lunes, 29 de diciembre de 2014

Asesinato de Quiroga*

Por: Manuel Galvez

Fines de enero. Terrible noticia, que si no impresiona enormemente es porque al personaje no se lo conoce en Buenos Aires: el general Pablo Latorre, héroe de la Independencia y gobernador de Salta, que había caído prisionero el 19 de diciembre, ha sido, diez días más tarde, asesinado en la cárcel y en su lecho por los unitarios jujeños, que habían simulado pretender libertarle.

Y dos meses y medio después de la partida de Quiroga, el 2 de marzo de 1835, lunes de Carnaval, una pavorosa nueva consterna a todos: Quiroga y su comitiva han sido asesinados en la posta de Barranca-Yaco, a diez y ocho leguas de Córdoba  y cuando regresaba de su viaje. Suspéndese las fiestas de Carnaval. Los diarios aparecen enlutados. En el mundo federal hay pánico. Se teme que sigan los asesinatos. Rosas tenía razón.

Reúnese la legislatura. Maza no quiere conservar el mando. No hay una persona que no comprenda la necesidad de poner el gobierno en manos de Rosas. Los diputados, interpretando el deseo de toda la población y el propio, y como quien se refugia del miedo y del abandono –“el nublado se nos viene encima” dice un diputado- en el único apoyo, en la única fuerza grande existente, nombran gobernador a don Juan Manuel de Rosas, por cinco años y con la suma del poder público. No se trata de las facultades extraordinarias sino de mucho más. Buenos Aires quiere que Juan Manuel de Rosas, único hombre en quien cree, mande él solo, que él solo legisle y haga justicia, que encarcele y destierre y fusile cuando lo considere necesario. Buenos Aires quiere ser dominado despóticamente por el bello hombre rubio y poderoso.

Él solicita unos días para contestar. Carteles en las paredes piden orden y ruegan a Rosas que no abandone a sus amigos a la saña de los unitarios. Su respuesta desde la quinta de Terrero en San José de Flores es la de un legalitario y un demócrata: quiere que el pueblo vote si está conforme o no con la suma del poder público. Tres días dura la votación. Todos votan afirmativamente salvo, entre millares, unos cuantos corajudos que ni llegan a diez. Uno de ellos dice estar conforme con el elegido, pero no con el poder que se le otorga. Sus adversarios también votaron como todos. Domingo Sarmiento dirá más tarde que “nunca hubo un gobierno más popular, más deseado”. Otro de sus conspicuos adversarios, Esteban Echeverria, poeta y pensador, escribirá: “su popularidad era indiscutible; la juventud, la clase pudiente, hasta sus enemigos más acérrimos, lo deseaban, lo esperaban cuando empuño la suma del poder”. En 1842, el diario de Montevideo que más le calumnia e injuria dice: hablando de lo que él fue en este tiempo: “habría sido una injusticia no darle el titulo supremo de hombre de esperanzas, de poder, capaz de fijar los destinos argentinos”. Y agrega: “Rosas se paseaba triunfante por las calles de Buenos Aires, hacía gala de su popularidad, recibía a todo el mundo; era un eco de alegría y de aplausos el que se alzaba por donde él pasase; su cara era el pueblo, el pueblo le amaba”.

Juan Manuel de Rosas acepta ahora el cargo de gobernador. Acepta el desafío de los unitarios y se dispone para salvar al país. Buenos Aires exulta de júbilo. El pueblo celebra el triunfo con canciones. Los federales saben que ya nada podrán sus enemigos. La sociedad entera se siente segura, defendida. Todos hacen suyas las palabras pronunciadas en la Sala por uno de los más cultos e inteligentes diputados, por Juan Antonio Argerich, ex coronel y hoy sacerdote: “el pueblo aspira a que mande el ciudadano Juan Manuel de Rosas, pero que mande sin reato, y que mande y despliegue todo ese genio con que la naturaleza le  ha dotado en beneficio de nuestra Patria; todo el pueblo le marca, le desea, y, en una palabra, cree que él solo puede arar y trillar el campo para que la felicidad vuelva a nuestro país. No quiere limites el pueblo…”

Los escritores que más tarde harán oposición a Rosas llamándole “tirano”, y los historiadores actuales, parecen ignorar esas palabras. Ellas, sin embargo, revelan la opinión del pueblo entero. No es un solo hombre quien habla por boca de Argerich: es toda la Provincia, y él así lo dice. Esas palabras, y otra muchas, entre ellas las de Echeverria, demuestran que, para los contemporáneos de Rosas, ciertos actos suyos del primer gobierno, como la ejecución de Montero y los fusilamientos en San Nicolás, tan condenados por los unitarios y por los historiadores oficiales, no han tenido excesiva importancia o han estado justificados. No ha de haber sido Rosas tan tirano cuando todos, voluntariamente, claman por su vuelta al poder. Rosas no se ha apoderado del gobierno. A él lo han buscado, le han rogado. Ricos y pobres, todos creen que él solo, con su dura mano, puede gobernar. Todos saben que él solo puede imponer el orden, destruir la anarquía y organizar de nuevo la nación. Todos saben que él solo tiene el patriotismo y la capacidad de sacrificio para cumplir la misión trágica que anunciaban las palabras proféticas del general San Martin.

*Galvez,Manuel. Vida de don Juan Manuel de Rosas.

sábado, 20 de diciembre de 2014

Conflicto entre gobernadores, interviene Quiroga*

Por: Manuel Galvez

Lo único importante del gobierno de Maza es la misión encomendada a Quiroga. La idea con seguridad, ha sido de Rosas, a quien tanto le preocupan las disensiones partidarias. Ocurre que la causa federal peligra en el norte de la República. El gobernador de Tucumán, Alejandro Heredia, es federal con fervor; pero transige con los unitarios, llevado por su espíritu liberal. Rosas le ha reprochado esta política, y le ha predicho que le será funesta. Los unitarios han reclutado gente en Tucumán para derrocar al general Pablo Latorre, gobernador de Salta. Han fracasado en su intentona y emigrado a Bolivia. Latorre cree ver en esa tentativa, lo mismo que en los propósitos de los jujeños de separar a su región de la provincia de Salta, la complicidad de Heredia. Los ejércitos de Tucumán y de Salta están prontos para atacarse. Solo una persona puede evitarlo: Juan Facundo Quiroga. Solo él tiene prestigio en el Norte como para una mediación eficaz. Rosas insinúa a Maza la idea de enviarlo allá.

