puede presidir? ¿No se ha propuesto por único objeto de su convocatoria el arreglo del reino y la pronta formación de una constitución nueva, que tanto necesita? Y si la irresistible fuerza del conquistador hubiese dejado provincias que fuesen representadas en aquel congreso, ¿podría el Rey oponerse a sus resoluciones? Semejante duda sería un delito. El Rey a su regreso no podría resistir una constitución a que, aún estando al frente de las Cortes, debió siempre conformarse; los pueblos, origen único de los poderes de los reyes, pueden modificarlos con la misma autoridad con que lo establecieron al principio… Nuestras provincias carecen de constitución, y nuestro vasallaje no recibe ofensa alguna porque el Congreso trate de elevar los pueblos que representa, a aquel estado político que el Rey no podría negarle, si estuviese presente”.

Nos hemos extendido en las citas por la necesidad de demostrar que lo que guía a Moreno es el triunfo político de los derechos primitivos de los pueblos, no de la independencia. El españolismo de los pueblos de América es indiscutible. Una sola fue la causa de la guerra civil en España y en América. Ello explica por qué, en los puntos más alejados se produjeron, a un mismo tiempo, sin influencias recíprocas, hechos análogos. “La Gaceta de Buenos Aires”, al dar cuenta del pronunciamiento de Caracas que tuvo lugar el 10 de Abril de 1810, dice: “Si viéramos empezar aquella revolución proclamando principios de exagerada libertad, teorías impracticables de igualdad como la revolución francesa, desconfiaríamos de las rectas intenciones de los promovedores, y creeríamos el movimiento afecto de un partido y no del convencimiento práctico de una mudanza política”. Los pescadores de antecedentes vinculados a la Revolución Francesa, para explicar los sucesos que preceden en América a la guerra por la independencia, ocultan deliberadamente expresiones como la que acabamos de reproducir, por no querer reconocer la verdad de que las doctrinas de igualdad que predominan en el tradicionalismo americano tienen una antigua raigambre, católica y española.

Al referirse a la revolución de Caracas, La Gaceta de Buenos Aires, explica que los supuestos revolucionarios hispanoamericanos solo imitaban a los patriotas peninsulares en su lucha contra Napoleón, y agrega: “Pero al ver que solo tratan de mirar por su seguridad y hacer lo que todos los pueblos de España han puesto en práctica, esto es, formar un gobierno interino, durante la ausencia del monarca, o en tanto no se establezca la monarquía sobre nuevas y legítimas bases, nos parece ver en el movimiento de Caracas los primeros pasos del establecimiento DEL IMPERIO QUE HA DE HEREDAR la gloria y la felicidad del que está por perecer en el Continente de Europa a manos de un despotismo bárbaro”.

El sentimiento dominante fue el odio a Napoleón y el deseo de conservar el Nuevo Mundo fuera de su férula. La guerra surgió entre los partidarios de Consejo de Regencia y los que se declaraban por la formación de Juntas locales. Todos defendían la integridad del Imperio y se reconocían súbditos de Fernando VII; pero los que defendían el Consejo de Regencia no eran liberales, ni absolutistas, que disfrutaban de nombramientos hechos por Carlos IV y Fernando VII, y los otros, los liberales sostenían los derechos de rey pero, subordinado a normas que evitaran que el Imperio continuara sin sus viejas libertades municipales y provinciales.

La masa popular porteña expresó esos sentimientos y es así como “La Gaceta” publicaba, en 1811, con el título de “MARCHA PATRIOTICA”, una letrilla que dice así:

La América tiene

Ya echada su cuenta

Sobre si a la España

Debe estar sujeta

Esta lo pretende,

Aquella lo niega,

Porque dice que es

Tan libre como ella

Si somos hermanos,

Como se confiesa,

Vivamos unidos

MÁS SIN DEPENDENCIA

A nada conduce

La obediencia ciega

Que pretende España

Se le dé por fuerza.

¿Por qué, pues, 209

 

España Pretende grosera

Que el americano

Su parte le ceda?

EL QUIERE GUARDARLA

PARA AQUEL QUE SEASU DUEÑO,

y si no Quedarse con ella

PUES PARA ESTO SIEMPRE

JURA LA OBEDIENCIA

AL REY, NO A LA ESPAÑA,

COMO ELLA SE PIENSA

Y no debe olvidarse que esta Marcha Patriótica fue incluida en la LIRA ARGENTINA, recopilación de poesías patrióticas publicadas en 1810, que, en 1822, Rivadavia recomendó hiciera la Sociedad Literaria.

La composición de la Junta de Mayo facilita la idea de que, en su seno existieron rivalidades alrededor del problema de la independencia, más, en realidad, lo que en ella divide son las distintas maneras de encarar el problema político de organización del país. La falta de planes había determinado que se invitara a los Cabildos de interior a enviar representantes para integrar la Junta, método que, más tarde, se consideró equivocado, con lo que se procuró que estos diputados lo fueran ante un Congreso que se reuniría con carácter de constituyente. Mientras tanto, en España, las tendencias liberales han triunfado ampliamente en las Cortes de Cádiz, influyendo sobre las minorías ilustradas en Buenos Aires, en cuyo seno comienzan a agitarse las ideas que, en Cádiz, expresan los cabecillas del resurgimiento liberal. Moreno que se coloca en esa línea es derrocado por las mismas fuerzas militares que el 25 de Mayo de 1810, sin tener mayor contacto con él, lo habían elegido, y los diputados del interior entran a formar parte de la Junta, despertando la indignación de los jóvenes liberales porteños que ven en ellos elementos reaccionarios. Entra entonces a actuar la fuerza económica de la ciudad capital y se llega, en 1812, hasta agitar dos cuestiones: la de independencia y hasta la de la república, por hombres que, poco más tarde, se contarán entre los líderes del monarquismo. En el orden político, la lucha comienza a tener todos los caracteres de una guerra civil, pues hasta en el militar, son americanos los que se enfrentan en Paraguay y en el Norte. Cuando Belgrano, después de derrocar al americano Goyeneche, y al americano Tristán, concede a éste el armisticio de Salta, lo hace porque sabe que han peleado americanos en ambas líneas, y deplora que en las luchas entre hermanos se pierdan vidas preciosas.

