Prof. Andrea Greco de Álvarez
Hace 80 años
un gran escritor argentino Eduardo Mallea en un libro llamado “Historia de una
pasión Argentina” escribió acerca de las características del hombre argentino
resumiendo nuestras mejores condiciones: la hombría, el sentido caballeresco
del honor, la generosidad, el desprendimiento, la libertad creadora y la
exaltación severa de la vida. Pero también nota el autor el enfrentamiento
inevitable entre dos clases de Argentina contrapuestas e
inconciliables: la visible y la invisible. Mallea definía así dos tipos
humanos opuestos: el argentino visible es el falso, el inauténtico, el chanta,
para decirlo en términos populares. Mientras que el otro, el argentino
invisible es el del hombre que vive en esta tierra, “que la prueba, la hiere,
la trabaja y la fertiliza”. Es ese hombre en el que hay hombría. “Hasta sus
manos son raíces”. En estos hombres encuentra un sentido de la existencia al
que llama “exaltación severa de la vida”. Exaltación que significa el acto de
elevar. Este acto de elevarse, de elevarse por una idea, por una experiencia,
por una fe, el poder exaltarse es lo que más distingue al hombre del resto de
las especies vivas. Exaltarse es generalmente un acto espiritual, y “si a esto
se agrega la circunstancia de la severidad -es decir: de ánimo que piensa sin
trivialidad y obra consiguientemente- …es exaltación trascendente”. Esos
argentinos invisibles que Mallea ha visto a lo largo y a lo ancho del país,
debajo de la corrupción y la farolería mediática de la argentina visible, esos
los auténticos son los que han continuado el espíritu de aquellos que
“hicieron” este país.
Porque la Argentina, aunque hoy quieran hacernos creer otra cosa, se formó en
el tronco de la hispanidad que llegó aquí en 1500 con sus capitanes,
sus misioneros, sus nobles, sus soldados y sus artesanos. Nació de la mano de
aquellos hombres, como Saavedra o San Martín, que sostenidos por una fe y por
altos ideales lucharon contra el liberalismo que Francia e Inglaterra imponían
al mundo y que se entronizaba en la propia España. Nació cristiana y nació
mariana, con aquellos que le dieron la independencia, con Belgrano que hizo que
nuestra bandera tuviera los colores del manto de la Virgen Inmaculada,
con aquellos que tuvieron a la Virgen como Señora de la Merced o como Señora del
Carmen por patrona de los Ejércitos que nos dieron la libertad. Esos hombres
como San Martín y Belgrano que no se avergonzaban de llevar el Escapulario, de
rezar el rosario enfrente de sus tropas. O recomendar a sus soldados como lo
hizo Belgrano en 1816 qué era lo verdaderamente importante en esas horas
difíciles, cuando escribió: “no olvidéis que el Patrono del ejército que
componéis es la Santísima Trinidad y vuestra Generala Nuestra Señora de las
Mercedes”. Esos fueron los que dieron origen a la Argentina. La Argentina
nació con una cultura y una ética hispánica y católica, cristiana y mariana.
Después vinieron los doctorcitos liberales y masones, los hombres de las logias
y el puerto, de espaldas al país y de cara deslumbrada hacia las grandes naciones
del mundo anglosajón.
La verdadera Argentina, la auténtica, la invisible es la de aquellos hombres
como Belgrano que vivieron “la exaltación severa de la vida” en medio “del
infortunio, del mal o del bien circundante, del fracaso o del gozo, de la
repentina contingencia, cualquiera fuera el desastre o el éxito”. Como demostró
Belgrano cuando en el frente paraguayo fue intimado a rendirse ante lo cual
respondió: “Las armas no se rinden en nuestras manos. Dígale a su jefe que si
las quiere que venga a quitárnoslas cuando guste”. E inmediatamente ordenó
atacar con ese pequeño puñado de valientes al son del tambor que tocaba un niño
de 12 años, conocido como el tambor de Tacuarí. Dios premió la grandeza moral
de ese hombre por eso le concedió la victoria.
Exaltación severa de la vida, en el triunfo o en la derrota. Cuando años más
tarde fuera amargamente derrotado en Vilcapugio y Ayohuma, el ejército volvía
sediento, hambriento, desmoralizado. Un oficial buscaba al general Belgrano sin
poder hallarlo en la caravana. El oficial lo buscaba a caballo, cuando lo
encuentra su general venía a pie. El oficial creyendo que le habrían matado el
caballo, le ofrece su cabalgadura. Pero Belgrano le dice: “No es propios que el
general vaya a caballo cuando hay heridos que necesitan transporte”. Aquel
ejército marchaba compacto y unido a pesar de la desgracia porque a su mando
marchaba no sólo un militar sino un hombre cuya tremenda fuerza espiritual no
era fuerza de hombres sino la fuerza de Dios.
Jurar fidelidad
a la bandera argentina significa comprometerse a defender a la Patria que
nuestra bandera simboliza, defender su integridad, defender su soberanía
territorial, cultural, política y económica. Significa asumir el compromiso de
sostener esa bandera que nos distingue y sostener el honor y la dignidad de la
Patria.
En aquellos años difíciles en que la Patria nacía, con el esfuerzo de
todos, Belgrano creaba el símbolo que debía distinguir a la Argentina.
Y al enarbolarla por vez primera, el general Manuel Belgrano pidió a aquellos
soldados que juraran defenderla con su vida. Así
les dijo, entonces, Belgrano:
“La Patria está en peligro inminente de sucumbir. No todo está perdido,
en nuestras manos aún flamea la bandera de la Patria. ¡Jurad no abandonarla!
¡Jurad sostenerla hasta arrollar a nuestros enemigos! ¡Nuestra sangre
derramaremos por esta bandera!”
En nuestros tiempos la Patria también está en peligro, los peligros son
distintos pero ciertamente necesita el mismo coraje y valentía que en aquellos
tiempos para que podamos, con el esfuerzo de todos, ponerla nuevamente de pie.
¡Viva la Patria!