Esto se organiza en muy pocos días, a mediados de diciembre de 1834. Quiroga escribe el 13 a Rosas comunicándole la solicitación que le ha hecho Maza y pidiéndole su opinión. A Rosas, que está de nuevo en San Martin, le parece no solo bien, sino urgente y necesario. Pero como quiere hablar con él y despedirlo y acompañarlo un poco, le ruega avisarle el día de la partida, para esperarlo en Flores, en la quinta de Terrero. La dificultad de llegar hasta Rosas, aun por medio de una carta, debe ser muy grande cuando el mismo Rosas le dice a Quiroga que entregue su carta a Corvalan, encareciéndole su importancia. Quiroga vuelve a escribirle el 16, y él redacta unas líneas el 17 –que tal vez no fueron enviadas- diciéndole que, por no interrumpirle en los  momentos que tanto necesita, no pasa personalmente a despedirse. “pero me permito hacerlo por esta expresión de mi sincera amistad, rogando al Todopoderoso le conceda la mejor salud y acierto: con estos votos le seguirá siempre, deseándole toda suerte venturosa”.

El 17 de diciembre, el general Quiroga, que ha partido esa mañana de Buenos Aires, llega en su galera a San José de Flores. Se detiene en la quinta de Terrero, en donde se encuentra con Rosas y con Maza. Todo ese día y parte del siguiente duran las conversaciones. El 18, Quiroga emprende su largo viaje. Rosas lo hace subir a su galera. En Lujan se detienen un rato y al oscurecer llegan a la estancia de Figueroa, próxima a San Antonio de Areco. Allí conversan los dos generales por última vez. Quedan en que Quiroga partirá a la madrugada y en que Rosas le enviara un chasque con una carta política.

Durante esa noche y parte de la mañana siguiente, Rosas dicta su secretario Antonino Reyes su famosa carta de la hacienda de Figueroa. Es un notable documento doctrinario, que basta para mostrar al gran estadista que hay en Rosas. Sus enemigos, y los escritores e historiadores que le son adversos, han negado que él pudiera haberlo escrito. Pero la afirmación de Reyes, muchos años más tarde, treinta después de la caída de Rosas, no permite dudar de que es obra de don Juan Manuel.

Comienza Rosas citando las agitaciones en las provincias y los planes de los unitarios. El país ha retrogradado, alejando el día de la constitución. Ese estado anárquico es el mejor argumento para probar lo que él siempre ha sostenido: que no debe empezarse por una constitución, sino por vigorizar las provincias para labrar sobre esta base la constitución nacional.  Los unitarios fracasaron por haber dictado una constitución sin tener en cuenta el estado y la opinión de las provincias, que la rechazaron enérgicamente. El congreso que alguna vez se elija “debe ser convencional y no deliberante; debe ser para estipular las bases de la unión federal y no para resolverla por votación”. En estas palabras de Rosas esta todo el sentido realista y oportunista de su política, tan opuesto al doctrinarismo  romántico y libresco de sus enemigos. “Las atribuciones que la constitución asigne al gobierno general deben dejar a salvo la soberanía e independencia de los estados federales”. El gobierno general, en una república federativa, no une a los pueblos: los representa unidos ante las demás naciones. La organización nacional que él propicia básase, pues, en la soberanía e independencia de los Estados. “Si no hay estado bien organizados y con elementos bastantes para gobernarse por sí mismos y asegurar el orden respectivo, la república federal es quimérica y desastrosa”. Primero, pues, orden, paz, unión y organización interna de cada provincia. Y luego, organización y constitución nacionales. Pero es preciso empezar por destruir los elementos de discordia, por terminar con el Partido Unitario. “Esto es lento, a la verdad, -reconoce Rosas- pero es preciso que así sea; y es lo único que creo posible entre nosotros, después de haberlo destruido todo y tener que formarnos del seno de la nada”.

Rosas manda su carta con un chasque y vuelve a su vida de hombre de campo.

*Manuel Galvez, Vida de don Juan Manuel de Rosas

jueves, 27 de noviembre de 2014

LA CONSTITUCION TRADICIONAL ARGENTINA*

Firma del Pacto Federal
Por: Fernando Romero Moreno

Introducción

Es un lugar común de la historiografía liberal que Rosas no quería una Constitución. Sin embargo, un estudio de las instituciones vigentes en la Confederación Argentina en el período 1829- 1852, nos permiten sostener que no sólo existía entre nosotros una verdadera Constitución, sino también las bases firmes para la formación de toda una arquitectura política adecuada a las exigencias de nuestro medio. Lógicamente que ese orden hubiera estado en la antípodas del ideario iluminista en boga - inspirador luego de la Constitución del 53 (1)- siendo sus fundamentos en cambio, los de la cosmovisión hispano-criolla y católica que constituyen la cultura fundacional de la Argentina. Pero lo que en buena lógica se desprende de esos hechos, no es que Rosas obstaculizara el proceso constitucional de la Nación, sino que – oponiéndose al modelo racionalista y liberal del mismo – prefería una vía histórica y tradicional para alcanzar la Constitución. Una Ley de raíz pactista y consuetudinaria, expresión genuina de la voluntad de los pueblos confederados y fiel a nuestras peculiares costumbres, criollas y americanas. Ese fue, en líneas generales, el Ideal político de la Confederación, mientras la Dictadura sólo un medio transitorio y excepcional para impedir la desintegración nacional. Superada la anarquía interior y las agresiones externas (Francia e Inglaterra sobre todo), la Argentina se constituyó en un Estado Católico, Nacional, Federal, Republicano y Presidencialista, inspirado en los principios de la Tradición hispánica, indiana y criolla. Analicémoslo en detalle.