Participamos de la síntesis de Enrique de Gandía que dice: “La guerra civil no fue desencadenada por los liberales. Es importantísimo aclarar estos hechos. Los liberales eran los tradicionalistas, los defensores del pasado y de una evolución de acuerdo con los derechos y los deseos del pueblo. Ellos nunca soñaron con revoluciones ni independencias ni guerras civiles, hasta que los absolutistas rompieron la guerra con su intransigencia y el empeño de mantenerse en unos puestos que, jurídicamente, ya no les correspondía desempeñar. Los revolucionarios fueron, pues, los absolutistas, los hombres a quienes algunos historiadores llaman realistas, cometiendo un grave error, pues realistas eran todos, sin excepción, y otros denominaban ESPAÑOLES, cayendo en un error aún más grueso, dado que muchísimo de ellos defendían el liberalismo, los derechos naturales del hombre y la formación de las Juntas locales”.

…”El primer gobierno llamado argentino tuvo por fines políticos la defensa de los derechos naturales del hombre que correspondían, por la prisión de Fernando VII, a todos sus súbditos y el propósito firme de salvar a estos mismos países de una denominación extranjera y reconocer al primer gobierno legítimo que se estableciese en España”.

Esta interpretación se ajusta a otra singularmente interesante. Al festejarse el aniversario del 25 de Mayo, en 1835, se reunió en el Fuerte a una selecta cantidad de invitados, entre ellos el cuerpo diplomático, y el gobernador de Buenos Aires, entonces Juan Manuel de Rosas, dijo las siguientes palabras:

¡Qué grande señores y que plausible debe ser para todo argentino este día, consagrado por la nación para festejar el primer acto de soberanía popular, que ejercitó este gran pueblo en Mayo del célebre año de mil ochocientos diez! ¡Y cuán glorioso para los hijos de Buenos Aires haber sido los primeros en levantar la voz con un orden y una dignidad sin ejemplo! NO PARA SUBLEVARNOS CONTRA LAS AUTORIDADES LEGITIMAMENTE CONSTITUIDAS, sino para cumplir la falta de las que, acéfala la nación, había caducado de hecho y de derecho. NO PARA REBELARNOS CONTRA NUESTRO SOBERANO, sino para preservarle la posición de su autoridad, de que había sido despojado por el acto de perfidia. NO PARA ROMPER LOS VINCULOS QUE NOS LIGABAN A LOS ESPAÑOLES, sino para fortalecerlos más por el amor y la gratitud, poniéndolos en disposición de auxiliarlos con mejor éxito en sus desgracias. NO PARA INTRODUCIR LA ANARQUÍA sino para preservarnos de ella y no ser arrastrados al abismo de males, en que se hallaba sumida la España. Estos, señores fueron los grandes y plausibles objetos del memorable Cabildo Abierto celebrado en esta ciudad el 22 de Mayo de mil ochocientos diez, cuya acta debería grabarse en láminas de oro para honra y gloria eterna del pueblo porteño. Pero ¡Ah!... ¡Quién lo hubiera creído!... Un acto TAN HEROICO DE GENEROSIDAD Y PATRIOTISMO, NO MENOS QUE DE LEALTAD Y FIDELIDAD A LA NACION ESPAÑOLA Y A SU DESGRACIADO MONARCA; un acto que, ejercido en otros pueblos de España con menos dignidad y nobleza, mereció los mayores elogios, fue interpretado en nosotros malignamente, como una rebelión disfrazada, por los mismos que debieron haber agotado su admiración y gratitud para corresponderle dignamente.

Y he aquí, señores, otra circunstancia que realza sobre manera la gloria del pueblo argentino, pues ofendidos en tamaña ingratitud, hostigados y perseguidos de muerte por el gobierno español, perseveramos siete años en aquella noble resolución hasta que cansados de sufrir males sobre males, sin esperanzas de ver el fin, y profundamente conmovidos del triste espectáculo que presentaba esta tierra de bendición, anegados en nuestra sangre inocente con ferocidad indecible por quien debían economizarla más que la suya propia, nos pusimos en las manos de la Divina Providencia, y confiando en su infinita bondad y justicia, tomamos el único partido que nos quedaba para salvarnos: nos declaramos libres e independientes de los Reyes de España, y de toda otra dominación extranjera”.

“El cielo, señores oyó nuestras súplicas. El cielo premió aquel constante amor del orden establecido, que había excitado hasta entonces nuestro valor, avivando nuestra lealtad, y fortaleciendo nuestra fidelidad PARA NO SEPARARNOS DE LA DEPENDENCIA DE LOS REYES DE ESPAÑA, a pesar de la negra ingratitud con que estaba empeñada la Corte de Madrid en asolar nuestro país. Sea, pues, nuestro regocijo tal cual lo manifestáis en las felicitaciones que acabáis de dirigir al gobernador por tal fausto día; pero sea renovado aquellos nobles sentimientos de orden, de lealtad y fidelidad que hacen nuestra gloria, para ejercerlos con valor heroico en sostén y defensa de la Causa Nacional de la Federación, que ha proclamado la república…”.

¿Qué diferencia estos conceptos de los expresados por Moreno? Sólo las palabras. El fondo es el mismo.

 

*Tomado del libro “Historia de las ideas políticas en Argentina”, capitulo 5

lunes, 25 de marzo de 2024

El nacionalismo católico y la guerra al terrorismo marxista (I)

 


Por FERNANDO ROMERO MORENO

Hace unos días salieron a la venta los dos primeros tomos del libro La verdad los hará libres, dirigida por la Facultad de Teología de la Universidad Católica Argentina (UCA), a pedido de la Conferencia Episcopal de nuestro país (CEA).

