Por: Julio Irazusta
La historiografía de Rosas esta llena de contrasentidos. Hay que examinar algunos para mostrar el sentido de la reivindicación histórica del máximo caudillo de los argentinos. Júzguese su personalidad por los bufones que tuvo, o por sus hábitos gauchescos, o por su literatura. Todos esos aspectos deben considerarse en su historia. Pero específicamente nada tiene que ver con la política, donde se debe radicar el juicio de un estadista. Juzgar a Rosas por aquellos detalles de su vida es como juzgar a Luís XIV por sus queridas entronizadas, o a Isabel de Inglaterra por sus coqueterías, o a Victoria por su germanismo sentimental o a Federico el grande por sus versos.
Igualmente se da excesivo lugar a la moral en la apreciación de la política. Cierto que aquella tiene sobre esta una especie de dominio eminente, y que el político que viola la ley moral es un mal político. Pero, de todos modos, las categorías morales no son específicamente aplicables para juzgar a los estadistas. Por eso jamás se ha examinado como problema fundamental en la historia de estos, si se enriquecieron o si se empobrecieron en el ejercicio de la función pública, etc. Claro está que el político adornado con las virtudes del santo supera a sus congéneres, y que los santos coronados son superiores a los Cesares en una jerarquía total de los valores humanos. Pero no por esto disminuye la grandeza de Cesar en el terreno de su actividad específica. Richelieu no ha sido considerado menos grande por haber acumulado una enorme fortuna en los veinte años de su dictadura, o por haber reprimido con mano de hierro la traición de los nobles francesas que eran instrumentos del rey de España. Y en una época mas próxima a nosotros, Thiers no ha perdido su prestigio de gran liberal del siglo XIX por haber ordenado el fusilamiento de 7.000 prisioneros al sofocar el levantamiento de la Comuna de Paris, en 1781. Así, pues, debe darse carácter subalterno al problema de si Rosas de enriqueció o se empobreció en el gobierno, o si derramó demasiada sangre o solo la necesaria.
Sin embargo, no esta de mas decir que, siendo el hombre mas rico del país antes de subir al gobierno, perdió en él toda su fortuna, habiendo asumido la enorme responsabilidad de gobernar discrecionalmente con plena conciencia de lo que juzgaba; que si fue severo para reprimir la anarquía, esa severidad no se volvió implacable hasta que los alzamientos no se complicaron con la agresión del extranjero enemigo; que si se ha levantado una estadística minuciosa –y exagerada- de sus ejecuciones, se han omitido todos sus actos de clemencia, de los cuales el doctor Ravigniani dio una buena lista en su conferencia de “Amigos del Arte”, sobre Rosas como valor humano; y, por ultimo, que su tranquilidad de conciencia en los años de su dilatada vejez en el destierro se explica porque, si creyó necesaria una severa represión de la anarquía y la traición, jamás provocó deliberadamente el derramamiento de sangre, como lo hizo Bismarck, cuando envió millones de jóvenes a la muerte falsificando un telegrama para provocar la guerra de 1870.
La obra de Rosas es política, y debe ser juzgada políticamente.
Fue el primer organizador de la nación. No la organizó por medio de un congreso constituyente, procedimiento que había fracasado repetidas veces en nuestro país, y que evidentemente no le convenía en aquel momento, sino por el mismo método empírico y tradicional que había presidido la formación de las grandes comunidades nacionales de Europa, como Francia y España, y que presidiría los procesos unificadores de Italia y Alemania inmediatamente después de la caída de Rosas. Ese método consistía en nuclear, alrededor del estado provincial más vigoroso y privilegiado, las provincias pertenecientes a la región unida por lazos geográficos, raciales, históricos y políticos que la destinaban a ser una nación.
Ese método comportaba la suma del poder y la ambición de perpetuarse en el gobierno por lo menos hasta el fin del proceso unificador.
Después de todo lo que se ha visto, aun dentro de las instituciones actuales, realizado por los hombres o los partidos, para conservarse en el gobierno, y no con fines de utilidad general, sino de mero predominio particular, la ambición de Rosas por tomarse todo el tiempo necesario a su magna labor no necesita disculpas, y hasta es admirable.
De otro lado, un gobernante constitucional no podía realizar en nuestro país la tarea de aquel momento. El método deliberativo no nos convenía para constituirnos. La experiencia lo había probado. Y el método empírico, seguido por Rosas, había sido empleado en Europa por países de derecho consuetudinario, como el norte de Francia y el centro de España, para agrupar a los países regionales de derecho escrito, como el sur de la primera, y Cataluña y León de la segunda.
La inconstitución de Buenos Aires, vale decir, la suma del poder, era requisito indispensable de la acción que Rosas se propuso.
Con ella y con el encargo de las Relaciones Exteriores logró extender la autoridad nacional a las provincias, en la justicia, en la policía de seguridad, en la politica religiosa, en el ejercito, etc., etc. Pero su entrometimiento no fue consentido por los gobiernos provinciales sino como necesidad de la situación internacional y como compensación de los beneficios que recibía de aquella autoridad nacional en las leyes aduaneras de Buenos Aires y en el cuidado de las fronteras de cada uno de ellos y de todos. De esos hechos había surgido, al final del periodo, una consuetudo, un derecho político no escrito, que equivalía a un sistema de leyes constitucionales y sobre el que empezó a razonarse como sobre una verdadera constitución. El país había sido organizado de otra manera que por un congreso constituyente.
La política internacional de Rosas, lo más importante de su acción, es difícil de resumir. Pero la falta de espacio obliga a hacerlo.
Unificar el país era el primer artículo de aquella. Pero no en sus actuales fronteras, sino en las del antiguo Virreinato del Río de la Plata , menos las partes a que el país había renunciado solemnemente.
El segundo, hacer respetar la soberanía por todos los Estados, pequeños o grandes, hasta usar la fuerza si era necesario para ello.
El tercero, recibir liberalmente la inmigración extranjera, como convenía a un país escasamente poblado. Pero sustraerla de la influencia de sus países de origen, y nacionalizarla automáticamente al cabo de tres años de residencia.
El cuarto, no celebrar tratados con las grandes potencias, para no darles pretextos de intromisión so capa de proteger a sus connacionales.
Y así de lo demás, en una sucesión de medidas previsoras que seria imposible enumerar someramente.
Los otros aspectos de su acción: el administrador probo e infatigable, el celoso vigilante del bienestar colectivo, el amigo del pueblo, configuran a un gran político. Pero el padre de la patria está en su acción internacional de veinte años, sin la cual no se podría concebir la existencia de la Republica Argentina en su actual contorno territorial, y que lo presenta como a uno de los grandes estadistas de América. Para que esa grandeza se apreciara como es debido solo faltó que la escuela diplomática fundada por él tuviera sus discípulos, mientras sus vencedores estaban empeñados en demoler su obra.
Fuente: “32 escritores con Rosas o contra Rosas”. Editorial Freeland.
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