Por: Roberto de Laferrere
El nacionalismo de Rosas se define, ante todo, por su oposición a los unitarios, quienes, desde 1812, con Rivadavia frente a Artigas, hasta después de Caseros, estuvieron siempre al servicio, más o menos deliberado, de aquel plan de dominación extraña. Al juzgar la conducta de sus jefes de las logias secretas, cabe pensar, en su excusa, que les faltaba el sentimiento de nacionalidad. No lo traicionaron, por que no lo tuvieron. Para los mas caracterizados entre ellos, ser argentino era ser porteño, y ser porteño era un fenómeno de cultura personal, rara vez logrado en sus filas, porque, la verdad sea dicha, todo el partido unitario no produjo una docena de espíritus verdaderamente cultos. Los más ilustres, los más famosos hoy, eran literatos o poetas que, a titulo de tales, pretendían erigirse en los supremos legisladores de la nacionalidad. En cualquier caso, fueron extraños al país, cosa que tardaron en descubrir, pues por fenómeno característico de su vanidad, al principio concibieron éste a imagen y semejanza suya, y luego, al comprobar la contradicción, dictaminaron que el país estaba equivocado. Vivieron mirando a Europa, de espaldas a la tierra en que habían nacido, de la que se avergonzaban sin ocultarlo, como se avergüenzan los guarangos modernos. En el fondo no se sintieron nunca compatriotas del hombre del interior o de las campañas de Buenos Aires o de los arrabales porteños. Lo despreciaron, porque se creían superiores a él, cuando solo lo eran en algunos aspectos, los de su cultura social y libresca, es decir, los menos importantes en la vida que les había tocado vivir.
En el origen de su política centralista no hay una doctrina –tan pronto eran republicanos como monárquicos- sino un interés de clase o de grupo que aspira a tener un país propio para gobernarlo e imponerle por decreto –o mejor dicho por ley, pues eran legalistas- la cultura “europea”: no española, ni inglesa, ni francesa, nada definido, sino “europea”, así en abstracto: lo único que no había existido ni podía existir en ninguna parte de Europa. Todo hace creer que confundieron la cultura con las modas de la época y no comprendieron nunca que en la formación de una cultura nacional –de acuerdo con el modelo europeo, precisamente- no podía prescindirse de la realidad nacional, el sujeto de la cultura. Pero esta realidad era lo que ellos no aceptaban[1]. Querían rehacerla conforme a sus “ideas”, que habían convertido en ídolos. Y sus “ideas” no nacían de la experiencia, en el mundo que vivían; les llegaban, como las levitas, confeccionadas en otra parte.
La desvinculación de las ideas con la realidad es el caos, la locura. Rivadavia, el “visionario”, era ante todo un loco: un loco de la política; su cordura renacía en la vida privada, donde no interesaba a nadie. Sus adláteres –algunos de ellos siniestros por su perversidad sanguinaria- eran también los hombres de las contradicciones y de las incoherencias. Se llamaron unitarios, pero no admitían que la nacionalidad es una unidad moral que se prolonga a través de las generaciones, y conspiraron contra la unidad de raza, de religión, de costumbres, de tradiciones, de cultura, en el pueblo argentino. Así confundieron progreso con sustitución, ignorando que solo progresa lo que se perfecciona en el sentido de lo que ya es. Y nunca repropusieron el progreso despueblo argentino, si no su trocamiento en otro pueblo distinto, que no seria hispánico, ni latino, ni tendría pasado respetable porque lo habría repudiado. El ideal de los unitarios –que después extremó Alberdi hasta el absurdo en las Bases- consistía en hacer del argentino real un ente tan descaracterizado como las propias imágenes con que sustituían las ideas ausentes. Los hombres de la realidad se levantaron contra ellos y los expulsaron del país. En eso consistió su tragedia de desterrados.