Este trabajo de investigación es el primero que se publica habiendo utilizado al mismo tiempo el Archivo de la Conferencia Episcopal Argentina y el Archivo corriente de la Santa Sede, incluida la Secretaría de Estado, el Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia y la Nunciatura en la Argentina. El tomo I se titula “La Iglesia Católica y la espiral de violencia de la Argentina entre 1966 y 1983” [1].

Aquí se responsabiliza de modo principal al Nacionalismo Católico y al “integrismo” por la violencia de los años ´70, al haber inspirado supuestamente la metodología de la represión ilegal, relativizando en cambio la gravedad que supusieron la teología progresista y el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSTM) en relación a la subversión castro-comunista, como la opción por las armas que inculcaron en gran cantidad de jóvenes argentinos, llevándolos a la muerte.

Como explica Jorge Martínez en un reciente artículo publicado en el diario La Prensa, los autores ubican en la corriente “integrista” a “la Ciudad Católica de Jean Ousset y la revista Verbo, a los padres Julio Meinvielle, Alberto Ezcurra y Alfredo Sáenz, a los libros La Iglesia Clandestina de Carlos Sacheri y Fuerzas Armadas: ética y represión de Marcial Castro Castillo (pseudónimo de Edmundo Gelonch Villarino), al Seminario de Paraná, a la revista Mikael, al Vicariato castrense, a los capellanes militares y muy especialmente a los obispos Adolfo Tortolo y Victorio Bonamín” [2].

La realidad, por cierto, es muy distinta, toda vez que el Nacionalismo Católico, además de haber hecho una seria crítica teológica, filosófica, política, jurídica, cultural, económica y financiera del terrorismo marxista, no dudó en señalar también bajo qué condiciones morales era lícito combatirlo, teniendo en cuenta que había que aplicar los principios universales del derecho natural y cristiano acerca de la guerra justa a una “guerra revolucionaria” (muy diferente de la guerra clásica o convencional).

En esta última el enemigo se ubica al margen de las leyes internacionales sobre conflictos armados, no usa uniforme, considera que el fin justifica los medios y se mimetiza con la sociedad civil, formando parte de una compleja estructura clandestina (de tipo celular, piramidal y tabicada). Como veremos, estudiar estas condiciones fue tarea que realizaron los referentes más importantes del Nacionalismo Católico, a diferencia de otras corrientes políticas que actuaron según criterios, al menos de hecho, utilitaristas, superficiales o simplemente cómplices.

Va de suyo que este análisis parte de la premisa de que la Argentina vivió una Guerra Civil de naturaleza revolucionaria, sobre todo entre 1969 y 1979, guerra provocada por organizaciones armadas marxistas-leninistas, fueran o no partidarias de utilizar al Movimiento Nacional Justicialista como “puente” hacia la “Patria Socialista”. Guerra que el Nacionalismo Católico estudió en sus orígenes, en su naturaleza, en su “modus operandi”, en su financiamiento, en sus cómplices y en sus consecuencias.

Recordemos, para contextualizar lo que estamos afirmando, que las organizaciones terroristas que operaron en la Argentina dependían directamente del Departamento América del Partido Comunista Cubano, con el apoyo de la URSS en su primera etapa. Y que, respecto de Montoneros, la Triple A y algunos sectores del autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional” existió una cierta convergencia en torno a la logia masónica Propaganda Due, también responsable de esta guerra [3].

PRINCIPIO GENERAL

Veamos ante todo un principio general, tomado precisamente del tradicionalista francés Jean Ousset, fundador de la Ciudad Católica, iniciativa adaptada a nuestra realidad por los referentes de la revista Verbo y por el Instituto de Promoción Social Argentina (IPSA), fundado por Carlos A. Sacheri. Escribió Ousset en su Para que Él reine: “Louis Veulliot [católico francés, tradicionalista y monárquico] supo protestar contra los fusilamientos precipitados [en tiempos de la Commune] y no temió reprochar a los burgueses liberales su excesiva dureza en la revancha”. Y afirmaba: “La justicia prohíbe las ejecuciones secretas... ¡Que el pueblo vea cómo se castiga al criminal, que el mismo criminal se sienta castigado! Entonces puede ser tocado por el arrepentimiento y rescatarle para la eternidad (…) Y que no se vaya más allá de lo necesario. La conciencia pública pedirá cuenta de un solo tiro de fusil que la justicia o el derecho a la legítima defensa no hayan ordenado (...)‘La fraternidad o la muerte’ es y sigue siendo una máxima revolucionaria” [4], no una enseñanza católica.

CARLOS SACHERI

No es extraño entonces que, en la misma línea, Carlos A. Sacheri, anticomunista hecho y derecho, además de mártir en la Guerra contra la subversión, repudiara la metodología criminal de combatir al terrorismo, como la que empleaban algunas organizaciones del denominado peronismo ortodoxo: “Yo recuerdo –decía Fernando de Estrada– que, cuando mataron a Silvio Frondizi, estábamos en una reunión con Sacheri y otras personas, algunas más bien de orientación liberal, que insinuaron aprobar el procedimiento, y recuerdo que Carlos se opuso cortándolos inmediatamente. Dijo que estaba mal. Que así no” [5].

Un repudio similar fue publicado en la revista Cabildo en su número 14 de junio de 1974 ante el asesinato del padre Carlos Mugica: “Todos los argentinos bien nacidos debemos lamentarnos de ésta y de tantas otras inútiles muertes producidas por razones ideológicas o por motivos dialécticos y que parecen haber introducido un nuevo estilo en nuestras prácticas políticas, estilo que vendría a echar por tierra la creencia de que vivimos en una Argentina civilizada” [6].

