Por: Alberto Ezcurra Medrano
El 30 de noviembre de 1837 –según nos dice la historia– el vicecónsul de Francia en Buenos Aires, Aimé Roger, envió una insolente nota al gobierno de D. Juan Manuel de Rosas.
Por ley del 1° de abril de 1821 se había extendido «la obligación de enrolamiento y servicio en la guardia nacional a los extranjeros propietarios de bienes raíces, dueños de tienda de menudeo o por mayor, que ejercieren arte mecánica o profesión liberal, y en general a todos los que hubiesen residido más de dos años consecutivos en la provincia de Buenos Aires».
Esta ley era perfectamente equitativa, pues concedía a los extranjeros ciertos derechos que por entonces eran privilegio exclusivo de los ciudadanos y en compensación les exigía su contribución al mantenimiento del orden público, en el cual ellos también estaban interesados. De acuerdo con ella servían en la guardia nacional los franceses Martín Larre y Jourdan Pons. Este fue el motivo de la protesta del vicecónsul, motivo al cual se añadió la reclamación de libertad para Becle y Lavié, presos por conspirador y por ladrón, respectivamente, y la de Blas Despouy por la clausura de un establecimiento industrial que ya le había sido indemnizado. La nota de Roger decía –entre otras cosas– que «el gobierno francés se consideraba con títulos para reclamar para sus nacionales los mismos privilegios que los ingleses habían obtenido por un tratado». (¡)
En nota de fecha 12 de diciembre el ministro Arana expresó que examinaría los antecedentes relativos a los casos enunciados en la reclamación, nota que fue contestada por Roger con su acostumbrada altanería exigiendo que el gobierno de Buenos Aires «suspendiera desde luego la aplicación de sus pretensiones» y diera cumplimiento a todo cuanto se le pedía. Una nueva nota circunspecta y comedida del ministro Arana fue seguida de una nueva insolencia del vicecónsul francés, quien solicitaba el inmediato cumplimiento de sus demandas, o sus pasaportes. Arana el 13 de mayo de 1838, le remitió sus pasaportes.
Pero Roger no obraba por cuenta propia. Era movido por el cónsul Baradère, y tras éste estaba Francia. Por otra parte, mientras se cambiaban estas notas el contraalmirante Leblanc se hallaba en Montevideo al frente de varios buques de la escuadra francesa. De Roger el asunto pasó a Leblanc. Una nota de éste repitiendo y ampliando las exigencias anteriores, fue dignamente contestada por el ministro argentino y Leblanc replicó declarando «el puerto de Buenos Aires y todo el litoral del río perteneciente a la República Argentina, en estado de riguroso bloqueo por las fuerzas navales francesas, esperando las medidas ulteriores que juzgase conveniente tomar».
¿Cuál era el móvil de Francia? Los unitarios, que fueron sus aliados, han sido los principales interesados en ocultarlo. La historia escrita por ellos resume ese conflicto de un modo muy sencillo. El «tirano», para distraer la atención del pueblo, «emprendió –dice Rivera Indarte– una lucha injustificada con los agentes de Francia. Desde 1839, perseguidor declarado de la civilización europea, no contento con combatirla por medios indirectos, trató de disminuirla haciendo sufrir a los europeos, y especialmente a los franceses, vejámenes de todo género, para aburrirlos, alejarlos y poner dique a la emigración extranjera». Entonces Francia intervino en defensa de la civilización escarnecida por un déspota. «Por otra parte –comenta otro cabecilla unitario– las dos intervenciones europeas no trajeron ninguna amenaza para la integridad territorial del país. Lo comprueban las protestas constantes de los agentes, de esas intervenciones y sus empeños por atraer a Rosas a razonables transacciones».
Sin embargo la realidad es otra. Lo prueba no sólo el espíritu de los discursos de Thiers y de los artículos de la prensa francesa, sino la documentación oficial de la época.
Ya en 1830 M. Cavaillon, vicecónsul francés en Montevideo, envía al Ministerio de Negocios Extranjeros de Francia, un detallado informe en el cual aconseja la conquista del Uruguay, con el objeto de proclamar en él una monarquía bajo el protectorado de Francia. «El soberano del Uruguay –dice el informe– sería francés y traería consigo el número de colonos que creyese conveniente. Sería necesaria la aprobación de don Pedro, y si su hija dejase de ser reina de Portugal, podría volverse reina del Uruguay. Sin gran esfuerzo y con un poco de tacto, las provincias de Entre Ríos y Corrientes, de igual fertilidad que la Banda Oriental, romperían los lazos que las unen débilmente a la República Argentina y entrarían a formar parte del nuevo estado». Cavaillon afirmaba mantener relaciones estrechas con un personaje de Montevideo, y añadía: «Atrayéndose a dos o tres generales conocidos y a tres o cuatro hombres entre los más influyentes, el resto sería cosa fácil». Años más tarde se vería que el gobierno francés no echaba en saco roto estas insinuaciones. El general conocido sería Fructuoso Rivera y entre los hombres influyentes se contarían algunos argentinos, inclusive Florencio Varela.
En 1835 el cónsul Baradère, –el mismo bajo cuya inspiración actuó tres años después Aimé Roger– remitió al ministerio francés otro interesantísimo informe, en el cual le decía, después de largas consideraciones: «No hay, pues, otro porvenir para estas bellas comarcas, que el que surgirá de un cambio de sistema. Sólo el protectorado de una potencia extranjera o el régimen monárquico pueden imponer en ellas el orden y asegurar su tranquilidad» (Archivo del Ministerio de Negocios Extranjeros de Francia).
