Por: Alberto Ezcurra Medrano
Lenta, pero firmemente, la
verdad sobre Rosas se abre camino.
La causa de esa lentitud se explica. A Rosas le tocó
actuar en pleno auge del romanticismo y del liberalismo. Sus enemigos, libres
de la pesada tarea de gobernar, empuñaron la pluma e “inundaron el mundo -como
dice Ernesto Quesada- con un maëlstrom de libros, folletos, opúsculos, hojas
sueltas, periódicos, diarios y cuantas formas de publicidad existen.” Supieron explotar la sensiblería romántica
dando a ciertas ejecuciones y asesinatos una importancia que no les corresponde
dentro del cuadro histórico de la época.
Los famosos degüellos de octubre del año 40 y abril del 42 pasaron a la
historia hipertrofiados, como si los 20 años de gobierno de Rosas se hubiesen
reducido a esos dos meses y como si su
acción gubernativa no hubiese sido otra que ordenar o tolerar degüellos. Rosas,
para ellos, fué un monstruo, y desde este punto de vista, que no permiten
discutir, juzgan su época, sus hechos y sus intenciones. Si Rosas fusiló, no
fue porque lo creyó necesario, sino para satisfacer su sed de sangre. Si luchó -aunque sea con el extranjero-, no
fue por patriotismo, sino por ambición personal, o para distraer la atención
del pueblo y mantenerse en el poder. Si expedicionó al desierto, fue para
formarse un ejército. Si efectuó un censo, fue para catalogar unitarios y
perseguirlos. Si ordenó una matanza de perros, que se habían multiplicado
terriblemente en la ciudad, lo hizo para instigar una matanza de unitarios. Y
así, mil cosas más. Naturalmente, de
todo esto resultó un Rosas gigantesco por su maldad, “un Calígula del siglo
XIX”, es decir, el Rosas terrible que necesitaban los unitarios para justificar
sus derrotas y sus traiciones.
Como la historia la escribieron los emigrados que
regresaron después de Caseros, ese
Rosas pasó a la posteridad, y desde entonces todas las generaciones han
aprendido a odiarlo desde la escuela. Sólo así se explica que aun perdure en el
pueblo el prejuicio fruto del manual de Grosso y de las horripilantes escenas
de la Mazorca
conocidas a través de Amalia o de
alguna recopilación de “diabluras del Tirano.”
Afortunadamente, en la
pequeña minoría que estudia la historia se evidencia una reacción. Los libros
nuevos que tratan seriamente el debatido tema lo hacen con un criterio cada vez
más imparcial. Tal es el caso de las interesantes obras publicadas en 1930 por
Carlos Ibarguren y Alfredo Fernández García.
“Donde hay un hombre, hay una luz y una sombra”, se ha
dicho. Rosas, como hombre que fue, cometió errores, pero no crímenes, porque
“el delito -como él mismo escribió en su juventud- lo constituye la voluntad de
delinquir”, y es absolutamente infundada
la afirmación de que él la tuvo. Cuando se habla de su reivindicación, no se trata de presentarlo sin mancha a los ojos de
la posteridad, como han querido presentarse sus enemigos, ni tampoco de
“disculparlo”, como dicen algunos con cierto retintín cada vez que oyen hablar
de cualquiera de sus innegables aciertos. El perdón supone el crimen, y la
facultad de concederlo no pertenece a la historia, sino a Dios. De lo que se
trata es, simplemente, de presentarlo tal cual fué, con sus errores y con sus
aciertos, ya que los primeros no tienen la propiedad de borrar los segundos, tal como los
numerosos fusilamientos ordenados por Lavalle y Lamadrid en sus campañas no
extinguen ni una partícula de la gloria que les corresponde por el valor
legendario de que dieron pruebas en la guerra de la independencia. La vida pública
de esos hombres no es un todo indivisible que se pueda condenar o glorificar en
globo. Por eso es absurda en nuestros días esa fobia oficial antirrosista que, haciéndose cómplice de lo que podríamos
llamar conspiración del olvido,
excluye sistemáticamente el nombre de Rosas de las calles y paseos públicos
mientras se le concede ese honor a una porción de personajes anodinos, cuando
no traidores o enemigos de la patria. (*)
La “tiranía” no fue un
hombre sino una época en que todos emplearon
cuando pudieron los mismos métodos. Rosas no “abrió el torrente de la demagogia
popular”, como se ha dicho con más literatura que acierto. Lo tomó desbordado
como estaba, tal como no quisieron
tomarlo ni San
Martín ni otros
hombres de valer; lo encauzó dirigiéndolo hacia un buen
fin, lo siguió una veces y otras lo contuvo con su acostumbrada energía.
Es muy cómodo, pero muy injusto, cargar sobre Rosas toda
la responsabilidad de una época semejante.
