Por Atilio García Mellid
La controversia histórica sobre la colonización española en América puede centrarse en dos opiniones, ambas procedentes de historiadores extranjeros. La una –de J. W. Draper, en “Historia del Desarrollo Intelectual de Europa”– expresa que “en Méjico y en el Perú fueron destruidas civilizaciones en las que Europa hubiera podido instruirse”. La otra –de Lewis Hanke, en “La Lucha por la Justicia en la Conquista de América”- afirma que ese magno episodio fue “uno de los mayores intentos que el mundo haya visto de hacer prevalecer la justicia y las normas cristianas en una época brutal y sanguinaria”.
La controversia histórica sobre la colonización española en América puede centrarse en dos opiniones, ambas procedentes de historiadores extranjeros. La una –de J. W. Draper, en “Historia del Desarrollo Intelectual de Europa”– expresa que “en Méjico y en el Perú fueron destruidas civilizaciones en las que Europa hubiera podido instruirse”. La otra –de Lewis Hanke, en “La Lucha por la Justicia en la Conquista de América”- afirma que ese magno episodio fue “uno de los mayores intentos que el mundo haya visto de hacer prevalecer la justicia y las normas cristianas en una época brutal y sanguinaria”.
Esta divergencia interpretativa no es producto de métodos de investigación histórica distintos. El método científico siempre ha de arribar a conclusiones semejantes si se opera con objetividad y se atiende a los ritmos históricos individualizadores. La pugna que aquí se manifiesta no es cuestión de método, sino problema de perspectiva. En efecto; la visión del Nuevo Mundo se abrió, desde el primer instante, en dos vertientes ideológicamente incompatibles: la una política, misional la otra. Draper pertenece a la primera; Hanke, a la segunda.
La interpretación de tipo político responde a estados pasionales; el mundo y la historia son juzgados y medidos de acuerdo a criterios rígidos y sistemáticos. Las doctrinas se imponen a los hechos; es ésta una historia del “deber ser” más que del ser mismo. Un “deber ser” que no arranca de una concepción metafísica, sino de una predeterminación ideológica. El esquema político ciñe y asfixia a las cosas que se someten a su análisis; las que coinciden con sus prejuicios son valiosas, en tanto resultan condenables las que no lo son.
La idea histórica misional, por el contrario, más que al desenvolvimiento natural del hombre, atiende a su vida sobrenatural. El centro de su enfoque es el ser, pleno y compacto, como lo quiso la sabiduría divina: el ser proyectado hacia los valores eternos por obra de su conciencia, su pensar y su conocimiento. La historia así concebida no limita ni disminuye la fecundidad del acaecer humano; más bien lo completa y perfecciona, estableciendo un enlace sobresustancial entre la ciudad terrena y la Ciudad de Dios. Admite que la salud del cuerpo es primordial y necesaria, pero sin olvidar que el cuerpo perecedero es morada del alma inmortal, cuya salvación es el objeto propio de la Historia.
El descubrimiento y colonización de América se consumó paralelamente al auge del naturalismo y el positivismo. Lutero sacudía los portales de la Catedral de Wittenberg, en 1517, con sus proposiciones heréticas; rotas así las ataduras del Derecho Natural, la concepción materialista de la Historia iniciaba su ruidosa marcha. En 1531 se publicaba “Il Principe” y los “Discorsi”, de Maquiavelo. Las ciencias positivas invadían todos los campos; la técnica ganaba nuevos adeptos en desmedro del saber filosófico y de la teología. Se inventaron la imprenta y la brújula, el telescopio y la pólvora. Se completó el sistema astronómico y se universalizó el conocimiento geográfico. En biología se descubrió la circulación de la sangre y la investigación médica amplió sus horizontes con el dominio del área microscópica.
El siglo XVII representó la eclosión máxima de este proceso. El método de Descartes, la física de Newton, la matemática de Leibniz, la biología de Leeuwenhoek, la astronomía de Galileo, constituyeron aportaciones científicas altamente positivas, pero desprendidas de todo lazo metafísico o principio de orden sobrenatural. La observación de Edmundo O’Gorman –en “Fundamentos de la Historia de América”- es a todas luces exacta: “América aparece en el horizonte de la cultura cristiana –dice- precisamente en el momento en que, al declinar la Edad Media, el hombre se ha quedado sin Dios.”
