miércoles, 10 de noviembre de 2021

ROSAS Y SUS ADVERSARIOS*

 


Por: Roberto de Laferrere

El vasto silencio de los historiadores unitarios ha sido roto por el doctor Lavalle Cobo, que no es historiador. El silencio, pues, se prolonga detrás de él, en las sombras de la historia oficial: y el doctor Lavalle Cobo se lanza solo, en una carga de caballería que, como alguna de su vehemente antepasado, es una carga en el vacío: fuera del campo de batalla. Esto será lo que procure demostrar aquí, reprimiendo, a mi vez, cualquier “virulencia patriótica” y con el respeto y la simpatía que por tantas razones, directas e indirectas, me merece el doctor Lavalle Cobo. 

 

Yo tampoco soy historiador, y esto bastaría a excluirme del debate, a no mediar aquel silencio, que también a mí me habilita para ensayar, aunque con “pluma vacilante”, la defensa del General Rosas. Tarea en cierto modo fácil, para quienes no han aprendido en los textos clásicos a ignorar la historia – y hasta la geografía – de su país, y escaparon al peligro de obscurecer en ellos para siempre su visión del pasado. Somos muchos, así, los que estamos aligerados de fantasmas y en actitud de comprender, dentro de las limitaciones naturales de cada uno, el sentido de hombres y acontecimientos desfigurados en las crónicas por los protagonistas de una lucha que ellos mismos nos contaron.

 

Curiosos de otros libros y documentos, el azar de las lecturas nos llevó a comprobar, con asombro, primero, y con irritación después, que en el relato de este episodio, en la explicación de aquél motín, en la semblanza de tal personaje o en la definición de tal partido, los cronistas no habían respetado la verdad: con lo que perdieron ellos nuestro respeto. Descubrimos que no era indispensable ser eruditos para averiguar que hasta la versión del movimiento de Mayo nos había sido falsificada; que la verdadera independencia nacional fue proclamada por los montoneros del año 20, “contra” el Congreso de Tucumán, y las veleidades monárquicas de los directoriales unitarios; que la Banda Oriental, escarnecida durante años por ciertos hombres de Buenos Aires, había sido “entregada” a los portugueses, en acuerdo secreto con Inglaterra, y que, después de Ituzaingó, nos separó definitivamente de ella la acción de Rivadavia y sus agentes diplomáticos, quienes respondían a las exigencias apremiantes de Cánning, contra la política argentina de Dorrego; que Lavalle, instrumento ciego en manos ocultas, fusiló a Dorrego sin justicia, sin autoridad, sin proceso y sin discernimiento, en un arrebato de granadero, y que las luchas sobrevinientes entre unitarios y federales, “europeístas” y “americanos”, “civilización” y “barbarie”, no representan sino las maquinaciones y arterías de los extraños para romper la unidad del antiguo Virreynato, crear cuatro países débiles en el lugar de uno fuerte, oponer la influencia del Brasil a la nuestra en Sud América, consolidar el dominio inglés en el Río de la Plata y sustituir con el tiempo la población nativa –los gauchos de Martín Fierro – con los inmigrantes desarrapados –“Juan Sin Ropa”– y analfabetos, que también representaban la “civilización” de Europa… 

 

Los unitarios

 

El nacionalismo de Rosas se define, ante todo, por su oposición a los unitarios, quienes desde 1812, con Rivadavia frente a Artigas, hasta después de Caseros, estuvieron siempre al servicio, más o menos deliberado, de aquel plan de dominación extraña. Al juzgar la conducta de sus jefes de las logias secretas, cabe pensar, en su excusa, que les faltaba el sentimiento de la nacionalidad. No lo traicionaron, porque no lo tuvieron. Para los más caracterizados entre ellos, ser argentino era ser porteño, y ser porteño era un fenómeno de cultura personal, rara vez logrado en sus filas, porque, la verdad sea dicha, todo el partido unitario no produjo una docena de espíritus verdaderamente cultos. Los más ilustres, los más famoso hoy, eran literatos o poetas, que, a título de tales, pretendían erigirse en los supremos legisladores de la nacionalidad. En cualquier caso, fueron extraños al país, cosa que tardaron en descubrir, pues por un fenómeno característico de su vanidad, al principio concibieron éste a imagen y semejanza suya, y luego, al comprobar la contradicción, dictaminaron que el país estaba equivocado. Vivieron mirando a Europa, de espaldas a la tierra en que habían nacido, de la que se avergonzaban sin ocultarlo, como se avergüenzan los guarangos modernos. En el fondo no se sintieron nunca compatriotas del hombre del interior o de las campañas de Buenos Aires o de los arrabales porteños. Lo despreciaron, porque se creían superiores a él, cuando sólo lo eran en algunos aspectos, los de su cultura social y libresca, es decir lo menos importante en la vida que les había tocado vivir.

 

En el origen de su política centralista no hay una doctrina –tan pronto eran republicanos como monárquicos– sino un interés de clase o de grupo que aspira a tener un país propio para gobernarlo e imponerle por decreto –o mejor dicho por ley, pues eran legalistas– la cultura “europea”: no española, ni inglesa, ni francesa, nada definido, sino “europea”, así en abstracto: lo único que no había existido ni podía existir en ninguna parte de Europa. Todo hace creer que confundieron la cultura con las modas de la época y no comprendieron nunca que en la formación de una cultura nacional –de acuerdo al modelo europeo, precisamente– no podía prescindirse de la realidad nacional, el sujeto de la cultura. Pero esta realidad era lo que ellos no aceptaban. Querían rehacerla conforme a sus “ideas”, que habían convertido en ídolos. Y sus “ideas” no nacían de la experiencia, en el mundo que vivían: les llegaban, como las levitas, confeccionadas en otra parte.

 

La desvinculación de las ideas con la realidad es el caos, la locura. Rivadavia, el “visionario”, era ante todo un loco: un loco de la política; su cordura renacía en la vida privada, donde no interesaba a nadie. Sus adláteres –algunos de ellos siniestros por su perversidad sanguinaria– eran también los hombres de las contradicciones y de las incoherencias. Se llamaron unitarios, pero no admitían que la nacionalidad es una unidad moral que se prolonga a través de las generaciones, y conspiraron contra la unidad de raza, de religión, de costumbres, de tradiciones, de cultura, en el pueblo argentino. Así confundieron progreso con sustitución, ignorando que sólo progresa lo que se perfecciona en el sentido de lo que ya es. Y nunca se propusieron el progreso del pueblo argentino, sino su trocamiento en otro pueblo distinto, que no sería hispánico, ni latino ni tendría pasado respetable porque lo habría repudiado. El ideal de los unitarios –que después extremó Alberdi hasta el absurdo de las Bases– consistía en hacer del argentino real un ente tan descaracterizado como las propias imágenes con que sustituían las ideas ausentes. Los hombres de la realidad se levantaron contra ellos y los expulsaron del país. En eso consistió su tragedia de desterrados.

 

Pero antes habían llevado a la política el desorden de sus “ideas”, convulsionando a las catorce provincias con sus tentativas de predominio ilegítimo. Al aproximarse el año 20, comprobado su fracaso en el gobierno y sintiendo que el suelo temblaba bajo sus pies, creyeron que el país se hundía con ellos, porque ellos eran el país, y pidieron el Protectorado de Inglaterra o mendigaron en España y en Francia –¡y hasta en Suecia!– un monarca extranjero. Repudiados, con la Constitución de Rivadavia, que era su obra maestra, utilizaron a Lavalle sublevado para iniciar la guerra civil. Cuando el orden se salvó con Rosas, conspiraron contra el orden, siempre a la zaga de los extranjeros, para establecer aquí “la influencia de Francia”, o para desmembrar la nación, después de declararla disuelta, o para entregar los ríos interiores al dominio internacional, o para garantizar en forma perdurable la independencia de las antiguas provincias segregadas.

 

¿Traidores? La palabra es terrible y desagradable de aplicar, si no es en un sentido metafórico. Preferible es creer que Florencio Varela, por ejemplo, llegó a ser un desarraigado sin patria, ciudadano de una República inexistente, que había perdido en el exilio cualquier resto de solidaridad con los hombres de su tierra. No olvidemos, por los demás, que con los unitarios militaron algunos guerreros de la independencia y que un patriota como Chilavert siguió también la política de Montevideo, hasta descubrir su entraña, antes escondida a sus ojos, que no eran de lince. ¿Cuántos habrán estado en la misma situación de engañados? Esto nunca lo sabremos. El General Paz rechazó el proyecto de separar a Entre Ríos y Corrientes de la Confederación Argentina que sometió Varela a su aprobación. Pero ese mismo rechazo de Paz, la sorpresa de Chilavert y los escrúpulos que más de una vez confesó Lavalle antes del 40, prueban que el fondo de la conspiración unitaria era sombrío y que convenía mantenerlo oculto. Esa gente no “procedía a la luz del día”…

 

En general, y aunque nos cueste reconocerlo a los que también somos sus compatriotas, podemos decir con verdad que esa política que consistió, desde sus comienzos, en negar el país, y concluyó conspirando contra su integridad territorial, era en sí misma una traición a los hombres de la Conquista y de la Revolución. Era una traición a la historia, a los antepasados: una traición de los hijos a los padres. 

 

La figura de Rosas

 

Frente a esa política, tan obcecadamente mantenida, la figura de Rosas se agiganta como la del principal defensor de la nacionalidad, en una lucha a muerte que dura, para él, más de treinta años. Es el representante de lo argentino, de lo nuestro, en conflicto con los extraños, cuyos propósitos hostiles nada tenían que hacer con la Civilización ni con la Cultura, brillantes chafalonías con que se buscaba deslumbrar a los incautos. Ese es el sentido que tiene Rosas para nosotros, los que procuramos rehabilitar su nombre, por eso ilustre, ante las nuevas generaciones. En vano se insistirá en renovar los viejos motivos de repudio, calificando lo nacional de “bárbaro” y de “salvaje” en un curioso empeño de exhibirnos ante los demás como un pueblo de inferiores. No lo creemos. Se podría probar sin esfuerzo que en ninguna otra parte del mundo el hombre de la tierra ha sido superior al gaucho, ni tan rico en calidades esenciales, ni tan susceptible de un rápido perfeccionamiento individual. En vano también se procurará restaurar las viejas diatribas personales contra Rosas. Están demasiado desacreditadas.

