Por: Juan Carlos Monedero (h)
En el estudio de la Historia
corresponde al historiador ocuparse de los hechos y, específicamente, de los
hechos relevantes. No cualquier hecho es relevante sino solamente aquellos que
por algún motivo hayan trascendido: aquellos que signifiquen algo y tengan un
papel determinante en el curso de los acontecimientos. En el campo de éstos,
están por ejemplo los datos “puros y duros”. Prácticamente, no ofrecen
controversia alguna: fechas, nombres, lugares, etc. Son datos que –por lo
general– no están sujetos a cuestionamiento sino que son, más bien, las bases
para futuras reflexiones e investigaciones.
Pero además
de estos datos “puros”, todo historiador –en su tarea de investigación– se topa
corrientemente con fuentes que ya no acreditan el mismo tipo de datos al que
nos hemos referido. Cuando el historiador lee la primera carta de Cristóbal
Colón a los Reyes Católicos, fechada el 15 de febrero de 1493, y encuentra la
palabra “maravilla” –utilizada para designar las nuevas tierras que ha ido
conociendo– evidentemente se encuentra ante un juicio de valor. No ante un dato
“puro y duro”. Fácilmente, el historiador puede distinguir que la fecha de la
carta y esta expresión son dos cosas bien distintas. Así las cosas, el
investigador de la historia se topa además –y como un constitutivo esencial de
su labor– con el espíritu humano. Es decir, con una de las expresiones más
auténticas del hombre; expresión que supera ampliamente el mero registro
bibliográfico. Esta expresión no es otra que la valoración.
Los hechos
registrados por el historiador tienen por lo general una conexión entre sí
porque fueron generados por personajes que, en mayor o menor medida, han
actuado con un fin y bajo un propósito. Sin embargo, el historiador “está
lejos” de esos hechos y le resulta difícil interpretarlos, obtener su
comprensión plena y poder expresar el hilo conductor que enlaza los
acontecimientos por él investigados.
Magnífica
tarea es, sin duda, el descubrimiento de las conexiones y armonías internas de
los hombres en la Historia. Pero por lo mismo que es una alegre y ardua labor,
está expuesta a una conocida e inevitable eventualidad humana: el error. El
historiador puede fallar. Se impone, por lo tanto, la distinción entre el hecho
y su interpretación.
El
historiador yerra de dos maneras: 1) cuando no descubre la ligazón interna de
los hechos, quedando el acontecimiento allí puesto, sin poder verse claramente
por qué; 2) cuando, por el contrario, asigna a una serie de hechos una
explicación distinta de la verdadera. Esta explicación “distinta de la real”
puede ser más o menos aproximada: podría ser una explicación falsa que deforme
notoria y completamente un hecho; o, de manera más sutil, puede equivocarse el
historiador tomando en cuenta algo real, sí, aunque asignándole un “peso” –es
decir, un influjo causal– que, de hecho, no tuvo.
En el
estudio de la historia, el destino de los acontecimientos es doble: o se
comprenden a la luz del intelecto del historiador; o se acumulan sin sentido en
una catarata de erudición que puede sorprender a muchos pero que, en el fondo,
es rechazada por la parte más sana de nuestra inteligencia. No es casual que la
retención de estos hechos sea mucho más problemática de este segundo modo:
cualquiera de nosotros lo ha comprobado en el colegio primario o secundario,
teniendo que “aguantar” los métodos puramente mecánicos de enseñanza de la
Historia. No son pocas las personas que sienten repugnancia por la Historia y
que encuentran el origen de esa antipatía en una deficiente instrucción escolar.
Sin embargo, ésa es la sombra de la Historia. Un buen método pedagógico
promueve, por el contrario, la plena comprensión los acontecimientos. No los
vuelve impenetrables sino diáfanos.
Esto es lo
que ha hecho nuestro autor: los hechos se tornan fácilmente comprensibles. Se
enseña Historia y no un esquema; se aprecia vida y entusiasmo en este libro.
Primer mérito de este libro.
El segundo
mérito es prestar un servicio a la fe católica y, por consiguiente, a la
Iglesia. Para entenderlo, téngase en cuenta que, como explica San Agustín, es
la Iglesia Católica la que garantiza las verdades de la Biblia: “No creería en
la Biblia si no fuera por la autoridad de la Iglesia Católica”. Es esa misma
autoridad la que además garantiza todo un cuerpo de verdades en torno a la
religión, la sociedad, el origen del hombre, familia, la vida, la sexualidad,
la política, el arte, la economía, etc. Por lo tanto, constituye “un atajo”
para los adversarios de la fe –como acertadamente lo ha señalado el Padre
Javier Olivera– abandonar el cuestionamiento sobre las distintas verdades que
la Iglesia enseña. Hoy en día, por tanto, la incredulidad ya no concentra sus
cañones en tal o cual verdad sino que apunta a la raíz de la religión. Por eso,
prefiere cuestionar no un dogma o verdad en concreto sino más bien la misma
legitimidad de la Iglesia Católica, sus actos y su historia. Al igual que un
edificio se desploma cuando tiramos abajo sus cimientos, puesta en cuestión la
autoridad de la Iglesia ¿qué principio, verdad o exigencia sobrenatural quedará
en pie?
Uno de los
puntos neurálgicos donde los adversarios de la Iglesia y de la fe han golpeado
con enorme intensidad no es otro que la obra civilizadora y evangelizadora del
Nuevo Continente: América.
