‒ Javier Nacascués Pérez: Por lo
que sabemos, frente al Bicentenario de la Independencia, o de las
independencias americanas, usted se ubica en un lugar equidistante. ¿Cuál sería
ese lugar?
‒ Pero ¿cómo se hace para sostener la tesis del arraigo y del fidelismo cuando era generalizado el afán de emanciparse, de tener gobiernos propios y de librar guerras por estos ideales?
A.C.: ¿Cómo se hace?
Distinguiendo. Una cosa es la “independencia” de los ideólogos masones y
liberales; otra la autonomía gubernativa conservando las formas monárquicas,
las grandes unidades geopolíticas americanas y la prosapia cultural de tres
siglos gloriosos de evangelización española. Una cosa es la emancipación
–concepto netamente kantiano, iluminista y rousseauniano‒ y otra cosa es la autodeterminación fruto del legítimo
ejercicio del ius resistendi a la tiranía. Una cosa es un ejército como el
sanmartiniano, que castiga la blasfemia y nombra a la Virgen del Carmen su
Generala, repartiendo escapularios a la tropa; y otra cosa son las hordas
rapaces de libertarios, conducidas por impíos, que no dejaron sacrilegio por
cometer, sobre todo en el tradicional ambiente norteño de nuestro país. Una
cosa, al fin, es querer tener bandera con los colores de la Inmaculada
Concepción, y otra fabricarse un himno, al lado del cual, La Marsellesa parece
el Oriamendi.
‒ Pero usted convendrá conmigo, en que más allá de las distinciones –que le admito‒ se impusieron los ideólogos del descastamiento…
A.C.: No sólo lo admito, lo
deploro y condeno. Y denuncio además la doble imposición que padecimos y
padecemos de ese mal. Porque se trató de una imposición política pero también
historiográfica. Nos hicieron creer que la única historia existente –los únicos
hechos registrables‒ eran los que llevaban el signo maldito de los descastados.
Pero cuidado; porque el descastamiento no revistaba solamente en ciertas filas
americanas o en testas criollas. El llamado con error “bando realista” tuvo sus
exponentes repudiables, en la península y en el territorio de ultramar.
Manifestaciones repudiables tanto teóricas como prácticas, tanto en hechos e ideas como en personajes. No somos
fabricantes ni compradores de leyendas, sean negras o rosas. “La verdad: sol
duro pero claro”, decía Maurras. Y nos gusta el sol dando de pleno en la cara;
además de Maurras, claro.
‒ Por lo que usted nos comenta, entonces, se cumplió también en este caso aquello de que “Dios ayuda a los malos…” Pero, ¿por qué habla del erróneamente llamado bando realista?
El éxito no es criterio de
verdad, se sabe desde Aristóteles. Que hayan ganado los malos no prueba que
tuvieran razón, ni mucho menos que su triunfo nos conforme o beneficie a los
hispanoamericanos. Se cumplió más o menos la simpática coplita que me recuerda.
Y de rondón retomo algo de una pregunta suya precedente. No era “generalizado”
ese afán de emanciparse. El pueblo simple, de misa y olla, no lo deseaba. A
nadie le importaba el sapere aude de Kant, y no escasean los testimonios de
hispanistas ilustres, como Ramiro de Maeztu, Eugenio Vegas Latapié o José María
Pemán, que han dejado asentado en solventes ensayos esta aquiescencia popular
criolla hacia la noble matriz española. Tampoco eran más los ideólogos que los
genuinos libertadores, ni había multitudes rugientes en las plazas mayas o
julias pidiendo saber de qué se trataba aquello. Dios no ayudó a los más. Es un
aristócrata, diría Castellani. El demonio metió la cola, que es “la
especialidad de la casa”. De la casa del diablo, quiero decir.
