Por: Hugo Wast
Hacia veinte años que, por causa de su revolución Francia había perdido todas sus libertades.
Hacia veinte años que, por causa de su revolución Francia había perdido todas sus libertades.
¿Quién se la devolvería? ¿Quién daría vida a los huesos de cientos de miles de sus hijos que cubrían los campos de batalla de media Europa?
Las pocas noticias que el pueblo de Buenos Aires tenia de la Revolución francesa, no podían suscitar ni su admiración ni su deseo de imitarla.
Dos años atrás –el 2 de mayo de 1808- había emprendido España contra los franceses su grandiosa guerra de independencia, verdadera cruzada santa en la que la acompañó de todo corazón toda la América española.
¿Qué influencia podían tener en el Buenos Aires de 1810 doctrinas execradas, que habían arrasado el trono, la religión y todas las libertades públicas, y engendrado el más violento imperialismo?
¿Qué ganas de implantar la guillotina habían de sentir los vencedores de los ingleses, héroes de la Reconquista, que no fusilaron a uno solo de sus prisioneros de guerra, sinceros católicos y monárquicos, que luego vieron a España, la madre patria , invadida y en guerra contra un déspota, hijo legítimo de la Revolución francesa?.
Si en el Rio de la Plata alguien hubiera necesitado algún modelo de revoluciones para imitar, habría puesto los ojos en la de los Estados Unidos, cuyos frutos estaban a la vista.
Se trataba de un país americano, colonizado como el nuestro por una nación europea. Un día sintiose capaz de gobernarse a sí mismo, proclamó su independencia y la afianzó con las armas sin necesidad de asesinar a sus reyes, ni de renegar de su religión.
Parecida evolución fue la nuestra.
En el Rio de la Plata no había reyes, ni nobles, cuyos privilegios irritaran al pueblo; es decir, faltaban los principales motivos de la Revolución francesa.
En cambio existía un deseo intenso de libertad económica, y la justa ambición de que el país se administrase a sí mismo, que fueron exactamente las causas de la revolución americana. Era un proceso natural, como la emancipación de un hijo que llega a la mayoría.
Si los próceres de mayo hubieran necesitado inspiración, la habrían buscado en nuestro propio continente, en una nación emancipada y feliz.
“El Acontecimiento extraordinario que más contribuyó a formar esta conciencia (la de la independencia) y abrir los ojos a los mismos gobernantes fue la emancipación de la América del norte, que dio el golpe de muerte al antiguo sistema colonial” (5).
Nuestra revolución tuvo causas propias y métodos absolutamente criollos.
En los comienzos de la nacionalidad, repugnaba al espíritu nativo eso de copiar cosas extranjeras. En ningún documento de la época, en ningún manifiesto de las autoridades, en ningún periódico de antes o de los días de la revolución argentina hay el más leve recuerdo de la Revolución francesa, como inspiradora de la nuestra.
Y cuando en algún papel privado surge alguna rarísima alusión a sus corifeos, como Robespierre, es con sarcasmo y repulsión.
Aparte de las declamaciones desatinadas, solo dos argumentos con alguna apariencia hubieran podido presentar, de haberlo sabido, los que sostienen ese parentesco.
El uno es cierto pasaje de la Autobiografía de Manuel Belgrano.
El otro son las ideas de Mariano Moreno, que de pronto, sin anteriores síntomas de esa fobia, se precipito en un jacobismo frenético.
Belgrano refiere efectivamente, que estando en España, en 1789, se aficionó a las doctrinas de la Revolución francesa.
Eso le ocurrió cuando tenía 19 años y fue un sarampión juvenil y pasajero, del cual se burla él mismo, como lo prueba el tono zumbón y sarcástico del párrafo. Dice así: “como en la época de 1789 me hallaba en España y la Revolución de la Francia hiciese también la variación de ideas y particularmente en los hombres de letra con quien trataba, se apoderaron de mi las ideas de libertad y solo veía tiranos en los que se oponían a que el hombre fuese donde fuese, no disfrutase de un derecho que Dios y la naturaleza le habían acordado en su establecimiento, directa o indirectamente” (6)
No necesitamos percibir la ironía y la acerbidez con que Belgrano habla de la Revolución francesa, en este único pasaje de su vasto archivo, para comprender el ningún aprecio que le ha quedado, si alguna vez se lo tuvo.
No lo necesitaríamos, en efecto, porque no hacen falta declaraciones cuando toda una vida atestigua en contra de esas doctrinas.
Si en 1810 había en el Rio de la Plata algún hombre que abominara de la demagogia anticatólica de Marat, Sain Just, Danton, Robespierre, era Manuel Belgrano, que a pesar de hallarse desencantado de un rey, Fernando VII, no creyó que la republica fuese la mejor forma de gobierno para su Patria, y se puso a buscarle otro rey, tal vez una reina –la Carlota-, y en último caso un Inca. Todo antes que la indisciplina y el caos. Y en esto sus sentimientos no fueron distintos de los de San Martin.
Belgrano, que mandó a cortar las tradicionales coletas de los Patricios, demasiado parecidas a las de los sans-culotes de 1789, y que nombró Patrona del ejército argentino no a la diosa Razón, sino a la Virgen de las Mercedes y que mandaba rezar diariamente el rosario a sus soldados, no era ciertamente un alumbrado por la Revolución francesa.
Vayamos a Moreno. Era un jacobino en retardo, pues hasta 1810 solo demostró ser un absolutista devotísimo del Rey y palaciego del Virrey. Se incorporó al triunfo de nuestra Revolución, por la que antes nada había hecho, y se convirtió en un fanático de la fraseología jacobina. De las frases pasó a los hechos y a los delirios de Rousseau, cuyo Contrato Social tradujo e imprimió (7). Y cuyas ideas pretendió ejecutar.
