R
osas, figura patricia, “de rasgos imperiales, clásicos en
toda forma”, “recio, gubernamental, inclemente”en su “lucha abierta y ruidosa con
nacionales y extranjeros para consolidar su poder en el centro de una gran
capital histórica” (Vicente
F. López), “fue lo que el país
quiso que fuese” (Zinny).
Campeón del “honor nacional” (San Martín), resistió “gloriosamente a las pretensiones
de una potencia europea” (Sarmiento),
cuyas agresiones fueron “la
más escandalosa violación del derecho de gentes” (Lamartine). “Sin arredrarse del poder de
nuestros enemigos” (Necochea),
desde un gobierno que, “fuere
lo que fuere, es nacional”, en “presencia de la Francia” (Lavalle), infligió al gobierno de
esa Francia una “derrota
diplomática” como “jamás hubo más completa en
todos los puntos” (Thiers).
“Reincorporó la Nación” (Sarmiento) y creó en ella “el respeto a la autoridad” que antes de él no existía,“enseñando
a obedecer a sus enemigos y a sus amigos” (Alberdi). “Grande y poderoso instrumento que
realiza todo lo que el porvenir de la patria necesita” (Sarmiento), “bajo su gobierno vivió Buenos
Aires un pie de prosperidad admirable” (Herrera
y Obes). Administrador pulcro de los dineros fiscales (Ramos Mejía), su “honradez administrativa” le ganó la confianza del “comercio y el extranjero” (Terry) y la gratitud de los
acreedores del país “por las
seguridades de pago ofrecidas por el gobierno argentino” (Baring Brothers). Y “cumplió esta promesa (o seguridades) espontáneamente” (Pedro Agote).
Y este “perfecto
hombre de Estado” (Brossard),
que “conocía los secretos de
los gabinetes europeos”hasta el punto que “no
había gobierno en Europa tan bien informado como el de Rosas ni tan ilustrado
por sus agentes” (Thiers);
este defensor de América, cuya energía probó “que
la Europa es
demasiado débil para conquistar a un Estado americano que quiere sostener sus
derechos” (Sarmiento) y a
quien “debe la República Argentina
en estos últimos años haber llenado de su nombre, de sus luchas y de la
discusión de sus intereses, el mundo civilizado, y puéstola más en contacto con
la Europa” (Sarmiento); este“hombre
notable” que dio “a su país un nombre y un lugar tan
permanente como no conseguirá pronto ninguna otra nación sudamericana” (The New York Sun); este “formidable caudillo” (Martiniano Leguizamón), que “defendió a su país como pocos lo
habían defendido” (Octavio
Amadeo), “sosteniendo el honor
y la integridad de su territorio” (Martiniano
Leguizamón) y “los
derechos de la Nación
contra las miras extrañas” (Ferré), “miras siniestras de los enviados
de Francia y de Inglaterra” (Vicente
López y Planes); este gobernante extraordinario, en fin, que “era la encarnación de la voluntad
del pueblo”(Sarmiento) y que prestó al país “servicios muy altos”,
“servicios cuya gloria nadie podrá arrebatarle”(Urquiza), fue, sin embargo,
calumniado “a designio” (Sarmiento).
Son muchos todavía los hombres de buena fe que
se dejan gobernar, en sus juicios y opiniones, como las llamas de los indios,
por arabescos retóricos. Pero no somos pocos los que, reaccionando contra el
escepticismo corrosivo, mantenemos viva nuestra fe en la virtud soberana de la
verdad y en su triunfo final sobre las supercherías de una literatura cada día
menos afortunada en sus tentativas maliciosas. Creemos también en la eficacia
de nuestros esfuerzos y no tememos la contradicción que venga del lado de los
adversarios, a quienes quisiéramos ver más activos en la defensa de sus
historias.
“Día llegará —pensamos como don Juan Manuel en el destierro— en que, desapareciendo las sombras,
sólo queden las verdades, que no dejarán de conocerse, por más que quieran
ocultarse entre el torrente oscuro de las injusticias”.
Tomado de “El
nacionalismo de Rosas”, Buenos
Aires, Haz, 1953, págs. 107-111.
No hay comentarios:
Publicar un comentario