Los antecedentes hispano- indianos

a) El Estado de Derecho Indiano

Ante todo es necesario estudiar los presupuestos hispánicos de nuestra tradición constitucional, muchos de ellos todavía vigentes en los tiempos de Rosas. En España y América, hasta el advenimiento de los Borbones 1713, rigieron unos principios que tenían hondo arraigo en la Península. Esos principios constituían un todo orgánico cuya clave de bóveda era la propia sujeción del monarca al orden jurídico: “Rex eris si recta facies – enseñaba el Fuero Juzgo -, si non facias non eris”. Es decir, el gobierno debía obrar de acuerdo al Bien Común o perdía gradualmente su legitimidad. Y como garantía frente a los abusos e imprudencias que pudieran cometer el Rey o los funcionarios, existía un adagio recogido en las Partidas y luego en la legislación indiana: “se reverencia pero no se cumple”. Y también el principio del “ius resistendi” frente a la tiranía, que defendían juristas y teólogos. Íntimamente ligado a esta subordinación del orden político al orden jurídico y moral, regía un peculiar “pactismo”, que consistía en reconocer la necesidad del consentimiento popular respecto al régimen político –no tanto al gobernante de turno, sino al régimen en sí– y la importancia de una sana representación de los estamentos sociales ante el poder. Finalmente debemos decir que este “corpus” de principios jurídicos estaba fundamentado en el respeto al derecho natural – aunque tal vez contaminado del voluntarismo de cierta Escolástica Española - , en el acatamiento a la ley divino – positiva y en el fomento de las legítimas diversidades regionales, cuya garantía eran los fueros y en nuestro caso las costumbres indígenas, la legislación castellana y las Leyes de Indias. Siendo la Justicia uno de los fines principales perseguidos por el poder político, su función no correspondía sólo a un órgano o funcionario, sino que “competía a todos los organismos de gobierno, desde el rey hasta los cabildos” (2). En cuanto a las fuentes del Orden Jurídico, las mismas eran plurales (3), con el siguiente orden de prelación: 1°) Leyes de Indias; 2°) Derecho Indígena; 3°) Costumbres locales; 4°) Leyes de Castilla; 5°) Partidas.

b) Los órganos del Poder: Unidad de Gobierno y Equilibrio de Funciones

El Régimen Político, por su parte, establecía un orden de magistraturas, con funciones “entrelazadas”, en el marco de una monarquía limitada y representativa. “Las actividades del Estado – explican Floria y García Belsunce – se distinguían entonces por funciones y éstas eran fundamentalmente cuatro: 1) Gobierno, que comprendía la tarea legislativa, el nombramiento de los funcionarios, capitulaciones, mercedes, etc.; en fin, todo lo que hoy se entiende por “administración del Estado” con exclusión de los aspectos impositivos, financieros y militares. 2) Justicia, o sea el ejercicio de la actividad judicial. 3) Guerra, que abarcaba todo lo relativo a la organización y defensa de los reinos de la Corona. Y 4) Hacienda, comprensiva de la organización y administración financiera e impositiva del Reino” (4). Estas cuatro funciones, prosiguen los autores citados, “no eran atribuidas con exclusividad a distintos órganos o funcionarios”. Por el contrario, la mayor parte de éstos desempeñaban varias de las nombradas funciones. Por ejemplo, los gobernadores tenían funciones de gobierno, justicia y guerra; las Audiencias, de gobierno y justicia; los cabildos, de justicia, gobierno y hacienda, y así sucedía en todos los casos. Este sistema, que puede parecer caótico visto superficialmente, no lo era en realidad y respondía a una estructura coherente. Al acumular diversas funciones en un mandatario se producía simultáneamente la diversificación de cada función entre varios de ellos, de modo que resultara un recíproco control entre los diversos magistrados y funcionarios. La clave del sistema residía en el concepto de equilibrio de funciones – a diferencia de la separación moderna de poderes –” (5). Este control recíproco estaba reforzado por las instituciones del juicio de residencia, las visitas y las pesquisas. En cuanto a los órganos de gobierno, junto al Virrey y los Gobernadores, los principales eran las Audiencias y los Cabildos. Éstos últimos tenían a su cargo “el gobierno de la ciudad y su zona rural de influencia” (6). Los cabildos constituyen nuestra tradición más antigua de gobierno local, en la cual – junto a las funciones específicas e indelegables del poder político (Gobierno, Justicia y Defensa)– encontramos el ejercicio de las llamadas funciones subsidiarias como educación, salud pública, asistencia social, etc. y el embrión de una correcta distinción entre gobierno y representación (al existir junto al “cabildo cerrado” o de funcionarios, el “cabildo abierto”, formado por vecinos) (7). Los cabildos fueron, por otra parte, los garantes de la autonomía municipal y de las libertades regionales, lo cual se vincula a la descentralización política y administrativa que tuvo el régimen hispano-indiano hasta la irrupción borbónica. Mención aparte merece la figura de los Caudillos, esbozadas ya en este período y que renacerían con fuerza en el siglo XIX. José María Rosa, que ha estudiado el asunto con especial dedicación (aunque con una hermenéutica populista que no compartimos), nos dice: “La gente‟ encontró su expresión en el caudillo mejor que en los funcionarios reales. El caudillo era la gente hecha acción y cabeza (de allí cabdillo, de capus, cabeza); por su boca hablaron los pobladores y en sus gestos se sintieron interpretados. Ajeno a su destino, el caudillo‟ casi siempre había llegado a Indias como oficial menor o soldado raso: aquí demostró condiciones para ser "cabeza‟ y necesariamente lo fue. Llamáronse en el Río de la Plata Martínez de Irala, Juan de Garay, Hernandarias; en otros Alonso de Ojeda, Hernán Cortés, Francisco Pizarro” (8).