De modo similar se expidió esta revista ante el asesinato del diputado Ortega Peña, de conocida militancia en el peronismo de izquierda: “En el camino pues de la guerra que están organizando para que la padezca todo el país, las facciones malavenidas del peronismo, fue ametrallado el diputado Ortega Peña en el filo de la medianoche del miércoles 31 y a cuadra y media de una seccional de policía capitalina. Este nuevo crimen que provocó la muerte instantánea de su víctima, conmovió también a la ciudad. Era la primera vez que caía –destinatario ahora de sus propias reglas de juego– una figura principal de la guerrilla ideológica de izquierda. (…) Este desenfreno criminal obedece” a leyes “cruelmente sofisticadas” [7].

La aparición de bandas paramilitares que respondían al terrorismo marxista con idéntica metodología, había sido advertida y juzgada severamente por otro importante pensador y mártir del Nacionalismo Católico, el Prof. Jordán B. Genta. 

En tiempos de Lanusse, cuando ya la guerrilla hacía notar su presencia con asesinatos, secuestros, robos, etc., estando en la provincia de Tucumán, alguien le preguntó: “—¿No piensa Usted, profesor, que debemos organizarnos y armarnos, y atacar a los guerrilleros de la misma manera en que ellos nos atacan, eliminándolos ocultamente para evitar el reproche internacional y la represalia guerrillera de hoy y de mañana?”. La respuesta de Genta fue clara y contundente: “No —dijo— esa manera de actuar es inadmisible. En primer lugar y ante todo, el cristiano debe estar dispuesto a morir, no a matar; dispuesto a morir por la fe, por la patria, por la familia, por el prójimo. Debe estar dispuesto a derramar, como Nuestro Señor Jesucristo, la propia sangre, y no la sangre ajena. En segundo lugar, y si tiene que defenderse y combatir, el cristiano debe hacerlo en la luz y a cara descubierta, y no desde la sombra y con el rostro encapuchado. Además, los que tienen que desplegar la lucha armada son los integrantes de las Fuerzas Armadas de la Nación, quienes deben apresar abiertamente a los guerrilleros, deben juzgarlos públicamente según las leyes de la guerra, deben condenarlos públicamente y, si fuese posible, deben también ejecutarlos públicamente. Actuar clandestinamente es de una ruindad, una vileza y una cobardía impropias de un soldado, de un estadista y de cualquier cristiano; es algo que no se puede hacer si se es discípulo de CristoY en tercer y último lugar, la guerra sucia a los guerrilleros se la van a perdonar y los van a convertir en héroes, a ustedes no. Ustedes, en rigor, no serán perdonados, y serán, en cambio, castigados como criminales” [8]. Una respuesta profética.

La revista Cabildo no se privó tampoco de repudiar la persona y las acciones de López Rega, instigador principal de la “represión ilegal peronista” con la tapa de su número 22 en la que, junto a la foto del “Rasputín” justicialista, se estampó la frase “José López Rega: El Estado soy yo” [9], lo que le valió a Cabildo la clausura por parte del gobierno “democrático, nacional y popular” de Isabel Perón.

DOS ESTUDIOS

Mención aparte merecen dos estudios específicos acerca de cómo aplicar las enseñanzas clásicas de la Iglesia Católica sobre la guerra justa, a la guerra revolucionaria. Los franceses que combatieron contra el comunismo en Argelia hicieron el estudio detallado de esta modalidad y sus diferencias con la guerra convencional, originando la “Doctrina de Guerra Revolucionaria” (DGR) a través de referentes como Lacheroy, Trinquier, Aussaresses, Chateau-Jobert y Bigeard. Sus análisis fueron importantes para entender con qué clase de enemigo se estaba combatiendo, pero no siempre ni en todos los casos sus consejos fueron acordes con la moral cristiana.

Ese estudio, en consecuencia, debieron hacerlo en la Argentina el padre Alberto Ezcurra Uriburu, a pedido de Mons. Tortolo y el Prof. Edmundo Gelonch Villarino, discípulo de Genta, ante las consultas de militares decididos a dar guerra sin cuartel a la subversión marxista pero preocupados por ciertas prácticas que estimaban contrarias a la ley natural y divina.

El padre Ezcurra escribió entre fines de 1974 y principios de 1975 un opúsculo titulado De Bello Gerendo. Muchos años después, en el año 2007, fue publicado como libro bajo el título Moral cristiana y guerra antisubversiva- Enseñanzas de un capellán castrense [10]. El opúsculo está dividido en tres capítulos y un Apéndice: I. Principios generales (Legítima defensa, pena de muerte y guerra justa); II. La Guerra revolucionaria; III. Aspectos morales (Licitud de la Guerra revolucionaria, Respecto de los medios, Insuficiencia de la legislación represiva y Advertencias a los hombres de Iglesia).

El enfoque general respecto de la metodología contrarrevolucionaria puede advertirse en la siguiente cita que Ezcurra tomó de San Ambrosio: “Aún entre enemigos existen derechos y convenciones que deben ser respetados”, y los asuntos más complejos a los que da respuesta (siguiendo a importantes exponentes del derecho natural como del derecho internacional público) son la aplicación o no de las leyes internacionales de derecho positivo a quienes no se sujetan a ellas, la licitud de dar muerte en combate a los guerrilleros, la licitud o no de hacerlo en caso de rendición, la licitud o no de eliminar físicamente a los jefes y responsables (teóricos o militares) de la guerrilla, la licitud o no de las represalias, entre muchas otras. Y deja bien claro que nunca puede ser lícita la ejecución de los rendidos, salvo casos excepcionales y jamás sin juicio sumarísimo.

