Por: Marcelo Sanchez Sorondo
Desde 1810 el Estado nacido de hecho con la Independencia fue capaz de levantar varios ejércitos para defenderla simultáneamente en distintos frentes. El Ejército del Norte –columna vertebral de la emancipación- sostuvo la guerra con suerte varia en la frontera hasta que, arrastrado a la lucha interna, vino a desgranarse en el motín Arequito. En 1814, Alvear se apodera de Montevideo con fuerzas aprestadas por Buenos Aires cuyos cuerpos regresan y luego se dispersan en los avatares de las contiendas facciosas. Su desintegración final es consecuencia de la derrota de Rondeau en los campos de Cepeda. Por su lado, el Ejercito de los Andes, cuya creación prueba la voluntad genial de San Martin y refleja el mejor momento del Directorio (¡qué no se habría podido hacer si se hubiera organizado un orden estable en la Plata!), después de la desobediencia del Gran Capitán se convertirá en una fuerza a lo corsario que arribará al Perú bajo banderas chilenas.
No fue el empuje colectivo lo que faltó en esos diez años iniciales sino la estructura política que pudiese aprovechar la energía social volcada y que asumiese la idea de la Independencia en un arquetipo de Estado en cuya levadura se mezclasen con los zumos de la tierra los vientos de fronda que soñaba el siglo. Por no haber logrado conciliar el mito americano de la Independencia con el genio secular de la Revolución, la tentativa de levantar un Estado nuevo sobre los cimientos del Virreinato se malogró. Aunque entre todos los pueblos de la “América antes Española” sobresalimos en la gesta, aquí invicta, dela Independencia, no acertamos, en cambio, con el molde genuino de la Revolución. En lugar de favorecer la continuidad de los valores culturales procurando extraer de ellos la renovación indispensable de las tendencias políticas, menoscabamos las fundaciones de la raza y de la lengua patricia sin acertar a remplazarlas con trazos distintos ni definir, en las experiencias concretas, en las realizaciones, nuestro modelo político. De este modo, los apoderados criollos de la Revolución descartaron como trastos inservibles, fuera de uso, las instituciones veteranas fecundadas por el orden español. Empeñados como estaban en prescindir de antiguallas, no se percataron que tampoco en este plano de la cosa pública basta el buen propósito o la sola inspiración sino tiene nexo alguno con la realidad social. El cambio de las formas políticas que proyectaron prefiriendo adoptar sin reticencias ni mayores escrutinios los modelos, en boga inevitable, de otros orígenes políticos, no se adecuó a nuestras latitudes.
Nunca, pues, se consumó del todo ese delicado trasplante institucional. El pueblo al que estaba destinado como su natural recipiendario jamás se sintió conmovido por las libertades y soberanía que le adjudicaban esas cartas, ni creyó ver en ellas su imagen fiel. Las declaraciones de derechos elaboradas en otros alambiques forasteros evaporabanse en la niebla de su lenguaje abstruso sin impregnar las mentes de los hijos de la tierra; y de la denominación de los poderes constitucionales solo se retenía la jefatura ejecutiva transfigurada en gobierno unipersonal. El pueblo como hechura moral del consenso, y los pueblos como verdaderos agonistas de la nación a emerger del Virreinato, eran indiferentes y ajenos a esos artefactos de gobierno que no comprometían su entusiasmo ni menos aún, si cabe, su imaginación. Al fervor inicial que acompañó los primeros pasos y propuestas de la Independencia siguió una laxitud desconcertada. Los patriotas, esto es, los dirigentes criollos revolucionarios, las elites de las ciudades, que miraban la Independencia por el ojo de unicornio de la Revolución, y para los cuales esta era la razón de ser de aquella, se atiborraron de un ideario intransigente e iconoclástico respecto de los estilos de vida de la sociedad criolla y no solo perdieron el rumbo sino también el propio instinto de conservación: no fueron conservadores porque instalados en la cultura ambiental incorporada al paisaje (hecha de creencias y de modalidades psicológicas y de costumbres recibidas con el idioma de los padres) desestimaron ese patrimonio cuya riqueza ignorarían y pretendieron derogarlo como si eso fuera posible bajo el plan de la Revolución. De esta suerte, la Revolución iniciada como fórmula jurídico política que pregonaba la Independencia vino a bifurcarse y a distanciarse de esta última. Tal dicotomía empobreció sin duda el desarrollo de los acontecimientos y descompuso los elementos integrantes de una síntesis generando la confrontación dialéctica que derivó en la antítesis temible cuyas alternativas atosigan la historia argentina.
