No es cierto que la religión sea el
opio del pueblo, como pensaba facciosamente Carlos Marx. Nada de eso. Aparte de
chabacano, el recordado slogan del comunismo ateo no responde a verdad histórica
alguna.
“La historia de lo que fuimos explica lo que somos”, nos enseña el egregio pensador
ingles Hilaire Belloc, agregando a este respecto que: “la religión es el principal elemento determinante que actúa en la
formación de toda civilización”. Profunda verdad existencial – la ante
dicha – que también rige por supuesto, para nosotros los argentinos de hoy,
pues aunque a primera vista no se note un rastro en el acontecer histórico de
la patria, el catolicismo fundador subyace sin embargo en el subconsciente de
la misma y se perpetua, interesando a fondo los modo de ser, hábitos y
costumbres (y a veces hasta no pocos prejuicios) de millones de ciudadanos
nacidos y criados en esta tierra civilizada por la imperial España de hace
cuatro siglos.
Cuando sistemas de ideas o creencias
dogmáticas (religiosos, filosóficos o políticos) repetidos a través del tiempo,
se convierten en habituales en una sociedad, modelando el pensamiento de las
gentes que forman cualquier pueblo organizado hasta convertirlo en normas de
vida (a saber: en régimen de convivencia pacíficamente obedecido), entonces –y
solo entonces– podremos afirmar con certeza que existe una tradición: la cual
–resulte ella continuista o anti continuista (1)– rechaza de suyo toda moda
pasajera, toda composición de lugar frívola.
Las
tradiciones en la historia siempre son impuestas, al comienzo, por minorías
dirigentes –religiosas, filosóficas o políticas mediante el sistema durable de
la enseñanza pública. Eso mismo aconteció entre nosotros con el catolicismo
español en los primeros tiempos fundacionales; y se repetirá el procedimiento
mas tarde, aunque bajo otro signo en hispanoamérica, durante los siglos XVIII y
XIX: producida la decadencia de España y el auge protestante, laicista, que engendró
la masonería liberal en toda Europa.
En
lo que respecta a nuestra Argentina –que no nació precisamente en 1810– se han
ido sucediendo, desde hace por lo menos trecientos años, corrientes culturales
diversas; las cuales a través de la enseñanza, fueron asentándose en
TRADICIONES contradictorias entre si. A saber:
a) La
HISPANO-CATOLICA fundadora, que es la mas importante (siglo
XVI y XVII), correspondiente al llamado Siglo de Oro español; b) La RACIONALISTA
afrancesada, que se concretó en “despotismo ilustrado” en el siglo XVIII y que
niega rotundamente la primera tradición considerándola “oscurantista” (Moreno y
Rivadavia en su momento); c) La LIBERAL-CAPITALISTA clásica, propagada entre
nosotros por la generación criolla de 1837 –en cierto modo continuadora de la
anterior, que se perpetua en el siglo XX (por intermedio, sobre todo, de
Alberdi y de Sarmiento) a través de los hombres del 80, quedando consolidada en
la ciudadanía hasta hoy por la Ley
de educación laica de 1884 que aun persiste y cuyo espíritu se extendió,
también, a la enseñanza secundaria y universitaria. ¡Helas!
Al
negar nuestra tradición primigenia (HISPANO-CATOLICA), estas dos corrientes últimas
en la Argentina ,
se convierten en verdaderas contradicciones que conducen en definitiva al
nihilismo actual.
Y
bien: la identidad histórica de la patria esta constituida así, objetivamente
por aquella vieja TRADICION MADRE y las dos CONTRADICCIONES nombradas, que
luchan con la cultura antigua católica. La fundacional (“democracia frailuna”, la llamaba Menéndez y Pelayo) es de
contenido jerárquico–popular y su filosofo mas difundido de la época fue el
egregio jesuita granadino Francisco Suárez. Las restantes, de esencia moderna,
laica, responde a las corrientes racionalistas anglofrancesas (Hobbes, Descartes,
Rousseau) que desembocaban en la dogmática democracia liberal que conocemos y
sus reacciones negadoras posteriores de este tiempo ateo, con Marx, Engels,
Freud, y Marcuse como profetas
contemporáneos.
De
la vieja tradición católico populista suareciana deriva nuestro mentado Federalismo
rioplatense y sus diversas versiones históricas
luego de la caída de Rosas. En la posterior tradición racionalista-liberal foránea,
se apoyan, en cambio, los primeros unitarios- con Rivadavia, Monteagudo, etc- y
sus epígonos políticos criollos de esta centuria (seguidores de Alberdi y de
Sarmiento, númenes -ambos déspotas
ilustrados lugareños- de las grandes figuras laicistas de 1880); los cuales epígonos
promovieron a todo vapor el capitalismo anglosajón en el país, y lo siguen
promoviendo hasta ahora, aunque bajo cuerda. Hoy, contra ellos, los
iconoclastas de izquierda parecen estar ganando por desgracia la batalla
decisiva, infiltrados –como lo están– en la Iglesia Católica , en el Estado
Nacional y/o Gobiernos provinciales argentinos. ¡Cuidado!.
Aquí
puede repetirse aquello que cuenta la tan conocida parábola cristiana del trigo
y la cizaña (Mateo XIII – 24): “mas
cuando dormían sus hombres vino el enemigo y sobresembró cizaña en el trigo. Y desapareció.
Y cuando vino el brote y la hoja, apareció la cizaña en medio del trigo…”.
Pues sucede que el bien –como la belleza y la virtud, el sol y su sombra– nunca
se dan totalmente separado del Mal en la vida humana. Ambos, por el contrario, están
entremezclados, condenados por Dios a crecer siempre juntos, guerreando entre
si hasta el fin de los tiempos. Es lo que ocurre a la vista entre nosotros,
(Hic et nunc) en 1973.
(1) Toda tradición es de suyo continuista, pero
se interrumpe o se suspende con la violencia engendrada por las IDEOLOGIAS que
la atacan; las cuales, a su vez, enseñadas a las nuevas generaciones vuélvensen
en cierto modo tradicionales andando el tiempo. Ejemplos típicos –entre muchos
otros- de tales tradiciones anti-continuistas hoy vigentes, serian: los separatismos
vasco o catalán en España, y el racionalismo marxista leninista en Rusia. En
Hispanoamérica: el decimonónico individualismo liberal –de tesitura británica o
francesa- y su contrapartida política mas reciente (factible tradición
prospectiva, si no es rectificada a tiempo); o sea un socialismo tercermundista
dialéctico –cuyo lema guerrillero es “Dios ha muerto”-; enseñado en nuestras
aulas universitarias y, ahora, hasta en no pocos de los seminarios católicos
argentinos, en provecho exclusivo –vaya la novedad- de la izquierda atea
mundial.
*Publicado en revista Cabildo, año I, numero 5,
septiembre de 1973