Por: Roberto de Laferrere
Hace 180 años nació en Buenos Aires, don Juan Manuel de Rosas, el hombre más fuerte que ha tenido este país. Nadie como él en nuestras guerras civiles, suscitó odios tan tremendos, ni inspiró sentimientos de adhesión tan espontánea y generosa. Ninguno de nuestros próceres ha sido, además, tan calumniado por los cronistas, los oradores y los poetas de varias generaciones. Pero ninguno tampoco parece tan invulnerable a la calumnia. Su grandeza en la historia ya no se discute, y a un siglo de la batalla de Caseros, tiene adictos tan resueltos como los montoneros del 40. La sombra de Rosas vuelve sobre nosotros, como para acaudillar otra vez a las multitudes argentinas, en las luchas de un futuro que se anuncia tan violento como el pasado. En eso consiste la inmortalidad de los héroes.
Rosas es un héroe de la nacionalidad, su defensor más auténtico y apasionado. Es el representante de lo argentino, de lo nuestro en conflicto con los extraños; y también para una legión de compatriotas que vivían mirando a Europa, de espaldas a la tierra en que habían nacido y avergonzados de sus compatriotas, a quienes declararon la guerra como expresión de la “barbarie nacional”, para alistarse en las milicias de la “cultura europea”.
Durante los 17 años de su segundo gobierno, Rosas sostuvo sin desfallecimientos la guerra que le llevaron sus enemigos internos en alianza con los bolivianos, o con los franceses, o con los ingleses, o con los orientales de Rivera, o con todos a la vez.
Esa empresa gigantesca solo puede ser comparada con la del general San Martin, y fue su complemento, porque, sin Rosas, la independencia que consiguió el vencedor de Chacabuco y de Maipo hubiera quedado destruida en los hechos a los pocos años de estas batallas. Así lo reconoció alguna vez el viejo Sarmiento, que siempre decía la verdad cuando la verdad no le incomodaba. En el orden interno, el general Rosas es el verdadero autor del orden en que se constituyó el país. Nacido a la política como reacción espontánea contra la anarquía de los partidos sofocó por la fuerza de una guerra victoriosa y las artes de la diplomacia más sutil a todas las fracciones adversas; lo mismo que sus enemigos habían ensayado antes, pero sembrando ellos la ruina y el desorden. Así impuso Rosas, en la realidad inconmovible de las cosas, la unidad nacional, y creó en el país el habito de la obediencia y el respeto a la autoridad en que consiste el orden. Y ese hecho fundamental no le será nunca suficientemente agradecido por las generaciones del futuro que reflexionen con serenidad y con lucidez sobre el proceso de formación argentina.
¿Era inclemente? No nos interesa. No fue clemente Moreno con Liniers, ni Rivadavia con Alzaga, ni Urquiza con Chilavert, ni Mitre con Gerónimo Costa. Su empresa era la de la fuerza en acción, la violencia, la guerra, únicos modos capaces de restaurar el orden en un país convulsionado por los anarquistas y amenazado desde el exterior.
¿Abusos? Mil, sin duda, se habrán cometido bajo su gobierno, como en todas las épocas de guerra civil, en Francia, en España, en Alemania, en Inglaterra, en todas partes en donde los hombres luchan contra los hombres. Pero nadie podrá negarle con verdad la gloria de haber constituido la Nación, y salvado su independencia frente a las naciones más poderosas de la tierra en los 30 años de sus hazañas desde 1820, en que sofocó por primera vez la anarquía, hasta 1852, en que entregó las provincias unificadas a sus vencedores ocasionales. El acuerdo de San Nicolás fue el acuerdo de los gobernadores de Rosas.
Lo que sucedió después de Caseros lo justifica aún más ante la Historia. Urquiza quiso hacer lo que Rosas no hizo, y atrajo así a los unitarios, en un prematuro intento de organización nacional. Con los unitarios en el gobierno del país creó el cisma en el gobierno mismo. Rota la unidad de Rosas, no vino la unidad de Urquiza, sino la anarquía de los Unitarios otra vez, pero con ellos dueños de Buenos Aires. Diecinueve años de guerra civil, acaso los más sangrientos de todos; otros diez de revueltas y tumultos, de persecuciones y de injusticias, y el asesinato de Urquiza, siguieron al derrocamiento de Rosas, mientras el extranjero, que había atisbado pacientemente la oportunidad propicia a sus intereses, sacaba los mejores frutos de una victoria de armas que, lejos de ser una victoria de los argentinos, se convirtió con el tiempo en la más grande derrota de su historia: Caseros.
Nosotros creemos en la grandeza del general Rosas. Los poetas de la Antigüedad hubieran hecho con su figura un mito maravilloso. Aquí ha sido injuriado hasta por los poetas. Pero el pueblo argentino ha intuido ya al prócer insigne en las propias páginas de sus detractores, como Carlyle descubrió la personalidad del tirano Francia en el mismo libro escrito para calumniarlo. Y no ha de pasar mucho tiempo antes de que se cumpla el vaticinio del propio Rosas en una de sus cartas de la vejez.
“Día llegará –dijo- en que, desapareciendo las sombras, solo queden las verdades, que no dejaran de conocerse, por más que quieran ocultarse entre el torrente oscuro de las injusticias”.
*Publicado en el periódico Alianza N° 1, Octubre de 1943
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