 

¿Era inclemente? No nos interesa. No fue clemente Moreno con Liniers, ni Castelli con Nieto, ni Rivadavia con Álzaga, ni Bolívar con Policarpa Salabarrieta, ni O’Higgins con los Carrera, ni Urquiza con Chilavert. ¿Lo era acaso Sarmiento cuando se regocijaba en público por el fusilamiento del héroe de Martín García, proclamaba la necesidad de asesinar a Urquiza o aconsejaba a Mitre que “no ahorrase sangre de gauchos”?

 

Rosas, que no gobernó un día, fusiló muchos unitarios. Se nos ha enseñado que las luchas entre éstos y los federales era una simple lucha de partidos en desacuerdo por doctrinas políticas, como podría serlo la de los radicales y conservadores de hoy, si tuvieran doctrinas. Pero esto es falso. A partir de 1838, esa lucha tuvo el carácter de internacional que los unitarios por propia voluntad le dieron al sumarse a los extranjeros que guerreaban contra el país. Acaso seguían creyendo que el país eran ellos, pero este error no valía para Rosas, ni puede valer hoy para nosotros al juzgar a Rosas y a sus adversarios. Sorprendidos en sus maquinaciones, eran fusilados como Ramón Maza, o muertos en la persecución que seguía a las batallas, como Berón de Astrada o en la exaltación que su propia conducta provocaba en la ciudad bloqueada y humillada por las dos escuadras más poderosas de la tierra. No necesitó iguales motivos Urquiza para matar a todos los soldados de la división Aquino, en las mismas calles de Buenos Aires. ¿Abusos? Mil se habrán cometido, como en todas las épocas de guerra civil, en Francia, en España, en Inglaterra, en Alemania, en Italia. Como se cometen actualmente aquí, en plena era de paz democrática, con motivo de cualquier acto electoral: en San Juan, hace poco tiempo. Con sólo los asesinados en el siglo XX, por razones políticas, podríamos construir otras tablas de sangre como las de Rivera Indarte.

 

Pero los fusilamientos de Rosas no son objetables en su época y en las circunstancias del país, que vivía bajo la ley marcial. Sólo en los pueblos bárbaros, formados por tribus o bandas, no se castiga con la máxima severidad a los que conspiran contra las autoridades para derrocarlas, en momentos de un peligro nacional. Las pasiones de entonces eran candentes; los juicios con que unos a otros se condenaban, lapidarios. Era “acción santa matar a Rosas”, según el lema de Rivera Indarte. Había que colocarse a la recíproca. Lavalle mismo fue despiadado al condenar la unión con los franceses antes de aceptarla en una de sus frecuentes desviaciones. Los rosistas de hoy no la hemos calificado con igual virulencia. “Los dos diarios de Montevideo – escribía el general– están de acuerdo sobre la unión con los franceses… Estos hombres, conducidos por un interés propio muy mal entendido, quieren trastornar las leyes eternas del patriotismo, el honor y el buen sentido; pero confío en que toda la emigración preferirá que la revista (una de las publicaciones unitarias) la llame estúpida a que su patria la maldiga mañana con el dictado de vil traidora”.

 

Más tarde, Lavalle cambió de opinión; Rosas, no. ¿Con qué violencia no hubiera obrado aquél, en la posición de éste, contra los que llamaba “viles traidores”? Aterra pensarlo, cuando recordamos el drama de Dorrego, fusilado sin causa… 

 

Rosas y la unidad nacional

 

(Se)…le censura a Rosas que no hiciera la organización nacional. ¿Quién lo hizo antes de él? ¿Quién pudo hacerla? ¿Y cómo podía Rosas darnos la organización nacional en medio de la guerra que durante los 17 años de su segundo gobierno le llevaron sus enemigos internos en alianza con los bolivianos o con los franceses o con los ingleses o con los paraguayos o con los brasileños o con los orientales de Rivera o con todos a la vez?

 

Hizo mucho más que eso, sin embargo. Nacido a la política como reacción espontánea contra la anarquía de los partidos, sofocó por la fuerza de una guerra victoriosa y las artes de la diplomacia más sutil, a todas las facciones adversas: lo mismo que los unitarios habían ensayado antes, pero sembrando la ruina y el desorden. Así impuso en los hechos, en la realidad inconmovible de las cosas, la unidad nacional y creó en el país el hábito de la obediencia y el respeto a la autoridad. Y ese hecho fundamental no le será nunca suficientemente agradecido por las generaciones del futuro que reflexionen con serenidad y con lucidez sobre el proceso de la formación argentina.

 

Su empresa era la de la fuerza en acción: la violencia, la guerra, únicos métodos capaces de restaurar el orden de un país convulsionado por los anarquistas y amenazado desde el exterior. Una Constitución escrita, de la que emanase el poder capaz de dominar el desorden, hubiese creado el despotismo permanente, para Rosas y los que le siguieran. Si, por temor al despotismo, se creaba un poder constitucional moderado, su debilidad en las circunstancias nos volvería a la anarquía o violaba el Gobierno la Constitución con el pretexto de sostenerla. Con estos mismos argumentos, Facundo Zuviría, presidente de la Convención del 53, sostuvo al iniciar ésta sus deliberaciones que no había llegado todavía el momento de dar una Constitución escrita al país. Era partidario de una autoridad de hecho o fundada en convenciones circunstanciales, que pudiera ejercer el poder con todo rigor, sin comprometer ningún principio permanente. Las razones que defienden a Rosas eran las de Zuviría, su enconado adversario político de 30 años.

 

Rosas sabía, por lo demás, que la Constitución no podía ser la obra suya, sino la consecuencia de su obra. Que ésta, la pacificación del país, no había concluido lo prueba el hecho de que, en definitiva, los rebeldes concluyeron con él. Pero nadie podrá negarle la gloria de haber constituído la nación en los hechos con sus empresas de treinta años, desde el 20, en que sofocó por primera vez la anarquía, hasta el 52, en que entregó las provincias unificadas a sus vencedores ocasionales. El acuerdo de SAN NICOLAS fue el acuerdo de los gobernadores de Rosas.

 

Lo que sucedió después de Caseros, lo justifica aún más ante la historia. Urquiza quiso hacer lo que Rosas no había hecho y atrajo consigo a los unitarios, en un prematuro ensayo de organización nacional. Con los unitarios en el partido gobernante, creó el cisma en el gobierno mismo. Rota la unidad de Rosas, no vino la unidad de Urquiza, sino la anarquía de los unitarios otra vez, pero con ellos dueños de Buenos Aires. Diez nuevos años de guerra civil, acaso los más sangrientos de todos, otros diez de revueltas y de tumultos, de persecuciones y de injusticias, y el asesinato de Urquiza, siguieron al derrocamiento de Rosas, mientras el extranjero, que había atisbado pacientemente la oportunidad propicia a sus intereses, sacaba los mejores frutos de una victoria de armas, que, lejos de ser una victoria de los argentinos, se convirtió con el tiempo, en la más grande derrota de su historia. Caseros.


Capítulo I de "El Nacionalismo de Rosas", de Roberto de Laferrère

martes, 28 de septiembre de 2021

SAN MARTÍN CON MIRADA POLÍTICA

 

                                                     Por: SEBASTIÁN SÁNCHEZ

 

Los que tenemos el consuelo

De saber que la patria es un ensayo de esperanza y de cielo,

Los de la patria antigua y el acento inmortal

Los de la sangre limpia, ¡con usted, General!

 

Ignacio B. Anzoátegui, ‘Oda al General San Martín’

 


La historia oficial ha falseado la figura de San Martín por “vía de ensalzamiento”, menoscabándolo, por ejemplo, al exaltar su ciencia militar y a la vez señalar su “cortedad” en materia política. Ese fue el método avieso de Mitre, que dejó el libreto, de modo que “pegarle” a San Martín ha sido el deporte dilecto de los historiadores al uso. No queremos aquí responder los agravios al General -mejores plumas se han ocupado de eso- sino trazar unas líneas acerca de su obra política, soterrada bajo una montaña de elogios vanos y desfiguradores.

 

Dice Enrique Díaz Araujo que el primer paso en la vida política de San Martín fue venir a Indias, decisión que tomó ante la deriva liberal de la afrancesada corona española y la ilegitimidad del Concejo de Regencia, ese artificio pergeñado por los ingleses en la Isla de León. 

 

A poco de llegar al Plata, y antes de emprender su campaña guerrera, Don José se enfrentó al centralista Primer Triunvirato y depuso a Bernardino Rivadavia, que poco antes había expulsado a los diputados del Interior, mandándolos a “quedarse en casa”.

 

Cuando, tras el combate de San Lorenzo, el General fue enviado en auxilio del Ejército del Norte, sus enemigos Rivadavia y Alvear creyeron que así lo corrían de escena. Pero San Martín no sólo auxilió exitosamente a Belgrano, sino que una vez instalado como Gobernador-Intendente de Cuyo, llevó un gobierno notable que le granjeó la amistad de las provincias de tierra adentro. Y todo mientras organizaba el Ejército de los Andes. Asimismo, desde Mendoza fue partícipe directo de la declaración de la Independencia, de modo tal que, sin él, y Belgrano, el Congreso de Tucumán -católico, monárquico y “protofederal”- no hubiese sido posible.

 

Después vendría el Cruce de los Andes -y Chacabuco y Maipú- y todo en medio de las pestes que azotaban a nuestro Ejército (y al propio Libertador), sin que a nadie se le ocurriera guardarse en cuarentenas eternas. Y, una vez libertado Chile, la hora de la “desobediencia” de San Martín (Mitre “dixit”), que fue su negativa a convertirse en el represor de los caudillos -entre ellos, sus amigos López y Bustos- para saciar la codicia despótica del régimen porteño. Don José hizo caso omiso y se quedó en Chile, preparando la campaña libertadora al Perú.

