Por: Lucas N. Gomez Balmaceda
Después de la ominosa derrota de
Juan Manuel de Rosas en la batalla de Caseros en 1852 se inicia el proceso que
la historiografía llama construcción del Estado-Nación. Tal como señala Jordán
Bruno Genta, esta batalla “representa
para nuestra Patria el fin de una política nacional fundada en el real señorío
sobre todo lo propio, y el comienzo de una política de soberanía ficticia y de
efectiva servidumbre a la usura internacional hasta el día de hoy”(1).
Este
injerto que es la tradición liberal fue llevado adelante por una generación que
se había exiliado en el extranjero durante el gobierno de Rosas. Diaz Araujo la
describe de esta manera: “En su faz doctrinaria, esta generación literaria, había
exaltado los valores esenciales de la libertad y el progreso. Era deísta o
agnóstica en materia religiosa; utilitarista, al modo inglés Herbert Spencer o
John Stuart Mill; en filosofía, culturalmente francófila y hispanófoba, en
política adhería al liberalismo doctrinario francés de Benjamín Constant (de
democracia restringida); si bien en el plano institucional prefería el
constitucionalismo estadounidense, según la visión de Alexis de Tocqueville; en
relaciones exteriores optaba por la vinculación con la Europa septentrional.
Posición que, traducida a lo económico, implicaba el librecambio con división
internacional del trabajo y especialización agropecuaria y librempresismo; y en
el plano de la política partidaria interna, si bien teóricamente aceptada la
existencia de los partidos, en la práctica eliminaba a los opositores, máxime
si eran federales. (2)
Y fue esta última característica la
que desencadenó las sucesivas guerras internas y externas. En los veinte años
transcurridos desde Caseros hasta el final de la presidencia de Sarmiento,
apenas si ha cesado la guerra civil en todo el territorio, a la que se ha
agregado una guerra fronteriza –la del Paraguay– larga y sangrienta, aparte de
la permanente del indio. Lejos está de ser un tiempo de organización, paz y
progreso.
En efecto, la Argentina padecía una
fractura histórica. El Liberalismo que termina de enquistarse en el poder
significa un quiebre con respecto a las etapas anteriores de la historia
argentina, tanto del período hispánico como del período independentista, que no
fueron antagónicos entre sí.
La política liberal se inspiraba en
firmes convicciones. Sarmiento escribe “los
americanos se distinguen por su amor a la ociosidad y por su incapacidad
industrial con ellos la civilización es del todo irrealizable, la barbarie es
normal”. Y en una carta a Mitre, fechada en 1861, recomendaba que “no se economizara sangre de gauchos”, pues
era “lo único que tenían de humano”.
Para los vencedores de Caseros, la
civilización consistía esencialmente en las formas constitucionales y el
comercio libre. Era natural que ese repudio de lo nuestro, de lo tradicional,
de lo nacional, que caracterizó a la generación organizadora, se reflejara en
su obra. Bien señala Palacio, “nos
organizarían, sin duda; pero con la forma, las modalidades y la mentalidad de
una colonia del extranjero”. (4)
La figura del Chacho se yergue como
el último bastión de defensa armada de la tradición argentina fundacional. Y es
contra él que el gobierno liberal de Mitre desata toda su furia en una guerra
intestina sin cuartel.
Angel Vicente Peñaloza, “el Chacho”,
es el último caudillo federal que se inscribe en una larga lista de caudillos y
jefes militares que defendieron los intereses de la patria. Si bien no se
encontraba a la altura de un Rosas o un Quiroga por su lucidez y preparación,
el Chacho era poseedor de una bondad natural que se hace patente en toda su
vida y que lo llevó muchas veces a la ingenuidad, haciendo que confíe en la
palabra de sus enemigos acérrimos.