Lo que en Europa fue el curso paralelo y a veces confluyente de la democracia y del liberalismo tuvo aquí su réplica y su analogía con el proceso de la Independencia y de la Revolución. La Independencia se asimiló a la democracia en tanto vino a concitar el sentimiento favorable de los pueblos y el apoyo instintivo del pobrerío gaucho aquerenciado libremente en la campaña o que merodeaba por los desgajados arrabales de la ciudad. Y la Revolución, que arrastraría consigo al procerato criollo, a los hijos de familia que frecuentaban las aulas y se enfrascaban en las lecturas de los escritos de la Ilustración, se orientó según el pensamiento liberal del siglo. Así la Independencia y la Revolución, cuyos significados conceptuales son distintos, traducen también situaciones existenciales diferentes por sus resonancias y vivencias, por los estímulos y las adhesiones que comportan.
Esta dualidad que pudo haberse superado perfilóse ya durante las peripecias de la semana de Mayo. Por incomprensión de unos y de otros la pugnacidad que desató la lucha envolviendo en oleadas de pasión a los protagonistas hizo imposible el discernimiento necesario para distinguir medios y fines. Quienes “realizaban” la Independencia en la órbita de la Revolución no podían concebirla como un objetivo en sí mismo, ajeno a las ideas que lo habían fecundado. La versión revolucionaria de la Independencia adquiría contornos utópicos y se desavenía del plano de los hechos y creencias sociales que en la vida independiente desataba.
Pero mientras, por un lado, la idea de la Independencia, pensada como secuela de la Revolución, procuraba desmembrar la basta arquitectura del Estado iberoamericano, por el otro, el sentimiento de la Independencia, como fuero de la libertad, como signo de la gesta americana, forjada por la fusión de los hijos de la tierra y de la sangre, ganaba adeptos convocados por el instinto igualitario de los pueblos. La idea de la Independencia, vaciada en el molde de la Revolución, fue consigna representativa de los próceres. El sentimiento de la Independencia, esto es, el llamado en favor de la libertad huraña y primitiva fue la sustancia del carisma con que elevaron su estatua los caudillos. Para los próceres la Revolución como empresa del liberalismo abrazaba el objetivo de la organización constitucional según los moldes políticos y tradiciones culturales ajenos. Lo primero era la Revolución y después, como correlato, la Independencia. Para los caudillos, en cambio, la Revolución era dos veces la Independencia; era el mito de la Independencia fecundado por el sentido prístino de la libertad americana fundida en esas igualdades cósmicas sin traducción jurídica posible que despierta en el alma de la gente la solitaria inmensidad del paisaje. Entre una y otra vertiente se tendían y se alojaban las disparidades del movimientos sociopolítico iniciado en 1810 en procura de la soberanía.
Así, la Revolución como tendencia al cambio planteaba la necesidad de un proyecto político y de un diseño constitucional que lo describiese. El procerato criollo (que con pertinacia se dio a la tarea de iniciar ex nihilo la era del constitucionalismo), no tuvo éxito alguno en orden a la estabilidad de sus iniciativas. Durante el periodo de la Independencia los reglamentos sucedieron a los reglamentos y las constituciones a las constituciones sin que hicieran pie en los hechos ni sirvieran como elemento para la interpretación de la realidad. El orden jurídico “inventado” o, mejor, copiado de los constructores de la Nueva Inglaterra, con sus declaraciones de derecho repasadas en la literatura política francesa, carecían de fundamento en las cosas y se promulgaba con una especie de fervor utópico a sabiendas de que su sanción era solo un simbolismo cuyo contenido ideal vaticinaba las formas políticas del futuro sin intentar siquiera incidir sobre la actualidad.
Si se atiende a las corrientes ideológicas que se agitaban por entonces en la superficie de la concepción del poder, el prestigio del liberalismo era sencillamente avasallador. No había como eludirlo en el terreno de la técnica institucional, ni en cuanto repertorio de literatura política. Es más, todo el pensamiento vivo de esos comienzos del siglo XIX, todos los andariveles psicológicos que daban acceso a los sancta sanctorum de la moda intelectual, impregnando la atmosfera de aquella época, provenían de las vertientes liberales, sea de los corifeos de la Ilustración o sus precursores y desprendimientos en la filosofía moderna, anterior y posterior a la Revolución Francesa, sea del racionalismo y del empirismo anglosajones tras la estela de revolución puritana. Es evidente también que la Independencia, como acontecimiento, se promueve bajo el estímulo de la Revolución, dentro del área de los hechos revolucionarios, sin cuyo dinamismo no se hubiese acaso producido. Hay, pues, una dinámica de la Independencia ínsita en la idea de la libertad: según la cual la Revolución actúa en el papel de mentor político de aquélla y ostenta algo así como su tutoría intelectual. Puede afirmarse, pues, que el hecho de la Independencia aparece embebido en la dialéctica de la Revolución, y resulta potencialmente inseparable de la vigencia o capacidad de penetración de ésta.