Cuando se habla del terror, de los
abusos, de los crímenes, es preciso averiguar, no sólo lo que hizo Rosas, sino también lo que hicieron sus enemigos, algo
de lo cual hemos de bosquejar en el presente ensayo. Dentro de lo hecho en el
campo federal, hay que delimitar bien lo que ordenó Rosas, lo que se hizo con
su tolerancia y lo que se hizo contra su voluntad. Y finalmente, dentro de lo
que ordenó Rosas, es preciso establecer cuándo
hubo abuso, cuándo obró justamente -porque al fin y al cabo, era autoridad legal (**)-
y cuándo obró de manera que sería condenable en circunstancias normales, pero
que en las suyas era una legítima defensa contra iguales métodos de sus
contrarios. Sólo así tendremos la base sobre la cual se ha de asentar el juicio
definitivo. Con repetir a priori que
Rosas fué el “principal responsable”, nos habremos ahorrado ese trabajo previo,
pero no probaremos nada.
Además,
por encima de esa investigación imparcial, es necesario que varíe el criterio
con que se juzga esa época. Antes se la juzgaba con criterio romántico y
liberal. Hoy, que el romanticismo está en decadencia, priva un
criterio objetivo, pero
aún no despojado de la influencia
liberal. Por eso, al juzgar a Rosas, muchos creen condenarlo, y en realidad
condenan, no al hombre, sino al sistema: la dictadura. No se contentan con
juzgar lo que hizo Rosas, sino que le señalan también lo que debió hacer, y
como tienen prejuicios liberales, concluyen: Rosas debió dar al país una
constitución liberal y democrática. Pudo hacerlo y no lo hizo. Luego: su
gobierno fué estéril.
Tal razonamiento es muy discutible. Sería preciso
averiguar si Rosas realmente hubiera podido constituir al país. Y suponiendo
que hubiera podido, aún quedaría por averiguar si hubiese debido hacerlo. Para
los liberales, eso no admite dudas. Para los que creen que era preciso consumar
previamente la unidad política y geográfica del país y dejar luego que la
tradición presidiese su constitución natural, la cuestión varía de aspecto.
No condenemos, pues, a Rosas por haber omitido hacer lo que el liberalismo juzga que debió haber hecho. Juzguémoslo a través de lo que hizo: consolidar la unión nacional y mantener la integridad del territorio, preparándolo para la organización definitiva. Ésa es su gloria. Cuando se lo juzgue con simple buen sentido y, por consiguiente, sin prejuicios liberales, le será reconocida.
No condenemos, pues, a Rosas por haber omitido hacer lo que el liberalismo juzga que debió haber hecho. Juzguémoslo a través de lo que hizo: consolidar la unión nacional y mantener la integridad del territorio, preparándolo para la organización definitiva. Ésa es su gloria. Cuando se lo juzgue con simple buen sentido y, por consiguiente, sin prejuicios liberales, le será reconocida.
(*) No sólo se excluye el nombre de
Rosas, sino que se procura excluir el de todo personaje rosista o hecho de
armas favorable a Rosas. Para citar un ejemplo, ninguna calle de Buenos Aires
lleva el nombre de Costa Brava, combate en que se cubrió de gloria la armada
argentina derrotando a la oriental, que mandaba José Garibaldi. Sin embargo,
este aventurero, saqueador e incendiario tiene hoy varias calles y monumentos,
y -parece increíble- lleva su nombre un guardacostas de esa armada nacional
contra la cual luchó pérfida y deslealmente.
A ese extremo ha llegado la pasión antirrosista.
(**) Esta circunstancia parece haber
sido olvidada por los severos juzgadores de la “tiranía” Una cosa es el
fusilamiento ordenado por quien ha sido investido por la ley con la suma del
poder público y desempeña el gobierno cumpliendo la misión que se le encomendó,
y otra es el fusilamiento por orden de un general levantado en armas contra la
autoridad legítima.
Cuando Rosas, los gobernadores de
provincias o los generales gubernistas en campaña daban muerte a los unitarios
sublevados, no hacían más que aplicar
los artículos de las ordenanzas españolas, que establecían lo siguiente:
“Art.26- Los que emprendieren cualquier
sedición, conspiración o motín, o indujeron a cometer estos delitos contra mi
real servicio, seguridad de las plazas y países de mis dominios,
contra la tropa, su comandante u oficiales, serán ahorcados, en cualquier número que sean.” (Colón reformado, tomo III, pág. 278)
“Art.168.- Los que induciendo y
determinando a los rebeldes hubieren promovido o sostuvieren la rebelión, y los
caudillos principales de ésta, serán castigados con la pena de muerte.” (Colón
reformado, tomo III, pág. 43.)
Igual pena establecían las ordenanzas
para los desertores.
Esas eran las leyes penales que regían
entonces. Y Rosas -autoridad legal con la suma del poder público- las
aplicaba. Pero sus detractores parecen
creer que en esos tiempos estaba en vigencia el Código Penal de 1921.
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