 

EL PROTECTOR

 

El Protectorado de Perú, que ofrece un retrato preclaro del San Martín político, se sostuvo en dos ejes principales: la búsqueda de la independencia, proveyendo al país de un gobierno fuerte, y la garantía de continuidad de la tradición cultural, jurídica y religiosa americana.

 

El Protector instauró en Perú una dictadura, convencido de que nuestros pueblos necesitaban gobiernos fuertes y justos. No se asuste el lector con la mención de la vapuleada palabra: San Martín promovió una magistratura extraordinaria -así se entendía la dictadura en la antigua Roma- para evitar las consecuencias negativas de la Independencia: desunión, fragmentación territorial de los antiguos virreinatos, anarquía destructiva. 

 

Asimismo, a través del Estatuto Provisional de 1821, el instrumento constitucional de su gobierno, Don José promovió el respeto de las tradiciones e instituciones hispanas (siempre a salvo la Independencia, claro). A modo de ejemplo, mantuvo incólume la estructura de Justicia y el régimen municipal de los cabildos, en la medida en que pertenecían al “ethos” jurídico-político del país.

 

En el marco de esa tenacidad tradicionalista se entiende el resguardo de la religión católica como la propia del Estado, tal como ordena el artículo 1° del Estatuto. Allí se afirmaba la libertad religiosa, pero se omitía toda referencia a la libertad de culto, pues para profesar otras religiones era necesario obtener un permiso del Consejo de Estado “siempre que su conducta no sea trascendental al orden público”. No es ésta una cuestión menor: San Martín advirtió que la libertad de culto, tópico central de las constituciones racional-normativas del liberalismo, conlleva la ruptura de la unidad religiosa. En tal sentido, según el aserto de Díaz Araujo, el Protectorado fue un Estado confesional.

 

La paz con España fue otra cuestión cardinal del Protectorado, siempre con la “conditio sine qua non” de la independencia del país. Ese ánimo pacificador se reveló en las conferencias de Punchauca-Miraflores, en las que el Libertador propuso el establecimiento de una monarquía en el Perú (con ánimo de extenderla a Chile y al Plata). La paz no fue posible por la negativa de los realistas que se resistieron, vaya paradoja, a la posibilidad de la monarquía peruana.    

 

En síntesis, el plan de San Martín era lograr la independencia del país andino, hacer la paz con España y dejar gobernando a un monarca. Pero el General no pudo y fue derrotado, en parte por la miopía egocéntrica de Bolívar, en parte por la pertinaz persecución de sus enemigos liberales.

 

La derrota política de San Martín, que no puede negarse ni afecta su grandeza, impidió la continuidad de la unidad de la Patria Grande y terminó por asegurar el enseñoramiento de las logias liberales en los gobiernos de nuestras patrias. Por eso la Dictadura de Juan Manuel de Rosas le pareció a Don José “un modelo a seguir por todos los estados americanos”, pues daba continuidad a su proyecto político. Pero Rosas combatió hasta el desastre de Caseros y también partió al ostracismo. El trágico sino del destierro para nuestros más grandes próceres de algún modo prefigura la permanente frustración argentina. San Martín y Rosas nos dejaron el camino a seguir, no es culpa suya que lo hayamos perdido.      

 

SAN MARTÍN Y NOSOTROS

 

Forjado en la prudencia política, la virtud propia del que manda, Don José sabía “leer dentro” de la realidad y obrar en consecuencia. Decía en carta a su dilecto Tomás Guido que “el mejor gobierno es el que hace la felicidad de los que obedecen empleando los medios adecuados a tal fin”. Toda una definición prudencial. 

 

San Martín combatió en búsqueda de una independencia que respetara el “ethos” americano, para que nuestras patrias se realizaran en un orden político justo, con gobiernos vigorosos y afirmados en el respeto al orden natural. Por eso libró el buen combate contra los libertinos y por eso fue monárquico (como Güemes y Belgrano), pues entendió que la reyecía aseguraba la continuidad de un régimen acorde a nuestra naturaleza cultural.

 

A dos siglos de la epopeya sanmartiniana, los argentinos vemos con doloroso estupor la debacle de nuestra independencia económica, política y jurídica. Lo que hoy “mandan”, distraídos como están en sus fenicios afanes partidocráticos, tiran a la basura la sangre de tantos miles de compatriotas que -desde San Lorenzo a Pradera del Ganso- dieron la vida por una Argentina justa y libre.  

 

Padecemos hoy los desvaríos de un remedo patético de triunvirato -como en 1820, el centralismo porteño determina la vida de todos nosotros- que promueve el desorden y la injusticia. El patriótico anhelo sanmartiniano de lograr un orden político centrado en el Bien Común, ha devenido en este innoble desgobierno que, ante el desastre de sus propias inquinas e incapacidades, desprecia a los argentinos conculcando sus más elementales libertades.

 

En 1834, cuando el retorno de Rosas al gobierno aún estaba en ciernes, Don José escribió una carta a Guido, en la que maldecía la cínica paradoja de los que vociferan amor a la libertad, mientras sólo promueven esclavitud. Juzgue el lector si estas palabras no se ajustan al día de hoy:

 

“Los hombres no viven de ilusiones sino de hechos. Que me importa que se repita hasta la saciedad que vivo en un país de libertad, si por el contrario se me oprime. ¡Libertad! Para que un hombre de honor se vea atacado por una prensa licenciosa, sin que haya leyes que lo protejan. ¡Libertad! Para que, si me dedico a cualquier género de industria, venga una revolución que me destruya el trabajo de muchos años y la esperanza de dejar un bocado de pan para mis hijos. ¡Libertad! Para que se me cargue de contribuciones a fin de pagar los inmensos gastos originados porque a cuatro ambiciosos se les antoja, por vía de especulación, hacer una revolución y quedar impunes. ¡Libertad! Para que el dolo y la mala fe encuentren una completa impunidad, como lo comprueba lo general de las quiebras fraudulentas acaecidas en ésta. Maldita sea tal libertad, ni será el hijo de mi madre el que vaya a gozar de los beneficios que ella proporciona, hasta que no vea establecido un gobierno que los demagogos llamen tirano y que proteja contra los bienes que brinda tal libertad”.

 

En sus últimos tiempos en Perú, poco antes de la Entrevista de Guayaquil, el General San Martín le confió a Guido sus planes futuros: tras lograr la independencia quería “volverse con las bayonetas hacia Buenos Aires” para desalojar de allí a los hombres de “infernal conducta”. Sin ceder a la tentación de la historia contrafáctica, podemos decir, casi como una ensoñación: ¡que distinta sería la Argentina si aquellas bayonetas hubieran llegado a destino!   

 

 

Tomado de: https://www.laprensa.com.ar/492463-San-Martin-con-mirada-politica-.note.aspx?fbclid=IwAR0zFJi8MM19asgpRPuU3hEgLupaRl_23WL6Wrf7hwuLIoYC71vIR22V7_A

 


jueves, 2 de septiembre de 2021

ENTREVISTA AL DR. ANTONIO CAPONNETTO CON OCASIÓN DE SU LIBRO "INDEPENDENCIA Y NACIONALISMO"

 

‒ Javier Nacascués Pérez: Por lo que sabemos, frente al Bicentenario de la Independencia, o de las independencias americanas, usted se ubica en un lugar equidistante. ¿Cuál sería ese lugar?

 ‒ Antonio Caponnetto: Estoy en contra de los que celebran con alborozo la Independencia porque disfrutan con la desmembración del Imperio Hispano Católico; y estoy en contra, a la par, de los que nos acusan de traidores o de felones, como si aquella desmembración hubiera sido causada primero por nosotros, y como si entre los mejores de los nuestros no hubieran existido claros exponentes del fidelismo, del arraigo y de la conservación del inmenso patrimonio cristiano y español heredado.

 

‒ Pero ¿cómo se hace para sostener la tesis del arraigo y del fidelismo cuando era generalizado el afán de emanciparse, de tener gobiernos propios y de librar guerras por estos ideales? 

A.C.: ¿Cómo se hace? Distinguiendo. Una cosa es la “independencia” de los ideólogos masones y liberales; otra la autonomía gubernativa conservando las formas monárquicas, las grandes unidades geopolíticas americanas y la prosapia cultural de tres siglos gloriosos de evangelización española. Una cosa es la emancipación –concepto netamente kantiano, iluminista y rousseauniano‒ y otra cosa es la autodeterminación fruto del legítimo ejercicio del ius resistendi a la tiranía. Una cosa es un ejército como el sanmartiniano, que castiga la blasfemia y nombra a la Virgen del Carmen su Generala, repartiendo escapularios a la tropa; y otra cosa son las hordas rapaces de libertarios, conducidas por impíos, que no dejaron sacrilegio por cometer, sobre todo en el tradicional ambiente norteño de nuestro país. Una cosa, al fin, es querer tener bandera con los colores de la Inmaculada Concepción, y otra fabricarse un himno, al lado del cual, La Marsellesa parece el Oriamendi.

 

‒ Pero usted convendrá conmigo, en que más allá de las distinciones –que le admito‒ se impusieron los ideólogos del descastamiento… 

A.C.: No sólo lo admito, lo deploro y condeno. Y denuncio además la doble imposición que padecimos y padecemos de ese mal. Porque se trató de una imposición política pero también historiográfica. Nos hicieron creer que la única historia existente –los únicos hechos registrables‒ eran los que llevaban el signo maldito de los descastados. Pero cuidado; porque el descastamiento no revistaba solamente en ciertas filas americanas o en testas criollas. El llamado con error “bando realista” tuvo sus exponentes repudiables, en la península y en el territorio de ultramar. Manifestaciones repudiables tanto teóricas como prácticas, tanto en  hechos e ideas como en personajes. No somos fabricantes ni compradores de leyendas, sean negras o rosas. “La verdad: sol duro pero claro”, decía Maurras. Y nos gusta el sol dando de pleno en la cara; además de Maurras, claro.

