Por Federico Ibarguren
Ella fue decretada a instancias directas de la Masonería internacional. No es este un hecho ignorado ni inventado por mí. Lo dicen historiadores de todas las tendencias.
La medida fue planeada y ejecutada por el conde de Aranda, Gran Maestre y fundador del Gran Oriente masónico de Madrid. El día 27 de febrero de 1767, el rey firmó la expulsión, invistiendo al presidente del Concejo de Castilla (Aranda) de amplísimas facultades para llevarla a termino.
Todo se había preparado con el mayor misterio y sigilo. “Aquella conjuración del silencio solo se explica satisfactoriamente –escribe el español Miguel Morayta- sabiendo que el juramento que se exigía y se prestaba en aquellas circunstancias, debía ser el juramento masónico, siempre eficacísimo y el más serio de cuantos podía prestarse”. El dos de abril de aquel año fue dado a conocer el decreto por sorpresa, de tal suerte que todos los jesuitas, en colectividad e individualmente, eran expulsados del reino y ocupados sus bienes temporales como propiedad de la nación.
Imaginensen, señores, el asombro, la indignación que debió provocar semejante medida en las regiones en donde había asentado sus reales la Compañía de Jesús; en los pueblos educados bajo su influencia. Fue ordenada sin excepción en todos los virreinatos. Era gobernador de Buenos Aires don Francisco de Paula Bucarelli, quien tuvo que cumplirla inmediatamente. Aquello resultó un verdadero despojo. El motivo real no es difícil de descubrirlo: los jesuitas –defensores de la tradición de España- constituían un peligro para los Borbones. La masonería gobernada por su conclave se encargó de inventar el resto.
Fue una ruina para América el extrañamiento, sobre todo para el Rio de la Plata, por cuanto el Estado se mostró incapaz de seguir la obra colonizadora y educadora de la Orden. Esto lo reconocen no solo pensadores católicos, sino muchos heterodoxos –laicos y liberales- que atacan la influencia del jesuitismo en la civilización contemporánea.
A partir de la expulsión comienza la anarquía en estos pueblos, que continuará hasta muy entrado el siglo XIX. Vamos a ver lo que nos dice Menéndez y Pelayo –cuya autoridad es obvio que yo pondere- acerca de semejante medida inconsulta de Carlos III:
“¿Y quién duda hoy que la expulsión de los jesuitas contribuyó a acelerar la perdida de las colonias americanas? ¿Qué autoridad moral ni material habían de tener sobre los indígenas del Paraguay ni sobre los colonos de Buenos Aires los rapaces agentes que sustituyeron al evangélico gobierno de los Padres, llevando allí la depredación y la inmoralidad más cínica y desenfrenada? ¿Cómo no habían de relajarse los vínculos de autoridad, cuando los gobernantes de la metrópoli daban la señal del despojo (mucho más violento en aquellas regiones que en estas) y saltaban todos los diques a la codicia de ávidos logreros, incautadores sin conciencia, a quienes la lejanía daba alas y quitaba escrúpulos la propia miseria?” Mucha luz ha comenzado a derramar sobre estas obscuridades una preciosa y no bastante leída colección de documentos, que hace algunos años dio a la estampa con propósito más bien hostil que favorable a la Compañía. Allí se ve claro cuan espantoso desorden en lo civil y en lo eclesiástico siguió en la Américas meridional el extrañamiento de los jesuitas; cual innumerables almas debieron perderse por falta de alimento espiritual; como fue de ruina en ruina la instrucción cívica, y de qué manera se disiparon como la espuma, en manos de los encargados del secuestro, los cuantiosos bienes embargados, y cuan larga serie de fraudes, concusiones, malversaciones, torpezas y delitos de toda jaez, mezclados con abandonos y ceguedad increíbles, trajeron en breves años la perdida de aquel imperio colonial, el primero y el más envidiado del mundo. “Voy a emprender la conquista de los pueblos de las misiones (escribía a Aranda el gobernador de Buenos Aires D. Francisco Bucarelli) y sacar a los indios de la esclavitud y la ignorancia en la que viven”. Las misiones fueron, sino conquistadas, por lo menos saqueadas, y váyase lo uno por lo otro. En cuanto a la ignorancia, entonces sí que de veras cayó sobre aquella pobre gente. “No sé qué hemos de hacer con la niñez y juventud de estos países ¿Quién ha de enseñar las primeras letras? ¿Quién hará misiones? ¿En dónde se han de formar tantos clérigos?” dice el obispo del Tucumán, enemigo jurado de los expulsados “Señor Excelentísimo (añade en otra carta a Aranda): no se puede vivir en estas partes; no hay maldad que no se piense, y pensada no se ejecute. En teniendo el agresor veinte mil pesos se burla de todo el mundo.” ¡Delicioso estado social! ¡Y lo que esto veían y esto habían traído, todavía hablaban del insoportable peso del poder jesuítico en América!...
