Fue
exactamente el 12 de agosto de 1806, aunque el hecho central que esa fecha
memora —la rendición britana— está precedido y continuado por otros que
conforman una totalidad más sustanciosa aún.
La educación primaria o media ha vulgarizado esta magnífica hazaña, reduciéndola a una efemérides menor en el calendario escolar. No se quiere advertir que en esta contienda justísima se aúnan providencialmente nuestras tradiciones hispánicas y criollas, así como se abrazan lo teológico con lo épico, la Fe con la milicia, la genuina política con la verdadera Religión. No se quiere ni se sabe advertir que se trató de la primera y grande epopeya del siglo XIX, ejecutada explícitamente en honor de la Cristiandad. Las Dos Ciudades se enfrentaron, y no era sólo Londres la una y Buenos Aires la otra, sino la Ciudad de los Hombres y la Ciudad de Dios.
Si la Argentina volviera alguna vez a valorar sus gestos fundacionales y soberanos, tendría aquí, en la Reconquista, uno de sus más claros motivos de legítimo orgullo. Lo mismo se diga para nuestra entrañable España, cuya abdicación de hoy la ciega completamente para justipreciar un episodio heroico que, al fin de cuentas, se llevó a cabo para custodiar este entonces reino suyo, tenido por lejano y desdeñable para algunos.
A doscientos cuatro años de la Reconquista, tanto tememos lo que pueda omitirse como lo que pueda afirmarse. Si lo primero, porque callar ante la auténtica grandeza es ruindad manifiesta e impiedad grave. Si lo segundo, porque las voces oficiales, cuando se expidan, tergiversarán el sentido real de la historia, trágica especialidad que ya vienen ejecutando impunemente.
De allí esta sencilla iniciativa. Cantar las proezas tales como fueron. Exaltar a los paradigmas que las protagonizaron, rescatar el sentido esencial de los acontecimientos, suscitar la emulación de los ejemplos nobles.
Importa aclarar al respecto que todos los personajes, los nombres y los hechos que aquí se retratan, gozan de documentada veracidad (…) Pero existieron —y esto es lo que queremos enfatizar— esos personajes que hoy, ganados por el prosaísmo y el espíritu de cálculo, más nos parecen salidos de la leyenda que de la historia. Existió una mesonera que increpó la pusilanimidad de quienes entregaron la plaza invadida, una esposa tucumana que recogió el fusil del esposo muerto, un fraile que se negó a cohonestar la ubicuidad del obispo, un soldado alemán muerto en combate, que por católico se pasó a las filas gauchas, desertando de las inglesas, un librero fogoso que abandonó los anaqueles y espada e mano murió en la liza. Existió el “ejército invisible” de los conjurados patriotas reconquistadores, y el manco francés que estuvo en la primera línea de fuego, o el incontenible catalán a quien no podían frenar los piquetes herejes. Existió el pueblo, que en nada se parece a lo que hoy demagógicamente así se llama; y existió el Caudillo, su paladín y su norte.
Existió Buenos Aires. A mí no se me hace cuento, como en el famoso poema borgiano. Se me hace lágrima y herida y esperanza.
Llanto por el bien perdido y nostálgicamente añorado. Ese “¡ay de ti!” que dijera Anzoátegui, con licencia garcilasiana para utilizar el ubi sunt. Herida porque la cicatriz me dura, del dolor patrio abierto en el costado, que diagnosticaron los versos marechalianos. Pero también y siempre, empecinadamente, la esperanza. Porque Buenos Aires se llama Ciudad de la Santísima Trinidad, y donde está Dios en su inefable triplicidad y unicidad, no puede sino caber la esperanza.
A veces, es cierto, recorriendo sus calles en el trajín de los días y ante la pringue intolerable que ha ganado a sus habitantes y a su paisaje todo, parecería que se desvanece completamente cualquier expectativa o promisoria espera. Sin embargo, sea por una sobreviviente esquina sin ochava, por un campanario cuya visión no empaña cablerío alguno, por un portón macizo con herrajes negros, un muro de ladrillos enormes, o un indeclinable altar vuelto al Señor, jerárquicamente, algo me hace presentir que, desde alguna azotea o desde alguna plaza, se gritará de nuevo y para siempre la voz de Reconquista.