‒ Pero lo de los realistas que le comentaba…
Ya voy a eso, perdone la
disgresión previa. En cuanto a realistas eran casi todos o todos los que
pugnaban entre sí. No diré fernandinos o proborbones –que los hubo y sobre todo
entre los liberales vernáculos más exaltados‒ pero sí favorables a mantener un
sistema monárquico. La diferencia mayor era otra: o se respetaba o se conculcaba el principio de intangibilidad
americana; ese privilegio americano de pertenecer al monarca legítimo, y no a
cualquier sustituto colocado por un déspota o devenido en marioneta del Clan
Bonaparte.
Nuestra pertenencia era a la potestad regia castellana, no a los
mercaderes de Cádiz, los pescadores de León, o a las arbitrariedades de un
dipsómano instalado por el complot inicuo de los renegados de España. O se
respetaba o se conculcaba ese pacto de vasallaje recíproco. Ahí está la
diferencia sustancial de los bandos en pugna. Pero la triste realidad es que,
al momento de la independencia, había más defensores de las aspas de Borgoña en
estas tierras argentinas y menos sepultureros del gorro frigio en España.
No se ha tenido aún
suficientemente en cuenta la significativa paradoja de que los más intransigentes defensores de la obediencia Fernando VII, aquí,
en América, no eran contrarrevolucionarios que abrevaban en las tradiciones
escolásticas. Eran masones perseguidores mortales (en sentido estricto) de los
católicos; y eran agentes ingleses. El ejemplo más patético es el de Bernardino
Rivadavia. Y no es un ejemplo de detalle, puesto que llegó a ocupar los
puestos más encumbrados del Estado, ¡la presidencia misma de la República!
‒ Pacto antiguo y medieval, aclara usted; ¿para diferenciarlo de otros pactismos, verdad? Me parece entender mejor ahora porqué afirman estar ‒usted y los suyos‒ entre dos fuegos. ¿Cómo sería más específicamente ese cruce de disparos?
Sí; he aclarado esos de los
pactos, porque lo que me faltaba era ser tenido por sospechoso de adherir a ese
“hombre nefasto”, como llamó José Antonio a Rousseau en el Discurso Fundacional
de Falange, o de adherir sin retaceos al granadino Francisco Suárez. Un fuego
absurdo e irritativo es el que disparan, por un lado, quienes creen que nacimos
hace 200 años. Pero el otro, no menos erróneo e incluso avieso, es que toma la
fecha de nuestra independencia como certificado de defunción de la patria. Si yo
fuera psicoanalista (¡las cosas que hay que conjeturar para hacerse entender!),
diría que a unos los mueve la libido dominandi y a otros el instinto tanático.
No conviene explicar la historia con pulsiones instintivas, sino más bien con
categorías teológicas. Y aclaro que esto lo dice alguien tan poco clerical como
Nietzsche.
‒ La verdad es que no me lo imagino psicoanalista, tampoco obispo; pero ya que mentó la cuestión, ¿cuál o cuáles serían esas categorías teológicas que estarían faltando para la comprensión de este drama independentista, que así veo también que lo llama en alguna parte?
En un libro anterior a éste, he
tratado de probar que el oficio del historiador es analogable al del liturgo.
Por lo menos, el oficio del católico puesto a historiar. El historiador, como
el liturgo, por ejemplo, debe comprender que el cielo irrumpe en la tierra, que
hay una vinculación fontal entre los visibilia e invisibilia Dei. El
historiador, como el liturgo, debe inteligir el sentido del leiton ergon, de la
obra, función o ministerio público proyectados al servicio del bien común. Hay
muy buenos consejos al respecto; de San Vicente Ferrer, de San Alberto Magno o
del Cardenal Newman. Aplicado esto al tema que nos ocupa, diré y digo que hay
un modo sacramental de entender nuestro pasado. Nuestras tierras tienen su
bautismo, su confirmación, su primera eucaristía, sus contricciones, y están
necesitadas con urgencia de la Unción de los Enfermos.