Como comentaba el Dr. Héctor H. Hernández, biógrafo de Sacheri, al analizar este opúsculo: “Ni se le pudo ocurrir al P. Ezcurra entonces que las Fuerzas Armadas adoptaran (...), como lo hicieron (cuando lo hicieron, lo digo así porque la leyenda oficial miente mucho), el procedimiento criminal de los ‘desaparecidos’ ni ninguna cosa semejante” [11]. Muy por el contrario, nos consta que el mismo Ezcurra debió interceder, aunque sin éxito, ante la desaparición de un conocido suyo, que fue secuestrado por error y asesinado.

GELONCH VILLARINO

En cuanto al libro de Gelonch Villarino (que apareció bajo el pseudónimo de Marcial Castro Castillo), fue escrito antes del 24 de marzo de 1976 y circuló (sin ser publicado) entre miembros de las Fuerzas Armadas, en especial de la Fuerza Aérea Argentina, cuyos oficiales de filiación nacionalista y católica se encargaron de difundir. Recién en 1979 salió a la venta, con algunos pasajes nuevos fruto de consultas de militares en actividad por problemas de conciencia.

Este libro fue elogiado con ocasión de su publicación por las revistas Mikael [12] del Seminario de Paraná y también por la Revista Cabildo [13]. El libro, fundamentado principalmente en las enseñanzas de Santo Tomás de Aquino, Francisco de Vitoria y el Magisterio de la Iglesia, se explaya en consideraciones muy atinadas sobre los requisitos de la guerra justa, su aplicación a la guerra revolucionaria y temas específicos como la pena de muerte, los bienes del enemigo, la verdad y la mentira, el trato de los inocentes (niños, mujeres, ancianos, etc.) o la tortura como método de interrogación.

Respecto de esto último, Gelonch Villarino la descarta como inmoral respecto de inocentes y sospechosos, y sólo probablemente lícita en relación a los culpables en casos muy excepcionales (no de modo habitual), cuando esté gravísimamente afectado el bien común y no quede otro medio, según el juicio prudencial “ad casum” de la autoridad competente. Con todo, no deja de recordar, a contrario sensu de su opinión (dicha con enorme precaución), que los papas Nicolás I como Pío XII y moralistas ortodoxos, la consideraron en todos los casos como intrínsecamente mala.

Como puede advertirse, un juicio moral que nada tiene que ver con el uso de la tortura tal como se generalizó a partir de la ruptura de Perón con los Montoneros (1973), la acción criminal de López Rega y sus esbirros (1973-1975), el gobierno de María Estela Martínez de Perón (1974-1976) y, luego del 24 de marzo de 1976, el Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983). Una de las tantas coincidencias entre el estudio de Ezcurra y el de Gelonch Villarino es el de la insuficiencia de la legislación positiva vigente entonces y la necesidad de adaptarla al tipo de guerra que se estaba librando. Lamentablemente poco y nada se hizo al respecto.

También la revista Verbo se ocupó de enseñar los fines y los medios moralmente lícitos de combatir a la subversión, como sucedió con la publicación en tres entregas, a lo largo del año 1975, de un artículo titulado “Moral, derecho y guerra revolucionaria”, centrado principalmente en los fines de la pena respecto a los delitos del terrorismo marxista, pero desde las características peculiares de la Guerra Revolucionaria. La argumentación era similar a la que luego esgrimiera Gelonch Villarino, con algunas diferencias de matiz [14]. Y las condiciones como los matices indicados, nada tuvieron que ver con la metodología criminal adoptada o al menos tolerada sucesivamente por los gobiernos de Juan D. Perón, María Estela Martínez de Perón y el último gobierno cívico- militar.

Notas

[1] Galli, Carlos; Durán, Juan; Liberti, Luis; Tavelli, Federico, La verdad los hará libres. La Iglesia Católica en la espiral de violencia en la Argentina 1966-1983, Tomo I, Editorial Planeta, 2023.

[2] Martínez, Jorge, La Iglesia y el drama de los 70 (I), La Prensa, 26/03/2023.

[3] Manfroni, Carlos, Montoneros: Soldados de Massera. La verdad sobre la contraofensiva montonera y la logia que diseñó los 70, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2012; Manfroni, Carlos, Propaganda Due. Historia documentada de la logia masónica que operó en la Argentina sobre políticos, empresarios, guerrilleros y militares, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2016.

[4] Ousset, Jean, Para que Él reine, 3a edición, Dómine Editorial, Buenos Aires, 2011, págs. 417 y 419.

[5] Hernández, Héctor H., Sacheri. Predicar y morir por la Argentina, Vórtice Editorial, Buenos Aires, 2007, pág. 339.

[6] Carlos Mugica, Revista Cabildo, N.º 14, Junio de 1974, pág. 24.

[7] Crónica de Guerra, Revista Cabildo, N.º 16, Agosto de 1974, págs. 5-6.

[8] Juárez Avila, Pablo, Genta; una lección profética, Revista Cabildo, mayo 2004, 3ª época, n° 36.

[9] Revista Cabildo, Nº 22, Febrero de 1975.

[10] Ezcurra, Alberto I., Moral cristiana y Guerra antisubversiva. Enseñanzas de un capellán castrense, Editorial Santiago Apóstol, CABA, 2007.

[11] Hernández, Héctor H., op. cit., pág. 353.

[12] Mikael, Revista del Seminario de Paraná, Año 8, N.º 24, Tercer cuatrimestre de 1984, págs. 171-172.

[13] Revista Cabildo, 2a Época, N.º 39, 1981.

[14] Revista Verbo, N.º 159, Diciembre de 1975.

 

SEGUNDA PARTE

El nacionalismo católico y la guerra al terrorismo marxista (II)

En la parte I de este artículo intentamos refutar la acusación de que fueron el Nacionalismo Católico y el “integrismo” los principales responsables de la violencia en los años ‘70. Es así que, partiendo de unas consideraciones certeras de Jean Ousset, fundador de La Ciudad Católica, expusimos ideas favorables a la Guerra contrarrevolucionaria pero contrarias a la represión ilegal de referentes importantes del Nacionalismo Católico como Carlos A. Sacheri, Jordán B. Genta, el P. Alberto Ezcurra, Edmundo Gelonch Villarino, así como también las revistas Cabildo y Verbo. En esta segunda parte completamos el elenco de pensadores del Nacionalismo Católico que criticaron la metodología criminal de combatir al terrorismo marxista.