Pero antes habían llevado a la política el desorden de sus “ideas”, convulsionando a las catorce provincias con sus tentativas de predominio ilegitimo[2]. Al aproximarse el año 20, comprobado su fracaso en el gobierno y sintiendo que el suelo temblaba bajo sus pies, creyeron que el país se hundía con ellos, porque ellos eran el país, y pidieron el protectorado de Inglaterra, o mendigaron en España y en Francia –¡y hasta en Suecia!- un monarca extranjero. Repudiados, con la Constitución de Rivadavia, que era su obra maestra, utilizaron a Lavalle sublevado para iniciar la guerra civil. Cuando el orden se salvó con Rosas, conspiraron contra el orden, siempre a la zaga de los extranjeros, para establecer aquí “la influencia de Francia”, o para desmembrar la nación, después de declararse disuelta, o para entregar los ríos interiores al dominio internacional, o para garantizar en forma perdurable la independencia de las antiguas provincias segregadas.
¿Traidores? La palabra es terrible y desagradable de aplicar, si no es en un sentido metafórico. Preferible es creer que Florencio Varela, por ejemplo, llegó a ser un desarraigado sin patria, ciudadano de una Republica inexistente, que había perdido en el exilio cualquier resto de solidaridad con los hombres de su tierra[3]. No olvidemos, por lo demás, que con los unitarios militaron algunos guerreros de la independencia, y que un patriota como Chilavert siguió también la política de Montevideo, hasta descubrir su entraña, antes escondida a sus ojos, que no eran de lince. ¿Cuántos habrán estado en la misma situación de engañados? Esto nunca lo sabremos. El general Paz rechazó el proyecto de separar a Entre Ríos y Corrientes de la Confederación Argentina que sometió Varela a su aprobación[4]. Pero ese mismo rechazo de Paz, la sorpresa de Chilavert, y los escrúpulos que mas de una vez confesó Lavalle antes del 40, prueban que el fondo de la conspiración unitaria era sombrío y que convenía mantenerlo oculto. Esa gente “no procedía a la luz del día”, como cree el doctor Lavalle Cobo.
En general, y aunque nos cueste reconocerlo a los que también somos sus compatriotas, podemos decir con verdad que esa política, que consistió desde sus comienzos en negar el país y concluyó conspirando contra su integridad territorial, era en sí misma una traición a la historia, a los antepasados: una traición de los hijos a los padres[5].
*Extraído del libro "El nacionalismo de Rosas". Editorial Haz. Bs As., mayo de 1953. Pags 13/16. Editado por primera vez en el numero 2-3 de la Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, correspondiente a Agosto de 1939.
NOTAS
[1] Decía el padre Castañeda: “Eche Ud una ojeada rápida sobre la conducta de nuestros políticos de la década anterior y verá que en vez de fomentarlo todo, lo han destruido todo, nomás por que no esta como en Francia, en Londres, en Norteamérica, ni en Flandes. Todos ni mas ni menos como Tales Milesio están mirando a otra parte menos al suelo donde pisan; olvidan sus cosas propias, y codician las ajenas, para quedarse sin las unas ni las otras como el pueblo de la fabula” (La matrona comentadora de los Cuatro periodistas, Numero 1, pags 8 y 9). En el N° 6 del mismo periódico, pag92 a 94, agrega que nuestros políticos “…se han persuadido que Dios solo está en Francia, en Inglaterra, en Norteamérica, y en todas partes menos en España, y en Sudamérica, siendo así que en donde menos se piensa salta la liebre. ¿Cómo hemos de tener espíritu nacional si en lo que menos pensamos es en ser lo que somos?. Nosotros somos hispano-americanos, ibero-colombianos, y esto hemos de ser siempre, si queremos ser algo; pero nosotros, empeñados en reducirnos a la nada, de repente somos ingleses, a renglón seguido andamos a la francesa, de ahí a la italiana; otra vez a lo protestante, de ahí a lo filosofo incrédulo y en fin según el librito que hemos leído en la nota precedente.” (Tomo estas transcripciones del libro Unitarios y Federales de Avelina M. Ibáñez)
[1] Decía el padre Castañeda: “Eche Ud una ojeada rápida sobre la conducta de nuestros políticos de la década anterior y verá que en vez de fomentarlo todo, lo han destruido todo, nomás por que no esta como en Francia, en Londres, en Norteamérica, ni en Flandes. Todos ni mas ni menos como Tales Milesio están mirando a otra parte menos al suelo donde pisan; olvidan sus cosas propias, y codician las ajenas, para quedarse sin las unas ni las otras como el pueblo de la fabula” (La matrona comentadora de los Cuatro periodistas, Numero 1, pags 8 y 9). En el N° 6 del mismo periódico, pag