 

‒ Por lo que usted nos comenta, entonces, se cumplió también en este caso aquello de que “Dios ayuda a los malos…” Pero, ¿por qué habla del erróneamente llamado bando realista? 

El éxito no es criterio de verdad, se sabe desde Aristóteles. Que hayan ganado los malos no prueba que tuvieran razón, ni mucho menos que su triunfo nos conforme o beneficie a los hispanoamericanos. Se cumplió más o menos la simpática coplita que me recuerda. Y de rondón retomo algo de una pregunta suya precedente. No era “generalizado” ese afán de emanciparse. El pueblo simple, de misa y olla, no lo deseaba. A nadie le importaba el sapere aude de Kant, y no escasean los testimonios de hispanistas ilustres, como Ramiro de Maeztu, Eugenio Vegas Latapié o José María Pemán, que han dejado asentado en solventes ensayos esta aquiescencia popular criolla hacia la noble matriz española. Tampoco eran más los ideólogos que los genuinos libertadores, ni había multitudes rugientes en las plazas mayas o julias pidiendo saber de qué se trataba aquello. Dios no ayudó a los más. Es un aristócrata, diría Castellani. El demonio metió la cola, que es “la especialidad de la casa”. De la casa del diablo, quiero decir.

 

‒ Pero lo de los realistas que le comentaba… 

Ya voy a eso, perdone la disgresión previa. En cuanto a realistas eran casi todos o todos los que pugnaban entre sí. No diré fernandinos o proborbones –que los hubo y sobre todo entre los liberales vernáculos más exaltados‒ pero sí favorables a mantener un sistema monárquico. La diferencia mayor era otra: o se respetaba o se conculcaba el principio de intangibilidad americana; ese privilegio americano de pertenecer al monarca legítimo, y no a cualquier sustituto colocado por un déspota o devenido en marioneta del Clan Bonaparte.

Nuestra pertenencia era a la potestad regia castellana, no a los mercaderes de Cádiz, los pescadores de León, o a las arbitrariedades de un dipsómano instalado por el complot inicuo de los renegados de España. O se respetaba o se conculcaba ese pacto de vasallaje recíproco. Ahí está la diferencia sustancial de los bandos en pugna. Pero la triste realidad es que, al momento de la independencia, había más defensores de las aspas de Borgoña en estas tierras argentinas y menos sepultureros del gorro frigio en España.

No se ha tenido aún suficientemente en cuenta la significativa paradoja de que los más intransigentes defensores de la obediencia Fernando VII, aquí, en América, no eran contrarrevolucionarios que abrevaban en las tradiciones escolásticas. Eran masones perseguidores mortales (en sentido estricto) de los católicos; y eran agentes ingleses. El ejemplo más patético es el de Bernardino Rivadavia. Y no es un ejemplo de detalle, puesto que llegó a ocupar los puestos más encumbrados del Estado, ¡la presidencia misma de la República!

 

‒ Pacto antiguo y medieval, aclara usted; ¿para diferenciarlo de otros pactismos, verdad? Me parece entender mejor ahora porqué afirman estar ‒usted y los suyos‒ entre dos fuegos. ¿Cómo sería más específicamente ese cruce de disparos? 

Sí; he aclarado esos de los pactos, porque lo que me faltaba era ser tenido por sospechoso de adherir a ese “hombre nefasto”, como llamó José Antonio a Rousseau en el Discurso Fundacional de Falange, o de adherir sin retaceos al granadino Francisco Suárez. Un fuego absurdo e irritativo es el que disparan, por un lado, quienes creen que nacimos hace 200 años. Pero el otro, no menos erróneo e incluso avieso, es que toma la fecha de nuestra independencia como certificado de defunción de la patria. Si yo fuera psicoanalista (¡las cosas que hay que conjeturar para hacerse entender!), diría que a unos los mueve la libido dominandi y a otros el instinto tanático. No conviene explicar la historia con pulsiones instintivas, sino más bien con categorías teológicas. Y aclaro que esto lo dice alguien tan poco clerical como Nietzsche.

 

‒ La verdad es que no me lo imagino psicoanalista, tampoco obispo; pero ya que mentó la cuestión, ¿cuál o cuáles serían esas categorías teológicas que estarían faltando para la comprensión de este drama independentista, que así veo también que lo llama en alguna parte? 

En un libro anterior a éste, he tratado de probar que el oficio del historiador es analogable al del liturgo. Por lo menos, el oficio del católico puesto a historiar. El historiador, como el liturgo, por ejemplo, debe comprender que el cielo irrumpe en la tierra, que hay una vinculación fontal entre los visibilia e invisibilia Dei. El historiador, como el liturgo, debe inteligir el sentido del leiton ergon, de la obra, función o ministerio público proyectados al servicio del bien común. Hay muy buenos consejos al respecto; de San Vicente Ferrer, de San Alberto Magno o del Cardenal Newman. Aplicado esto al tema que nos ocupa, diré y digo que hay un modo sacramental de entender nuestro pasado. Nuestras tierras tienen su bautismo, su confirmación, su primera eucaristía, sus contricciones, y están necesitadas con urgencia de la Unción de los Enfermos.

 

‒ Perdone, pero ¿en dónde se ha explayado sobre este criterio? Le confieso que me inquieta… 

En un libro titulado “Poesía e historia: una significativa vinculación”, que lleva más de quince años andando. Desde esta categorización teológica de la historia, sostengo, por ejemplo, que no es la Independencia “oficial” la que nos inaugura como patria, sino el bautismo que recibimos el 12 de octubre de 1492, y más específicamente el 1 de abril de 1520, fecha de la primera celebración eucarística en el territorio argentino. La independencia antagónica a la emancipación y al desarraigo; la independencia de los hombres fieles a la Tradición; que haya sido derrotada o pisoteada, no anula la gracia recibida en esos sacramentos. Nuestro drama es que la emancipación se impuso por sobre el doloroso y legítimo acto independentista. Y como fue una derrota tanto política como historiográfica, según ya se lo he dicho, en vez de hacernos celebrar sacramentos nos imponen efemérides laicas y masónicas. ¡Ay de esos pueblos!, dice Pieper en su libro “Una teoría de la fiesta”, a los que les cambian los festejos sacros por otros mundanos o impíos.

 

‒ Vale la pena entender e incorporar estas categorías teológicas, ya veo. Tal vez sean un poco inusuales y disonantes a los oídos vulgares. 

Vale la pena entender e incorporar la filosofía y la teología de la historia, que no son inventos míos. Yo no he descubierto el Mediterráneo. Pero se necesita, por cierto, un sensus fidei y sobre todo, como distingue Pascal, un reemplazo del espíritu de geometría por el esprit de finesse. Fíjese que me he enterado de un sujeto –que adhiere al tradicionalismo‒ según el cual la Primera Misa; esto es, la primera patencia de Cristo en cuerpo, sangre,alma y divinidad en estas tierras argentinas, no tiene para él ningún sentido. Y hasta cree hilvanar una ironía, diciendo que si Cataluña se independizara de España, entonces una misa podría “fundarla”. Como si nuestra bendita Primera Misa, en los albores del siglo XVI, hubiese sido un grito de rebeldía separatista o un acto revolucionario de cuño marxistoide. Por querer pasarse de sarcástico incurrió en blasfemia. Ahí tiene un espíritu geométrico, por no decir canibalesco, incapaz de toda sutileza. Lo grave es que si tamaña carencia hermenéutica tienen los “nuestros”, ¿qué les puedo pedir a los enemigos?

 

‒ ¿Hay alguna otra categoría o concepto teológico que nos pudiera ayudar a comprender su posición en este complicado tema?

 Siempre me llamó la atención un texto de Santo Tomás –está en la cuestión 76 de la primera parte de la Suma‒ en el que el Aquinate enseña que el alma está presente entera en todo el cuerpo y en cada parte del cuerpo, pero no del mismo modo, sino del modo aquel que conviene al ser y a la acción de cada parte. El alma católica e hispana se mantuvo en el cuerpo de la americanidad según la totalidad de sus energías y fuerzas y según conviniera a su ser y a su obrar. Porque era aquello –las Españas‒ una sola alma y un solo cuerpo. Es cierto que no faltaron desalmados, de un lado y del otro del Atlántico; y que los mismos terminaron quedándose con el triunfo. Pero no puede decirse sin faltar gravemente a la justicia, que todo y todos en nuestra independencia fue obra de desalmados. También sería faltar a la justicia que los españoles no vieran la viga inmensa en el ojo propio que les cupo en este penoso proceso de disolución.

 

‒ Sí; sí; nadie ignora que en todo esto hay culpas y responsabilidades compartidas. No podemos conservar un maniqueísmo simplón. Pero más allá de los legítimos enfoques sobrenaturales que usted hace, ¿no considera la posibilidad de causas más terrenas o demasiado humanas, como la injerencia británica? 

Claro que sí; y expresamente me refiero a ellas. Hace muy bien en bajarme a la tierra. Yo en esto prefiero pecar de conspirativista que de ingenuo, aunque bien sé que la tesis del complot se usa muchas veces de comodín cuando no se quieren encontrar explicaciones más complejas. Pero si nos atenemos al ejemplo singular que usted me pone, allí se ve otra vez, con claridad, que las dicotomías de los manuales no ayudan a entender lo sucedido. Hay una gran cantidad de documentos, privados y públicos, que muestran la enemistad entre San Martín y los ingleses, o que prueban el modo heroico con que Cornelio de Saavedra combatió a los britanos, antes y después del famoso 25 de Mayo de 1810. Y esto por mencionarle a dos exponentes famosos del “bando criollo” o independentista. Paralelamente, hay otra documentación del mismo calibre que prueba la ominosa connivencia del borbonato con ingleses y franceses. En “El equipaje del Rey José”, Benito Pérez Galdós dice sin ambages que en aquella desdichada España “los franceses salen por un lado y los ingleses entran por otro”.

