Por Andrea
Greco
Quiero dejar sentadas aquí algunas ideas que no son nuevas,
pero sí indispensables como presupuestos básicos para entender el proceso de
independencia.
La patria no nació en 1810 ni en 1816
La Patria Argentina nació, y por eso está hermanada con el
resto de las naciones americanas, en el seno del Imperio Español que nos dio un
idioma, una cultura y una fe común lo que sumado al sustrato cultural indígena
hizo de América una nación nueva y diferente tanto de España como de lo
pre-hispánico.
Las razones de la independencia no fueron ideológicas sino
histórico-políticas
La historiografía liberal ha insistido tanto en las causas
ideológicas de Mayo (que la revolución francesa, que el anti-españolismo, que
el liberalismo y la democracia, que el grito sagrado, que las rotas cadenas…)
toda esa cháchara liberal con la que los masones, liberales y anti-españoles,
que los hubo, se quisieron robar la revolución, tal como lo ha estudiado en
detalle Enrique Díaz Araujo en Mayo Revisado.
De ese falso origen de Mayo se deduciría una independencia
motivada por esas mismas razones y por lo tanto opuesta a España, de contenido
liberal y sentido democrático. Esto es falso y antihistórico como
lo demuestran los documentos.
Cornelio Saavedra, presidente de la Junta nacida en 1810, dice en
su Memoria autógrafa: “A la ambición de Napoleón y
a la de los ingleses de querer ser señores de esta América, se
debe atribuir, la Revolución de Mayo de 1810″.
¿Y qué pasó después de ese primer momento de autonomía? Pasó
lo que explica en carta del 4 de abril de 1818 al ministro francés Armando
Manuel Du Plessis, el Director Supremo Juan Martín de
Pueyrredón, representante de San Luis en el Congreso de la
Independencia: “Antes de restituido el Sr. Don Fernando VII al
Trono no hicimos otra cosa, que substraernos a las autoridades tumultuarias de
la Península que usurparon su nombre y representación […] posteriormente este
acto de suma lealtad ha sido considerado como un crimen, y no nos ha quedado
otro refugio para escapar de una injusta venganza que el de no ponernos en las
manos de los que han jurado nuestro exterminio”.
También lo explica así Tomás de Anchorena, congresal
por Buenos Aires, en carta a Juan Manuel de Rosas del 28 de
mayo de 1846 (citada por Julio Irazusta, en Tomás M. de Anchorena o la
emancipación americana a la luz de la circunstancia histórica, 1949), al
pedirle que no permita la impresión del sermón dado en el Te Deum del 25 de
mayo por considerar que: “No es más que un amontonamiento de mentiras y
barbaridades contra el Gobierno español y los soberanos de España a quienes
protestamos solemnemente obediencia y sumisión con la más firme lealtad en mayo
del año diez […] el único modo de hablar con dignidad, decencia y honor del 25
de mayo de 1810, es hablar como habló Ud. en su última arenga y no fingir ni
suponer crueldades, despotismo y arbitrariedades que no hemos experimentado”.
En una carta posterior, de 1847, decía también Anchorena: “El
25 de mayo de 1810, o por mejor decir el 24, se estableció por nosotros el
primer gobierno patrio a nombre de Fernando VII (…) para preservarnos
de que los españoles apurados por Napoleón, negociasen con él su bienestar a
costa nuestra, haciéndonos pavo de la boda”.
El discurso de Rosas al que se refiere Anchorena es el
pronunciado ante el cuerpo diplomático reunido en el fuerte del 25 de Mayo de
1836: “¡Qué grande, señores, y qué plausible debe ser para todo argentino este
día consagrado por la Nación para festejar el primer acto de soberanía popular,
que ejerció este gran pueblo en mayo del célebre año mil ochocientos diez! No
para sublevarnos contra las autoridades legítimamente constituidas, sino para
suplir la falta de las que, acéfala la Nación, habían caducado de hecho y de
derecho. (…) No para introducir la anarquía, sino para preservarnos de ella, y
no ser arrastrados al abismo de males en que se hallaba sumida España (…).
