Por: Roberto de Laferrere
El vasto silencio de los historiadores unitarios ha sido roto por el doctor Lavalle Cobo, que no es historiador. El silencio, pues, se prolonga detrás de él, en las sombras de la historia oficial: y el doctor Lavalle Cobo se lanza solo, en una carga de caballería que, como alguna de su vehemente antepasado, es una carga en el vacío: fuera del campo de batalla. Esto será lo que procure demostrar aquí, reprimiendo, a mi vez, cualquier “virulencia patriótica” y con el respeto y la simpatía que por tantas razones, directas e indirectas, me merece el doctor Lavalle Cobo.
Yo tampoco soy historiador, y esto bastaría a excluirme del
debate, a no mediar aquel silencio, que también a mí me habilita para ensayar,
aunque con “pluma vacilante”, la defensa del General Rosas. Tarea en cierto
modo fácil, para quienes no han aprendido en los textos clásicos a ignorar la
historia – y hasta la geografía – de su país, y escaparon al peligro de
obscurecer en ellos para siempre su visión del pasado. Somos muchos, así, los
que estamos aligerados de fantasmas y en actitud de comprender, dentro de las
limitaciones naturales de cada uno, el sentido de hombres y acontecimientos
desfigurados en las crónicas por los protagonistas de una lucha que ellos mismos
nos contaron.
Curiosos de otros libros y documentos, el azar de las lecturas nos llevó a comprobar, con asombro, primero, y con irritación después, que en el relato de este episodio, en la explicación de aquél motín, en la semblanza de tal personaje o en la definición de tal partido, los cronistas no habían respetado la verdad: con lo que perdieron ellos nuestro respeto. Descubrimos que no era indispensable ser eruditos para averiguar que hasta la versión del movimiento de Mayo nos había sido falsificada; que la verdadera independencia nacional fue proclamada por los montoneros del año 20, “contra” el Congreso de Tucumán, y las veleidades monárquicas de los directoriales unitarios; que la Banda Oriental, escarnecida durante años por ciertos hombres de Buenos Aires, había sido “entregada” a los portugueses, en acuerdo secreto con Inglaterra, y que, después de Ituzaingó, nos separó definitivamente de ella la acción de Rivadavia y sus agentes diplomáticos, quienes respondían a las exigencias apremiantes de Cánning, contra la política argentina de Dorrego; que Lavalle, instrumento ciego en manos ocultas, fusiló a Dorrego sin justicia, sin autoridad, sin proceso y sin discernimiento, en un arrebato de granadero, y que las luchas sobrevinientes entre unitarios y federales, “europeístas” y “americanos”, “civilización” y “barbarie”, no representan sino las maquinaciones y arterías de los extraños para romper la unidad del antiguo Virreynato, crear cuatro países débiles en el lugar de uno fuerte, oponer la influencia del Brasil a la nuestra en Sud América, consolidar el dominio inglés en el Río de la Plata y sustituir con el tiempo la población nativa –los gauchos de Martín Fierro – con los inmigrantes desarrapados –“Juan Sin Ropa”– y analfabetos, que también representaban la “civilización” de Europa…
Los unitarios
El nacionalismo de Rosas se define, ante todo, por su
oposición a los unitarios, quienes desde 1812, con Rivadavia frente a Artigas,
hasta después de Caseros, estuvieron siempre al servicio, más o menos
deliberado, de aquel plan de dominación extraña. Al juzgar la conducta de sus
jefes de las logias secretas, cabe pensar, en su excusa, que les faltaba el
sentimiento de la nacionalidad. No lo traicionaron, porque no lo tuvieron. Para
los más caracterizados entre ellos, ser argentino era ser porteño, y ser
porteño era un fenómeno de cultura personal, rara vez logrado en sus filas,
porque, la verdad sea dicha, todo el partido unitario no produjo una docena de
espíritus verdaderamente cultos. Los más ilustres, los más famoso hoy, eran
literatos o poetas, que, a título de tales, pretendían erigirse en los supremos
legisladores de la nacionalidad. En cualquier caso, fueron extraños al país,
cosa que tardaron en descubrir, pues por un fenómeno característico de su
vanidad, al principio concibieron éste a imagen y semejanza suya, y luego, al
comprobar la contradicción, dictaminaron que el país estaba equivocado.
Vivieron mirando a Europa, de espaldas a la tierra en que habían nacido, de la
que se avergonzaban sin ocultarlo, como se avergüenzan los guarangos modernos.