El jóven Angel Vicente formó parte
de la guardia de honor de Facundo Quiroga, los testimonios lo pintan como alto
y musculoso, de una fuerza hercúlea y con una mirada muy suave y bondadosa
cuando cedía a las solicitudes del buen trato y la amistad. Desde este puesto,
entabló con el Tigre de los Llanos un entrañable vínculo de fidelidad que puede
compararse al del noble vasallo medieval con su señor.
Por ello no es de extrañar que al
ser asesinado Quiroga en Barranca Yaco prestara oídos a sus enemigos unitarios
que hacían circular la versión según la cual Rosas era quién había mandado su
muerte. Sobre esto, que fue repetido hasta el cansancio por la historia
oficial, nunca se presentó prueba alguna que lo demostrara, mas por el
contrario, los hechos manifiestan el dolor y conmoción que generó en el
Restaurador la muerte de su compañero riojano.
Pero eso escapaba a la comprensión
del Chacho. Siempre que hubiera un hálito de duda sobre la posibilidad de que
Rosas fuera culpable, no podía sino entablar una enemistad contra el gobernador
porteño. En palabras de Calderón Bouchet, “Peñaloza
estaba convencido de que Rosas había maquinado la muerte de Facundo y no se lo
perdonó jamás. Era la reacción lógica de la lealtad a su comitatus caballeresco
y en la ruda simplicidad de su apasionado afecto, esto estaba por encima de todas las ideologías”. (5)
Por su parte, los unitarios
liberales pusieron todas sus energías en que el caudillo riojano siguiera
alimentando su rencor hacia Rosas. Ellos veían la oportunidad de hacerse con el
ejército de valientes montoneros que había quedado en manos del Chacho después
de Barranca Yaco. Sin embargo, tras una seguidilla de derrotas, el riojano
terminó exiliado en Chile. Allí convivió con los exiliados argentinos que se
dedicaron a minar su propia patria desde el extranjero. Sarmiento entre ellos,
quien además de aborrecer la presencia del Chacho en los círculos chilenos,
trató de convencer enérgicamente al país trasandino de quedarse con las
provincias de Cuyo y la Patagonia.
Sin embargo, el Chacho regresa a su
tierra. Sufrió el exilio lejos de sus Llanos, de su tropilla y de su gente.
Consiguió el indulto de Rosas por mediación de su amigo Benavídez. Pero él aún
cree en la culpa del porteño. Por ello se alía con Urquiza en su levantamiento
traidor. Otro error que pagaría muy caro años más tarde.
Después de Caseros, se convierte en
patriarca de la Rioja y padrecito de los pobres, tal como lo
proclamó el pueblo riojano según el testimonio del diario El Imparcial, de cuño liberal.(6) José
María Rosa, lo describe en esa etapa de la siguiente manera: “Era un hombre
sencillo y de pocas letras que se movía por los impulsos del corazón. Los
habitantes de Los Llanos, cualquiera fuera su clase social, le tenían ley;
sabía dirimir las diferencias y manejaba el arte de saber dar a cada uno lo
suyo. Nadie golpeaba en vano su puerta en busca de consejo o ayuda sin
conseguir lo uno o lo otro. Arreglaba las desavenencias conyugales y encarrilar
a los muchachos difíciles… El gobernador de la lejana capital tenía que contar
con su apoyo para estabilizar su gobierno, y los mandantes de las vecinas
Córdoba, San Luis y San Juan recurren al estanciero de Guaja para que no
asilara en los impenetrables Llanos a los conspiradores. Que el Chacho a veces
cumplía y a veces negaba, porque él era el único dueño de sus acciones.” (7)
En la batalla de Pavón el presunto
federal Justo José de Urquiza, en quien Peñaloza había depositado su confianza
y nueva fidelidad, se retiró cobardemente cuando el fragor de la batalla le era
favorable. Pavón fue una victoria pactada, masonería de por medio, que
garantizó la hegemonía de Buenos Aires y con ello, la imposición a contrapelo
del régimen liberal antes mencionado.
Urquiza se retiró a su palacio en
Entre Ríos a disfrutar de los deleites de la vida, desentendiendose de la
política y de sus hombres. Ninguna de las acciones del traidor de Caseros
sorprende a quien se acerque al estudio de la historia argentina.
