Por: Vicente Sierra
La historiografía hispanoamericana sobre las ideas políticas de los
pueblos del continente ha sido escrita bajo el concepto de que la libertad
política, que alcanzó importancia en Atenas y en la Roma republicana,
desapareció durante el imperio hasta reaparecer en los últimos dos siglos. La
mayoría de tales comentaristas no se han planteado con rigor el sentido de los
términos que manejan, y así, al referirse a la democracia, parten del concepto
que han recibido del inmediato pasado político europeo, inspirado en un sentido
individualista, rechazando, por consiguiente, toda formulación que no se adapte
al mismo. Tratase de una posición que responde a un dado momento de una
civilización, cuya crisis vivimos y cuya desaparición comenzamos a asistir,
basado en esa concepción ideológica del progreso que logró penetrar el espíritu
de toda sociedad, desde los conductores del pensamiento hasta los mismos
políticos y hombres de negocio, “que son siempre -como dice Christopher Dawson-
los primeros en proclamar su falta de confianza en idealismos y su hostilidad hacia
las ideas abstractas”.
La idea del progreso fue aceptada por la historiografía liberal como un
principio de absoluta verdad y validez universal, evidente por sí misma; de
manera que, aun cuando los elementos formales de un juicio histórico demuestren
que los conquistadores de América poseían conceptos precisos sobre libertad
política, su estimación imparcial resulta difícil, porque el historiógrafo
liberal se coloca fuera de la época que estudia para medirla con el cartabón de
la que vive. Cartabón que, por cierto, se basa en ideas abstractas y determina
una visión idealista del propio presente, ya que la idea del progreso impone la
necesidad de afirmar que los conquistadores de América trajeron consigo un
espíritu autoritario, como expresión del ambiente político del mundo hispánico.
Si así no fuera, la ley del progreso se quebraría en la historias de las ideas
políticas americanas, por lo cual todas se inician con la afirmación del
autoritarismo de los conquistadores; a pesar de que los elementos formales de
que el historiador dispone demuestran que se trata de un disparate histórico en
cuanto se lo considere como opuesto a todo sentido democrático en la
organización del Estado. Croce hace notar que los requerimientos prácticos que
laten bajo cada juicio histórico, dan a toda la historia carácter de “historia
contemporánea”, por lejanos en el tiempo que puedan parecer los hechos por
ella referidos; es decir que el estado actual de la mente del historiógrafo
constituye el material mismo de un juicio histórico. En efecto, y el ilustre
filósofo lo dice, el documento por sí mismo de nada sirve, pues “si carezco
de sentimientos (así permanezcan latentes), de amor cristiano, de fe en
salvación, de honor caballeresco, de radicalismo jacobino o de reverencia por las
antiguas tradiciones, en vano escudriñaré las páginas de los Evangelios, de las
epístolas de San Pablo o de las epopeyas carolingias, o los discursos
pronunciados en la Convención Nacional, o las poesías, dramas y novelas en que
el siglo XIX registró su nostalgia de la Edad Media”.
La insensibilidad histórica del historiógrafo liberal, lo que también se
advierte en los de tendencia marxista, consiste en que si bien el hombre de hoy
-como agrega Croce- es un microcosmos en sentido histórico, es decir, un
compendio de la historia universal, lo cual explica, en parte, que sea la
historiografía algo moderno, -al punto que son muchos los que estiman que
recién el siglo pasado es la era de la Historia- han limitado las posibilidades
de comprender el pasado por el afán de someter su proceso a los imperativos de
férreas formulaciones o concepciones apriorísticas. Incapaces de liberarse de
las ideas vitales de su época, no pueden comprender las del pretérito, posición
de la que nos libra la circunstancia de vivir un momento en que las ideas que
forjaron el llamado mundo moderno, comienza a perder su poder sobre el espíritu
de la sociedad; como también se pierde la faz de la civilización que
caracterizaron, perdiendo valor la historiografía consagrada, correspondiente a
la misma.
Uno de esos conceptos, aceptado sin reservas, dice: “La Edad Media es
la época en la que impera la Iglesia de un modo casi absoluto”. Definida la
posición de la Iglesia Católica contra el liberalismo y aceptado el concepto,
también “a priori”, de que el liberalismo dotó al hombre de ideas de libertad
política que nunca había conocido, la deducción lógica conduce a la afirmación
de que la Edad Media sólo tuvo ideas contrarias a todo ideal democrático y, por
consiguiente, los conquistadores de América no pudieron traer al Nuevo Mundo
otra cosa que ideas afines a sus principios autoritarios o absolutistas de
gobierno.