c) Un Orden Social de libertades concretas

Dentro de esta tradición política había además un expreso reconocimiento de libertades concretas que amparaban a las personas y a las corporaciones frente a los peligros del despotismo estatal (9). En efecto y como enseñaba Zorraquín Becú existían “en la legislación vigente garantías directamente vinculadas con los derechos particulares. Así por ejemplo no debían cumplirse las cartas reales para desapoderar a alguno de sus bienes sin haber sido antes oído y vencido. Lo mismo ocurría si se trataba de encomiendas de indios. La legislación reconocía la garantía del juicio previo” (10). En otro pasaje afirma que “el dominio legítimo quedaba amparado (...) y la misma ley exigía que en caso de expropiación por causa de utilidad pública, se diera al dueño otra cosa en cambio o se le comprara por lo que valiera” (11). En cuanto a prácticas contrarias a la dignidad humana (como la tortura judicial, la pena de muerte por motivos religiosos, la esclavitud o los abusos de ciertas reglamentaciones corporativas) hubieran podido eliminarse sin alterar en lo substancial el orden político tradicional. De hecho, algunas fueron tenidas por injustas en los mismos tiempos virreinales y varias fueron modificadas durante el proceso emancipador.

d) Corporativismo y proteccionismo

Por último vale la pena mencionar que en los lineamientos del régimen indiano existían las semillas de una organización profesional de la economía y de un sano corporativismo. Pensamos sobre todo en las funciones del Consulado y de los Cabildos en relación con el comercio, en la regulación de las profesiones liberales por parte del Protomedicato o del Colegio de Abogados, en el Fuero Universitario y otras instituciones similares. También debemos resaltar la vigencia de un prudente proteccionismo económico, implícito en el régimen del monopolio mercantilista (12).

Los antecedentes nacionales

a) El Estado Nacional Soberano y la Independencia

Junto a estas instituciones, encontramos otros presupuestos constitucionales de origen específicamente nacional, que –a despecho de los proyectos oficiales del liberalismo criollo– fueron dando forma jurídica real a las Provincias Unidas. El primero a considerar es la Declaración de la Independencia, en la medida en que manifestaba la voluntad de constituir un Estado Nacional Soberano en la comunidad territorial y cultural del extinguido Virreinato del Río de la Plata. El carácter normativo de dicha Declaración ha sido señalado por el Doctor Héctor H. Hernández al sostener que “tenemos aquí un valor constitucional fundamental: la independencia y la soberanía”. La afirmación de que “las Provincias Unidas deben ser libres e independientes‟ se constituye entonces en la norma jurídica positiva suprema preexistente a los pactos” (13), estableciendo la Soberanía –una Soberanía respetuosa de la ley natural y del bien común internacional– como un principio básico del Orden Constitucional. La Declaración de la Independencia, por su parte, tenía justificación en principios del derecho natural y de gentes y no en mitos al estilo del nacionalismo ideológico decimonónico.

b) El Constitucionalismo provincial y la restauración hispano-indiana

En segundo lugar tenemos que analizar el peculiar constitucionalismo provincial. Fracasados los intentos de organización que se proyectaron desde 1810 en adelante, la Argentina entró en una espiral de violencia que – tras la anarquía del año 20 – comenzó a socavar la unidad de las Provincias Unidas, con el riesgo cierto de la desmembración territorial y de la disolución definitiva del Estado Central. Si tal proceso no avanzó e incluso se detuvo, fue gracias a la Dictadura del Gral. Rosas que – además de custodiar con éxito nuestra soberanía frente a las Grandes Potencias del momento – restauró el Estado Central y sentó las bases de un orden constitucional propio. Pero las raíces de la solución comenzaron antes, cuando las Provincias – replegadas sobre sí mismas – fueron elaborando instituciones propias, “criollas”, substancialmente realistas y acordes a nuestra idiosincrasia. En las mismas renacieron los principios y normas de la herencia hispano-indiana. Así lo explicaba Petrocelli: “Hacia 1821, quedó conformado el panorama de trece de las primitivas catorce provincias argentinas” que surgieron –salvo la excepción de Entre Ríos - de “los antiguos cabildos que gobernaban las ciudades y sus zonas adyacentes (...) Como se recordará, cada cabildo era brigadier de su milicia. Pues bien, la reacción contra la dirigencia porteña ha puesto esa milicia bajo la férula de un caudillo, que generalmente se destaca por sus condiciones militares y por su consustanciación con la índole y los intereses de la comunidad que rige; el caudillo es cabeza del pueblo provincial en armas, al que interpreta y comprende en sus necesidades. Se lo conoce como gobernador, palabra de raíz hispánica, que denomina a una institución de ese origen, como es española también la voz “caudillo”. La generalidad de las provincias tuvieron sus caudillos, cuya procedencia no es, como se ha imaginado, el estrato inferior de esas sociedades, sino el superior, en cuanto a posición social y económica, grados militares y aun títulos universitarios (...). Como bien lo dice José María Rosa: “Un gobernador no es Poder Ejecutivo” aunque así lo dice la letra de las constituciones que rigen la provincia. Su poder no puede medirse con vara sajona sino española; no ejecuta, sino que gobierna en los cuatro ramos clásicos: militar, político, justicia y hacienda”. Ya se ha dicho que conduce las milicias provinciales; dicta las leyes siendo asesorado por la sala o junta de representantes que sólo de nombre es el poder legislativo; es juez de alzada de los fallos de los alcaldes ordinarios, o delega esta función en algún letrado; elabora el presupuesto, manda cobrar los tributos, ordena los gastos y publica la situación de la tesorería. No obra arbitrariamente por lo común, sino que para cada función hay peritos y hombres discretos que lo aconsejan: la junta de representantes en lo político, letrados en justicia, junta de hacienda en este ramo, consejo de guerra en lo militar. Cada caudillo-gobernador tiene su secretario o ministro, que generalmente será un abogado o un sacerdote; ellos preparan la legislación o los tratados con otras provincias, redactaban la correspondencia, asesoraban en caso de reunión de un congreso interprovincial, se entendían con la sala. Ésta, que llevaba distintos nombres a demás de éste, como junta de representantes, junta de comisarios, legislatura, congreso provincial, desempeñaba diversas funciones: las propias de los cabildos a los que suplantaron, como atender la educación, la salud pública, el arreglo edilicio, el cuidado de las calles, el abasto, el control de precios, etc.; era también una especie de senado que asesoraba al gobernador en materia de legislación, tratados interprovinciales, declaración de guerra, firma de la paz; confirmaba la elección del gobernador que efectuaban en la realidad las milicias cívicas, esto es, el vecindario urbano y rural armado; sancionaba la constitución provincial que previamente el gobernador admitía y que redactaba por el ministro letrado. La legislatura estaba integrada por vecinos respetables elegidos popularmente pero que los gobernadores consentían anticipadamente como aceptables (…). En materia de justicia, las instituciones de la etapa española se prolongaron en las provincias; en primera instancia fallaban los alcaldes de los cabildos, apelándose o ante el cuerpo capitular en pleno o ante un juez de alzada en materia civil, y ante el gobernador en materia criminal (...). A partir de esta época cada Provincia se fue dictando su constitución, que en muchos casos tuvo un carácter eminentemente hispánico y no anglo-sajón o francés. Algunas contenían la división de poderes, pero ya se ha dicho que la política y la administración las manejaba el gobernador convenientemente asesorado (…) Lo notable de este derecho público provincial – agrega Petrocelli – es que adoptó el sufragio universal cuando no lo había aún ni en Estados Unidos ni en Europa” (14). Pero fue un sufragio universal indirecto y limitado pues el pueblo solía elegir a la Junta de Representantes y sólo ésta al Gobernador, quien a su vez controlaba las candidaturas. En el caso de Rosas, “instintivamente desconfiaba” del sufragio universal, razón por la cual “quería experimentarlo en cabeza ajena y se hacía informar por su ministro Alvear acerca de cómo funcionaba en los Estados Unidos, donde dejaba “muy mucho que desear”, según sus propias palabras” (15).