 

‒ Pero no se puede negar la presencia de agentes británicos entre los llamados independentistas. 

¡Claro que no! Pero lo que me preocupa, y en realidad me irrita, es que no se tenga en cuenta que la denuncia y el repudio de esta injerencia británica fue desde siempre uno de los ejes de la llamada escuela revisionista o nacionalista. Aquí nadie quiso ocultar nada al respecto. Lo mismo sucede cuando se trae a colación el asesinato de Liniers o la heterodoxia del llamado clero revolucionario. Fuimos nosotros, salieron de nuestras filas, los repudiadores de estos episodios y de estos personajes. ¿De qué leyenda rosa me hablan?

 

‒ ¿Usted quiere decir que no han ignorado la existencia de los llamados planes para humillar a España? 

Eso mismo. Hay incluso entre estos autores revisionistas-nacionalistas un estudioso como Federico Rivanera Carlés (con quien tengo mis discrepancias, nobleza obliga), que ha abordado un tema muy poco conocido, como el de las rebeliones contra España ya en la primera mitad del siglo XVII, cuando gobernaban los Austrias. Esas rebeliones contra la unidad del Imperio estuvieron manejadas por la marranía, y por eso se han convertido en un tema tabú. No sé de autores españoles que hayan abordado este punto. Todos suelen quejarse de que se socavó la autoridad de un tirano como Fernando VII. Pero sobre los intentos judaicos de acabar con la España Católica de los Austrias no veo mucho material procedente de los españoles anti-independentistas americanos.

 

‒ Está fuera de duda el amor y la gratitud que le profesa a España; y no hablo sólo de su caso personal sino de la corriente de pensamiento que usted expresa, pero me parece importante establecer algunas precisiones. ¿Cómo se definiría entonces la patria y porqué ese concepto –el de una patria independiente‒ no entra en contradicción con la fidelidad a España? 

En la cosmovisión pagana, la patria es exclusivamente la terra patrum, la tierra de los padres, el alrededor geográfico heredado de los antepasados. La cosmovisión cristiana no anula este concepto, pero lo ordena a otro superior que permite desdeñar el mero carnalismo, o la tentación de la carnalización. En perspectiva cristiana, la patria es un don de Dios y subsiste en Él. Es un todo donado por Cristo y para Cristo que Dios Padre quiere llevar a su plenitud, como enseña Alberto Caturelli. Por lo tanto nosotros –hablo en plural deliberadamente‒ tenemos este don de Dios que se nos ha dado, llamado La Argentina; este don que el Señor nos dá para que seamos capaces de cultivarlo y de guardarlo, tal como leemos en el libro inicial del Génesis. Y el primerísimo bien que tenemos que cultivar y que guardar en esta tierra donada, es el patrimonio recibido en herencia de la terra patrum. Pero a su vez, ese patrimonio incuestionable de la terra patrum no es un gobierno, un monarca, una dinastía o un costumbrismo. Es un espíritu, un alma. Es la Hispanidad.  Y antes de que me pregunte me anticipo a decirle que la Hispanidad es una rama viva de la Cristiandad.

 

‒ ¿La Independencia que usted concibe y defiende no anula la Hispanidad, qué sería el núcleo de lo que acaba de decirnos? 

En parte es al revés. Si yo puedo defender una independencia que no expulsa a la Hispanidad sino que la supone como condición sine qua non, es porque esa Independencia y esos independentistas existieron. Aunque fueron derrotados, insisto. Y los triunfadores nos inventaron una patria en la cual no queda ni la terra patrum ni el don de Dios. Queda ese “lodo, lodo, lodo”, que repetía el precitado Padre Castellani.

Bien entendidas las cosas, Hispanidad e Independencia se suponen necesariamente la una a la otra. Por eso llamo a la Independencia un acto legítimo pero doloroso. Lo primero en tanto ese acto revistió las formas de la clásica resistencia contra una tiranía que pone en riesgo la existencia misma de la sociedad política. Lo segundo; esto es lo doloroso, porque nunca es grato tener que llegar al límite de poner en práctica el ius resistendi.

Pero entiéndase que nuestra noción de patria y nuestra práctica del patriotismo no declaman sólo una hispanofilia. Obligan a una hispanofiliación, como decían Goyeneche y Anzoátegui. Aquí son dos los errores simétricos que hay que evitar. Uno, el de concebir ese don patrio sin lo esencial de la terra patrum que es la Hispanidad. El otro, reducir la Hispanidad a un carnalismo en cualquiera de sus variantes, desde el racial hasta el de un linaje en particular. Si en lo primero tenemos muchos pechos vernáculos para golpear gritando mea culpa; en lo segundo, hay pechos españoles que deberían llevarse, por lo menos, algunos dedos índices acusatorios.

 

‒ Me quedé pensando en la independencia como dolor… 

Muchos se quedaron pensando en ello. El poeta Leopoldo Marechal le canta a la patria como “un dolor que se lleva en el costado sin palabra ni grito”. Hay en la historia personal y en la historia general de la humanidad muchos dolores que fueron germinativos y que a juzgar después por sus frutos eran dolores inevitables unos, necesarios los otros, permitidos por Dios, en suma.

 

‒ Le hablaba antes de la necesidad de establecer algunas precisiones. La de la patria quedó zanjada, pero ¿qué pasa con el concepto de nación, y de su derivación natural, el polémico tema del nacionalismo? 

En cuestiones que se han prestado y se prestan a tanta oscuridad, no veo otro modo de ser claro que ser simplote y básico. El punto de partida es la Cristiandad, y el modo peculiarísimo en que ella nos accede a nosotros, los americanos, que es mediante la Hispanidad. La Iglesia tiene promesas de vida eterna, la Cristiandad lamentablemente no. Es, o fue, un modelo de organización política, en el sentido amplísimo de la palabra, que supo resumir León XIII diciendo que en ella el Evangelio informaba la filosofía de las sociedades. Desaparecida la Cristiandad, queda el deber y el derecho de anhelar su instauración en el lugar de nacimiento de cada uno de nosotros. Ese lugar de nacimiento es la nación o natus. Y ese programa o anhelo de instauración de Cristo en las naciones no es otro que el sintetizado por San Pío X, o el definido por Pío XI en la Quas Primas. Programa o anhelo que supieron enunciar de otro modo, pero con no menos vigor, pontífices como Juan Pablo II y Benedicto XVI.

 

‒ ¿Qué sería entonces el Nacionalismo? 

El querer instaurar en Cristo todas las cosas de nuestra nación; ese abrir de par en par las puertas a Cristo a todos y a cada uno de los ámbitos de la vida social, para que Cristo señoree sobre ella, para que sea factible la soberanía o principalía social de Nuestro Señor. Como se verá, este Nacionalismo reclama de modo indisoluble ser calificado y sustantivizado como católico. Y no tiene ni quiere tener nada que ver con separatismos, regionalismos, segregacionismos, cismas, revoluciones francesas o invocados principios de las nacionalidades.

 

‒ Es difícil de entender esto en Europa, pero también en la Argentina, donde hay nacionalistas que no adoptan esta cosmovisión católica como columna vertebral.

 Yo creo que esta dificultad comprensiva podría disiparse si hubiera un poco más de buena fe y alguna lectura nueva o vieja repasada. Hablo en principio para los españoles o europeos en general. Pío XI, por ejemplo, descalificó en su momento en la Ubi arcano Dei, a lo que llamó un “nacionalismo inmoderado”. ¿De dónde brota esa inmoderación? Precisamente de la matriz revolucionaria moderna que desliga a la nación de la Cristiandad y sustituye el Derecho de Gentes por el Derecho Nuevo. No es nuestra postura. La condenamos.

Un autor como Joseph Delos, en su obra “El problema de la civilización”, gana en sensatez cuando retrata un “Nacionalismo de Civilización”, amparado en el supuesto despertar de las conciencias nacionales que sería un fenómeno equivalente al despertar de los derechos individuales del hombre y del ciudadano. Retórica iluminista pura, en las antípodas de nuestro pensamiento. Para quienes puedan comprender el guiño localista, rápidamente asociarán esto de Delos a lo que dice Sarmiento. Nosotros, claro, no seríamos el “nacionalismo de civilización” sino el de la barbarie. Esto es, el del respeto a las tradiciones hispanocatólicas.

 

‒ Más allá de estas distinciones sobre el Nacionalismo, la independencia, en la práctica, ¿no suponía necesariamente disgregar a América en naciones individuales convertidas en repúblicas democráticas? 

No; necesariamente no. Que eso haya sido buscado por los ideólogos del liberalismo y de la masonería bajo la  siniestra tutela británica, es un hecho. Y trágicamente se impuso. Pero también es un hecho –aunque sus propulsores hayan sido vencidos‒ que los genuinos independentistas hablaban de Nación Americana, no de Estados Nacionales. En el mismo Congreso de Tucumán que declaró nuestra independencia se hace referencia a las Provincias Unidas de América del Sur, no a tal o cual país por separado. San Martín le dice a Echavarría en carta del 1 de abril de 1819: “mi país es toda América”. Era el sentir de los libertadores. Pero ganaron los emancipadores, ya quedó dicho. Nociones como las de Imperio o Patria Grande quedaron abolidas. Entonces se impusieron las republiquetas.

 

‒ ¿Esa victoria podría explicar,entre otras cosas,no sólo la disgregación de las “naciones” sino la imposición de la democracia como sistema políticamente correcto?

 Daré dos ejemplos que permiten deducir lo que se me pregunta. Uno lo ha advertido con maestría Enrique Díaz Araujo. Estudiando la propuesta monárquica, cristiana e hispanocriolla trazada por San Martín en Punchauca, en 1821, su biógrafo oficial, liberal y masón, Bartolomé Mitre, llega a la conclusión de que San Martín “cayó como Libertador” en el preciso momento en que desconoce una supuesta ley inexorable de la historia, según la cual, “el progreso político no admite sino las formas democráticas y republicanas de gobierno”. La demencia mitrista quedó consagrada y estampada. Independencia y democracia eran lo mismo. Patria y Democracia eran lo mismo; y todo el que se opusiera quedaba al margen de la “civilización” (¡otra vez!) y del progreso. Este pensamiento hizo escuela; yo diría que es hoy Política de Estado.