En otras palabras, en el plano de las ideas generales que decidieron la orientación y dieron su impronta al siglo XIX nuestra Independencia no podía articularse con abstracción del organismo ideológico de la Revolución, ni mucho menos según lineamientos opuestos o contradictorios con sus creencias. La circunstancia de que la secesión americana respecto de España fuese una guerra civil entre criollos y españoles, lejos de invalidar la gravitación de la ideología revolucionaria más bien la confirma. Pues precisamente está en la índole de la guerra civil y, en este caso, del alzamiento contra las autoridades vinculares de España la existencia de un principio de rebelión cuyo caldo de cultivo no es otro que la fermentación de ideas revolucionarias, las cuales gravitaron en nuestra América mucho más que la disparidad de los intereses.
En esta ecuación compuesta por el liberalismo y la democracia el elemento ideológico propiamente dicho con sus notas abstractas y dogmáticas, propensas a una actitud minoritaria, se hallaba en el ingrediente liberal. El influjo de la democracia, en cambio, se ejercía en esa franja más abierta y asequible a las aspiraciones populares donde la reverberación de las ideas se confunde con otros reflejos que no son ya puramente intelectuales pues se enriquecen en el limo fecundo de los mitos. Mientras la ideología de la libertad, traducida por el liberalismo, depositábase como una seductora visión del mundo en las mentes de vanguardia y en la de los tiesos doctores que se persignaban con ellas, la idea igualitaria en alas del mito se amalgamaba con los sentimientos irreflexivos de raíz popular y con las poderosas intuiciones cuyo contagio psicológico constituyen la trama del consenso.
El liberalismo es la corriente que empapa la Revolución de Mayo, y según la cual las elites criollas (el patriciado convicto de burguesía) piensan la política e intentan organizar el estado; mas el mito igualitario, condensación de nuestra primitiva democracia, anida en el corazón de la América interior y echa raíces y se propaga en los estratos populares que no entienden de letras nuevas sino de cosas vernáculas. Los liberales, adelantados del siglo, autodidactas, musitaban las plegarias románticas, las lecciones del orden nuevo. Eran la cultura en cuanto entraña saberes especiosos, profesionales, distintos de la relación con la naturaleza de las cosas y de la comprensión del medio ambiente. Eran la “civilización”. Los otros, todos los otros, que sin saberlo ni advertirlo representaban el estado de una sociedad en sus expresiones de cultura prístina, eran la “barbarie”.
De esta suerte el partido de las luces, encarnado por antonomasia por los unitarios y después por sus herederos reformistas de la generación del 37, asume los proyectos de cambio en nombre de la Revolución de Mayo y lleva a cabo la Organización, al paso que el partido federal aglutina a las clientelas de los pueblos, congrega en torno al sentimiento de la Independencia a las mesnadas que se alistan bajo el protectorado de los caudillos. Los federales son la leva de los hijos de la tierra convocados por el sentimiento carismático que les inspira la jefatura de los hombres cuyas aptitudes de destreza, coraje y dominio, los exaltan al rango de arquetipos ejemplares en que todos se reconocen idealmente. El liberalismo que se encandila con el resplandor de la cultura europea representa a las minorías del procerato urbano, las cuales implantan, a su modo, nuestras variantes de despotismo ilustrado; su centro y sede es la ciudad de Buenos Aires.
Así, pues, aunque la Independencia ha nacido de la Revolución tiene, sin embargo, otro contenido y significado. Es, sin duda, un hecho revolucionario puesto que la separación de España implica un cambio definitivo en torno a las forma de Estado. Pero tal hecho revolucionario adquiere otra consistencia y desenvuelve otro asunto no contemplado por los trasplantes ideológicos. Mientras la Revolución se agota a sí misma sin fecundar el cambio político con un proyecto perdurable, compaginado con el país real, la Independencia, despojadas de formas orgánicas, y, por lo tanto, informe, avanza con la contagiosa adhesión de los pueblos, esto es, de las poblaciones lejanas y dispersas cuyo apoyo equivale a su sufragio; mientras la Revolución fracasa a causa de sus contradictorios desafíos culturales, la Independencia hace camino al encontrarse con los sentimientos que movilizan los imponderables de la voluntad colectiva; mientras la Revolución no acierta con su propia geografía política y no encuentra su estructura institucional ni la conexión con la realidad, la Independencia concibe un mito pujante cuya atracción genial suscita esos liderazgos oriundos de la gleba, esos sementales de inconfundible estirpe que son los caudillos. Y si la Revolución, exagerada en su ambiciosa utopía, en su exótica eutrapelia, condujo a un liberalismo dependiente de la brillantez de las potencias y de las culturas europeas que sobresalían en el siglo, la Independencia, al desarmarse la estructura de la patria grande, vino a degradar en esos anarquismos de campanario con que se desgarraron los mandones de las patrias chicas.
Tomado de: La Argentina por dentro. Ed Sudamericana. Bs. As. 1987. Cap II
Ni reinvindica ni prioriza.Solo "hermeneutica de la continuidad". Continuidad liberal unitaria. Y "porteña".
ResponderEliminarCuento "historico".
Si se borra nada se pierde y mucho por ganar
Lamentable.