Por lo
tanto, es mérito del autor “limpiar el nombre” de la Iglesia y de la fe en
nombre de la cual se llevó a cabo la gesta americana. Podemos decir que esta
limpieza constituye –nada más y nada menos– un preámbulo de la fe: un cuerpo de
verdades de orden natural que –a la luz de la conciencia– nos llevan a los
umbrales de la fe católica. Conocimientos que allanan el camino a la gracia
santificante. Cuando Santo Tomás de Aquino afirma que “La gracia supone la
naturaleza” se refiere exactamente a ésto. Gran mérito, por tanto, el de la
obra y su autor.
Si la
denigración contra la tarea conjunta en América de España y la Iglesia
constituye objetivamente un obstáculo a la fe, se puede extraer –pero en
sentido inverso– una conclusión mucho más alegre: “1492. Fin de la barbarie,
comienzo de la civilización en América” facilita el acceso a las verdades
sobrenaturales, en tanto expone la verdad y replica los errores sobre la obra
de la Iglesia en América, posibilitando que veamos el rostro del Cuerpo Místico
de Cristo tal como es.
El último
mérito que mencionamos respecto a estas páginas es volver accesible un conjunto
de verdades; facilitar el conocimiento de bibliografía que –proviniendo de
investigadores no creyentes– constituye un argumento de peso más que
considerable.
Ilustremos
con algunos ejemplos. ¿Qué decir respecto del argumento de que “El único móvil
de España en América fue la sed del oro”? Así contrasta el autor este
argumento:
“España no encuentra oro sino recién
más de medio siglo después de haber puesto pie en América. Si la intención de España
hubiera sido meramente comercial, hubiera agotado sus energías y recursos en la
construcción de puertos y asentamientos costeros –como hicieron sajones y
portugueses–, sin penetrar en el corazón del continente, atravesando indómitas
selvas, llevando misioneros y labradores, fundando escuelas, hospitales y
universidades; tanto para indígenas como para españoles”.
Cincuenta
años.
Medio siglo
después de 1492.
La
generación de los Reyes que descubrió América no fue la misma generación que
gobernaba España cuando el primer yacimiento de oro fue descubierto. Por lo
tanto, unos fueron los que descubrieron América y otros fueron los que se
enteraron de la noticia de la existencia del oro.
Mientras
tanto… la codicia de España los movió a enviar expediciones a este continente
sin ningún tipo de ganancia en materia de oro. Una codicia muy extraña y
fácilmente confundible con el altruismo. Descubierto el oro, esta codicia hizo
posible las escuelas en América, los hospitales en América, las universidades
en América. A la codicia debemos que los españoles hayan ingresado al “corazón
del continente”, habiendo atravesado “indómitas selvas”. Los viajes de
“misioneros y labradores” fueron por obra y gracia de la codicia. Y otro tanto
puede decirse de las posibilidades que había en las universidades para los
españoles tanto como para los indígenas.
Dice nuestro
autor que:
“es por esta estrechez mental, esta
insuficiencia crítica y cognitiva, que (quienes hacen circular esta visión
negativa de España en América) no han podido explicar un proceso que continuó
por más de 300 años, donde se fundaron cientos de casas de estudios, de
oficios, de hospitales, edificios, templos, construyendo ciudades en las
regiones más recónditas, inhóspitas y peligrosas del continente donde no había
mas riqueza o recursos naturales que unos cuantos yuyos”.
La
culturización de España en América fue –en el sentido propio del término– un
proceso. No fue un momento particular y nada más. Fue una inmensa obra de
caridad: la calificación de la misma como un “saqueo” no resiste el menor
análisis.
Por
supuesto, aquellos historiadores que toman como punto de partida –no de
llegada– la hipótesis de trabajo de que “España saqueó América” no tienen otra
alternativa que interpretar cada hecho bajo ese halo deformante. Y así tenemos,
como también dice el autor, lo siguiente:
“Ingenuamente, algunos historiadores creen tener la prueba de la ‘sed de oro’
española en los cargamentos que de este metal partían a la Península…”.
Pero:
“no dicen que a cambio ingresaban al
continente un sinfín de mercancías y productos utilísimos para la mejora
sustancial en la calidad de vida de sus habitantes”.
Es decir que
no todo el oro proveniente de América salió por el mismo motivo ni por los
mismos fines. Más importante aún: ni por las mismas personas. Naturalmente, una
parte del oro que salió de este continente salió por los motivos más sencillos
que puedan imaginarse: como forma de pago.
Aún así, la
explotación minera –que abarcaba más metales que el oro, ciertamente– “fue
considerada por la Corona como de utilidad pública”. Utilidad pública
significó, ni más ni menos, que los réditos de esta explotación volvían a
América en inversiones institucionales, administrativas o asistenciales. Por
eso –termina citando nuestro autor– es realmente impactante la expresión de
Bravo Duarte:
“todo el
país (refiriéndose al americano) fue beneficiado por la minería”.
Estamos,
como se ve, muy lejos de las leyendas negras. Y muy cerca del nervio de la
historia, del lugar donde ella habita, vive y palpita. Esta reseña no es más
que una pincelada del libro. El lector encontrará en él estos y muchos más
argumentos, fortaleciendo su comprensión del tema y con el deber ineludible de
dar a conocer a los demás lo contemplado.
Me gustó el análisis, voy a comprar el libro. Gracias.
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