 

‒ ¿Y el segundo ejemplo que mencionaba? 

Lo encontré para mi consuelo leyendo el largo y enjundioso estudio preliminar que le hace Eugenio Vegas Latapié a la obra de Marius Andre: “El fin del imperio español en América”. Allí, el notable hispanista, analiza el mal ingénito del sufragio universal, la perversión connatural del sistema democrático, la inmoralidad intrínseca del régimen de votaciones mayoritarias. Y concluye que fue la adopción de este mal horrendo como lo políticamente correcto, lo que condujo a América, una vez independizada, a su desgajamiento físico y espiritual. Y tiene razón.

 

‒ A esta altura de nuestro diálogo, y teniendo en cuenta estos factores que han ido apareciendo en el transcurso del mismo, ¿no cree usted que sería prudente condicionar un poco la valoración del concepto de independencia? 

He intentado hacerlo. Por lo pronto, diciendo que la independencia, como la libertad no son bienes absolutos, ni fines per se. Independizarse de Dios, de la Verdad, de la Iglesia; como ser libres para delinquir, apostatar o blasfemar, no son fines apetecibles ni plausibles. Nosotros, los argentinos, tenemos el caso de regiones que integraban nuestro territorio. O al revés, si se prefiere: integrábamos el territorio nuestro con otros, y fueron segregados violentamente, de un modo artificial, con clara y aviesa injerencia extranjera. Lo que quedaba de la Patria Vieja o Patria Grande devino aún en individualidades separadas, enfrentadas, rivales. Un absurdo. Pero en todo esto hay una paradoja o una contradicción de parte de quienes impugnan nuestra independencia.

 

‒ ¿Cuál sería? 

La paradoja o contradicción es que se convierta la dependencia o la obediencia en un valor absoluto. Cuando miradas las cosas con rectitud doctrinal, hay casos en los que corresponde desobedecer, rebelarse, desacatar o independizar el propio juicio o la propia conducta de una autoridad devenida en tiránica o en mala.

Le hablaré con crudeza. La mayoría de los sectores que critican nuestra desobediencia independentista a Fernando VII pertenecen a esa clase de fieles que se sintieron moralmente obligados a desobedecer al Papa, al Concilio Vaticano II y al grueso de las directivas de la Roma Conciliar. No los critico. Digamos que los pondero. Pero ¿cómo es esto? Se puede uno independizar de un Papa para salvar la fe católica amenazada y conservarla íntegra, ¿y no cabe la posibilidad de independizarse de un monarca canalla y de una dinastía purulenta, para salvar la integridad del patrimonio hispánico heredado?

 

‒ ¿Qué balance hace de 200 años de Independencia? 

Difícil pregunta; para mí al menos. Hay que tener cuidado, por lo pronto, de no caer en la falacia aquella que confunde correlación con causalidad. Esto es, no todo lo que sucede después de un hecho es efecto de ese hecho. Muchos males que hoy padecemos son la consecuencia directa de la prevalencia de esa emancipación kantiana, rousseauniana, iluminista, masónica, etc., etc. Sin duda. Otros males no, en cambio; son de adquisición propia; pura responsabilidad o culpabilidad nuestra.

También hay que evitar la otra falacia o argucia de la llamada historia contrafáctica. ¿Qué hubiera pasado si… tal cosa o tal otra? Pues sencillamente no lo sabemos. La historia es historia de lo que fue, no de lo que pudo haber sido, mucho menos de lo que nos hubiera gustado que fuese. Pero para quienes amamos profundamente a España, como se ama a una madre, verla en el actual estado de descomposición al que ha llegado, no nos alimenta mucho la esperanza de que nuestra suerte hubiera sido mucho mejor sin la independencia.

Todavía nos lastima aquella obscenidad pronunciada por Alfonso Guerra en 1982, y según la cual: “vamos a poner a España que no la va a reconocer ni la madre que la parió”. No debió permitirse que se llegara tan lejos. Pero la tragedia descripta en este exabrupto no es sólo patrimonio de España o de Europa. Es la llamada civilización cristiana la que está amenazada de muerte. Principalmente por causa del proceso de heretización y de apostasía que se vive hoy en la Iglesia.

 

‒ ¿Ve alguna esperanza en medio de esta tragedia, como la ha llamado? 

Siempre veo esperanza. No verla sería incurrir en el pecado de la desesperación o de la presunción. La esperanza existe y es posible, asida fuertemente a ella, intentar –para parafrasear lo indigno y volverlo digno‒ recuperar ese rostro que sea reconocible y amable para la madre que nos dio a luz. En estos días (el 8 de octubre en el ABC, para ser exactos), Juan Manuel de Prada, hizo el elogio de la conducta de los colombianos, que no aceptaron la tramposa paz con la guerrilla homicida. Déjeme que le lea textualmente uno de estos párrafos, precisamente por el carácter esperanzador que encierra: “Todavía enorgullece llevar sangre española en las venas, aunque el pueblo español, antaño tan valeroso ante las agresiones de sus enemigos, se haya convertido en una papilla amorfa y bardaje. Pero en América, allá donde la sangre de españolas venas se fundió con la sangre nativa para fundar la raza más hermosa, allá donde nuestra lengua se hizo dulce y fecunda, todavía queda dignidad […]. Ojalá esa dignidad vuelva algún día –¡mediante gozosa transfusión de sangre!– a su desnaturalizada madre”.

Lo que está reconociendo con una hidalguía inusual el señor De Prada, es que aquí en América, todavía quedan restos o vestigios o simientes de esa grandeza antigua y venerable que recibimos hace cinco siglos. Más aún: nos está pidiendo una transfusión de sangre, que en este caso, no sería sino una devolución o restitución de la sangre heredada. Es lo que dice nuestro poeta Vocos:

“Yo sé que en todas partes hay semillas /

de tus claros varones aguardando /

surcos de gestación en maravillas”.

Esto es lo que me da esperanza. Y a fe mía, que no me parece escaso motivo.

 

Tomado de: https://revistacabildo.com/entrevista-al-dr-antonio-caponnetto-con-ocasion-de-su-reciente-libro-independencia-y-nacionalismo/

lunes, 9 de agosto de 2021

Reflexiones sobre Rosas


 

Por: Alberto Ezcurra Medrano

 

Creo que Rosas fue el prócer más grande de la Argentina. Y digo esto sin desmedro de San Martín, que fue, junto con Bolívar uno de los grandes próceres de América. Pero creo que Rosas fue más netamente un prócer argentino. Es un error suponer que cuando Rosas asumió el gobierno existía una República Argentina, al menos tal como la conocemos ahora. Ya se había desmembrado bastante el  Antiguo Virreynato. Y en lo que quedaba no había unión. Las ‘Provincias Unidas de Sud América’ estaban en realidad profundamente desunidas. Tal es así que en el Congreso que declaró su independencia faltaron cuatro de ellas. 

 

Los Caudillos, con sentimientos más localistas que nacionales, lucharon entre sí. Y no faltaron más adelante quienes quisieron  que San Juan y Mendoza se incorporaran a Chile; Salta, Jujuy, Tucumán y Catamarca a Bolivia; y que Entre Ríos, y Corrientes, junto con el Uruguay, formaran una república independiente. Esa era la realidad. El Poder Ejecutivo de Rivadavia no fue más que una ficción. Rivadavia sólo gobernó en Buenos Aires, donde pretendió implantar la civilización europea, y desconoció en absoluto la realidad del interior, que naturalmente lo rechazó.

 

En tales condiciones Rosas recibió el gobierno. Sobre la base del Pacto Federal de 1831 y la delegación del manejo de las relaciones exteriores que le hicieron las provincias, organizó la Confederación Argentina. Rechazando la obsesión constitucionalista de los teorizadores se tuvo a la realidad y emprendió una larga lucha por la ‘restauración’ de la unidad y de la autoridad. “No se sabe bien –dice Julio Irazusta- hasta que punto esa maniobra es admirable en su mezcla  de inteligencia, fuerza y derecho”. La reconoce el propio Sarmiento cuando dice, en carta íntima al doctor García, que Rosas ‘reincorporó la Nación’. Cuando cayó el país estaba naturalmente constituido y por eso fue posible darle una constitución escrita, y quizás porque se la dio demasiado pronto y no del todo adecuada  a su constitución natural, hubo de soportar aun varios años de división y de guerra civil.

 

Pero no sólo logro Rosas la unión y la autoridad. Un país en plena disolución como era el que recibió al asumir el gobierno, no podía dejar de tentar a las grandes potencias imperialistas de Europa, entonces en pleno tren de expansión. A esto se debieron los conflictos con Francia primero y luego con Francia e Inglaterra. La forma admirable –extraordinaria combinación de diplomacia y de fuerza con que Rosas supo defender  y hacer triunfar la soberanía nacional, quizás aun no ha sido suficientemente valorada en todo su alcance, como no lo fue en su tiempo, aun para muchos de sus amigos y partidarios.

 

Naturalmente Rosas, para consumar tan titanica obra no pudo usar siempre guantes blancos, como no lo hizo ningún forjador de naciones. Hubo rebeldes, y muchos de ellos fueron además traidores a la patria naciente. No hay porqué hacer de Rosas el ‘chivo emisario’ de una época en que todos empleaban los mismos métodos, salvo la traición a la patria, que fue obra exclusiva de sus adversarios. San Martín, con profética  clarividencia preció y justificó a Rosas, aun antes de que este asumiera su segundo gobierno. En carta a Tomás Guido, de fecha 1º de febrero 1834, cuyos subrayados son del propio San Martín, expresa lo siguiente:

 

“Maldita sea la tal libertad, no será hijo de mi madre el que vaya a gozar de los beneficios que ella proporciona. Hasta que no sea establecido un gobierno que los demagogo llaman tirano y que me proteja contra los bienes que brinda la actual libertad… el hombre que establezca el orden en nuestra patria, sean cuales sean los métodos que para ello emplea, es él sólo que merecerá el noble título de Libertador”.