La educación primaria o media ha vulgarizado esta magnífica hazaña, reduciéndola a una efemérides menor en el calendario escolar. No se quiere advertir que en esta contienda justísima se aúnan providencialmente nuestras tradiciones hispánicas y criollas, así como se abrazan lo teológico con lo épico, la Fe con la milicia, la genuina política con la verdadera Religión. No se quiere ni se sabe advertir que se trató de la primera y grande epopeya del siglo XIX, ejecutada explícitamente en honor de la Cristiandad. Las Dos Ciudades se enfrentaron, y no era sólo Londres la una y Buenos Aires la otra, sino la Ciudad de los Hombres y la Ciudad de Dios.
Si la Argentina volviera alguna vez a valorar sus gestos fundacionales y soberanos, tendría aquí, en la Reconquista, uno de sus más claros motivos de legítimo orgullo. Lo mismo se diga para nuestra entrañable España, cuya abdicación de hoy la ciega completamente para justipreciar un episodio heroico que, al fin de cuentas, se llevó a cabo para custodiar este entonces reino suyo, tenido por lejano y desdeñable para algunos.
A doscientos cuatro años de la Reconquista, tanto tememos lo que pueda omitirse como lo que pueda afirmarse. Si lo primero, porque callar ante la auténtica grandeza es ruindad manifiesta e impiedad grave. Si lo segundo, porque las voces oficiales, cuando se expidan, tergiversarán el sentido real de la historia, trágica especialidad que ya vienen ejecutando impunemente.
De allí esta sencilla iniciativa. Cantar las proezas tales como fueron. Exaltar a los paradigmas que las protagonizaron, rescatar el sentido esencial de los acontecimientos, suscitar la emulación de los ejemplos nobles.
Importa aclarar al respecto que todos los personajes, los nombres y los hechos que aquí se retratan, gozan de documentada veracidad (…) Pero existieron —y esto es lo que queremos enfatizar— esos personajes que hoy, ganados por el prosaísmo y el espíritu de cálculo, más nos parecen salidos de la leyenda que de la historia. Existió una mesonera que increpó la pusilanimidad de quienes entregaron la plaza invadida, una esposa tucumana que recogió el fusil del esposo muerto, un fraile que se negó a cohonestar la ubicuidad del obispo, un soldado alemán muerto en combate, que por católico se pasó a las filas gauchas, desertando de las inglesas, un librero fogoso que abandonó los anaqueles y espada e mano murió en la liza. Existió el “ejército invisible” de los conjurados patriotas reconquistadores, y el manco francés que estuvo en la primera línea de fuego, o el incontenible catalán a quien no podían frenar los piquetes herejes. Existió el pueblo, que en nada se parece a lo que hoy demagógicamente así se llama; y existió el Caudillo, su paladín y su norte.
Existió Buenos Aires. A mí no se me hace cuento, como en el famoso poema borgiano. Se me hace lágrima y herida y esperanza.
Llanto por el bien perdido y nostálgicamente añorado. Ese “¡ay de ti!” que dijera Anzoátegui, con licencia garcilasiana para utilizar el ubi sunt. Herida porque la cicatriz me dura, del dolor patrio abierto en el costado, que diagnosticaron los versos marechalianos. Pero también y siempre, empecinadamente, la esperanza. Porque Buenos Aires se llama Ciudad de la Santísima Trinidad, y donde está Dios en su inefable triplicidad y unicidad, no puede sino caber la esperanza.
A veces, es cierto, recorriendo sus calles en el trajín de los días y ante la pringue intolerable que ha ganado a sus habitantes y a su paisaje todo, parecería que se desvanece completamente cualquier expectativa o promisoria espera. Sin embargo, sea por una sobreviviente esquina sin ochava, por un campanario cuya visión no empaña cablerío alguno, por un portón macizo con herrajes negros, un muro de ladrillos enormes, o un indeclinable altar vuelto al Señor, jerárquicamente, algo me hace presentir que, desde alguna azotea o desde alguna plaza, se gritará de nuevo y para siempre la voz de Reconquista.
Antonio Caponnetto
Tomado del Blog de Cabildo
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