‒ Perdone, pero ¿en dónde se ha explayado sobre este criterio? Le confieso que me inquieta…
En un libro titulado “Poesía e
historia: una significativa vinculación”, que lleva más de quince años andando.
Desde esta categorización teológica de la historia, sostengo, por ejemplo, que
no es la Independencia “oficial” la que nos inaugura como patria, sino el
bautismo que recibimos el 12 de octubre de 1492, y más específicamente el 1 de
abril de 1520, fecha de la primera celebración eucarística en el territorio
argentino. La independencia antagónica a la emancipación y al desarraigo; la
independencia de los hombres fieles a la Tradición; que haya sido derrotada o
pisoteada, no anula la gracia recibida en esos sacramentos. Nuestro drama es que la emancipación se impuso por sobre el doloroso
y legítimo acto independentista. Y como fue una derrota tanto política como
historiográfica, según ya se lo he dicho, en vez de hacernos celebrar
sacramentos nos imponen efemérides laicas y masónicas. ¡Ay de esos pueblos!,
dice Pieper en su libro “Una teoría de la fiesta”, a los que les cambian los
festejos sacros por otros mundanos o impíos.
‒ Vale la pena entender e incorporar estas categorías teológicas, ya veo. Tal vez sean un poco inusuales y disonantes a los oídos vulgares.
Vale la pena entender e
incorporar la filosofía y la teología de la historia, que no son inventos míos.
Yo no he descubierto el Mediterráneo. Pero se necesita, por cierto, un sensus
fidei y sobre todo, como distingue Pascal, un reemplazo del espíritu de
geometría por el esprit de finesse. Fíjese que me he enterado de un sujeto –que
adhiere al tradicionalismo‒ según el cual la Primera Misa; esto es, la primera
patencia de Cristo en cuerpo, sangre,alma y divinidad en estas tierras
argentinas, no tiene para él ningún sentido. Y hasta cree hilvanar una ironía,
diciendo que si Cataluña se independizara de España, entonces una misa podría
“fundarla”. Como si nuestra bendita Primera Misa, en los albores del siglo XVI,
hubiese sido un grito de rebeldía separatista o un acto revolucionario de cuño
marxistoide. Por querer pasarse de sarcástico incurrió en blasfemia. Ahí tiene
un espíritu geométrico, por no decir canibalesco, incapaz de toda sutileza. Lo
grave es que si tamaña carencia hermenéutica tienen los “nuestros”, ¿qué les
puedo pedir a los enemigos?
‒ ¿Hay alguna otra categoría o
concepto teológico que nos pudiera ayudar a comprender su posición en este
complicado tema?
‒ Sí; sí; nadie ignora que en todo esto hay culpas y responsabilidades compartidas. No podemos conservar un maniqueísmo simplón. Pero más allá de los legítimos enfoques sobrenaturales que usted hace, ¿no considera la posibilidad de causas más terrenas o demasiado humanas, como la injerencia británica?
Claro que sí; y expresamente me refiero a ellas. Hace muy bien en
bajarme a la tierra. Yo en esto prefiero pecar de conspirativista que de
ingenuo, aunque bien sé que la tesis del complot se usa muchas veces de comodín
cuando no se quieren encontrar explicaciones más complejas. Pero si nos atenemos al ejemplo singular que usted me pone, allí
se ve otra vez, con claridad, que las dicotomías de los manuales no ayudan a
entender lo sucedido. Hay una gran
cantidad de documentos, privados y públicos, que muestran la enemistad entre
San Martín y los ingleses, o que prueban el modo heroico con que Cornelio de
Saavedra combatió a los britanos, antes y después del famoso 25 de Mayo de
1810. Y esto por mencionarle a dos exponentes famosos del “bando criollo” o
independentista. Paralelamente, hay otra
documentación del mismo calibre que prueba la ominosa connivencia del borbonato
con ingleses y franceses. En “El equipaje del Rey José”, Benito Pérez
Galdós dice sin ambages que en aquella desdichada España “los franceses salen
por un lado y los ingleses entran por otro”.