¡Quien lo hubiera creído!… Un acto tan heroico de generosidad y patriotismo
(…) fue interpretado en nosotros malignamente como una rebelión disfrazada,
por los mismos que debieron haber agotado su admiración y gratitud para
corresponderlo dignamente. Y he aquí, señores, otra circunstancia que realza
sobre manera la gloria del pueblo argentino, pues que ofendidos con tamaña
ingratitud, hostigados y perseguidos de muerte por el gobierno español (…)
tomamos el único partido que nos quedaba para salvarnos: nos declaramos libres
e independientes de los Reyes de España, y de toda otra dominación extranjera”.
Estas son pues las verdaderas causas de la independencia. El
discurso de Rosas contiene una notable hermenéutica de la revolución argentina:
enlaza los destinos del país independiente con las tradiciones del pasado
hispánico. Al regresar Fernando VII al trono se envió una misión a Europa. El
fracaso de la Misión Belgrano – Rivadavia – Sarratea ante los
Reyes de España no dejó otra alternativa. Es un tema largo intentar comprender
las razones de ese fracaso, sólo mencionemos aquí que los enviados procuraban
la instalación de una monarquía parte del Imperio. Al respecto escribe
Anchorena: “Se dijo públicamente que habían ido a tratar con los reyes padres,
es decir Carlos IV y su esposa María Luisa, sobre la coronación en estos países
de uno de los príncipes de la familia bajo la forma constitucional” (carta de
Anchorena de 1847). Como ha explicado Díaz Araujo, se convocó a teólogos que
analizaron la cuestión y concluyeron en la ruptura del Pacto de Vasallaje ante
el desconocimiento de los súbditos por parte del rey.
Así se explica el hecho de la Independencia con la lealtad
imperial y monárquica de nuestro primer gobierno autónomo.
La búsqueda de una Gran Nación Americana
El Acta de la Independencia Argentina dice: “Nos los
representantes de las Provincias Unidas en Sud América”. No se
habla de Provincias Unidas de Río de la Plata, ni de la Argentina, ni otra
denominación, sino Provincias Unidas en Sud América. Esta es la idea de la Gran
Nación Americana que compartían los tres “Libertadores” de América: Agustín
de Iturbide, Simón Bolívar y José de San Martín. Idea que significaba
valorar la herencia hispánica y construir la Nación Americana sobre la
hermandad entre españoles y americanos. Así lo declara Iturbide en el Plan
de Iguala en México el 24 de febrero de 1821: Trescientos años hace
que la América Septentrional está bajo la tutela de la nación más católica y
piadosa, heroica y magnánima. (…) Americanos, ¿quién de vosotros puede decir
que no desciende de español? Ved la cadena dulcísima que nos une. (…) Es llegado
el momento en que manifestéis la conformidad de sentimientos, y que nuestra
unión sea la mano poderosa que emancipe a la América sin necesidad de auxilios
extraños”.
Hispanoamérica fue el escenario de uno de los más tempranos,
exitosos y masivos procesos de construcción de naciones que se conocen. En
apenas 20 años, los que van de la independencia de Paraguay, en 1811, a la
disgregación de la Gran Colombia, en 1830, ven la luz un total de quince
nuevos Estados, cuya tarea más urgente va a ser la de construir las
correspondientes naciones, objetivo al que van a dedicar, con bastante éxito,
lo mejor de sus esfuerzos. Sin embargo, la literatura internacional sobre
naciones y nacionalismo ha prestado una relativa escasa atención al ámbito
hispanoamericano.
En La construcción de las naciones como problema
historiográfico: el caso del mundo hispánico”, Tomás Pérez
Vejo escribió: “El mito de unas guerras de independencia —y no deja de
ser significativo que éste sea el nombre finalmente asumido por la
historiografía a pesar del componente de guerra civil o conflictos sociales que
tuvieron— en el que unas naciones preexistentes se liberaron del dominio de una
también preexistente nación española, sigue vigente”.