En el fondo no se sintieron nunca compatriotas del hombre del interior o de las
campañas de Buenos Aires o de los arrabales porteños. Lo despreciaron, porque
se creían superiores a él, cuando sólo lo eran en algunos aspectos, los de su
cultura social y libresca, es decir lo menos importante en la vida que les
había tocado vivir.
En el origen de su política centralista no hay una doctrina
–tan pronto eran republicanos como monárquicos– sino un interés de clase o de
grupo que aspira a tener un país propio para gobernarlo e imponerle por decreto
–o mejor dicho por ley, pues eran legalistas– la cultura “europea”: no
española, ni inglesa, ni francesa, nada definido, sino “europea”, así en
abstracto: lo único que no había existido ni podía existir en ninguna parte de
Europa. Todo hace creer que confundieron la cultura con las modas de la época y
no comprendieron nunca que en la formación de una cultura nacional –de acuerdo
al modelo europeo, precisamente– no podía prescindirse de la realidad nacional,
el sujeto de la cultura. Pero esta realidad era lo que ellos no aceptaban.
Querían rehacerla conforme a sus “ideas”, que habían convertido en ídolos. Y
sus “ideas” no nacían de la experiencia, en el mundo que vivían: les llegaban,
como las levitas, confeccionadas en otra parte.
La desvinculación de las ideas con la realidad es el caos,
la locura. Rivadavia, el “visionario”, era ante todo un loco: un loco de la
política; su cordura renacía en la vida privada, donde no interesaba a nadie.
Sus adláteres –algunos de ellos siniestros por su perversidad sanguinaria– eran
también los hombres de las contradicciones y de las incoherencias. Se llamaron
unitarios, pero no admitían que la nacionalidad es una unidad moral que se
prolonga a través de las generaciones, y conspiraron contra la unidad de raza,
de religión, de costumbres, de tradiciones, de cultura, en el pueblo argentino.
Así confundieron progreso con sustitución, ignorando que sólo progresa lo que
se perfecciona en el sentido de lo que ya es. Y nunca se propusieron el
progreso del pueblo argentino, sino su trocamiento en otro pueblo distinto, que
no sería hispánico, ni latino ni tendría pasado respetable porque lo habría
repudiado. El ideal de los unitarios –que después extremó Alberdi hasta el
absurdo de las Bases– consistía en hacer del argentino real un ente tan
descaracterizado como las propias imágenes con que sustituían las ideas
ausentes. Los hombres de la realidad se levantaron contra ellos y los
expulsaron del país. En eso consistió su tragedia de desterrados.
Pero antes habían llevado a la política el desorden de sus
“ideas”, convulsionando a las catorce provincias con sus tentativas de
predominio ilegítimo. Al aproximarse el año 20, comprobado su fracaso en el
gobierno y sintiendo que el suelo temblaba bajo sus pies, creyeron que el país
se hundía con ellos, porque ellos eran el país, y pidieron el Protectorado de
Inglaterra o mendigaron en España y en Francia –¡y hasta en Suecia!– un monarca
extranjero. Repudiados, con la Constitución de Rivadavia, que era su obra
maestra, utilizaron a Lavalle sublevado para iniciar la guerra civil. Cuando el
orden se salvó con Rosas, conspiraron contra el orden, siempre a la zaga de los
extranjeros, para establecer aquí “la influencia de Francia”, o para desmembrar
la nación, después de declararla disuelta, o para entregar los ríos interiores
al dominio internacional, o para garantizar en forma perdurable la
independencia de las antiguas provincias segregadas.
¿Traidores? La palabra es terrible y desagradable de
aplicar, si no es en un sentido metafórico. Preferible es creer que Florencio
Varela, por ejemplo, llegó a ser un desarraigado sin patria, ciudadano de una
República inexistente, que había perdido en el exilio cualquier resto de
solidaridad con los hombres de su tierra. No olvidemos, por los demás, que con
los unitarios militaron algunos guerreros de la independencia y que un patriota
como Chilavert siguió también la política de Montevideo, hasta descubrir su
entraña, antes escondida a sus ojos, que no eran de lince. ¿Cuántos habrán
estado en la misma situación de engañados? Esto nunca lo sabremos. El General
Paz rechazó el proyecto de separar a Entre Ríos y Corrientes de la
Confederación Argentina que sometió Varela a su aprobación. Pero ese mismo
rechazo de Paz, la sorpresa de Chilavert y los escrúpulos que más de una vez
confesó Lavalle antes del 40, prueban que el fondo de la conspiración unitaria
era sombrío y que convenía mantenerlo oculto. Esa gente no “procedía a la luz
del día”…
En general, y aunque nos cueste reconocerlo a los que también somos sus compatriotas, podemos decir con verdad que esa política que consistió, desde sus comienzos, en negar el país, y concluyó conspirando contra su integridad territorial, era en sí misma una traición a los hombres de la Conquista y de la Revolución. Era una traición a la historia, a los antepasados: una traición de los hijos a los padres.