‒ Pero no se puede negar la presencia de agentes británicos entre los llamados independentistas.
¡Claro que no! Pero lo que me preocupa, y en realidad me irrita, es
que no se tenga en cuenta que la denuncia y el repudio de esta injerencia
británica fue desde siempre uno de los ejes de la llamada escuela revisionista
o nacionalista. Aquí nadie quiso ocultar nada al respecto. Lo mismo sucede
cuando se trae a colación el asesinato de Liniers o la heterodoxia del llamado
clero revolucionario. Fuimos nosotros, salieron de nuestras filas, los
repudiadores de estos episodios y de estos personajes. ¿De qué leyenda rosa me
hablan?
‒ ¿Usted quiere decir que no han ignorado la existencia de los llamados planes para humillar a España?
Eso mismo. Hay incluso entre
estos autores revisionistas-nacionalistas un estudioso como Federico Rivanera
Carlés (con quien tengo mis discrepancias, nobleza obliga), que ha abordado un
tema muy poco conocido, como el de las rebeliones contra España ya en la
primera mitad del siglo XVII, cuando gobernaban los Austrias. Esas rebeliones
contra la unidad del Imperio estuvieron manejadas por la marranía, y por eso se
han convertido en un tema tabú. No sé de autores españoles que hayan abordado
este punto. Todos suelen quejarse de que se socavó la autoridad de un tirano
como Fernando VII. Pero sobre los intentos judaicos de acabar con la España
Católica de los Austrias no veo mucho material procedente de los españoles
anti-independentistas americanos.
‒ Está fuera de duda el amor y la gratitud que le profesa a España; y no hablo sólo de su caso personal sino de la corriente de pensamiento que usted expresa, pero me parece importante establecer algunas precisiones. ¿Cómo se definiría entonces la patria y porqué ese concepto –el de una patria independiente‒ no entra en contradicción con la fidelidad a España?
En la cosmovisión pagana, la
patria es exclusivamente la terra patrum, la tierra de los padres, el alrededor
geográfico heredado de los antepasados. La cosmovisión cristiana no anula este
concepto, pero lo ordena a otro superior que permite desdeñar el mero
carnalismo, o la tentación de la carnalización. En perspectiva cristiana, la
patria es un don de Dios y subsiste en Él. Es un todo donado por Cristo y para
Cristo que Dios Padre quiere llevar a su plenitud, como enseña Alberto
Caturelli. Por lo tanto nosotros –hablo en plural deliberadamente‒ tenemos este
don de Dios que se nos ha dado, llamado La Argentina; este don que el Señor nos
dá para que seamos capaces de cultivarlo y de guardarlo, tal como leemos en el
libro inicial del Génesis. Y el primerísimo bien que tenemos que cultivar y que
guardar en esta tierra donada, es el patrimonio recibido en herencia de la
terra patrum. Pero a su vez, ese patrimonio incuestionable de la terra patrum
no es un gobierno, un monarca, una dinastía o un costumbrismo. Es un espíritu,
un alma. Es la Hispanidad. Y antes de
que me pregunte me anticipo a decirle que la Hispanidad es una rama viva de la
Cristiandad.
‒ ¿La Independencia que usted concibe y defiende no anula la Hispanidad, qué sería el núcleo de lo que acaba de decirnos?
En parte es al revés. Si yo puedo
defender una independencia que no expulsa a la Hispanidad sino que la supone
como condición sine qua non, es porque esa Independencia y esos
independentistas existieron. Aunque fueron derrotados, insisto. Y los
triunfadores nos inventaron una patria en la cual no queda ni la terra patrum
ni el don de Dios. Queda ese “lodo, lodo, lodo”, que repetía el precitado Padre
Castellani.