Es claro que, aun aceptando lo difícil que resulta desprenderse de los
conceptos de nuestra época, porque formamos parte integrante de la misma -por
lo cual hay más historiadores que historiógrafos-, un elemental principio de
metodología honesta basta para comprender la conveniencia de comenzar
demostrando hasta qué punto es exacto que la Iglesia imperó de un modo absoluto
durante la Edad Media, y luego, comprendiendo que la genealogía de las ideas,
por mucho que se crea en el carácter rectilíneo del progreso, dista de ser una
línea recta, investigar hasta qué punto el liberalismo ha formulado ideas
originales en materia de libertad política. Si los historiadores de ideología
liberal se hubieran tomado tal trabajo, es probable que, con comprensible
desconsuelo, advirtieran lo difícil de semejante demostración. Lo hizo, entre
otros, Johannes Bühler, que no pudo menos que referirse con ironía a quienes,
partiendo de la posición predominante asignada a la Iglesia, consideran a la
Edad Media como la época de la concepción católica del mundo y proceden a
enjuiciar sumariamente su cultura con arreglo al punto de vista personal en que
el enjuiciador se coloca respecto del catolicismo. Para peor, casi todos los
que así proceden, consideran a la Iglesia Católica del medioevo como si fuera
la actual, pasando por alto sus sesenta años de inquietudes teológicas y los
veinte que consumió el Concilio de Trento, de la cual salió reformada y
reestructurada.
Si tal ocurre en cuanto a la Edad Media, en lo que a la comprensión del
liberalismo se refiere, todo se reduce en los historiadores a relatar de cómo
los escritores franceses difundieron las ventajas del sentido británico de la
libertad política, callando la realidad, expuesta en obras serias, por
escritores ingleses, de que esas libertades surgían de las entrañas mismas de
la Edad Media. Todavía hay profesores que creen, y así lo enseñan algunos
textos al uso, que los británicos escribieron en la Carta Magna las
libertades que querían obtener, cuando ese documento expresa las que tenían y
no querían perder.
Uno de los escritores políticos del pasado que más prestigio tiene entre
los historiadores de las ideas políticas en Hispanoamérica es Montesquieu,
probablemente más citado que leído, pues cuanto entró a meditar en torno a la
historia de las instituciones llegó a la convicción de que el absolutismo era
el resultado de una larga usurpación, advirtiendo las antiguas limitaciones del
poder real, lo que le condujo a admitir la existencia de rasgos de la humanidad
verdadera aún en instituciones consideradas bárbaras. Montesquieu llegó a la
conclusión de que el modelo y los fundamentos de la libertad estaban en el
pasado, identificando libertad y tradición feudal, por lo que reprochó al
absolutismo haber aniquilado viejas costumbres; posición ésta del autor de “El
Espíritu de las leyes” que se olvida con sospechosa regularidad.
Concretándonos a la historiografía hispanoamericana, vemos que actúan
contra ella dos factores importantes. El primero surge del armazón de mentiras
forjadas alrededor de la historia de España y de su acción en el Nuevo Mundo,
como manifestaciones de la “literatura de guerra” heredada del período
de lucha por la independencia. Alrededor de esta falsa historiografía se
forjaron ideas equívocas, que alcanzaron vigencia hasta mucho después de su
nacimiento y de las cuales es difícil desprender a pueblos a los que se
impusieron normas plagiadas de vida, desligadas de elementos tradicionales. Y
como ha dicho Nicolás Berdiaeff: “El conocimiento histórico no es posible
fuera de la tradición histórica”. El segundo factor consiste en hacer girar
el proceso progresista alrededor de la literatura política, filosófica o
sociológica de moda, en Francia, en los distintos momentos de los últimos dos
siglos. Si a ambos factores añadimos la circunstancia particular de que la
historia, como actividad intelectual, ha estado en América -y continúa en gran
parte estándolo- , supeditada a propósitos antihistóricos, como los de llevar
agua al molino de formas políticas, como el liberalismo, o económicas, como el
capitalismo, bases ambas de las oligarquías dominantes en el Nuevo Mundo, las
que, por lo común, se sostienen por su enfeudamiento a algún gran imperialismo,
no es de extrañar que al exponer el desarrollo de las ideas políticas en el
continente se haya dicho tanta herejía como la emitida como si fuera buena moneda.