c) Las libertades concretas en la Confederación Argentina

En cuanto a la protección de las libertades concretas y al derecho privado – más allá de ciertas concesiones al liberalismo hechas desde tiempos de la Revolución de Mayo - siguieron rigiendo las disposiciones de la legislación castellana e indiana, más las prescripciones de las constituciones provinciales. “En el virreinato del Río de la Plata, y luego de la Independencia – dice Lambías – en las Provincias Unidas del Río de la Plata, la legislación española existente en 1810 continuó en vigencia hasta su derogación por el Código Civil, a partir del 1° de enero de 1871. Hasta entonces rigió en nuestro país la Nueva Recopilación de 1567, que contenía leyes provenientes del Fuero Real, del Ordenamiento de Alcalá, del Ordenamiento de Montalvo y de las leyes de Toro. Por lo demás, las antiguas leyes quedaron subsistentes, aplicándose de ordinario el derecho contenido en las leyes de Partida” (16). Las restricciones de la Dictadura no anularon el orden legal vigente, sino que simplemente limitaron el ejercicio de los derechos en función de los fines establecidos: la defensa de la Fe Católica y de la Federación. Fueron limitaciones temporales y excepcionales, exigidas por el Bien Común y sujetas a la Ley. Los derechos fundamentales – a la vida, a la propiedad, a la seguridad – y las garantías procesales, siguieron legalmente amparados. Los abusos y/o crímenes que pudieran haberse cometido no invalidan el orden constitucional de la Confederación, aunque permiten reconocer sus limitaciones y su innegable carácter de régimen perfectible, como sucede con todas las realizaciones humanas.

d) Los Pactos entre Provincias

Por último es importante mencionar los pactos interprovinciales, germen de la restauración del Estado Central y raíz de la adopción del Federalismo como Forma de Estado y de la República como Forma de Gobierno. Este pactismo regional se tradujo en un método empírico de organizar el país, que conduciría finalmente al mencionado acuerdo de 1831, instrumento jurídico- político de primer orden en el constitucionalismo de la Confederación.

El Pacto Federal de 1831 y la Institución Encargado de las Relaciones Exteriores

Con la llegada de Rosas al Gobierno de la Provincia de Buenos Aires comienza una de las etapas más decisivas de nuestra historia, cuyos frutos serán la restauración del Estado Central y la defensa de nuestra Tradición y Soberanía. El marco institucional de este proceso fue el régimen político y jurídico de la Confederación. La estructura fundamental de este régimen radicaba, como dijimos anteriormente, en el Pacto Federal de 1831 y en la Institución Encargado de las Relaciones Exteriores. Conviene estudiar por separados ambos instrumentos:
a) Pacto Federal: fue firmado por las Provincias litorales el 4 de enero de 1831 y a él se adhirieron paulatinamente las demás con el transcurso del tiempo. Sus disposiciones principales eran:
- La adopción del Federalismo como Forma de Estado. Técnicamente fue una Confederación laxa –como señaló Irazusta - que sólo gradualmente adoptó los caracteres de un Estado Federal.
- La alianza militar entre las Provincias y la regulación del derecho a celebrar tratados y del derecho de extradición.
- El reconocimiento de las mismas libertades para los habitantes de las provincias. firmantes, con la única excepción de que alguna hubiera especificado el requisito de ser natural de la misma para acceder al cargo de Gobernador.
- La creación de una Comisión Representativa con facultades referidas al manejo de las Relaciones Exteriores, de la Defensa Común y de la convocatoria a un Congreso General Federativo que arreglara definitivamente la administración del país. Los poderes de esta Comisión pasaron luego al Gobernador de Buenos Aires.
b) Institución Encargado de las Relaciones Exteriores: fue una magistratura delegada por las Provincias en el Gobernador de Buenos Aires, constituyéndose en la raíz de nuestro actual Poder Ejecutivo. Según Tau Anzoátegui la figura aparece en 1827 (algunos historiadores sostienen que su aparición es anterior a esa fecha) pero “es con Rosas – dice Petrocelli – que el Encargado va ampliando su esfera de atribuciones transformándose en un verdadero jefe de Estado nacional...” (17). ¿Cuáles eran esas atribuciones? Si sumamos a las estudiadas por Irazusta, las consignadas por Tau Anzoátegui, podemos resumirlas en las siguientes: declarar la guerra y hacer la paz, nombrar jefes de los ejércitos nacionales, negar a las provincias el ejercicio del derecho de legación, intervenirlas para uniformar la marcha de todas en el sentido de la federación, reglamentar las materias eclesiásticas en lo que competía al poder temporal, prohibir o permitir la exportación del oro y la plata, vigilar la circulación de los escritos sediciosos, juzgar a los reos políticos de carácter nacional, celebrar tratados internacionales sujetos a la ratificación legislativa, la interpretación y aplicación del pacto Federal de 1831, ejercer función de árbitro y mediador oficioso en los diferendos interprovinciales, otorgar concesiones mineras a los extranjeros como también autorizar la enajenación o arriendo de tierras de jurisdicción provincial, resolver las cuestiones de límites interprovinciales, conceder indultos, controlar el tráfico pluvial por los ríos Paraná y Uruguay y conceder permisos de ingresos al país (18). Como vemos, las atribuciones más importantes de un verdadero Gobierno Central para la República.

