Ramiro de Maeztu
"Todos los que militáis
debajo de esta bandera,
ya no durmáis, ya no durmáis,
que no hay paz sobre la tierra."
Parece como que un ímpetu militar
sacude a nuestra monjita de la cabeza a los pies.
Ha de advertirse que, como dice
el P. Astrain, los miembros de la
Compañía de Jesús colocan a San Francisco Javier al mismo
nivel que a San Ignacio, "como
ponemos a San Pablo junto a San Pedro al frente de la Iglesia universal".
Quiere decir con ello que lo que daba San Ignacio al enviar a San Francisco a
Indias era casi su propio yo; si no iba él era porque como general de la Compañía tenía que quedar
en Roma, en la sede central; pero al hombre que más quería y respetaba, le
mandaba a la misionera de las Indias. ¡Tan esencial era la obra misionera para
los españoles!
El propio P. Vitoria, dominico
español, el maestro, directa o indirectamente, de los teólogos españoles de
Trento, enemigo de la guerra como era y tan amigo de los indios, que de ninguna
manera admitía que se les pudiese conquistar para obligarles a aceptar la fe,
dice que en caso de permitir los indios a los españoles predicar el Evangelio
libremente, no había derecho a hacerles la guerra bajo ningún concepto, "tanto si reciben como si no reciben
la fe"; ahora que, en caso de impedir los indios a los españoles la
predicación del Evangelio, "los
españoles, después de razonarlo bien, para evitar el escándalo y la brega,
pueden predicarlo a pesar de los mismos, y ponerse a la obra de conversión de
dicha gente, y si para esta obra es indispensable comenzar a aceptar la guerra,
podrán hacerla, en lo que sea necesario, para oportunidad y seguridad en la
predicación del Evangelio". Es decir, el hombre más pacífico que ha
producido el mundo, el creador del derecho internacional, máximo iniciador, en
último término, de todas las reformas favorables a los aborígenes que honran
nuestras Leyes de Indias, legítima la misma guerra cuando no hay otro medio de
abrir camino a la verdad.
Por eso puede decirse que toda
España es misionera en sus dos grandes siglos, hasta con perjuicio del propio
perfeccionamiento. Este descuido quizá fue nocivo; acaso hubiera convenido
dedicar una parte de la energía misionera a armarnos espiritualmente, de tal
suerte que pudiéramos resistir, en siglos sucesivos, la fascinación que
ejercieron sobre nosotros las civilizaciones extranjeras. Pero cada día tiene
su afán. Era la época en que se había comprobado la unidad física del mundo, al
descubrirse las rutas marítimas de Oriente y Occidente; en Trento se había
confirmado nuestra creencia en la unidad moral del género humano; todos los
hombres podían salvarse, esta era la íntima convicción que nos llenaba el alma.
No era la hora de pensar en nuestro propio perfeccionamiento ni en nosotros
mismos; había que llevar la buena nueva a todos los rincones de la tierra.
Tomado de: Defensa de la hispanidad
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