Bien entendidas las cosas,
Hispanidad e Independencia se suponen necesariamente la una a la otra. Por eso
llamo a la Independencia un acto legítimo pero doloroso. Lo primero en tanto
ese acto revistió las formas de la clásica resistencia contra una tiranía que
pone en riesgo la existencia misma de la sociedad política. Lo segundo; esto es
lo doloroso, porque nunca es grato tener que llegar al límite de poner en práctica
el ius resistendi.
Pero entiéndase que nuestra
noción de patria y nuestra práctica del patriotismo no declaman sólo una
hispanofilia. Obligan a una hispanofiliación, como decían Goyeneche y
Anzoátegui. Aquí son dos los errores simétricos que hay que evitar. Uno, el de
concebir ese don patrio sin lo esencial de la terra patrum que es la
Hispanidad. El otro, reducir la Hispanidad a un carnalismo en cualquiera de sus
variantes, desde el racial hasta el de un linaje en particular. Si en lo
primero tenemos muchos pechos vernáculos para golpear gritando mea culpa; en lo
segundo, hay pechos españoles que deberían llevarse, por lo menos, algunos
dedos índices acusatorios.
‒ Me quedé pensando en la independencia como dolor…
Muchos se quedaron pensando en
ello. El poeta Leopoldo Marechal le canta a la patria como “un dolor que se
lleva en el costado sin palabra ni grito”. Hay en la historia personal y en la
historia general de la humanidad muchos dolores que fueron germinativos y que a
juzgar después por sus frutos eran dolores inevitables unos, necesarios los
otros, permitidos por Dios, en suma.
‒ Le hablaba antes de la necesidad de establecer algunas precisiones. La de la patria quedó zanjada, pero ¿qué pasa con el concepto de nación, y de su derivación natural, el polémico tema del nacionalismo?
En cuestiones que se han prestado
y se prestan a tanta oscuridad, no veo otro modo de ser claro que ser simplote
y básico. El punto de partida es la Cristiandad, y el modo peculiarísimo en que
ella nos accede a nosotros, los americanos, que es mediante la Hispanidad. La
Iglesia tiene promesas de vida eterna, la Cristiandad lamentablemente no. Es, o
fue, un modelo de organización política, en el sentido amplísimo de la palabra,
que supo resumir León XIII diciendo que en ella el Evangelio informaba la
filosofía de las sociedades. Desaparecida la Cristiandad, queda el deber y el
derecho de anhelar su instauración en el lugar de nacimiento de cada uno de
nosotros. Ese lugar de nacimiento es la nación o natus. Y ese programa o anhelo
de instauración de Cristo en las naciones no es otro que el sintetizado por San
Pío X, o el definido por Pío XI en la Quas Primas. Programa o anhelo que
supieron enunciar de otro modo, pero con no menos vigor, pontífices como Juan
Pablo II y Benedicto XVI.
‒ ¿Qué sería entonces el Nacionalismo?
El querer instaurar en Cristo
todas las cosas de nuestra nación; ese abrir de par en par las puertas a Cristo
a todos y a cada uno de los ámbitos de la vida social, para que Cristo señoree
sobre ella, para que sea factible la soberanía o principalía social de Nuestro
Señor. Como se verá, este Nacionalismo reclama de modo indisoluble ser
calificado y sustantivizado como católico. Y no tiene ni quiere tener nada que
ver con separatismos, regionalismos, segregacionismos, cismas, revoluciones
francesas o invocados principios de las nacionalidades.
‒ Es difícil de entender esto en
Europa, pero también en la Argentina, donde hay nacionalistas que no adoptan
esta cosmovisión católica como columna vertebral.