Entre 1862 y 1863 el Régimen
Liberal, presidido por Mitre, lanza una guerra sin cuartel al Chacho. Este
tenía 62 años, y era un hombre de paz, de orden, de trabajo. Sin embargo, ante
la retirada de Urquiza se vió como único caudillo federal sobre el que reposaba
la defensa de la tradición auténticamente argentina. Antes de comenzar a la
guerra escribe a sus enemigos “¿Por qué
pelear entre hermanos…?” (8)
La persecución fue encomendada a Domingo
Faustino Sarmiento, quien había sido su compañero de exilio en Chile y el mando
de las expediciones lo tuvieron generales uruguayos. En efecto, los generales
argentinos enlistados en las filas unitarias conservaban la decencia que les
impedía realizar lo que se había planeado. La tropa, por su parte, estaba
constituída por pocos argentinos, la mayoría eran soldados mercenarios
extranjeros y criminales obligados a pagar su condena sirviendo al
recientemente creado ejército nacional.
Al Chacho se lo persiguió como un
bandido, a pesar de ser oficialmente un general de la Confederación. Pero para
los liberales él era un fantasma, como dice la copla, jugaba a estar en todas partes y en ninguna. Los impenetrables
Llanos riojanos lo ocultaban y ninguno de sus paisanos jamás lo traicionó.
A pesar de su avanzada edad, el Chacho combatió con la valentía que lo caracterizó de mozo. Se enfrentó con su ejército de montoneros, armados con tacuaras y tercerolas, a un ejército regular, dotado de la última tecnología armamentística y cuyos hombres percibían un salario por guerrear. Aún así sembró terror entre los oficiales unitarios. Combatió en su Rioja natal, pero también en San Luis, San Juan, Catamarca y Córdoba.
Una anécdota de estos tiempos pinta
de cuerpo completo la arquetipicidad del Chacho y la nobleza del pueblo
argentino que aún conservaba la tradición. En cierta ocasión, partió una
columna del ejército desde San Luis al mando del general Loyola. Al llegar a la
Rioja, el oficial unitario tuvo que retirarse porque su ejército comenzó a confraternizar
con la causa del Chacho y el grueso de sus hombres desertó para unirse a las
bravas montoneras.
Ante tal impotencia, se desató el
terror. Los montoneros apresados eran fusilados sin juicio previo después de
ser torturados en el cepo colombiano. Ninguno habló, todos se mantuvieron
fieles al Chacho. Desde San Juan, estas acciones eran aplaudidas por Sarmiento,
defendiendo ante las autoridades nacionales a los oficiales que llevaban a cabo
la búsqueda del bandido riojano.
Tras el combate de las Banderitas el
29 de mayo de 1862, el Chacho está exhausto. Sabe que las pobres provincias de
la Rioja, San Juan y San Luis que les son fieles no pueden contra el poder del
ejército nacional. Es allí que el riojano comete nuevamente el error de pactar
con el liberalismo. Se llega a un acuerdo de tregua. A la hora de intercambiar
prisioneros de guerra el entrega a los suyos, en excelente estado, sin que les
falte ni un botón de su uniforme. Pero cuando el Chacho pregunta dónde están
sus hombres, se hace un silencio sepulcral. Los han fusilado a todos, ni uno
solo sobrevivió.
Este acto de crueldad y la tristeza
del Chacho no impiden la tregua que él considera tan necesaria y urgente. Pero
la paz es efímera y el Régimen no mantiene su palabra.
Unos meses después se retoma la
persecución. Sarmiento y Mitre no pueden soportar la presencia misma del
Chacho, mientras él viva habría esperanza en el pueblo federal.
