Por Julio Irazusta*
Hace cien años moría en Southampton,
Inglaterra, don Juan Manuel de Rosas, derrocado un cuarto de siglo antes, luego
de una larga dictadura, más corta sin embargo que su prolongado destierro en el
extranjero. Este primer hecho que salta a la vista, en el momento de recordar
un centenario que sin duda será tan controvertido como todo lo que se refiere
al personaje, es un primer indicio acerca del hombre. Raros son los
gobernantes depuestos del más alto rango temporal que hayan sobrevivido
tan largo tiempo a la pérdida del poder, con sus tremendas dificultades y sus
indudables granjerías. Entre sus contemporáneos, Luis Felipe –su adversario- y
Napoleón II –su imitador- no soportaron más de dos años la pérdida de sus
coronas. Cierto, ambos murieron septuagenarios, y alguno de los dos, como
Napoleón el Pequeño, bastante enfermo desde antes de su caída. Pero el gran
Napoleón cayó joven, a los 46 años; y si tuvo desde temprano una enfermedad al
hígado, mucho más grave fue la repugnancia por la especie humana que le
causaron dos abdicaciones.
¡Qué diferencia con la actitud de Rosas en
circunstancias similares! En vez del odio y la execración a sus vencedores, a
sus parientes, a sus más fieles seguidores y al mundo entero, demostró una
benevolencia pocas veces vista en un vencido, respecto de quienes le habían
sucedido en el poder. Constante preocupación por la suerte de la humanidad, por
la necesidad de organizar una sociedad de naciones. Utopía. Sin duda. Pero cuán
superior esa actitud a la del gran corso, dedicado exclusivamente, durante los
seis años de prisión en Santa Elena, a transformar el sentido de su
experiencia, a sublimar su figura de Dios de la guerra en el arcángel de la
paz, a persuadir –como lo pudo- que el mayor déspota de todos los tiempos
merecía ser el paradigma de la libertad.
Pero en esta oportunidad, más que esos
fuegos turnantes de la opinión acerca de los personajes históricos, nos
interesa apreciar la obra positiva del que nos ocupa en este momento. Ella fue,
según consenso casi universal de panegiristas y detractores, la unidad del
país. Tal resultado pudo ser el fruto de la resistencia obstinada opuesta a las
agresiones externas e internas –por lo general combinadas unas con otras-, por
un hombre dotado del más elemental sentido de responsabilidad para conservar
intacta la carga que un pueblo le había confiado. Pero en Rosas hubo algo más
que ese empirismo del gobernante más mediocre.
Desde muy temprano, al verse enredado en
los compromisos de la política, mostró un sentido del Estado, rarísimo entre
sus contemporáneos, y más aún en sus próximos y remotos sucesores. La carta del
10 de agosto de 1831 a Vicente González, sobre las facultades extraordinarias, revela
neta superioridad, en la materia específica a que se refiere, sobre los
pseudointelectuales de la época, ahítos de ideología y racionalismo.
Pero más valioso que eso fue la temprana
comprensión de los intereses fundamentales de la nación en el concierto del
mundo. En el arreo de las vacas a Santa Fe para compensar la provincia hermana
las pérdidas que le habían ocasionado los atracos de los directorales, el joven
Rosas asiste a las negociaciones de Estanislao López con los representantes del
Cabildo de Montevideo, que pedía ayuda argentina para sacudirse el yugo
portugués. Su comprensión del problema es inmediata. Desde entonces se ocupa en
preparar la liberación de la Banda Oriental , ayudando a los patriotas uruguayos que, pese a las negativas de los
rivadavianos y a las vacilaciones del caudillo santafesino, preparan la
insurrección que había de estallar triunfante en 1825 con los famosos 33
Orientales.
No se ha investigado debidamente cómo
encaraba la clase dirigente rioplatense, que había tendido fija la mirada en la
frontera del Atlántico, que había recuperado varias veces la Colonia del Sacramento –para
perderla otras tantas por culpa de la Corona-, que arrancó a ésta la
fundación del virreinato, las renuncias de los porteños netos a los territorios
de las provincias que no se les sometían incondicionalmente. Pero es de suponer
que no toda esa clase que había acaudillado la revolución por el gobierno
propio y la independencia estaba conforme con las desmembraciones
territoriales. La abdicación entre Bolívar en el Alto Perú después de Ayacucho
había dejado estupefacto al propio Libertador del Norte. La renuncia a la Banda Oriental amenazaba repetir los
garrafales errores de los comisionados Alvear y Díaz Vélez en el Altiplano. Las
voluntades particulares, en el caso de los 33 Orientales, se impusieron a la
apatía de los poderes públicos y provocaron la guerra con el Brasil, que por lo
menos evitó la incorporación de lo que los portugueses llamaban provincia
cisplatina al flamante imperio fundado en Río de Janeiro.