¿Qué fue entonces la independencia de 1816? Un acto doloroso
y legítimo, que nos condujo a la guerra civil, primero entre fidelistas contra
regentistas. Así lo explicaba en 1822 Manuel Belgrano: “Soy
verdaderamente católico, apostólico, romano y también fiel vasallo de Su
Majestad el señor don Fernando VII (…) Aspiro a que se conserve la monarquía
española en nuestro patrio suelo si sucumbe la España, como ya lo está casi
toda al poder del tirano, del usurpador más infeliz, Napoleón cuyo yugo han
querido que suframos los malos Españoles-Europeos y algunos Americanos
engañados que prefieren su interés particular al bien general del Estado, y a
los imprescriptibles derechos de ntro. desgraciado Rey” (Documentos para la
historia de Manuel Belgrano, tomo III). Más tarde, la guerra fue entre
realistas y patriotas o españoles y americanos si bien conviene no perder de
vista lo que escribe José María Pemán: “Es una denominación
arbitraria y ligera esa de partido español y partido criollo (…) concepción
demasiado simplista y fácil de este hecho, nos lo pinta como una
rebeldía de los naturales frente a los españoles, cuando es lo cierto que
fue una simple escisión civil de opiniones ante una innovación política”
(citado por Antonio Caponnetto en Independencia y nacionalismo;
2016).
El trigo estuvo mezclado con la cizaña…
Sin embargo, reconocer las tres verdades anteriores no puede
impedirnos ver cómo hubo tensiones que procuraban llevar los procesos
históricos hacia otro destino: hacia el anti-hispanismo, hacia el liberalismo,
hacia la anti-religión y el anti-clericalismo, hacia la tolerancia masónica
etc.
Esto es lo que tempranamente denunciaba, en su periódico “El Desengañador gauchi-político”, el
fraile Francisco Antonio de Paula
Castañeda, testigo de aquellos años: “Nos
hemos ido alejando de la verdadera virtud castellana que era nuestra virtud
nacional, y formaba nuestro verdadero, apreciable y celebrado carácter: nuestra
revolución fue sin duda la más sensata, la más honrada, la más noble, de
cuantas revoluciones ha habido en este mundo, pues no se redujo más que a reformar
nuestra administración corrompidísima, y a gobernarnos por nosotros mismos en
el caso que, o Fernando volviese al trono, o no quisiese acceder a nuestras
justas reclamaciones. La revolución así concebida no contenía en sus elementos
el menor odio contra los españoles, ni la menor aversión contra sus costumbres,
que eran las nuestras, ni contra su literatura que era la nuestra, ni contra
sus virtudes que eran las nuestras, ni mucho menos contra su religión que era
la nuestra. Pero los demagogos, (…) impregnándose en las máximas
revolucionarias de tantos libros jacobinos, empezaron a revestir un carácter
absolutamente antiespañol; ya vistiéndose de indios para no ser ni indios, ni
españoles: ya aprehendiendo el francés para ser parisienses de la noche a la
mañana; o el inglés para ser místeres recién desembarcaditos de Plimouth”.
El propio José de San Martín, el hombre que más
instaba por medio de sus cartas a los congresales para que se atrevieran a
declarar la independencia, no era sin embargo ciego a las dificultades que
aparecían en el horizonte. Estas dificultades son las que confía al representante
por Mendoza, Tomás Godoy Cruz, en carta del 24 de mayo de
1816: el establecimiento de “un sistema de gobierno puramente popular (…) [con]
tendencia a destruir nuestra religión”; “el fermento horrendo de pasiones
existentes, choque de partidos indestructibles, y mezquinas rivalidades no
solamente provinciales sino de pueblo a pueblo”; “los medios violentos a que es
preciso recurrir para salvarnos (…) contrastando el egoísmo de los pudientes”.