Acerca del golpe de Estado de 1976, hubo nacionalistas que se opusieron mientras que otros lo incentivaron, al igual que la mayoría de la dirigencia política, empresarial, mediática, intelectual, etc. de la Argentina. Entre los primeros se encontraba Francisco “Pancho” Bosch, quien había sido interventor en la Facultad de Derecho de la UBA bajo la dirección de Alberto Ottalagano, siendo ministro de Educación Oscar Ivanissevich.

Lo primero que hizo como interventor fue exigir que desaparecieran de esa Facultad las bandas parapoliciales. Luego, junto a otros juristas nacionalistas, propuso reestablecer la Cámara Federal en lo Penal que había actuado con seriedad y eficacia entre 1971 y 1973. Francisco M. Bosch le había expresado al ministro de Justicia Ernesto Corvalán Nanclares que “el asesinato como resolución de un tema político, no sólo es la peor de todas sino que envilece al que la practica” [15]. El ministro le dijo que después de la disolución del “Camarón”, del asesinato del Juez Quiroga y del exilio de sus otros miembros, no había ningún magistrado dispuesto a firmar una sentencia contra los terroristas, dado el riesgo que implicaba. Pasados unos días, “Pancho” Bosch entregó una lista con 200 personas que sí aceptarían ese riesgo pero su propuesta fue rechazada.

ANTICIPO

Producido el golpe de estado del 24 de marzo de 1976, el ex-interventor de la Facultad de Derecho de la UBA publicó un libro titulado Indexación o soberanía (recomendado por la revista Cabildo), en el cual criticaba la represión ilegal y anticipaba lo que sucedería a las Fuerzas Armadas por tomar esa pésima decisión. “El heroísmo segregado de un orden civilizado no es más que crueldad y en última instancia, crueldad envilecedora de los mismos que a diario arriesgan su vida con las mejores intenciones subjetivas (…) Éxito material logrado sin duda por las Fuerzas Armadas, pero que paradójicamente no podrá ser capitalizado por éstas porque indefectiblemente se les pasará factura en la que documentarán los hechos ilícitos que acompañaron el aniquilamiento de la subversión. Ello importará la catastrófica retirada de las Fuerzas Armadas (que no podrán soportar el ‘estado de conciencia’ que los órganos de opinión, hoy llamados a discreto silencio, implementarán en su momento) de la palestra política” [16]. Como dijo con ocasión de su muerte Luis María Bandieri, “bajo Videla [Francisco M. Bosch] y asumiendo un riesgo personal que no dejaron sus oyentes militares de recalcarle, a veces con registro de amenaza, criticó la infeliz decisión de combatir el terrorismo por vías subrepticias y no a la luz de la ley. La reversión histórica que se impone en nuestros días, según la cual los únicos terroristas son hoy los que combatieron a los terroristas de ayer, le ha dado póstuma y lamentablemente la razón” [17].

También se opuso a la represión ilegal, antes del golpe militar, otro conocido militante nacionalista, Enrique Graci Susini, por entonces jefe de la Policía de San Juan (1973-1976). Y un reconocido jurista y pensador del Nacionalismo Católico como lo es el Dr. Bernardino Montejano enseñó conceptos parecidos en una conferencia dictada en Mendoza en 1979 en la que afirmó: “Antes que la victoria sin honra, preferimos la derrota” [18], frase inspirada en los versos de Rafael Sánchez Maza: “A la victoria que no sea clara, caballeresca y generosa, preferimos la derrota”.

Similar actitud tuvieron destacados militares nacionalistas. Comencemos por la postura del entonces Mayor Mohamed Alí Seineldín. Por de pronto estuvo en contra del golpe del 24 de marzo de 1976, a diferencia de otros referentes del Nacionalismo Católico. Pero ante el hecho consumado, se propuso “moralizar la fuerza”, como lo explica minuciosamente su biógrafo el Prof. Sebastián Miranda. El 23 de febrero de 1976 había sido enviado en comisión para entrenar a la Policía Federal Argentina (PFA) en técnicas militares contrarrevolucionarias y anti-subversivas. Cuando el 31 de marzo del mismo año el General de Brigada Cesáreo Ángel Cardozo (asesinado vilmente poco después por el terrorismo marxista) fue nombrado jefe de la PFA, uno de sus objetivos fue terminar con la “guerra sucia” y encarar la represión de manera integral, es decir, desde lo moral, lo doctrinal, lo militar y lo psicológico. Para eso eligió a Seineldín quien escribió entonces un Manual de temas ético espiritual-moral, cuyo punto 12 decía que “La lucha contra la subversión requiere la adhesión de una concepción cristiana del hombre y de la sociedad”.

LIBERALES Y MASONES

Sebastián Miranda explica que “la fundamentación filosófica, religiosa y política era esencialmente católica, antimarxista y antiliberal, lo que le valió la oposición” de “importantes sectores dentro de las propias FF.AA que respondían a la ideología liberal y a la masonería” (basta recordar que militares del “Proceso” como Massera, Suárez Mason, Corti y Barttfeld eran masones de la logia P2 y otros tenían estrechos vínculos con los fundadores de la globalista Comisión Trilateral, como era el caso de José Alfredo Martínez de Hoz, amigo de David Rockefeller). El libro de Seineldín era una síntesis de las enseñanzas de Chateau Jobert (militar francés católico y nacionalista), Jordán B. Genta y Carlos A. Sacheri.