La figura de Rosas
Frente a esa política, tan obcecadamente mantenida, la
figura de Rosas se agiganta como la del principal defensor de la nacionalidad,
en una lucha a muerte que dura, para él, más de treinta años. Es el
representante de lo argentino, de lo nuestro, en conflicto con los extraños,
cuyos propósitos hostiles nada tenían que hacer con la Civilización ni con la
Cultura, brillantes chafalonías con que se buscaba deslumbrar a los incautos.
Ese es el sentido que tiene Rosas para nosotros, los que procuramos rehabilitar
su nombre, por eso ilustre, ante las nuevas generaciones. En vano se insistirá
en renovar los viejos motivos de repudio, calificando lo nacional de “bárbaro”
y de “salvaje” en un curioso empeño de exhibirnos ante los demás como un pueblo
de inferiores. No lo creemos. Se podría probar sin esfuerzo que en ninguna otra
parte del mundo el hombre de la tierra ha sido superior al gaucho, ni tan rico
en calidades esenciales, ni tan susceptible de un rápido perfeccionamiento
individual. En vano también se procurará restaurar las viejas diatribas
personales contra Rosas. Están demasiado desacreditadas.
¿Era inclemente? No nos interesa. No fue clemente Moreno con
Liniers, ni Castelli con Nieto, ni Rivadavia con Álzaga, ni Bolívar con
Policarpa Salabarrieta, ni O’Higgins con los Carrera, ni Urquiza con Chilavert.
¿Lo era acaso Sarmiento cuando se regocijaba en público por el fusilamiento del
héroe de Martín García, proclamaba la necesidad de asesinar a Urquiza o
aconsejaba a Mitre que “no ahorrase sangre de gauchos”?
Rosas, que no gobernó un día, fusiló muchos unitarios. Se nos
ha enseñado que las luchas entre éstos y los federales era una simple lucha de
partidos en desacuerdo por doctrinas políticas, como podría serlo la de los
radicales y conservadores de hoy, si tuvieran doctrinas. Pero esto es falso. A
partir de 1838, esa lucha tuvo el carácter de internacional que los unitarios
por propia voluntad le dieron al sumarse a los extranjeros que guerreaban
contra el país. Acaso seguían creyendo que el país eran ellos, pero este error
no valía para Rosas, ni puede valer hoy para nosotros al juzgar a Rosas y a sus
adversarios. Sorprendidos en sus maquinaciones, eran fusilados como Ramón Maza,
o muertos en la persecución que seguía a las batallas, como Berón de Astrada o
en la exaltación que su propia conducta provocaba en la ciudad bloqueada y
humillada por las dos escuadras más poderosas de la tierra. No necesitó iguales
motivos Urquiza para matar a todos los soldados de la división Aquino, en las
mismas calles de Buenos Aires. ¿Abusos? Mil se habrán cometido, como en todas
las épocas de guerra civil, en Francia, en España, en Inglaterra, en Alemania,
en Italia. Como se cometen actualmente aquí, en plena era de paz democrática,
con motivo de cualquier acto electoral: en San Juan, hace poco tiempo. Con sólo
los asesinados en el siglo XX, por razones políticas, podríamos construir otras
tablas de sangre como las de Rivera Indarte.
Pero los fusilamientos de Rosas no son objetables en su
época y en las circunstancias del país, que vivía bajo la ley marcial. Sólo en
los pueblos bárbaros, formados por tribus o bandas, no se castiga con la máxima
severidad a los que conspiran contra las autoridades para derrocarlas, en
momentos de un peligro nacional. Las pasiones de entonces eran candentes; los
juicios con que unos a otros se condenaban, lapidarios. Era “acción santa matar
a Rosas”, según el lema de Rivera Indarte. Había que colocarse a la recíproca.