Otras cuestiones de índole constitucional en la Confederación

En torno a estas bases firmes -el Pacto Federal y la Institución Encargado de las Relaciones Exteriores- fue realizándose una constitución empírica que tenía los siguientes caracteres:
- El poder electoral detentado por el pueblo.
- La facultad de legislar en manos de las legislaturas provinciales, salvo lo delegado en el Encargado de las Relaciones Exteriores. Esas facultades provinciales implicaban legislar sobre: derecho sustancial (civil, comercial y penal); acuñación y circulación de moneda metálica; contribución directa en materia impositiva; reglamentación del derecho de minería; derechos aduaneros locales y derechos de tránsito.
- El Poder Ejecutivo Nacional desempeñado por el Gobernador de Buenos Aires.
- Aspectos organizativos como: sujeción del extranjero a nuestras leyes y aplicación del “jus soli” para sus hijos; adopción del sufragio universal pasiva y activamente; navegación exclusivamente nacional de nuestros ríos interiores; uso de la moneda fiduciaria en circunstancias en que el patrón oro regía universalmente; defensa del artesanado mediante el proteccionismo industrial; banca estatal promotora de la economía; trato diplomático y económico preferencial a las naciones hermanas hispanoamericanas; progresiva abolición de la esclavitud; y en palabras textuales de Estanislao Zevallos “en materia de extranjeros: el domicilio como arraigo de la personalidad civil y jurídica y de los capitales introducidos al país; el servicio militar obligatorio para todos los domiciliados sin distinción de nacionalidades en defensa de sus propios hogares, familias y bienes; el domicilio como base de la nacionalización de los extranjeros; la nacionalidad argentina de los hijos de extranjeros nacidos en territorio nacional; la soberanía argentina sobre los ríos de la Plata e interiores, de acuerdo con las leyes y reglamentos de la República” (19).
. Dentro de este conjunto de disposiciones debemos incluir asimismo a la Ley de Aduana de 1835 y en general al orden económico de la Confederación. Petrocelli resume así la cuestión: “Lo económico – financiero estuvo vinculado con la reconstrucción del Estado central y con la defensa de la soberanía que protagonizara el Dictador (...) Por empezar, en diciembre de 1835, dicta una ley de aduana proteccionista para satisfacer el clamor provinciano que venía de lejos, coadyuvando así al logro de la unidad nacional. La protección lo es no solamente a la industria, sino también a la agricultura y al desarrollo de nuestra marina mercante (…). En materia financiera Rosas expresó que no había suma del poder; rindió cuentas estrictas de la administración de los dineros públicos (...) Rosas dividió los recursos en dos grandes categorías. Los nacionales, constituidos por los derechos de exportación e importación, estaban destinados al pago de los gastos militares, al mantenimiento de las relaciones exteriores y al pago de la deuda externa, cuando empezó a hacer algunas entregas a los tenedores de bonos del empréstito Baring; también al pago de la deuda pública interna. Los demás impuestos recaudados, contribución directa, sellado, patente, alcabala, etc. eran utilizados para solventar el presupuesto provincial. Liquidó el Banco nacional no renovando la concesión al vencer la misma en 1836; los billetes del mismo pasaron a ser papel moneda del estado. En su lugar se creó la casa de la Moneda, que aún subsiste como Banco de la Provincia de Buenos Aires; sus atribuciones eran administrar la moneda de papel y la metálica, liquidar el Banco nacional, recibir depósitos de particulares, conceder créditos y admitir los depósitos judiciales. Fue banco estatal enteramente y su giro fue todo un éxito ya en la época de Rosas” (20). Podríamos seguir enumerando los distintos aspectos de la economía de la Confederación pero lo dicho basta para advertir aquellos puntos que más se vinculan con la vigencia de un orden constitucional.

Conclusión

En síntesis, entonces: el Orden Político de la Confederación suponía la voluntad de conformar un Estado Nacional Soberano según la Declaración de la Independencia de 1816 y su Constitución “real” establecía la Confederación como Forma de Estado, de acuerdo a lo dispuesto por el Pacto Federal; instauraba el régimen republicano como Forma de Gobierno y un sistema electoral de sufragio universal indirecto y limitado; creaba una magistratura especial como Suprema Potestad de la Confederación, consolidando otras menores en el orden provincial o nacional; conservaba como vigentes muchos principios heredados de la tradición hispano- criolla y amparaba el rico patrimonio del constitucionalismo provincial; finalmente la Ley de Aduana de 1835 establecía una suerte de Sistema Argentino de Economía Nacional. Este orden incipiente era, repetimos, una auténtica Constitución, sin copias artifíciales de modelos extranjeros, copias que a la postre se demostraron contrarias a nuestros hábitos y a las exigencias concretas del Bien Común. Como enseñaba Julio Irazusta “el método deliberativo no nos convenía para constituirnos. La experiencia lo había probado”. Con el método de Rosas en cambio, “había surgido, al final del período una consuetudo, un derecho político no escrito, que equivalía a un sistema de leyes constitucionales y sobre el que empezó a razonarse como sobre una verdadera constitución. El país había sido organizado de otra manera que por un congreso constituyente” (21).