Un autor como Joseph Delos, en su
obra “El problema de la civilización”, gana en sensatez cuando retrata un
“Nacionalismo de Civilización”, amparado en el supuesto despertar de las
conciencias nacionales que sería un fenómeno equivalente al despertar de los
derechos individuales del hombre y del ciudadano. Retórica iluminista pura, en
las antípodas de nuestro pensamiento. Para quienes puedan comprender el guiño
localista, rápidamente asociarán esto de Delos a lo que dice Sarmiento.
Nosotros, claro, no seríamos el “nacionalismo de civilización” sino el de la
barbarie. Esto es, el del respeto a las tradiciones hispanocatólicas.
‒ Más allá de estas distinciones sobre el Nacionalismo, la independencia, en la práctica, ¿no suponía necesariamente disgregar a América en naciones individuales convertidas en repúblicas democráticas?
No; necesariamente no. Que eso
haya sido buscado por los ideólogos del liberalismo y de la masonería bajo
la siniestra tutela británica, es un
hecho. Y trágicamente se impuso. Pero también es un hecho –aunque sus propulsores
hayan sido vencidos‒ que los genuinos independentistas hablaban de Nación
Americana, no de Estados Nacionales. En el mismo Congreso de Tucumán que
declaró nuestra independencia se hace referencia a las Provincias Unidas de
América del Sur, no a tal o cual país por separado. San Martín le dice a
Echavarría en carta del 1 de abril de 1819: “mi país es toda América”. Era el
sentir de los libertadores. Pero ganaron los emancipadores, ya quedó dicho.
Nociones como las de Imperio o Patria Grande quedaron abolidas. Entonces se
impusieron las republiquetas.
‒ ¿Esa victoria podría
explicar,entre otras cosas,no sólo la disgregación de las “naciones” sino la
imposición de la democracia como sistema políticamente correcto?
‒ ¿Y el segundo ejemplo que mencionaba?
Lo encontré para mi consuelo
leyendo el largo y enjundioso estudio preliminar que le hace Eugenio Vegas
Latapié a la obra de Marius Andre: “El fin del imperio español en América”.
Allí, el notable hispanista, analiza el mal ingénito del sufragio universal, la
perversión connatural del sistema democrático, la inmoralidad intrínseca del
régimen de votaciones mayoritarias. Y concluye que fue la adopción de este mal
horrendo como lo políticamente correcto, lo que condujo a América, una vez
independizada, a su desgajamiento físico y espiritual. Y tiene razón.
‒ A esta altura de nuestro diálogo, y teniendo en cuenta estos factores que han ido apareciendo en el transcurso del mismo, ¿no cree usted que sería prudente condicionar un poco la valoración del concepto de independencia?
He intentado hacerlo. Por lo
pronto, diciendo que la independencia, como la libertad no son bienes
absolutos, ni fines per se. Independizarse de Dios, de la Verdad, de la
Iglesia; como ser libres para delinquir, apostatar o blasfemar, no son fines
apetecibles ni plausibles. Nosotros, los argentinos, tenemos el caso de
regiones que integraban nuestro territorio. O al revés, si se prefiere:
integrábamos el territorio nuestro con otros, y fueron segregados violentamente,
de un modo artificial, con clara y aviesa injerencia extranjera. Lo que quedaba
de la Patria Vieja o Patria Grande devino aún en individualidades separadas,
enfrentadas, rivales. Un absurdo. Pero en todo esto hay una paradoja o una
contradicción de parte de quienes impugnan nuestra independencia.
‒ ¿Cuál sería?
La paradoja o contradicción es
que se convierta la dependencia o la obediencia en un valor absoluto. Cuando
miradas las cosas con rectitud doctrinal, hay casos en los que corresponde
desobedecer, rebelarse, desacatar o independizar el propio juicio o la propia
conducta de una autoridad devenida en tiránica o en mala.