 

He aquí como San Martín previó a Rosas, supo que le llamarían tirano, le cedió en cuanto a la Argentina respecta su título de Libertador, y lo confirmó más tarde con el legado de su sable. ¡Qué admirable lección para los antirrosistas de todos los tiempos!+

 

http://lascadenasdeobligado.blogspot.com.ar/2014/09/reflexiones-sobrerosas-albertoezcurra.html#more

sábado, 12 de junio de 2021

EL PRIMER NACIONALISMO ARGENTINO: DIFERENCIAS ENTRE CONSERVADORES Y NACIONALISTAS

 


Por: Javier Ruffino

Uno de los tópicos de la “crítica democrática” es asociar al nacionalismo con la oligarquía conservadora, a Uriburu con Justo. Desde sus inicios el nacionalismo fue crítico del conservadursimo liberal. Se impone, pues, un breve análisis al respecto. Tomaremos en nuestro análisis cinco ejes: el ideario político, social, económico, historiográfico y religioso.  E iremos comparando qué planteaban nacionalistas y conservadores acerca de cada uno de estos temas.

 

a)    EL IDEARIO POLÍTICO

 

    Los conservadores, como herederos de la elite que organizó el país con posterioridad al año 1853, respondían a una concepción liberal del Orden sociopolítico. Desde esta perspectiva, su modelo no era otro que el contenido en la Constitución Nacional. Constitucionalismo, libertades individuales, Parlamentarismo, Partidocracia y sufragio universal eran parte del ideario sostenido y defendido, al menos en el discurso, por los representantes de las diversas agrupaciones conservadoras[1]. Por eso, sus críticas al yrigoyenismo tuvieron como eje la acusación de demagogia, de clientelismo, de haber elevado a la función pública a los peores; y tomaba la defensa del Parlamento avasallado, de la democracia subvertida, y del sufragio libre violentado[2].

 

     El Nacionalismo, por su parte, “forma parte de...los movimientos nacionales del siglo XX con sustento ideológico religioso...Estos movimientos adherían a los grandes principios políticos construidos por el cristianismo...desde el poder que viene de Dios hasta la doctrina del bien común”[3]. Ya hemos analizado cómo tempranamente podemos encontrar estos principios en La Nueva República. Artículos de César Pico o de Tomás Casares, proponen claramente esta definición filosófica. Por su parte, Ernesto Palacio, los hermanos Irazusta y Juan Carulla planteaban una concepción política que abrevaba en los grandes principios de la tradición clásica, manifestando un rechazo profundo hacia el liberalismo[4]. La crítica al yrigoyenismo se nutre pues de fuentes doctrinales distintas y opuestas a las de los sectores conservadores. Por otra parte, el Nacionalismo propuso un modelo corporativista como alternativa al parlamentarismo fundado en la partidocracia. Entrados los años 30, Enrique Osés fue exponente definido de esta postura: “Los partidos políticos concluyen todos en el desorden”, “El parlamento tiene un pecado de origen, en todos los países: este pecado de origen es el ser una representación política del país, nunca una representación integral, de sus clases, de sus fuerzas”, “Por eso, el nacionalismo ofrece...lo que se llama régimen corporativo, lo que es, en una palabra, la representación de los intereses de cada clase”[5]. La crítica del parlamentarismo se sustenta en una dura denuncia contra el sufragio universal: “Claro que no vamos a achacarle al Parlamento un vicio insanable, porque el Parlamento es sólo un efecto. La causa que lo produce es el sufragio democrático. El ejercicio de la democracia por los pueblos, es naturalmente, una engañifa, pero sobre eso, una inmoralidad”[6].

 

     Como ya queda indicado en el párrafo anterior, frente a la partidocracia liberal el Nacionalismo propone un régimen corporativo, porque “allí donde se debaten los problemas de la economía, de las finanzas, de las relaciones entre  el productor y el consumidor, del obrero, del empleado, del comerciante, del industrial, del campesino, nada tiene que hacer el político, esto es, el hombre que...surge de un comité”[7].

 

b)    LA CONCEPCIÓN SOCIAL

 

     Los conservadores han manifestado en muchas ocasiones una postura marcadamente clasista. El hecho de que muchos de sus dirigentes procediesen de las principales familias patricias les otorgaba un sentimiento de clase que bien direccionado hubiese podido contribuir a profundizar el amor hacia la Patria -construida por sus antepasados-, y a trabajar por el Bien Común. Pero el influjo nefasto del liberalismo en su formación intelectual les insufló un orgullo que muchas veces se convirtió en desprecio hacia otros sectores sociales; ya sea hacia las viejas clases bajas criollas –que, muchas veces, estaban más identificadas con la Tradición que esta aristocracia liberal-, ya sea hacia los nuevos grupos inmigrantes que, en muchos casos, llegaban a estas playas con una fuerte carga ideológica izquierdista, lo que los hacía ciertamente despreciables. La pregunta sería si las elites conservadoras los despreciaban por la ideología que traían o por un simple espíritu clasista. Lo cierto es que el Patriciado argentino había devenido, en parte, en una oligarquía. Esta oligarquía mereció el rechazo de muchos de los dirigentes e intelectuales nacionalistas de los años 30[8].

 

     Contrariamente a esta concepción, el Nacionalismo cultivó el culto a un estilo genuinamente aristocrático al mismo tiempo que integró es sus filas –sobre todo a partir de los años 30-, a un gran número de hijos de la inmigración[9]. Alberto Ezcurra Medrano, uno de los “padres fundadores” del nacionalismo argentino –y del revisionismo histórico-, representante del patriciado argentino, pero que supo mirar las cosas por encima  de un simple espíritu de clase, afirmaba: “Tampoco pude ser conservador  porque he visto siempre en el conservadorismo...demasiado espíritu de clase...Y yo, aunque personal y familiarmente aristócrata, como ciudadano argentino antepuse siempre los intereses del país a los míos propios”[10].

 

c)     LA CONCEPCIÓN ECONÓMICA

 

     A partir de los tiempos posteriores a Caseros se fue imponiendo el modelo económico preconizado por los “padres fundadores” del liberalismo argentino: Sarmiento y Alberdi. El país debía crecer “hacia afuera”, la apertura al capital extranjero iba a proporcionar el crecimiento económico que éste necesitaba. Capitales, inmigrantes, tecnología, créditos; todo debía provenir del desarrollado norte de Europa. Y la Argentina se integraría al mercado internacional como abastecedora de materias primas.

 

     El modelo liberal fue la herencia que los conservadores recibieron de aquella “generación fundadora”. Si bien es cierto que en la década del 30 la crisis mundial llevó al gobierno de Justo a aplicar políticas económicas “heterodoxas”, lo cierto es que ante la crisis, el “salvavidas” se buscó desesperadamente en una reformulación de nuestro vínculo comercial con el Reino Unido. Justamente el Tratado Roca-Runciman es el que motivó la indagación de nuestro pasado económico por parte de los hermanos Irazusta[11], con la acusación consiguiente a la “oligarquía” liberal argentina.

 

     Con la obra de los hermanos Irazusta comienza el cuestionamiento por parte del Nacionalismo al liberalismo económico argentino. Términos como “cipayos”, “vendepatria”, “oligarquía”, comenzarán a hacerse frecuentes en la jerga política argentina[12].

 

     Los escritos nacionalistas de la década del 30, referidos a los aspectos económicos plantean una clara definición a favor del proteccionismo, del desarrollo del mercado interno, y de una política social obrerista que inserte a este sector en el consumo y en la dignidad[13].

 

d)     LA HISTORIOGRAFÍA

 

     Los conservadores fueron fieles a la historiografía liberal mitrista. La Argentina hispana, criolla, tradicional, de los caudillos federales, representaba para ellos la barbarie, frente a la civilización implantada por la generación liberal posterior a 1853. En el centro de esta concepción, la figura de Rosas encarna el compendio de toda la maldad, y su régimen es catalogado como la época de la “tiranía”[14]. Dentro de este esquema historiográfico los caudillos del siglo XX: Yrigoyen, primero, y Perón después, fueron asimilados al rosismo.

 

     EL nacionalismo, por su parte, redescubre a Rosas, iniciándose el movimiento revisionista[15]. La revisión de la Historia argentina que se va a desarrollar en la década del 30 no se va a limitar a una reivindicación de Rosas[16], sino que en su indagación irá redescubriendo a la auténtica  tradición nacional hispano-católica-, a los caudillos federales como representantes de aquella tradición frente al Iluminismo unitario, al “otro” mayo –católico, monárquico, militar y patricio-[17], que nada tiene que ver con el mayo liberal de la historia oficial.

 

e)     LA RELIGIÓN

 

     Nos enseña el profesor Jordán Bruno Genta que “Caseros (…)  (representa) el triunfo de la masonería y del liberalismo en la política argentina (…) Después de la constitución nacional de 1853, después de la falsificación de la historia argentina iniciada por Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López, vino el tercer episodio de la traición liberal y masónica, y fue entonces, en el ’80, cuando se consumó la destitución a Cristo de la familia y de la escuela, y se implantó el laicismo escolar y el matrimonio civil”[18]. La Argentina liberal que se fue conformando con posterioridad a 1853, permitió ganar espacios de poder a los grupos masónicos, muchos de los cuales hicieron causa común con los sectores de la Izquierda, con quienes compartían su origen en las ideas ilustradas del siglo XVIII. En efecto, desde 1853 la Constitución inspirada en las Bases de Alberdi, primer paso para el triunfo del Liberalismo en nuestro país[19], estableció el indiferentismo religioso y la “libertad de cultos”. En 1882 el Liberalismo dio un segundo paso muy importante, imponiendo el Laicismo escolar, por medio del cual se vehiculizó en la educación la visión del mundo de la Masonería. De este modo se fue gestando en nuestro país una pseudotradición laicista que comenzó a ser cuestionada a partir de 1930.

