Por: ALBERTO EZCURRA MEDRANO
Hace un cuarto de siglo era un lugar común la afirmación de
que en la época de Rosas, el retrato del Restaurador había sido colocado en los
altares. Después de un detenido estudio del asunto, basado en la tradición,
gravado y crónicas de la época, publiqué en "Crisol" el 1° de enero
de 1935 un artículo titulado "Rosas en los altares", donde
documentaba concluyentemente lo contrario. En ese artículo, reproducido en el
número 4 de la Revista
del Instituto Juan Manuel de Rosas, llegaba a la conclusión de que "el
retrato de Rosas no se colocaba en el altar, sino, por lo general, en un
asiento, en el prebisterio, cerca del altar, del lado del Evangelio", y
que ello "no constituyó profanación ni sacrilegio".
El impacto fue tan profundo que el antirrevisionismo ha
tardado 25 años en reaccionar. Y lo ha hecho en "La Prensa" del 1° de
noviembre del corriente año, mediante el artículo de Enrique J. Fitte titulado
"Acotaciones sobre la efigie de Rosas en las funciones religiosas".
Demás está decir que el autor no refuta ni lo pretende
siquiera, la afirmación de que el retrato se colocó en el prebisterio y no en
el altar. Por el contrario, manifiesta no hacer cuestión de lugar, a
pesar de que esta cuestión es de fundamental importancia. Sus
"acotaciones" se reducen a argumentos, que creo poder sintetizar bien
en la siguiente forma: 1) No fue sólo en las funciones parroquiales de 1839
cuando el retrato aparece en los templos, sino también antes y después; 2) No
es valedera la explicación de la imposibilidad en que se encontraba Rosas de
concurrir personalmente a todas las ceremonias, sino que había en ello un móvil
político.
Respecto del primer punto debo manifestar que si me concerté
especialmente a las funciones parroquiales de 1839, fue porque precisamente a
ellas se refieren las acusaciones más estridentes de idolatría. No obstante
mencioné también el óleo de Boneo -el mismo que reproduce el señor Fitte-
aclarando que "representa una ceremonia religiosa en la iglesia de la Piedad", y sin
identificarlo, por consiguiente, con las "funciones parroquiales". En
realidad la fecha y la oportunidad en que aparece el retrato en el templo es de
muy relativa importancia con relación al hecho en sí.
En cuanto a la explicación del hecho, me atuve a la versión
tradicional, de fuente eclesiástica, a que aludí en mi artículo. Posteriormente
fue rectificado por un historiador revisionista, Julio Irazusta, quien
consideró una falla de mi hermenéutica al haber atribuído exclusivamente
a esa causa el origen de la ceremonia, creyendo por su parte en la concurrencia
de un móvil de mística política. No hay inconveniente en aceptar esa
rectificación. Pero no creo que pueda rechazarse en absoluta la hipótesis de la
asistencia simbólica de Rosas. No se trata de que haya mediado
invitación previa ni de imposibilidad de concurrir por inconveniente de último
momento, como dice el señor Fitte. Se deseaba contar con la presencia de Rosas
y cada una de las ceremonias, se le representaba con el retrato. Luego
esto se hizo costumbre y así se explica que haya ocurrido hasta en la misma
casa de Rosas, aunque tampoco con su presencia física, según parece deducirse
del relato del almirante Ferragut, ya que después de nombrar varias veces a Rosas
como "el gobernador", no lo incluye entre los concurrentes.
En el mencionado relato hay algo que puede dar lugar a
confusiones. Ve Ferragut "un altar para el servicio divino" y a la
izquierda "otro más pequeño", destinado al retrato. Altar, para los católicos,
es el "ara consagrado sobre la cual celebra el sacerdote el santo
sacrificio de la misa" y por extensión, "el hogar levantado y en
forma de mesa, más largo que ancho, donde se coloca dicha ara" (Espasa).
Lo que al almirante pareció altar, no lo era, porque no tenía ara ni en él se
celebraba misa. Por mucha forma de altar que haya tenido, si es que la tuvo,
fue simplemente el asiento bajo docel preparado para el retrato.
En lo que decididamente no estoy de acuerdo con el señor
Fitte es en la conclusión a que llega: "Esto es incurrir en pecado de
idolatría y en delito de profanación". El privilegio de ocupar un lugar
prominente en el presbiterio o sea en las proximidades del altar, había sido
concedido a las autoridades seglares por la Iglesia, y en especial a los reyes de España. Que
se haya colocado en su lugar un retrato, cualquiera sean los motivos de ello,
podrá parecer inconveniente, de mal gusto, pero no encuadra dentro de la
idolatría ni de la profanación, porque dicho retrato no estaba allí para recibir
culto, sino más bien para tributarlo a Dios, custodiando su altar.
Hoy, en tiempos menos personalistas, se coloca junto al altar mayor la bandera
nacional y nadie ve en ello profanación ni idolatría a pesar de que desde el
punto de vista estrictamente religioso, nada tiene que hacer en ese lugar.
La acusación de idolatría; por parte, más que a Rosas,
afecta al ilustre clero argentino de esa época, presidida por el obispo Mariano
Medrano, enérgico defensor de la ortodoxia católica frente a la reforam
rivadaviana, y compuesta de sacerdotes de la virtud e ilustración de los
canónigos Zavaleta, García, Segurola, Pereda Zavaleta, Elortondo y Palacio,
Argerich y otros. Es absurdo suponer que la iglesia argentina prevaricó en
masa, incurriendo en el grosero pecado de idolatría.
La verdad, no rebatida hasta ahora, e imposible de rebatir,
porque la verdad es que el retrato de Rosas nunca se colocó en los altares y
por consiguiente, jamás fue objeto de adoración ni de culto, por lo que no pudo
haber profanación ni sacrilegio.
Fuente: Revista de Cultura
"Revisión", Año 1, N° 4, Buenos Aires, diciembre de 1959, página 8.
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