Tales problemas son los que, doscientos años después, siguen aquejando
a la Argentina y a las naciones americanas.
En carta a Tomás Guido en 1849, el Libertador decía: “Las
consecuencias de la revolución deben hacerse sentir necesariamente por muchos
años y los dos grandes partidos de orden y anarquía que se encuentran en
presencia deben continuar la lucha hasta que uno de los dos decida la cuestión
de manera definitiva”.
Y como testigo de los acontecimientos de 1848, escribió: “El
inminente peligro que amenazaba a la Francia (en lo más vital de sus intereses)
por los desorganizadores partidos de terroristas, comunistas y socialistas,
todos reunidos al solo objeto de despreciar, no sólo el orden y la
civilización, sino también la propiedad, religión y familia, han contribuido
muy eficazmente a causar una reacción formidable a favor del orden” (Carta a
Ramón Castilla, 13 de abril de 1849).
La independencia americana aún está por hacerse
Hay un texto por demás lúcido que, salido de la pluma de don
Tomás Manuel de Anchorena, contiene tantas y tan jugosas apreciaciones que
bastaría con estudiarlo a fondo para entender muchos aspectos de la realidad
histórica americana de hace doscientos años. Es una carta escrita el 12 de
abril de 1842 a su primo Juan Manuel de Rosas: “La independencia política de
los americanos se ha convertido en una vergonzosa esclavitud a favor de todos
los Estados de Europa y de la república norteamericana (…) mientras nosotros
hemos estado ocupados en la guerra (…) los señores ingleses,
norteamericanos, franceses y demás europeos, excepto los españoles nuestros
padres, se han apoderado exclusivamente de todo el comercio exterior e interior
del país, y de todos los ramos de industria, imponiéndonos la ley en todo,
y aprovechándose de nuestros conflictos y necesidades”.
Pero Anchorena nos proporciona sus reflexiones acerca de la
solución posible: “El único camino que nos queda para aliviar nuestra
desgraciada situación es trabajar con el sincero esmero en restablecer la unión
entre nosotros bajo unos mismos principios, un mismo dogma político y un mismo
sistema, que debe ser el de la federación (…) En una palabra es preciso dictar
buenas leyes, es decir justas y acomodadas a las circunstancias del país y
observarlas con escrupulosidad”.
Conclusiones para el momento actual
No sería extemporáneo procurar hoy poner en práctica estos
sabios consejos. Lamentablemente, los gobiernos americanos parecen estar
empeñados en el camino contrario. Los buenos patriotas no podemos caer en el
engaño, antes bien, al menos levantemos las banderas que indican que la forma
de revertir la malograda independencia ha de ser la vuelta a la unidad, a la
Verdadera Fe, a la Verdadera Iglesia, al respeto del derecho natural, a las
buenas leyes y a su obediencia.
Los patriotas de 1816 seguramente tenían buenos motivos para
quedarse tranquilos y dejar que a la Patria la hicieran otros. Sin embargo,
optaron por el bien común, por el camino más difícil que había que sostener
poniendo el cuerpo a las balas.
No olvidemos a quienes dieron su vida por la Patria, no olvidemos nuestro origen, no
olvidemos que siempre es posible ayudar a otros y contribuir al bien común. Si
negamos la verdad del pasado, seguiremos traicionando las obligaciones del
presente, en orden al futuro, porque como dice Francisco Luis Bernárdez en
sus Poemas elementales:
“La patria duerme como un niño, con la cabeza en el regazo de
la historia. / Su sueño es dulce y reposado como el que sigue a la virtud y a
la victoria. / La patria vive dulcemente de las raíces enterradas en el tiempo.
/ Somos un ser indisoluble con el pasado, como el alma con el cuerpo”
[Esta nota reproduce parcialmente el contenido de una conferencia
dictada el 8/07/2023 en el Centro Revisionista Argentino]