Y agrega Menéndez y Pelayo:
“La ruina de los jesuitas no era más que el primer paso para la secularización de la enseñanza. Los bienes de los expulsados sirvieron en gran parte para sostener las nueves fundaciones, y digo en gran parte por que la incautación o secuestro se hizo con el mismo despilfarro y abandono con que se han hecho todas las incautaciones en España. Libros, cuadros, objetos de arte, se perdieron muchos y fueron a enriquecer a los incautadores. Solo dos años después, el 2 de mayo de 1769, se comisiono a Mengs y Ponz para hacerse cargo de lo que quedaba…”
Debido a la presión de los príncipes, influenciados por la masonería internacional, la Santa Sede viose obligada a ordenar –por prudencia política- la extinción temporaria de la Orden. Muchos Padres fueron a parar a Roma, pero otros desparramaronsé por el mundo, apoyando, solapadamente, a los americanos en su afán de emanciparse de la madre patria. En la historia serán los precursores y coadyuvadores anónimos de la Independencia nuestra, esgrimiendo la bandera de la Contrarreforma y combatiendo los perniciosos designios de la masonería que, a partir de entonces, comenzara, desde Madrid, a ejercer una gran influencia en toda España.
Para que no se me tache de improvisador voy a leerles el testimonio de un historiador jesuita: el padre Furlong, de quien les hablé en otra ocasión. Dice Furlong sobre el particular:
“Los jesuitas fueron expulsados del país, pero como escribía el Obispo de Tucumán al Rey, no había sido expulsado el jesuitismo” “…durante los años de la revolución argentina emancipadora no existía la Compañía de Jesús (ella había sido disuelta en 1773 por el Papa Clemente XIV, y recién se estableció oficialmente en Europa después de la caída de Napoleon, en el año 1814). Por consiguiente, no cabe ni preguntar siquiera qué participación tuvo en nuestra independencia; pero no sucede lo mismo tratándose de los individuos que habían pertenecido a la Orden y que solo impropiamente pudiéramos llamar jesuitas. Revolviendo archivos nos encontramos con documentos elocuentes sobre la participación directa ejercida por varios de los desterrados y extintos jesuitas, hijos de estas regiones, en los sucesos de Mayo. Nada digamos del P. Vizcardo, cuya celebérrima Carta a los Americanos fue la primera clarinada de la emancipación americana. Prescindamos de él, ya que no fue miembro de la Provincia del Paraguay sino de la del Perú; y nunca había estado en estas regiones aunque sí en otras muy cercanas y entonces más unidas al Rio de la Plata que en la actualidad. Sabemos que los jesuitas del Rio de la Plata en su destierro se ubicaron en Faenza, ciudad de los Estados Pontificios, y que fue en 1781 que el Gobierno español amonesto seriamente a los que allí se hallaban a causa de haber hablado “con el mayor desahogo y osadías con deshonor de nuestra Nación y Gobierno con motivo de la presente guerra”, y por haber “procurado ponderar en gran manera, las revoluciones del Perú”… “Coincide cronológicamente con estas amonestaciones la actuación del jesuita argentino Juan José Godoy. Desterrado a Italia en 1767, paso poco después a Francia y algo más tarde a Inglaterra. En esta capital trató a algunos americanos que disponían una expedición libertadora a Venezuela. Tal vez trató con el mismo Miranda, cosa nada difícil ya que éste era amigo del P. Vizcardo, que a la sazón estaba en la capital inglesa, y con quien es muy probable se comunicara el jesuita argentino. Lo cierto es que en 1782 estaba Godoy en Chriestown, Estados Unidos, y tenía planes o proyectos emancipadores. El mismo Gobierno español, por noticias que le habían transmitido desde Londres, así lo creía. En la Biblioteca Nacional de Buenos Aires existe una Real Orden que lleva la fecha del 7 de noviembre de 1785 y en ella se dice que el jesuita argentino piensa pasar a Indias y que hay “recelos fundados en que pueda llevar objeto de sublevar o perturbar algunas de nuestras posesiones”. Por esta razón se ordenaba en la citada Real Orden que Godoy fuera arrestado no bien pisara tierra americana. Al efecto se remitía copia de dicho documento a todos los Virreyes y Gobernadores acompañado de las señales del ex jesuita. Godoy procuró penetrar en el continente, pero fue preso por el Virrey del Perú y deportado inmediatamente a La Habana. Embarcado después para la Península fue encerrado en el convento de San Francisco de Cádiz y rigurosamente incomunicado. La Junta de Estado el 4 de noviembre de 1787, condenó a Godoy a ser encerrado en el castillo de Santa Catalina, cerca de la misma ciudad de Cádiz y en este encierro, terminó el jesuita argentino sus días. El P. Verdaguer en su “Historia de Mendoza” ha sido el primer historiador que ha dado a conocer la labor de este precursor de la independencia nacional, aunque antes de él había yá Medina escrito una lucubración sobre el mismo jesuita intitulada “Un precursor de la Independencia”.
Termina Furlong con estas palabras: “cabe a los jesuitas un puesto entre los precursores de la independencia y les cabe también uno entre los que alentaron la obra de los héroes de 1810”.
*Ibarguren Federico. Lecciones de Historia Rioplatense.
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