Lavalle mismo fue despiadado al condenar la unión con los franceses antes de
aceptarla en una de sus frecuentes desviaciones. Los rosistas de hoy no la
hemos calificado con igual virulencia. “Los dos diarios de Montevideo –
escribía el general– están de acuerdo sobre la unión con los franceses… Estos
hombres, conducidos por un interés propio muy mal entendido, quieren trastornar
las leyes eternas del patriotismo, el honor y el buen sentido; pero confío en
que toda la emigración preferirá que la revista (una de las publicaciones
unitarias) la llame estúpida a que su patria la maldiga mañana con el dictado
de vil traidora”.
Más tarde, Lavalle cambió de opinión; Rosas, no. ¿Con qué violencia no hubiera obrado aquél, en la posición de éste, contra los que llamaba “viles traidores”? Aterra pensarlo, cuando recordamos el drama de Dorrego, fusilado sin causa…
Rosas y la unidad nacional
(Se)…le censura a Rosas que no hiciera la organización
nacional. ¿Quién lo hizo antes de él? ¿Quién pudo hacerla? ¿Y cómo podía Rosas
darnos la organización nacional en medio de la guerra que durante los 17 años
de su segundo gobierno le llevaron sus enemigos internos en alianza con los
bolivianos o con los franceses o con los ingleses o con los paraguayos o con
los brasileños o con los orientales de Rivera o con todos a la vez?
Hizo mucho más que eso, sin embargo. Nacido a la política
como reacción espontánea contra la anarquía de los partidos, sofocó por la
fuerza de una guerra victoriosa y las artes de la diplomacia más sutil, a todas
las facciones adversas: lo mismo que los unitarios habían ensayado antes, pero
sembrando la ruina y el desorden. Así impuso en los hechos, en la realidad
inconmovible de las cosas, la unidad nacional y creó en el país el hábito de la
obediencia y el respeto a la autoridad. Y ese hecho fundamental no le será
nunca suficientemente agradecido por las generaciones del futuro que reflexionen
con serenidad y con lucidez sobre el proceso de la formación argentina.
Su empresa era la de la fuerza en acción: la violencia, la
guerra, únicos métodos capaces de restaurar el orden de un país convulsionado
por los anarquistas y amenazado desde el exterior. Una Constitución escrita, de
la que emanase el poder capaz de dominar el desorden, hubiese creado el
despotismo permanente, para Rosas y los que le siguieran. Si, por temor al
despotismo, se creaba un poder constitucional moderado, su debilidad en las
circunstancias nos volvería a la anarquía o violaba el Gobierno la Constitución
con el pretexto de sostenerla. Con estos mismos argumentos, Facundo Zuviría,
presidente de la Convención del 53, sostuvo al iniciar ésta sus deliberaciones
que no había llegado todavía el momento de dar una Constitución escrita al
país. Era partidario de una autoridad de hecho o fundada en convenciones
circunstanciales, que pudiera ejercer el poder con todo rigor, sin comprometer
ningún principio permanente. Las razones que defienden a Rosas eran las de
Zuviría, su enconado adversario político de 30 años.
Rosas sabía, por lo demás, que la Constitución no podía ser
la obra suya, sino la consecuencia de su obra. Que ésta, la pacificación del
país, no había concluido lo prueba el hecho de que, en definitiva, los rebeldes
concluyeron con él. Pero nadie podrá negarle la gloria de haber constituído la
nación en los hechos con sus empresas de treinta años, desde el 20, en que
sofocó por primera vez la anarquía, hasta el 52, en que entregó las provincias
unificadas a sus vencedores ocasionales. El acuerdo de SAN NICOLAS fue el
acuerdo de los gobernadores de Rosas.
Lo que sucedió después de Caseros, lo justifica aún más ante
la historia. Urquiza quiso hacer lo que Rosas no había hecho y atrajo consigo a
los unitarios, en un prematuro ensayo de organización nacional. Con los
unitarios en el partido gobernante, creó el cisma en el gobierno mismo. Rota la
unidad de Rosas, no vino la unidad de Urquiza, sino la anarquía de los
unitarios otra vez, pero con ellos dueños de Buenos Aires. Diez nuevos años de
guerra civil, acaso los más sangrientos de todos, otros diez de revueltas y de
tumultos, de persecuciones y de injusticias, y el asesinato de Urquiza,
siguieron al derrocamiento de Rosas, mientras el extranjero, que había atisbado
pacientemente la oportunidad propicia a sus intereses, sacaba los mejores
frutos de una victoria de armas, que, lejos de ser una victoria de los
argentinos, se convirtió con el tiempo, en la más grande derrota de su historia.
Caseros.
Capítulo I de "El Nacionalismo de Rosas", de
Roberto de Laferrère