Notas:
(1) Para un análisis de la ideología iluminista de la Constitución del 53 cfr. Sampay, Arturo Enrique, “La Filosofía del Iluminismo y la Constitución Argentina de 1853”, Verbo N° 303- 304- 305, Año XXXII, Jun.- Jul.- Ag. 1990, págs 43 y ss.
(2) Petrocelli, Héctor B., “Lo que a veces no se dice de la Conquista de América”, Ediciones Didascalia, Rosario, 1992, pág. 153.
(3) Puy Francisco, “Derrecho y tradición en lo foral”, Verbo (Speiro), N° 128-129, Septiembre –Octubre- Noviembre 1974.
(4) Floria, Carlos Alberto y García Belsunce, César A., “Historia de los argentinos”, Ediciones Larousse, Bs. As., 1992, pág. 111.
(5) Floria, Carlos Alberto y García Belsunce, César A., “Historia de los argentinos”, Ediciones Larousse, Bs. As., 1992, pág. 111- 112.
(6) Petrocelli, Héctor B., Op. Cit., pág. 165.
(7) Máxime cuando no llegó a formarse de modo pleno entre nosotros el andamiaje más completo de Cortes, Procuradores (salvo quizás el Síndico Procurador), Mandato Imperativo, etc. que sí tuviera vigencia en la Península y en otros Virreynatos de Indias.
(8) Rosa, José María, Historia Argentina, T. I, Editorial Oriente S.A., Bs. As., 1972. págs. 117-118.
(9) Para un análisis de las libertades concretas y las libertades abstractas en el marco de la tradición política española, cfr. Elías de Tejada, Francisco “Libertad abstracta y libertades concretas” en Contribución al estudio de los cuerpos intermedios (Acta de la VI Reunión de Amigos de la Ciudad católica), Speiro, Madrid, 1968, y Llopis de la Torre, Felipe, Montejurra. Tradición contra Revolución, Editorial Rioplatense, Bs. As., 1976.
(10) Zorraquín Becú, Ricardo, La organización política argentina en el período hispánico, Tercera Edición, Editorial Perrot, Buenos Aires, 1967, pág. 27.
(11) Zorraquín Becú, Ricardo, Op. Cit. Pág. 26, nota 2.
(12) Irazusta, Julio, Breve Historia de la Argentina, Editorial Independencia S.R.L., Bs. As., 1981, págs. 46-47.
(13) Hernández, Héctor H., “Otro pensamiento constitucional (Una cuestión dogmático-jurídico-política y de filosofía y lógica de las normas)”, San Nicolás de los Arroyos, 2002, Inédito. Cfr. de este mismo autor “El cuento, la Constitución y el barco. Otro pensamiento constitucional (Una cuestión dogmático-jurídico-política y de filosofía y lógica de las normas)”, en Revista Jurídica de Mar del Plata, nro. 1, Universidad FASTA, 2002, p. 159.
(14) Petrocelli, Héctor B., Historia Constitucional Argentina, Editorial Keynes Universitaria, Rosario, 1988, págs. 105- 106.
(15) Ezcurra Medrano, Alberto, El sentido histórico de la época de Rosas, en La Independencia del Paraguay y otros ensayos, Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, Colección Estrella Federal, Bs. As, 1999, págs. 124- 125.
(16) Llambías, Jorge Joaquín, Tratado de Derecho Civil, Parte General, Tomo I, Editorial Perrot, Bs. As., 1964, págs. 176-177.
(17) Petrocelli, Héctor B. La obra de Rosa que San Martín elogiara, Rosario, 1994, pág. 40,nota 1.
(18) Petrocelli, Héctor B., La obra de Rosas…, pág. 39.
(19) Petrocelli, Héctor B., La obra de Rosas, pág. 44.
(20) Petrocelli, Héctor B., Historia Constitucional Argentina, Editorial Keynes Universitaria, Rosario, 1988, págs. 156 y ss.

* El hipervalor político-constitucional, “El Derecho”-Sección Constitucional, Nº XLVII, 15 de abril de 2009.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

PRESIDENCIA DE ROCA (Ultima parte)


Por: Julio Irazusta

La conclusión de la guerra contra los indios en todas las fronteras desérticas del territorio se llevó adelante con energía, pero duró bastante más que la expedición inicial de 1879. Muchos años. En ella se distinguieron especialmente el coronel Conrado Villegas en el sur y el capitán Fontana, que fundó la gobernación de Formosa. Esa extensión de las zonas urbanizadas coincidió con un notable aumento de la red ferroviaria, sobre la base de concesiones a contratistas ingleses, con intereses garantidos que aseguraban una ganancia sin riesgo alguno. Contra la experiencia hecha por el país, en el Ferrocarril Oeste y el Norte de Córdoba a Tucumán (por capitales privados argentinos con apoyo del crédito público) se dio por adquirido, según el pregón de los organizadores del 53, que el país no tenía recursos para financiar el desarrollo nacional. La colonización agrícola, que en la época de Avellaneda se hizo por empresarios argentinos con bastante división de la tierra, se prosiguió por obra de empresarios extranjeros que adquirían grandes extensiones de los campos que el gobierno nacional vendía en la bolsa de Londres a precios irrisorios y que los acaparaban en detrimento de los pequeños agricultores inmigrantes llegados a nuestros puertos con una mano atrás y otra adelante. Paralelamente, la tendencia a favorecer el interés extranjero se acentúa en la legislación. El generoso liberalismo de la Constitución ya no bastaba. Había que liberar a las empresas británicas de todos los recaudos elementales con que en un principio se acompañaba (como en todos los países civilizados) el reconocimiento de la personería jurídica a las personas morales, recaudos que se exigían a los capitalistas nacionales de una provincia para explotar un servicio público en otra; tal el caso del concesionario de los tranvías en las principales ciudades entrerrianas, porteño de origen y con domicilio legal para su empresa en Buenos Aires, obligado a establecer otro en Paraná. En 1885 empezaron las reformas del Código de Comercio, destinadas a poner la ley de acuerdo con los hechos. El texto primitivo de su artículo 398 decía que “las sociedades anónimas estipuladas en países extranjeros con establecimientos en el Estado, tienen obligación de hacer igual registro (que las nacionales) en los Tribunales de comercio respectivo del Estado. Mientras el instrumento del contrato no fuese registrado, no tendrá validez contra terceros”. Requisito que no tardará en desaparecer de la legislación.