Ya iniciado el bloqueo de 1838, la documentación referente a ese asunto trasluce con igual claridad las mismas intenciones. Así, el almirante Leblanc, jefe de la escuadra bloqueadora, dice en una de sus notas: «Es posible y probable que con los aliados que los agentes franceses se han procurado y los recursos puestos a su disposición, triunfaremos sobre Rosas; pero sería más seguro, más digno de la Francia, enviar fuerzas de tierra que unidas a las de don Frutos y Lavalle concluirán pronto con el monstruo y establecerán de una manera permanente en el Río de la Plata la influencia de la Francia». Y cuando «Don Frutos» gestiona ante los agentes franceses la alianza contra Rosas, los cónsules de Francia y el ya citado Leblanc, de común acuerdo, resuelven «no dejar escapar esta ocasión favorable para someter a Rosas y establecer la influencia de Francia a la vez en Buenos Aires y en Montevideo» (Archivo del contraalmirante Leblanc).
Naturalmente, la historia subjetiva de los liberales y de los que aun creen a pie juntillas la tradición unitaria, niega hasta lo evidente. Todavía en 1926 se ha escrito esto: «¡Cómo pensar que Francia venía aquí en tren de conquista, sobre todo después de 1806! ¡Cómo no pensar que venía a servir a la civilización y a la libertad, a la población y al comercio!» A esos ciegos, incurables porque no quieren ver, los apostrofa Carlos Pereyra en su magnífico «Rosas y Thiers»:
«¿Os halaga –les dice– que vuestra patria sea honrada con bombardeos para derrocar despotismos, y esperáis que caído cada tirano se os dejará en pleno goce de vuestra independencia?
»Estáis en lo justo, hay que reconocerlo. Todas las guerras y todos los tratados que ha hecho Europa en Asia tuvieron por objeto reconocer y consagrar soberanías...
»¿Por qué? Porque garantizar la independencia de una patria –no digo Corea, sino Portugal o Grecia– es tenerla en un puño.
»Sólo a las naciones libres así garantizadas se les quita Hong Kong, o se les lleva un ferrocarril a Puerto Arturo, o se les limpian los cofres y vitrinas de los palacios imperiales».
Por lo demás, no debemos mirar el hecho aislado de la intervención en el Río de la Plata, sino relacionarlo con la política internacional de Francia en aquella época. «¿Cómo es que ninguna República del Pacífico ha sido jamás bloqueada por la Europa?» se preguntaba un eminente escritor unitario, y replicaba: «Porque en ninguna de ellas se ha entronizado un poder reaccionario y perseguidor del influjo europeo, cual es el de Rosas». Ahora bien: tal raciocinio partía de una base absolutamente falsa. Mientras el contraalmirante Leblanc bloqueaba el Río de la Plata, otra escuadra francesa hacía lo mismo con el puerto de Guayaquil, en el Ecuador. Simultáneamente Francia se ponía al habla con el dictador de Bolivia, Andrés Santa Cruz, para bloquear los puertos de Chile. Y en Méjico se iniciaba la injusta «guerra de los pasteles» y el vicealmirante Baudin bombardeaba el viejo castillo de San Juan de Ulúa.
Se trataba, pues, de una acción conjunta, que tenía por fin construir un nuevo imperio colonial en reemplazo del antiguo deshecho por Inglaterra. A los dominios que le quedaban en América, Martinica, Guadalupe, San Pedro, Miquelon y la Guayana, Francia añadiría el Río de la Plata. No era precisamente una conquista a sangre y fuego. Primero vendría la influencia francesa, el protectorado. Lo demás, sería obra del tiempo y de esa hábil política colonial que constituye la especialidad de ciertas cancillerías europeas.
Se trataba, por consiguiente, de una guerra, pese a la farsa de la intervención civilizadora y del bloqueo pacífico. Guerra antiargentina y antiamericana, pese a los liberales argentinos que defendieron y defienden los «derechos» de Francia. Así lo entendió, por regla general, la prensa extranjera. «El Noticiario de Ambos Mundos» de Nueva York, decía: «Hemos visto al gobierno de Montevideo dar favor y ayuda a los injustos agresores, lo mismo que a los descontentos de Buenos Aires refugiados allí... En medio de esto un héroe vemos brillar: este héroe es el Presidente de Buenos Aires, es el general Rosas. Llámenle enhorabuena tirano sus enemigos; llámenle déspota, nada nos importa todo esto; él es patriota, tiene firmeza, tiene valor, tiene energía, tiene carácter y no sufre la humillación de su patria». En análogos conceptos abundaban otros periódicos de Inglaterra, España, Portugal, Brasil, Chile, Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela, que cita Adolfo Saldías en su Historia de la Confederación. Además, los presidentes de Chile y Perú envían sendas felicitaciones al jefe de la Confederación Argentina y en el Parlamento brasileño el diputado Montezuma se expresa en términos elogiosísimos para el mismo.
Las intenciones de Francia no se convirtieron en realidad. El imperio colonial francés fue reconstruido, pero no en América. Lo fue en África y Asia con Argelia, Marruecos, Túnez, Senegal, Costa de Marfil, Guinea, Somalía, Cochinchina, Cambodge y otros pequeños países que fueron cayendo poco a poco bajo el dominio o el protectorado francés. En el Río de la Plata, Francia no consiguió nada, ni lo conseguiría más adelante en unión con Inglaterra, porque lo impidió Rosas, y más que Rosas el auténtico pueblo argentino que se supo solidarizar con él en aquella terrible hora de prueba.
* En Revista «Baluarte», Buenos Aires, junio de 1933, n° 13.
Excelente nota. y un comentario: algo que nunca me cayó bien, es cuando la famosa Union Democratica en 1945/6 en sus manifestaciones politicas se cantaba La Marsellesa. El colmo del cipayismo. ¡Viva Don Juan Manuel de Rosas.!!
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