En la misma época Seineldín escribió un Manual Práctico para el personal subalterno, en cuyas páginas pueden leerse textos como el siguiente: “Concretada una detención, no deberá adoptar más medidas de seguridad que las necesarias para evitar la fuga. No deberá mortificar al detenido sin necesidad, ni usará con él un lenguaje que pueda irritarle o humillarle, porque una conducta semejante provocará a no dudar la resistencia del detenido y creará antipatías o sentimientos hostiles. Un policía debe caracterizarse por sus buenos sentimientos. Cualquier actitud agresiva que adopte contra un detenido revelará una prepotencia cobarde y deshonrará a quien, olvidando elementales deberes de cultura y temperancia, se coloque en una situación desfavorable entre la opinión de los demás” [19].

Así comenta esta visión de la guerra antisubversiva un militar que estuvo en relación con Seineldín en aquellos años y también después: “Éramos capitanes por entonces y estábamos entrando en la Escuela Superior de Guerra. Convivimos durante tres años. El coronel Mohamed Alí Seineldín nos llevó a un grupo con él, en la Policía Federal. El general Cardozo le pidió que fuéramos a la policía porque había excesos, falta de honestidad. Nos llevó a varios de nosotros a hacer un curso de formación contrarrevolucionaria. Después se diseñó un cursillo de 7 días, con aislamiento, con alto contenido técnico y formativo especializado para actuar en cuestiones contra la subversión. Eso se sistematiza en la Policía Federal” con “varios cursos. De allí surgió una escuela especial que primero se llamó Centro de Instrucción Contrarrevolucionaria y luego CAEP (algo así como Centro de Actividades Especiales Policiales). Ahí se fue formando una corriente con un alto contenido ideológico antimarxista, pero también con fundamentación política (…). Después empezamos a ver cómo el Proceso se corrompía, y sobre todo, lo de la represión ilegal”. La reacción fue “procurar que la gente no se contaminara o se contaminara lo menos posible. Tratar de resistir. Éramos prácticamente el único grupo que trataba de moralizar la guerra con un éxito relativo, porque terminamos convirtiéndonos en elementos molestos. En donde se pudo, se hizo algo, y eso dio oportunidad a que, dado el ambiente en que se desarrollaron los hechos, se produjeran muchas adhesiones. Un ejemplo: ‘los muertos no aparecían porque si no, no iban a venir los préstamos’, según decían...y otras cosas raras. Nosotros creíamos que las cosas no iban a ser así, y fue cuando comenzamos a sentir la hostilidad de la cúpula militar hacia el sector nacionalista” [20].

GENERALES

En el Ejército los generales nacionalistas Juan Antonio Buasso y Rodolfo Clodomiro Mujica, contrarios a la represión ilegal, se ofrecieron para integrar tribunales militares que juzgaran a los detenidos y, de ser necesario, dictar sentencia condenatoria, haciendo que se aplicara públicamente la pena de muerte a los terroristas. Videla lo recuerda en el libro-reportaje que le hiciera Ceferino Reato [21]. La propuesta fue rechazada y ambos militares pasaron a retiro. Otros nacionalistas vinculados a las Fuerzas Armadas intentaron influir de manera privada (por considerar que era peligroso hacer denuncias públicas que podrían ser utilizadas por la izquierda que ya dirigía una campaña anti-argentina desde el exterior), recordando todos estos criterios morales a las autoridades correspondientes.

En relación a la escasa mención que el Nacionalismo Católico hizo de crímenes concretos cometidos en el marco de la represión ilegal, hay que entender que era una cuestión prudencial. Por un lado, se trataba de la corriente política que con mayor profundidad se había ocupado del fenómeno del terrorismo castro-comunista en la Argentina, algunas de cuyas características (como la aparición y el peligro de un “nacionalismo marxista”) ya habían sido denunciada con muchos años de anticipación por el padre Julio Meinvielle y, más cerca de los ’70 por Jordán B. Genta. Además, fue obra de Carlos A. Sacheri haber estudiado la infiltración marxista dentro de la estructura temporal de la Iglesia Católica en la Argentina, fruto de lo cual fue la publicación de su libro La Iglesia clandestina. Por el otro había un obstáculo no menor: con la hipocresía que los caracteriza y con la excusa de los DD.HH, el progresismo mundial había organizado una campaña global contra nuestra patria mediante la presión de la Administración Carter en EE.UU, organismos como la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), instituciones como Amnesty International, el Consejo Mundial de Iglesias, la socialdemocracia, ciertos sectores del Estado Vaticano, el Comité Noruego del Premio Nobel, los teólogos de la liberación, etc. Al no tratarse de instituciones imparciales sino otros tantos engranajes de la progresía global, era lógico que el Nacionalismo Católico no quisiera hacer críticas públicas permanentes que podían ser utilizadas no para defender la verdadera dignidad humana y los derechos naturales de la persona, sino para desprestigiar a las Fuerzas Armadas y de Seguridad, alentando a su vez a quienes seguían con la lucha armada y los que, con más perspicacia, habían optado ya por la Revolución Cultural, siguiendo a Gramsci y a la Escuela de Frankfurt.

El Nacionalismo Católico hizo lo que se podía y se debía hacer en ese momento, mal que les pese a los que no tienen enemigos a la izquierda, sobre todo mediante la ayuda, el consejo y el asesoramiento realizados de manera privada. Hoy es difícil juzgar esas acciones (“podrían haber hecho más”, “no fue suficiente”, etc.), porque desconocemos todas las circunstancias conforme a las cuales decidieron actuar del modo en el que lo hicieron. De todas maneras recordemos, por poner sólo un ejemplo, que mientras en el juzgado en el que era secretario Ricardo S. Curutchet (hijo del director de Cabildo y nacionalista como su padre) se tramitaban hábeas corpus presentados por familiares de detenidos/desaparecidos, el ahora “campeón de los DD.HH” (con película y todo) Dr. Julio C. Strassera (que había jurado por los “Estatutos” del Proceso) pidió infinidad de veces su rechazo, sin haber realizado investigación alguna, en contra del criterio que tenía el Juzgado donde trabajaba Curutchet. Ironías de la historia.