Ese carácter de la historiografía americana se refleja en el afán de
hacer de la Historia una especie de tribunal del pasado, con relación a los
fines ideales que se quieren defender, sostener y ver triunfantes; y ante los
cuales se cita a los hombres que fueron, a que concurran a rendir cuenta de sus
actos, alcanzando a unos el premio y el estigma a otros. Dice Benedetto Croce: “Los
que, presumiendo de narradores de historia, se afanan por hacer justicia,
condenando y absolviendo, porque estiman que tal es el oficio de la historia, y
toman su tribunal metafórico en sentido material; están reconocidos
unánimemente como faltos de sentido histórico, aunque se llamen Alejandro
Manzoni”. Tales opiniones no valen como “juicios de valor”, puesto
que no son sino meras “expresiones afectivas”, que se forman con la
exaltación de personajes y acciones del pasado o símbolos de libertad y
tiranía, de generosa bondad y de egoísmo, de santidad y de perfidia diabólica,
de fuerza y de flaqueza, de inteligencia elevada y de estupidez; de donde se deriva,
en la historiografía argentina, el odio a Rosas, el desprecio por Quiroga o las
mentiras difundida sobre Artigas, junto a la creación de mitos, como el de
Bernardino Rivadavia, en el que se llega a ver al “más grande hombre civil
de la tierra de los argentinos”; juicio que fue forjado, nutrido y
difundido por Mitre, a fin de dotar al partido liberal -de ideología extraña al
sentido político tradicional de la nación- de algún sostén histórico con que
oponerlo a los altos valores tradicionales de su contrincante, el Partido
Federal, cuyos caudillos fueron, mediante la difusión de una “leyenda roja” -especie
semejante a la “leyenda negra” con que se combatió todo tradicionalismo
hispanista-, sumergidos en las expresiones más antojadizas de una imaginaria
barbarie.
Como así se lo enseñaron -magister dixit- así lo ha creído el argentino
medio, hasta que, en nuestros días, la crisis del liberalismo desarrollando el
sentido histórico del país lo que ocurre siempre en los perídos de encrucijada
cuando la angustia colectiva se trueca en interrogantes –admite la necesidad de
un revisionismo de lo que se viene enseñando con caracteres de dogma. Esa
crisis del liberalismo surge de la convicción de que su doctrina no asegura
ninguna libertad bajo el régimen económico capitalista, sino libertades
aparentes. Los pueblos empiezan a intuir el fondo de verdad de la afirmación de
Harold Laski, cuando dice que “tan preocupada estaba -la doctrina liberal-
con las formas políticas que había creado, que falló en darse cuenta de manera
adecuada de su dependencia de las bases económicas que ellas expresaban”: y
es esa intuición la que alimenta dichosafanes revisionistas, sobre todo en
Hispanoamérica, donde los valores de la historia, que habían sido desechados,
comienzan a adquirir jerarquía; porque es en ellos donde los pueblos infieren
poder encontrar las directivas para, dentro del propio estilo, realizar lo que
debe realizarse. Es así como la crisis que mina como el cáncer el alma política
de Hispanoamérica, se traduce en un movimiento de profundo análisis de su
historia, del que surge, como el Fénix de sus propias cenizas una cada día más
vigorosa afirmación de los contenidos esenciales de lo que denominamos
Hispanidad.
En 1942, en las páginas finales de nuestro libro El sentido misional de
la conquista de América -que fue un aldabonazo que contribuyó a despertar la
conciencia hispanista que, como fondo insobornable, se mantenía en el continente-
decíamos: “Respondemos de esta manera a una urgencia espiritual ineludible
para los pueblos de Hispanoamérica. Un siglo y medio de falsa tradición liberal
a la francesa, ha hecho que nuestros pueblos no tengan finalidades que no estén
sojuzgadas a determinadas normas institucionales. Y se diluye así el sentido de
la nacionalidad al hacer que la nación, en sus expresiones más profundas, sea
la finalidad de la nación; entelequia trágica que nos ha conducido en lo
económico, a ser simples factorías de imperialismos extraños; en lo político,
un mundo de incoherencias; en lo espiritual, algo que huele a prestado. Dijimos
que era necesario librarnos de los gobiernos antieconómicos y despóticos de la
corona española, y caímos en una economía que nos han enfeudado y nos pusimos
muchas veces, a la orden de los jefes más sombríos. Se quiso formar un
continente separado de todo sentido religioso, y el fracaso del racionalismo lo
deja indefenso, sin un estilo propio frente a una vida que debe aceptar tal como
se la han fabricado: débil para crear lo que corresponde. Mas en el fondo
insobornable de estos pueblos vive su propio estilo, y es la labor de
descubrirlo, para que nos enseñe que debemos hacer lo que hay que hacer -por
necesario, por conveniente y por útil- lo que intentamos con estas páginas,
mediante una estrecha convivencia, real e intuitiva, con el inagotable tesoro
de nuestra historia”
No se trata de escribir la historia con finalidades nacionalistas, porque
tanto ellas, como cualquier otra que no responda a la severidad de formular
juicios históricos, es hacer falsa historiografía. Se trata de comprender el
pasado en sus relaciones con el presente para encontrar la ruta del destino.