El terror se reanuda pero esta vez
la crueldad es mayor. Como los soldados montoneros no hablan en el cepo, el
ejército fue por sus hogares. Incendió sus casas, ultrajó a sus mujeres,
asesinó a sus hijos. Madres, esposas e hijas fueron llevadas a casas de
perdición, como se llamaba en ese entonces a los prostíbulos. Narra José María
Rosa que el periodista Ramón Gil Navarro del diario cordobés El Progreso
encontraría en 1868 “casas de perdición
con pobres víctimas arrancadas de su hogar doméstico por derecho de conquista” (9) .
Pero La Rioja se mantiene fiel aún en el sufrimiento. Otra copla popular canta el
dolor del riojano “¿a donde estará mi
mama, mi chango donde andaran? Me los han pasao a digüello por ser federal”.
Su epopeya lleva al Chacho a tomar
la ciudad de Córdoba. Pero sabe que él solo no puede vencer. Desde su primer
alzamiento le escribe a Urquiza -en quien aún depositaba su confianza- para que
se ponga al mando del levantamiento federal. Pero la naturaleza de Urquiza es
la de un traidor. Lo único que recibe el Chacho es su silencio. El entrerriano
está disfrutando de su palacio en el Litoral. Superan la decena las misivas que
envía el riojano, sin tener respuesta. Incluso llega a escribir con
desesperación que sí Urquiza no se pone al frente de la revolución “tomaré el partido de abandonar la situación
retirandome con todo mi ejército fuera de nuestro querido suelo argentino a
mendigar el pan en suelo extranjero antes que poner la garganta en el cuello
del enemigo”(10)
La Muerte lo sorprende al Chacho con
su acostumbrada bonhomía. Estando escondido en Olta una partida del ejército
nacional lo encuentra. Un amigo intercede por él. El Chacho accede a pactar su
rendición, se encuentran en su casa su mujer y un puñado de compañeros. Sin
embargo, al tenerlo enfrente y desarmado, el mayor Irrazábal le da una puñalada
fatal. Es el final del caudillo.
Irrazabal no se contenta con esta
atrocidad de asesinar a sangre fría a un hombre desarmado y en frente de su
mujer. Decide decapitar el cuerpo y exhibirlo en la plaza de Olta, para
escarmiento de todos los que alguna vez le fueron fieles. Pero la crueldad no termina
allí, y la saña se extiende a su mujer, Victoria Romero. Ella es apresada y
obligada a barrer por el resto de sus días la misma plaza que exhibe el cuerpo
de su marido.
La figura del Chacho se yergue como
un arquetipo cabal de la patria.
Una de las tantas lecciones que
podemos aprender del estudio de su vida es el peligro de confiar en el
liberalismo. Nuevo o viejo, con aires de conservadurismo o progresismo. El
liberalismo siempre fue y será enemigo de la Patria y de la Fe. El liberalismo
es pecado, como profesaba Sardá y Salvany. Confió el Chacho en los liberales en
la conjura contra Rosas, confió en el traidor Urquiza, confió en la paz de las
Banderitas y murió con un acto de confianza en un general unitario que no
conoció el honor.
Hacemos nuestras las piadosas
palabras de Ernesto Palacio: “No negaré
que muchas veces he sentido bullir mi sangre ante la injusticia, el error o la
traición… Pertenezco, en efecto, a una raza calumniada. Cuando hace
cuatrocientos años vivía en el territorio que es hoy nuestra patria apenas un
puñado de blancos españoles -menos de un centenar-, ya había gente de mi
sangre. Fundaron ciudades, gobernaron provincias y villas, poseyeron
encomiendas y fundos, guerrearon con indios, en cuyas manos varios perecieron.
Sus descendientes lucharon por la independencia y la libertad, asistieron a
congresos y asambleas, participaron activamente en las vicisitudes nacionales.
Soy, por consiguiente, un viejo argentino; es decir, una víctima de la
oligarquía que proclamó la superioridad del extranjero sobre el criollo y del
hijo del inmigrante sobre los descendientes de los conquistadores.”(11)
Por todo ello tenemos una deuda
pendiente con el liberalismo. Y es una deuda de enemistad y sangre.