Que este libro adobó el ambiente de Francia y preparó el derrumbe de la monarquía, no hay duda. ¿Pero en qué medida influyó sobre la Revolución de mayo? En ninguna; lo afirmamos categóricamente.
Es posible que antes de 1810 alguien, en el extenso Virreinato, lo hubiese leído. Pero esto no pasa de ser una simple conjetura. No se ha encontrado en ningún documento de esa época, la menor alusión. Lo seguro es que tratándose de un libro prohibido por la Iglesia, no llegaran al país sino rarísimos ejemplares. No hay noticias de otro que el de Moreno. De Belgrano mismo, que tenía permiso para leer libros prohibidos, no consta que leyera el de Rousseau. Tal vez si, tal vez no.
Mal podía, pues, influir en el espíritu de los patriotas una obra que casi nadie conocía, cuya traducción se imprimió después de la Revolución de mayo, y no llegó a difundirse. Moreno quería distribuirla en las escuelas, extravagante ocurrencia pedagógica que demuestra la confusión de ideas que reinaba en aquella atormentada cabeza.
Hay pruebas de que el Cabildo devolvió al impresor doscientos ejemplares comprados con ese propósito por alguien, y rechazados por considerar que era una obra perniciosa.
¿No es ridículo, pues, afirmar que preparase la Revolución un libro que apareció después de ella y que ni siquiera llegó a circular?
Nos replicaran; ¡no importa! Moreno bebió en esa obra el dogma de la soberanía popular y de los derechos del pueblo. Moreno fue “el numen de la Revolución”, y por lo tanto, a través de su temperamento, esa obra que preparó la Revolución francesa, preparó también la de mayo.
Esta argumentación tiene por base una mentira.
Vamos a decir otra blasfemia: Moreno no fue tal numen, porque antes del 25 de mayo ni siquiera sospechó los preparativos de la Revolución; no concurrió jamás a una reunión de los conspiradores, y no entró en el movimiento sino con retardo, cuando ya todo se había consumado y todavía de mala gana, discutiendo su legitimidad o su justicia.
Comprendemos que esta afirmación lastimará los hipersensibles tímpanos de algunos a quienes solivianta la discusión; pero es una verdad recia y fecunda, que alguna vez había que decir.
Ya está dicha: ahora vamos a probarla.
Cinco veces aparece Mariano Moreno en la historia argentina, antes de la instalación del primer gobierno patrio, es decir, antes del 25 de mayo de 1810.
El lector mismo va a juzgar si alguna de estas cinco furtivas apariciones lo califica como autor o siquiera como colaborador e n los preparativos de la Revolución, y por lo tanto permite suponer que él le infundiera su espíritu.
Y desafiamos a estos lastimados señores a presentarnos cualquier otra aparición de Moreno.
1) La primera vez, el 27 de julio de 1806, aparece llorando en la Plaza de Mayo al ver a los ingleses que se apoderan de la ciudad, conforme lo hemos relatado en el capítulo anterior.
Si Saavedra, Pueyrredon, Belgrano y los demás patriotas, si las mujeres porteñas, que se cubrieron de gloria combatiendo contra los invasores, hubieran hecho lo mismo que Mariano Moreno, y limitándose a llorar en la Plaza de Mayo y a escribir de noche lo que otros ejecutaban durante el día, hoy la República Argentina seria colonia extranjera; y es probable que los admiradores del prócer anduvieran vestidos como el Mahatma Ghandi, ensabanados de blanco, las piernas desnudas y el porrón de leche de cabra en la mano.
Gracias a los que no lloraron, se batieron y expulsaron a los invasores, esta tierra es soberana, sus habitantes visten trajes civilizados y son católicos.
2) La segunda vez, el 1° de enero de 1809, en la asonada de los españoles, para derrocar al Virrey Liniers, porque lo sospechaban inclinado al partido criollo. En esta su primera conspiración, Alzaga estuvo más cerca del triunfo que en la segunda, y si ella no le costó la vida, como ocurrió después, se debió a que uno de sus complicas fue el que más tarde resultó abogado consultor del Virrey Cisneros, e intervino en el proceso. Ya volveremos sobre este caso jurídico.
Allí hace Mariano Moreno su segunda aparición en la historia argentina. Pero no lo encontramos del lado de los argentinos (ya se llamaban así) sino de los realistas, como secretario de la junta presidida por Alzaga, que había atajado, sabe Dios por cuantos años, la independencia del Rio de la Plata.
3) Moreno aparece por tercera vez en la historia, redactando la Representación de los Hacendados, celebérrimo alegato que fue, según dicen sus panegiristas, el tiro de gracia dado al inocuo sistema del monopolio comercial.
Pero este aserto es falso.
La Representación de los Hacendados, tan manoseada como poco leída, no pudo tener ninguna influencia en los preparativos de la Revolución. No fue idea original, ni propia de Moreno. Desde mucho atrás los hacendados elevaban al Virrey periódicamente alegatos parecidos; y desde hacía 16 años Belgrano bregaba por el libre comercio. No fue la Representación una defensa de la amplia libertad comercial, según quieren hacernos creer, sino una solicitud para “otorgar la introducción de mercadería inglesas… por el término de dos años…” y no en beneficio del pueblo sino, como reza su título: “para proporcionar ingresos al erario”.
Para que la Representación hubiera podido influir en los preparativos de la Revolución, habría sido menester que se publicara antes de ella y no después, lo cual ocurrió y lo prueban los detalles tipográficos de su impresión.
Notas:
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