Labor que no es fácil. Para entender el movimiento oscilante de la historia,
cuyos altibajos marcan, a pesar de todo, las etapas de un progreso moral, que
se desenvuelve con mucha mayor lentitud que el material, es necesario realizar
esfuerzos a fin de comprender los tiempos pasados. Bienvenida la erudición, el
papelismo, porque no se debe salir de los límites de la verdad y los documentos
son expresiones formales de ella, pero ¡pobre del que crea que en los papeles
que poseemos está toda la realidad del pasado! Porque la literatura picaresca
española alcanza en un dado momento cierto auge, por ahí andan centenares de
páginas diciendo que fue consecuencia de que proliferaban los pícaros, reverso
de aquella grandeza de los ideales, acuñado por la miseria que, según cierta
historiografía, fue el signo permanente de España. Sería lo mismo que si
alguien digiera que la vida argentina está representada o expuesta por la letra
de los “tangos”, dada la difusión alcanzada por las mismas. Con toda verdad ha
escrito Ignacio Olaguer: “Aquellos que no tengan imaginación, que no se
ocupen de la historia. Es un terreno vedado para ellos”. No se trata de la
imaginación que tiende, mediante un proceso confuso, a convertir su material
palpitante en obra poética; sino aquella capaz de sentir la vida del pasado más
allá de cómo se la vivió, para presentarla como fruto de un acto de
pensamiento, es decir, como auténtica obra científica.
Por eso, en historia, es necesario ver más allá de las narices, o sea,
más allá del texto de los papeles. Es lo que en nuestro alcance, tratamos de
hacer en nuestras páginas, por lo cual comenzamos refiriéndonos a la Edad
Media, bajo cuyas influencias ideológicas se forjaron los ideales políticos de
los conquistadores de América. Si hasta no hace mucho la historiografía
americana creía que bastaba con iniciar la historia de cada uno de los pueblos
en el que se atomizó el continente, con el relato de las jornadas primigenias
de su emancipación política, como un verdadero progreso se aceptó luego que la
era española, mal llamada colonial, constituye nuestro pasado remoto;
admitiéndose, inclusive, que las múltiples contingencias del desarrollo
histórico no ha podido borrar las huellas de sus pasos, lo que algunos
utilizaron para explicar por qué cada Argentina, o cada Perú, o cada Ecuador,
no es un Estados Unidos. Este progreso de la historiografía americana ha
obedecido a una mala intención: la de iniciar la historia americana con el
conquistador y el indio, como surgidos por generación espontánea, con un mundo
de ideas -hechas por los historiadores- de acuerdo a un determinado esquema
metodológico que acusa de intolerante, autoritario, feudalista, etc., al
primero y pinta, con ingenua concepción rousseauniana, la libertad del indio
como saldo de factores telúricos, de los que son más los que hablan que los que
saben en qué consiste. Algo similar a lo que ocurre con quienes estudian la
economía americana durante el período de dominación española, e invocan las
leyes económicas denunciando sus
constantes violaciones por parte de España, a pesar de que ésta es la hora en
que no hay quien pueda demostrar algo más que una supina ignorancia respecto de
las presuntas leyes de la economía actual como antigua.
El más remoto pasado americano es España, no el mal llamado período
colonial; salvo que se admita que este período no tuvo pasado. En algunos
pueblos de América, por el alto grado de mestizaje existente, no se puede
desdeñar la influencia de ciertos aspectos de las culturas indígenas
pre-colombinas, pero dándoles la importancia que tienen como elementos
negativos de los conceptos de libertad política. No en balde el comunismo, que
siempre logra más adeptos en los pueblos que no poseen un sentido concreto de
la libertad política o en los grupos que lo han perdido, por no ver sino la
realidad económica, procura, en América, adoptar posturas indigenistas, de un
oportunismo que revela el bajo concepto que tiene de los indios, aunque valoren
su utilidad como carne de cañón. A su vez, los grandes imperialismos
capitalísticos, favorecen la misma tendencia. Capitalistas y comunistas saben
que hablar de hispanidad es hablar de liberación, y hacerlo de indigenismo
importa lo contrario. No solo el conquistador no trajo consigo el
autoritarismo, como síntesis de su ideario político, sino que el hecho
histórico concreto es que encontró el autoritarismo en el Nuevo Mundo, y que, a
través de los misioneros, trató de inculcar en los naturales el concepto de
libertad de la persona humana, esencial en la doctrina del catolicismo. Es el
conquistador quien importa conceptos sobre la libertad política, porque se
trata de un ser que surge de la Edad Media, o sea de un período de la historia
en que el primero y fundamental aspecto de su pensamiento político fue
expresión de la justicia o, dicho de otra manera, que entendía que más allá del
derecho del estado, existe un derecho más grande y más augusto: el derecho
natural. Hasta Hobbes -por lo menos “tío carnal” del liberalismo- nadie
se había atrevido a sostener la doctrina de la soberanía estatal absoluta. Mal
podían los conquistadores españoles traer a América lo que aún no existía en el
viejo mundo, y que, en España, se impuso casi dos siglos después de la empresa
colombina.
* Tomado del libro Historia de las ideas políticas en Argentina, capitulo 1
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