Le hablaré con crudeza. La
mayoría de los sectores que critican nuestra desobediencia independentista a
Fernando VII pertenecen a esa clase de fieles que se sintieron moralmente
obligados a desobedecer al Papa, al Concilio Vaticano II y al grueso de las
directivas de la Roma Conciliar. No los critico. Digamos que los pondero. Pero
¿cómo es esto? Se puede uno independizar de un Papa para salvar la fe católica
amenazada y conservarla íntegra, ¿y no cabe la posibilidad de independizarse de
un monarca canalla y de una dinastía purulenta, para salvar la integridad del
patrimonio hispánico heredado?
‒ ¿Qué balance hace de 200 años de Independencia?
Difícil pregunta; para mí al
menos. Hay que tener cuidado, por lo pronto, de no caer en la falacia aquella
que confunde correlación con causalidad. Esto es, no todo lo que sucede después
de un hecho es efecto de ese hecho. Muchos males que hoy padecemos son la
consecuencia directa de la prevalencia de esa emancipación kantiana,
rousseauniana, iluminista, masónica, etc., etc. Sin duda. Otros males no, en
cambio; son de adquisición propia; pura responsabilidad o culpabilidad nuestra.
También hay que evitar la otra
falacia o argucia de la llamada historia contrafáctica. ¿Qué hubiera pasado si…
tal cosa o tal otra? Pues sencillamente no lo sabemos. La historia es historia
de lo que fue, no de lo que pudo haber sido, mucho menos de lo que nos hubiera
gustado que fuese. Pero para quienes amamos profundamente a España, como se ama
a una madre, verla en el actual estado de descomposición al que ha llegado, no
nos alimenta mucho la esperanza de que nuestra suerte hubiera sido mucho mejor
sin la independencia.
Todavía nos lastima aquella
obscenidad pronunciada por Alfonso Guerra en 1982, y según la cual: “vamos a
poner a España que no la va a reconocer ni la madre que la parió”. No debió
permitirse que se llegara tan lejos. Pero la tragedia descripta en este exabrupto
no es sólo patrimonio de España o de Europa. Es la llamada civilización
cristiana la que está amenazada de muerte. Principalmente por causa del proceso
de heretización y de apostasía que se vive hoy en la Iglesia.
‒ ¿Ve alguna esperanza en medio de esta tragedia, como la ha llamado?
Siempre veo esperanza. No verla
sería incurrir en el pecado de la desesperación o de la presunción. La
esperanza existe y es posible, asida fuertemente a ella, intentar –para
parafrasear lo indigno y volverlo digno‒ recuperar ese rostro que sea reconocible
y amable para la madre que nos dio a luz. En estos días (el 8 de octubre en el
ABC, para ser exactos), Juan Manuel de Prada, hizo el elogio de la conducta de
los colombianos, que no aceptaron la tramposa paz con la guerrilla homicida.
Déjeme que le lea textualmente uno de estos párrafos, precisamente por el
carácter esperanzador que encierra: “Todavía enorgullece llevar sangre española
en las venas, aunque el pueblo español, antaño tan valeroso ante las agresiones
de sus enemigos, se haya convertido en una papilla amorfa y bardaje. Pero en
América, allá donde la sangre de españolas venas se fundió con la sangre nativa
para fundar la raza más hermosa, allá donde nuestra lengua se hizo dulce y
fecunda, todavía queda dignidad […]. Ojalá esa dignidad vuelva algún día
–¡mediante gozosa transfusión de sangre!– a su desnaturalizada madre”.
Lo que está reconociendo con una
hidalguía inusual el señor De Prada, es que aquí en América, todavía quedan
restos o vestigios o simientes de esa grandeza antigua y venerable que
recibimos hace cinco siglos. Más aún: nos está pidiendo una transfusión de
sangre, que en este caso, no sería sino una devolución o restitución de la
sangre heredada. Es lo que dice nuestro poeta Vocos:
“Yo sé que en todas partes hay
semillas /
de tus claros varones aguardando
/
surcos de gestación en
maravillas”.
Esto es lo que me da esperanza. Y
a fe mía, que no me parece escaso motivo.
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