MONSEÑOR TORTOLO

En cuanto a la persona de Mons. Adolfo Tortolo, por entonces Arzobispo de Paraná y Vicario castrense, muy querido y apreciado en los ambientes del Nacionalismo Católico, llevaba un fichero con todas las denuncias que le llegaban acerca de personas desaparecidas, a fin de interceder por ellas ante las autoridades militares. Nos consta que en una ocasión consultó por el paradero de una mujer desaparecida y por ser quien era Mons. Tortolo, los militares que la habían secuestrado, la dejaron en libertad. Algunos meses después esa misma mujer fue partícipe de un operativo terrorista, en el cual murió. Los militares en cuestión le dijeron entonces a Mons. Tortolo: “A usted lo respetamos mucho, pero por favor no interceda más por nadie”. Eso, en cierto modo, “ató las manos” del Vicario Castrense, para quien fue más complicado, a partir de ese momento, ayudar a los familiares de los desaparecidos. Descontamos su recta intención y buena fe. Acerca de lo que hizo y lo que dejó de hacer, no podemos hacer un juicio de valor concluyente, pues únicamente él –y tal vez sus colaboradores más cercanos– podían justipreciar el mayor o menor condicionamiento que las circunstancias le habían impuesto. Sólo Dios, ante cuyo Tribunal ya compareció hace 37 años, sabe qué hizo bien, qué hizo mal y qué podría haber hecho mejor.

Al finalizar este breve recorrido sobre la acción del Nacionalismo Católico frente a la subversión marxista y la represión ilegal, no podemos olvidar la noble gestión que hiciera el padre Leonardo Castellani en favor del escritor (políticamente de izquierda) Haroldo Conti, en la reunión que tuvieron Videla y Villarreal con algunos referentes del mundo de la cultura como Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Esteban Ratti y el propio Castellani. La historia es conocida y no la vamos a repetir en detalle aquí. Pero lo cierto es que Castellani entregó una carta a Videla pidiendo por Conti y tiempo después pudo verlo y administrarle el sacramento de la Unción de los Enfermos [22].

Todo lo dicho parece indicar que bajo ningún aspecto puede culparse al Nacionalismo Católico de la metodología criminal que de hecho se adoptó en el marco de la guerra antisubversiva, sea con anterioridad o con posterioridad al 24 de Marzo de 1976. La mayor o menor culpabilidad corresponde a las máximas autoridades políticas y militares que rigieron los destinos de la Argentina en aquellos años, ninguna de las cuales perteneció a esta corriente política. Los delitos que eventualmente puedan haber cometido algunos nacionalistas individualmente, sea por propia iniciativa o por obediencia debida, es responsabilidad suya y no del Nacionalismo Católico.

Hubiera sido mejor que la Facultad de Teología de la Universidad Católica Argentina (UCA) estudiara si no hubo más culpabilidad en el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSTM), en las organizaciones terroristas del peronismo (de izquierda u ortodoxas), en la logia masónica P2, en varios de los partidos políticos que actuaron entre 1973-1976 y/o en los que tomaron decisiones de fondo durante el Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983), cuya filiación política fue, según los casos, liberal, radical, desarrollista, filo-peronista, demócrata progresista o socialista, más no nacionalista y católica. Los pocos referentes de esta corriente que colaboraron con el Proceso y no sin beneficio de inventario, lo hicieron en puestos subalternos y de nula influencia respecto de la Guerra contra la subversión marxista.

Notas

[15] Miranda, Sebastián, Mohamed Alí Seineldín, Grupo Argentinidad, CABA, 2018, pág. 138.

[16] Bosch, Francisco M., Indexación o Soberanía, Buenos Aires, Ediciones Leonardo Buschi, 1981, pág.10. El autor había expresado conceptos similares en la publicación El Derecho (UCA) en 1977.

[17] Bandieri, Luis María, “Francisco Miguel Bosch en el recuerdo”, en La Nueva (edición digital), Bahía Blanca, 01/06/2006.

[18] Montejano, Bernardino, “Antes que la victoria sin honra, preferimos la derrota”, Ciclo de Conferencias organizada por la Corte Suprema de Justicia de Mendoza, 1979.

[19] Miranda, Sebastián, Mohamed Alí Seineldín, Grupo Argentinidad, CABA, 2018, pág. 138.

[20] Simeoni, Héctor - Allegri, Eduardo, Línea de fuego. Historia oculta de una frustración, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1991, págs. 41-42.

[21] Reato, Ceferino, Disposición final. La confesión de Videla sobre los desaparecidos, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2012, pág.40.

[22] Beraza, Luis Fernando, Nacionalistas. La trayectoria política de un grupo polémico (1927-1983), Cántaro Ensayos, Bs. As., 2005, págs. 350-352 y 376.

 

 Tomado de: 

https://www.laprensa.com.ar/El-nacionalismo-catolico-y-la-guerra-al-terrorismo-marxista-I-528278.note.aspx#amp_tf=De%20%251%24s&aoh=17113251052669&referrer=https%3A%2F%2Fwww.google.com&ampshare=https%3A%2F%2Fwww.laprensa.com.ar%2FEl-nacionalismo-catolico-y-la-guerra-al-terrorismo-marxista-I-528278.note.aspx


https://www.laprensa.com.ar/El-nacionalismo-catolico-y-la-guerra-al-terrorismo-marxista-II-528547.note.aspx#amp_tf=De%20%251%24s&aoh=17113252832861&referrer=https%3A%2F%2Fwww.google.com&ampshare=https%3A%2F%2Fwww.laprensa.com.ar%2FEl-nacionalismo-catolico-y-la-guerra-al-terrorismo-marxista-II-528547.note.aspx