 

     En la década del 30, al calor y la luz del Congreso Eucarístico Internacional, de los Cursos de Cultura Católica –que ya habían comenzado a desarrollarse en el decenio anterior-, del ejemplo de los mártires de la Cruzada Española, del desarrollo del Revisionismo histórico –qué profundizará en la esencia católica de la Patria, tanto en su pasado hispano, como durante la Gesta independentista y las luchas civiles-, se comienza a cuestionar duramente el laicismo de la generación positivista y liberal, y a proclamar la catolicidad de la Nación argentina y la consiguiente necesidad de la confesionalidad del Estado[20].

 

 

 

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[1] “El Partido Demócrata Nacional no puede estar sino al servicio de una limpia reconstrucción democrática (...) El ejército es el custodio armado de la Constitución.” (Solano Lima, V. La fuerza conservadora). Con respecto a este último punto, es contundente el contraste entre la afirmación del conservador Solano Lima y la enseñanza del nacionalista Jordán Bruno Genta: “Es justo y bello morir por la Patria; y por todo lo que es esencial y permanente en ella: unidad de ser, integridad moral y natural, la soberanía nacional, la Iglesia de Cristo. No es justo ni bello morir por cosas accidentales (se refería a la Constitución), transitorias o contrarias al ser de la Patria.” (Guerra Contrarrevolucionaria). El mismo Genta fue fiel a este ideal, que marcó toda su vida, hasta derramar “bellamente” su sangre por Dios y por la Patria.

 

[2] Aunque en muchas ocasiones para conservar el poder se contradijeran así mismos y recurrieran al fraude, el discurso conservador no contradecía el modelo liberal.

 

[3] D’Angelo Rodríguez, Aníbal. Cristian Buchrucker o el nacionalismo imaginario. Instituto Bibliográfico Antonio Zinny. Buenos Aires. 2010, p. 86.

 

[4] Algunos ejemplos: César Pico, “Inteligencia y revolución”, La Nueva República 1-I-28; Casares, Tomás, “Política y moral”, Ibídem 15-I-28; Irazusta, Julio, “La forma mixta de gobierno”, Ibídem 31-I-28; Palacio, Ernesto, “Nacionalismo y democracia”, Ibídem, 5-V-28.

 

[5] Capizzano, Hernán. Enrique Osés. Discursos y textos. Memoria y Archivo. Buenos Aires. 2014, pp. 40, 46, 42.

 

[6] Ibídem, 46.

 

[7] Ibídem, 42. Los grupos conservadores por el contrario sólo buscaban el “derrocamiento de las autoridades (el radicalismo yrigoyenista) y sustituirlas por ellos mismos (...) sin más programa que buscar el derrocamiento de las autoridades y sustituirlas por ellos mismos (...) Sólo querían mantener el régimen representativo de las facciones políticas.” (Ibarguren, C. La Historia que he vivido)

 

[8] El historiador revisionista Vicente Sierra en su obra sobre la Historia de las Ideas políticas en Argentina, nos hace un análisis histórico sobre la “anatomía” cultural de esta oligarquía. Durante la década del 30  será cada vez más frecuente el uso del término “oligarca” u “oligarquía” con una carga notablemente peyorativa.

 

[9] Jordán Bruno Genta, hijo de inmigrantes, enseñaba el verdadero sentido de la hidalguía y de la  nobleza, como la entendía el nacionalismo: “En nuestra lengua castellana hay una palabra que significa, como ninguna, la condición humana. Es la palabra hidalgo...Hidalgo quiere decir hijo de algo, de alguien, de bien; y el hombre es en su origen, raíz y dignidad, hijo de alguien y con una triple filiación: divina, histórica y carnal. Hijo del Padre que está en los cielos...; hijo de sus padres y de la Patria

 

   Quiere decir que el hombre no es principio primero ni comienzo absoluto, sino que viene de otro u otros...

 

   Asumir conciencia de nuestro divino origen...; saberse heredero, continuador y responsable de una gran empresa nacional y del honor familiar, es proclamar la nobleza de origen”. Pero aclaraba, siguiendo a Alfonso el Sabio, “que se debe llamar verdaderamente noble, no al que nace en nobleza, sino al que muere en ella.” (Guerra Contrarrevolucionaria)

 

[10] Nacionalismo y Tradicionalismo en Alberto Ezcurra Medrano, en carlismoar.blogspot.com.ar

 

[11] La Argentina y el Imperialismo británico.

 

[12] Si bien la obra de los hermanos Irazusta es la primera definición de importancia del Nacionalismo contra nuestros vínculos “coloniales” con el Imperio Británico, ya encontramos textos de la Liga Republicana con claras condenas a nuestra dependencia del capitalismo internacional: “En números posteriores a la revolución del 6 de setiembre de 1930, Rodolfo Irazusta irá señalando cada vez mejor que ‘la finanza internacional era dueña del país’.” (Ibarguren, F. Orígenes del Nacionalismo argentino, 60)

 

[13] “...el patrimonio argentino debe ser nuestro para que el porvenir argentina sea nuestro...Nuestro debe ser el patrimonio vial de la República...el transporte fluvial..., y el transporte aéreo...las fuentes de energía eléctrica,...las comunicaciones telefónicas...Nuestro patrimonio nacional debe ser nuestro.

 

   Y no lo es, porque no tenemos otro mercado para nuestras carnes que los establecidos en tratados por Inglaterra...” (Capizzano, H. Enrique Osés...,84-86)

 

[14] El “conservador” Solano Lima comulga absolutamente con la concepción liberal del pasado nacional: “Sobre esos cimientos de altanería gauchesca, de odio bárbaro y de intransigencia a muerte, no podía fundarse ninguna institución estable, ni consumarse ningún experimento social, ni inculcarse doctrina alguna.

 

   La anarquía produjo sus frutos: la ‘política de fuerza’, con la cual Rosas instauró su tiranía iracunda.”

 

   O sea, la barbarie de los caudillos condujo a la tiranía de Rosas, ambas totalmente incompatibles con la “civilizada” Constitución de 1853. Es el ideal del constitucionalismo liberal lo que en definitiva defendió el conservadurismo argentino, salvo honrosas excepciones.

 

[15] Antonio Caponnetto se refiere al “revisionismo que gestó limpiamente aquel haz de patriotas esclarecidos, cuando nacía la tercera década del siglo que acaba (el XX)”. Unas líneas antes había indicado que estudiar al revisionismo “comporta un afán de recuperar el rostro más veraz y más límpido del transcurrir nacional...comporta asimismo la revalorización de un quehacer historiográfico, por el cual, la patria indagada en sus raíces es una unidad de destino en lo Universal, el tiempo una resonancia de la eternidad...Un quehacer historiográfico por el que cuentan los arquetipos antes que las estructuras, la plenitud de las conciencias rectoras del bien común antes que el inconsciente colectivo, las epopeyas nacionales por encima de las luchas de clases, la prioridad del espíritu sobre la materia.” (Los críticos del revisionismo histórico. T. I, 15-16).

 

[16] Aunque el tema de Rosas es central en el revisionismo, ya que es la encarnación del ideal que une en su persona la tradición hispano-católica con la defensa de la Independencia nacional. Afirma Antonio Caponnetto: “mientras no se entienda qué defendemos cuando defendemos a Juan Manuel de Rosas, toda visión del rosismo seguirá siendo defectuosa” (Los críticos del revisionismo histórico. T. II, 28).

 

[17] “La revolución de Mayo fue exclusivamente militar y realizada por señores.

 

      Nada tiene que ver con la Revolución Francesa.

 

     El populacho no intervino en sus preparativos.” (Hugo Wast, Año X).

 

[18] La masonería en la historia argentina. Nuevas comprobaciones.

 

[19] “Urquiza cumplió bien con sus mandantes. La Constitución era el instrumento legal de la servidumbre colonial (...) El liberalismo religioso y la abierta heterodoxia del texto constitucional acentuaron las divisiones de los congresales, algunos de los cuales, no sólo se opusieron vivamente sino que se retiraron del Congreso (como los Padres Pérez y Centeno). Fue necesario un golpe de fuerza parlamentario -el 23 de febrero de 1853- para aprobar fraudulentamente los artículos que trataban las cuestiones religiosas.” Caponnetto, A. Del ‘Proceso’ a De La Rúa. Una mirada nacionalista a 25 años de historia argentina. 1975.1986, 94-95.

 

[20] “...hay razones más que suficientes para demostrar la necesidad absoluta de que un estado nacionalista sea católico. Pero hay además una razón poderosa para que lo sea un estado nacionalista nuestro, argentino. Y esa razón es la Tradición.” (Ezcurra Medrano, A. Catolicismo y Nacionalismo, 53). Los enemigos de la Patria Católica han mirado con particular saña este período; un caso típico es el del señor Verbitzky, en obras como Cristo Vence. De Roca a Perón, entre otras que le dedicó al tema; o Loris Zanatta, Perón y el mito de la nación católica: Iglesia y Ejército en los orígenes del peronismo (1943-1946).

 

     Antonio Caponnetto es contundente sobre este tema: “la opción política del nacionalismo católico, sólo quedará retratada leal y completamente cuando se mencione como norte y meta de su anhelo la reyecía de Nuestro Señor Jesucristo.” (Del ‘Proceso’ a De La Rúa. Una mirada nacionalista a 25 años de historia argentina. 1975.1986, 13)

 

Tomado del Blog amigo: Historia y Tradicion.

https://historiatradicion.blogspot.com/2020/07/el-primer-nacionalismo-segunda-parte.html?fbclid=IwAR1Ysl9jO0kMgkMza61SDpJJIr4vYKYKdTL2d47BPnc3i6_-QvE_k-ogI6I