Ese hombre no era, por cierto, el español. Por eso la conquista de América está henchida de potencia espiritual y de precisión teológica. Pero la mentalidad positivista desdeñaba los valores por los que esa España misional guerreaba. El señor de Périgord –el muy ilustre Miguel de Montaigne, de los “Ensayos”- es cifra y símbolo de esa abstrusa manera de pensar. Mientras el Rey Felipe, en 1570, recomendaba a cuantos prestaban servicios en las Indias el mayor cuidado y fatiga para procurar “el aumento de la religión y ensalzamiento de nuestra santa Fe Católica en esas partes, como fieles y católicos cristianos, y naturales y verdaderos españoles”, Montaigne se entregaba a románticas especulaciones.“Nuestro Mundo –escribía- acaba de encontrar otro… Era un mundo-niño; sin embargo, no le hemos azotado ni sometido a nuestra disciplina por las ventajas de nuestro valor y fuerzas naturales, ni lo hemos conquistado por nuestra justicia y bondad, ni subyugado por nuestra magnanimidad…, pues nunca se movieron a compasión almas tan bárbaras, que por la dudosa noticia de un vaso de oro que pudieran saquear, echaban al fuego a un hombre…”
La realidad tremenda de ese mundo-niño, reflejada en los documentos de los propios actores, no pesaba en los juicios de los indiferentes al magisterio de la fe. Desde Méjico, en 1531, fray Juan de Zumárraga brindaba este valioso testimonio: “Antes eran sacrificados cada año a los ídolos millares de inocentes criaturas; ahora, en cambio, los franciscanos educan en sus escuelas a millares de niños que saben leer, escribir y cantar muy bien…”
Para la mente dogmática de los racionalistas, más servía a sus propósitos el hombre “concreto” arrojado a la hoguera que esos millares de criaturas “abstractas” que los naturales inmolaban en los falsos altares de sus ídolos.
La colonización de América fue más obra de los misioneros que de los guerreros. El doblegamiento de los indígenas se hizo “no para exterminarlos en la esclavitud, sino para inducirlos a entrar en la vida eterna por medio de la instrucción y el ejemplo”. Era éste el pensamiento de Carlos V, según lo atestigua el Pontífice Paulo III. Solamente en Méjico, hacia 1540, los franciscanos habían logrado convertir a seis millones de indios, arrebatándolos a los bárbaros sacrificios. Por aquellas mismas tierras, fray Toribio de Benavente o Motolinia convirtió por sí solo a cuatrocientos mil naturales. Fue este benemérito fraile quien investigó las denuncias de malos tratos formuladas por el padre Las Casas, llegando a comprobar que “los indios de la Nueva España están bien tratados y tienen menos pechos y tributos que los labradores de la vieja España”.
Las Leyes de Indias estaban destinadas a adaptar al Nuevo Mundo la legislación propia del Reino. Por ellas se prohibió el uso de la palabra “conquista”, prefiriéndose las de población y pacificación, de manera que aquélla “no ocasione ni dé color a lo capitulado para que se pueda fazer fuerza ni agravio a los indios”. También fue abolida la designación de “colonias”, usándose corrientemente la de provincias de ultramar. Felipe II, en 1593, llegó a crear un derecho preferencial o privilegio a favor de los indígenas, al ordenar se castigue “con mayor rigor a los españoles que injuriaren, ofendieren o maltrataren a indios, que si los mismos delitos se cometieren contra españoles”.
Los juicios de los historicistas, cargados de intención política, siguen machacando los viejos parches de las conmovedoras supercherías. Justamente acabo de leer, en un gran diario de América, estas indocumentadas opiniones: “Atraídos por el imán del dinero se lanzaron los contingentes de aventureros hacia las playas del Nuevo Mundo. Y es sabido que los componentes de esas bandadas… implicaban una curiosa selección, simbolizaban el más alto temple para la expoliación y el asesinato; eran, moral y espiritualmente, la ralea de Europa.”
Pese a tan pertinaces contradictores, la inmensa obra misional de España en América ha permitido que millones de seres se eleven a la gracia y misericordia divinas. ¿Qué pueden importar, frente a una sola alma que se salve, las vanas palabras y los interesados pensamientos de quienes se pagan de las cosas corpóreas y desdeñan los goces espirituales? La misión de España –en sí misma y en su portentosa expansión universal- no es un capítulo de la historia política de la humanidad; es la gesta heroica del alma atribulada y encendida, del ser que guerrea por los bienes eternos y que –como Job- desde su roto cuero y desde su propia carne, tiene de ver a Dios.
*Publicado por el periódico “ABC” de Madrid, España, en su edición del 11 de mayo de 1955.
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