[2] “Mientras en la capital se disputaba con gracia y con ingenio en los estrados aristocráticos, en los gabinetes de nuestros estadistas, en los clubs y en los cafes, sobre las ventajas de la centralización, las poblaciones del interior se agitaban a impulso de entidades simpáticas a la multitudes, y el poncho de sus jefes se levantaba como insignia en esas llanuras que convidan a la libertad de la naturaleza, y donde las hojas escritas por los doctos porteños eran arrebatadas por el pampero, como las de los árboles (Jose Tomas Guido, Escritos políticos, articulo sobre “Nuestros parlamentos”)
[3] Florencio Varela –dice Alberdi en el tomo XII de los “Escritos póstumos”, edicion 1900- ha vivido conspirando los 18 o 20 años de su vida publica. Tomó, desde joven, parte activa en la revolución del 1° de diciembre de 1828, hecha por el general Lavalle, contra el gobernador Dorrego, asesinado oficialmente. Vencida esa revolución, se refugió en Montevideo, en 1829, y desde entonces conspiró desde allí con toda fuerza levantada contra el gobierno de Buenos Aires, argentina o extranjera, no importa: se ligó al Paraguay, a las provincias, a los orientales, a los franceses…”
[4] “Cuando el señor Florencio Varela –dice el general Paz en sus “Memorias”- partió de Montevideo a desempeñar una misión confidencial cerca del gobierno ingles, el año 1843, tuvo conmigo una conferencia, en que me pregunto sí aprobaba el pensamiento de separación de las provincias de Entre Ríos y Corrientes; mi contestación fue terminante y negativa. El señor Varela no expresó opinión alguna, lo que me hizo sospechar que fuese algo más que una idea pasajera, y que su misión tuviese relación con el pensamiento que acababa de insinuarme. Yo obrando según la lealtad de mi carácter, y no escuchando sino los consejos de mi patriotismo, y en preocupación de lo que pudiera maniobrar subterráneamente a este respecto, me apresuré a hacer saber al comodoro Purvis y al capitán Hortham, que mi opinión decidida, era que se negociase sobre estas dos bases: Primera, la independencia perfecta de la Banda Oriental. Segunda, la integridad de la República Argentina , tal cual estaba. No tengo la menor duda de que estos datos fueron transmitidos al gobierno ingles, y que contribuyeron a que el proyecto no pasase adelante por entonces. El señor Varela desempeñó su misión a la que se ha dado gran valor, y por lo que después hemos visto, y de que hablaré a su debido tiempo, me persuado de que hizo uso de la idea de establecer un estado independiente entre los ríos Parana y Uruguay, la que se creía alegraría mucho a los gobiernos europeos, particularmente al ingles.
Estos mismos (los partidarios del proyecto) habían lisonjeado desde mucho tiempo antes, a los orientales, con el de reunir esas mismas provincias a la República del Uruguay, sin lograr otra cosa que eludirlo y hacerlo cada día mas impracticable.
Lo particular es, que para recomendarlo (al proyecto) se proponía probar que era utilisimo a la República Argentina. Que se adoptase como arma para debilitar el poder de Rosas, se comprende; pero que se preconizase como conveniente a nuestro pais, es lo que no me cabe en la cabeza”. (“Memorias del general Paz”, pag 280 y 281, edición de La Cultura Argentina , 1917.)
[5] En el “Facundo”, de Sarmiento, se leen estas palabras que no deben olvidarse: “…los otros pueblos americanos que indiferentemente e impasibles miran estas luchas y alianzas de un partido argentino con todo elemento europeo que venga a prestarle apoyo, exclaman a su vez llenos de indignación: “estos argentinos son muy amigos de los europeos” y el tirano de la Republica Argentina se encarga oficiosamente de completarles la frase, añadiendo:¡Traidores a la causa americana! ¡Cierto!, dicen todos; ¡traidores! ¡esa es la palabra!. ¡Cierto!, decimos nosotros: traidores a la causa americana, española, absolutista, barbara. ¿No habeis oido la palabra salvaje que anda revoloteando sobre nuestras cabezas?. De eso se trata, de ser o no ser salvajes”.
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