La amistad que Rosas trabó con Lavalleja
desde aquella época fue entrañable, y no habrá ejercido poca influencia en la
que luego de varias dificultades había de ligarlo con Manuel Oribe. Aunque en
ninguno de los dos casos, el caudillo porteño dejó que sus sentimientos
personales se sobrepusieran a las exigencias de sus deberes públicos. En los
conflictos iniciales del Estado oriental, no influyó a favor de don Juan
Antonio en contra de Rivera. Al producirse la ruptura entre Rivera y Oribe en
1837 tampoco se dejó guiar por sus inclinaciones personales en favor de uno u
otro de los dos rivales. Pero al intervenir Francia en el Uruguay, para
asegurarse una base contra Rosas en su conflicto de 1838, el encargado de la Relaciones Exteriores de la Confederación
Argentina reconoció a Oribe, derrocado por los marinos galos, como presidente
legal del Uruguay. Se interponen esta vez, no únicamente los franceses, sino
también los ingleses. La acción de la fuerza argentina no era consentida por
las potencias marítimas europeas. Rosas hace caso omiso de la intimación que le
formulan los agentes anglofranceses. Y el conflicto se encamina a la
intervención anglo-francesa conjunta contra la República Argentina. Esa intervención no había
sido resistida por ningún Estado en ninguna parte del mundo. Ocurrió aquí lo
único, lo insólito. Las fuerzas anglo-francesas que se repartieron el globo en
el siglo XIX, y crearon dos de los mayores imperios conocidos, fracasaron
ante Rosas.
Vencedores argentinos y orientales en
Arroyo grande, en 1842, pasaron al Uruguay, contra la voluntad europea; y desde
entonces Oribe se reinstaló en su presidencia legal, al frente del ejército
oriental, auxiliado por 10 mil soldados argentinos. Imposible seguir en poco
espacio las negociaciones de los Estados rioplatenses con los poderes europeos,
con el afán de éstos porque dichos auxiliares argentinos se retirasen de la Banda Oriental. Nada lograron, hasta el
pronunciamiento de Urquiza. Y el hecho singular que caracteriza el gobierno de
Rosas, es que durante diez años el caudillo mantuvo 10 mil hombres armados en la Banda Oriental para amparar los
intereses argentinos y uruguayos, contra las pretensiones brasileñas o
europeas, o contra ambas combinadas. Ningún otro gobernante argentino hizo
semejante demostración de fuerza, para negociar al mejor estilo diplomático, en
la medida de las armas que se dispone. Si a ello se agrega que la ayuda se
prestó con una generosidad incomparable, sin compensación alguna, sin el menor
compromiso de reciprocidad para el que la recibía, el cuadro quedará completo.
Sin duda, la agresión exterior es el mejor
aglutinante para un país en trance de unificación nacional. Pero Rosas agregó a
ese factor que debió enfrentar, luego de hacer lo imposible por evitarlo, una
habilidad política que ya había mostrado desde el comienzo de su carrera en el
manejo del partido que le tocó acaudillar, y de la empresa que le permitió
crear la Confederación
Argentina. La recomposición del poder central, por medio de precedentes consentidos
por las provincias, es una obra maestra práctica. La letra de los decretos por
los cuales recreó las facultades de un Poder Ejecutivo nacional, deshecho en la
guerra civil se puede rastrear en la constitución de 1853.
Algunos de sus detractores
suponen que debió vivir sus últimos años atormentado por los remordimientos que
debieron causarle las tremendas responsabilidades que asumió. Pero es porque
olvidan que ellas le fueron impuestas, y no buscadas por él. Otros de sus
contemporáneos, como Cavour o Bismark, se hallaron en casos peores: el primero
no tuvo tiempo de sufrir remordimientos, porque murió apenas logrado el éxito,
pero estuvo a punto de suicidarse, cuando no lograba que Austria le declarase
la guerra; el segundo, sí –según su propio testimonio-, pues perdía el sueño al
recordar que con sus procedimientos arteros había mandado centenares de miles
de jóvenes a la muerte.
Su tranquilidad de espíritu en la vejez
queda explicada en la entrevista con los Quesada, padre e hijo, en 1873. Esa
visión de sí mismo como un condenado a galeras, que el anciano Dictador les dio
a los dos porteños adversarios suyos, será siempre aceptable para todo
investigador que haya compulsado en los repositorios documentales del país la
masa de papeles manuscritos que Rosas dejó en los archivos públicos, como
prueba de que ningún otro primer mandatario dedicó tanto de su tiempo como él
al examen de los asuntos que le tocó dirigir.
El Estado argentino está aún en deuda con
el gobernante que desarrolló esa extraordinaria labor. La derogación de la ley
que lo había condenado como traidor y ladrón, no basta. Todavía no se ha
producido un hecho equivalente al que produjo Luis XVIII a poco de restaurarse
en el trono, cuando ordenó a uno de sus ministros, el señor De Serre, declarar
en el Parlamento que la convención que había decretado la muerte de su hermano
había salvado a la nación en Valmy. El Combate de Obligado y el rechazo de la
intervención anglo-francesa conjunta no desmerecen en nada, en comparación con
aquel hecho que Goethe dijo trascendente en la historia universal, la noche en
que ocurrió. Ningún otro país del mundo aceptó con éxito semejante desafío. El
país ganaría mucho agradeciéndoselo a quien tuvo la osadía de tomar aquella
decisión. ¿Podría volver a encontrar el camino de las grandes empresas, que no
se halla tanto en lo materia como en lo espiritual y, en política, en la
voluntad esclarecida? Cuando en 1916 Zeballos dijo en el Congreso que al
resistir la intervención anglofrancesa toda la fuerza del país residía en la
voluntad, no ignoraba la fuerza argentina de entonces. Quiso decir que la
mayor fuerza mundial, mal manejada, nada significa, pero que, en cambio, bien
manejada, puede aspirar a lo más alto.
* Irazusta, Julio. De la epopeya
emancipadora a la pequeña Argentina. Buenos Aires, Dictio, 1979.
Fuente:
Irazusta,
Julio, “Rosas, el nacionalista”, en Revista
del Instituto Nacional de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas n° 56, Buenos Aires, Julio /
Septiembre 1999, pp. 8-11.
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