El estado de espíritu que predominaba en el país era de optimismo y euforia sin límites. Las cifras del comercio exterior aumentaban de año en año, las tierras valorizadas por el desarrollo ferroviario enriquecían a los terratenientes, la facilidad del crédito oficial a los especuladores favoritos del régimen, los bancos garantidos otorgaban generosos préstamos a la clientela de los caudillos provinciales y nacionales, en un clima de inconsciencia que en pocos años (bajo la dirección del sucesor de Roca) se traduciría en un amargo desengaño. El gobierno creyó oportuno establecer la convertibilidad del peso papel a oro. En verdad que el momento parecía el más adecuado. La existencia del precioso metal en el país era crecida; superior al 40 % del circulante: veintiún millones de oro sellado para cincuenta millones de pesos papel. Pero el intento fracasó muy pronto; las condiciones de la economía no eran tan buenas como se había creído. En 1885, los conductores de la Hacienda decidieron decretar la inconvertibilidad de la moneda nacional. A Victorino de la Plaza, ex condiscípulo del presidente en el colegio de Concepción del Uruguay, le tocó en uno de sus interinatos de 1883 a 1885 la desagradable misión de refrendar los decretos que decidieron la inconversión. Con gran previsión, el ministro acompañaba la medida con otra que disponía la inmovilización del encaje metálico. No tardaron en llover solicitudes de los banqueros, en buena parte extranjeros, para que se les permitiese movilizar sus reservas en metálico. En un primer momento el presidente se había mostrado firme. Pero al transformárselas solicitudes en protestas, cedió, abandonando a su colaborador, quien debió renunciar mientras el oro emigraba del país hasta desaparecer del todo. En este periodo fue que se votó la Ley 1420 de educación común, estableciendo la enseñanza gratuita, obligatoria y laica para todos los niños en edad escolar. El gran historiador jesuita, Guillermo Furlong dice que desde la independencia hasta ese momento ningún gobierno se había atrevido a osar una medida tan desafiante para el espíritu de un país católico, cuya constitución daba a la Iglesia romana una situación de primacía (en medio de la libertad de cultos) que parecía inconmovible. Ni los masones Mitre y Sarmiento intentaron nada semejante. La ley fue promulgada el 8 de julio de 1884 y reglamentada veinte días más tarde. La trascendente medida provocó la reacción del Nuncio Apostólico, Monseñor Matera, quien aconsejó a las familias de su feligresía no enviar sus niños a las escuelas sin Dios. De inmediato el poder ejecutivo decretó la expulsión del prelado, quedando interrumpidas las relaciones diplomáticas de la Argentina con el Vaticano.

Desde 1881 un grupo de distinguidos caballeros bajo la dirección del Dr. Carlos Pellegrini, había fundado el Jockey Club, destinado a ser una de las instituciones más prestigiosas de la ciudad. La primera comisión directiva se componía de doce miembros, la tercera parte de los cuales eran ingleses o de familias anglo – argentinas. Este detalle estaba tan acorde con el espíritu de la época, que en una ciudad entrerriana se había fundado en 1869 una sociedad similar llamada de “las carreras inglesas”, cuya directiva contaba en su seno con mayor proporción de residentes extranjeros. Hacia la misma época se había organizado una Sociedad Rural que el 2 de marzo de 1886 inauguraba su primera Exposición Internacional de ganadería y agricultura.

Al aproximarse la renovación presidencial la voluntad de Roca de imponer a su pariente Juarez Celman como sucesor provocó la reacción de los más importantes consulares del régimen. Sarmiento en medio de expresiones irreproducibles por su crudeza, dijo comentando el hecho: “La sociedad argentina tiene la voluntad de perdición”. El diario de Mitre dedicó, el día de la transmisión del mando, un editorial durísimo sobre las condiciones en que Roca había impuesto por la fuerza a su concuñado, que finalizaba de este modo: “Es necesario, por último, que la administración no sea una palabra vana, sino un hecho que coopere al progreso del país en vez de perturbarlo; y en ese sentido, la primera necesidad es equilibrar los gastos con las entradas, saliendo del circulo vicioso que nos hace vivir de empréstitos que se hacen necesarios para pagar su propio servicio”.

Tomado de: Irazusta, Julio. Breve Historia de la Argentina. Cap VII. Editorial Huemul.


jueves, 30 de octubre de 2014

PRESIDENCIA DE ROCA*

Por: Julio Irazusta

Reinstalado de nuevo en Buenos Aires federalizada, Avellaneda transmitió el mando a Roca el 12 de octubre de 1880.

Al otro día de asumir la presidencia el joven caudillo, tan diestro para encumbrarse, aparece menos seguro como estadista. Al explicar a Juárez Celman la formación del ministerio, se muestra menos consciente de sus objetivos de gobierno, que antes de los medios para satisfacer su ambición.

Dice que a Bernardo de Irigoyen le valió el cargo de canciller su competencia y moderación, porque si la guerra con Chile debiera estallar, nadie lo hubiese atribuido a la impaciencia del guerrero joven por una lucha exterior, sino que habría sido inevitable, aun para el prudente don Bernardo. Del ministro de educación Pizarro, dice creerlo fácil de enderezar contra la curia; lo que, si recordamos la energía que demostrara en el 90, no revela mucho conocimiento del hombre.

Esta subestimación del nuevo presidente parecería estar en contradicción con la capacidad exhibida por el general Roca en el admirable mensaje sobre la expedición del desierto, alabado por Lugones con toda justicia. Pero esa objeción se resuelve si tenemos en cuenta que los planes de lucha contra el indio estaban en elaboración hacia siglos, al mejor estilo tradicional; a saber, que los métodos de conducción se acendran con el tiempo por la acumulación de ciertos y descarte de errores a lo largo de varias generaciones.

Como favorito de la fortuna, la presidencia de Roca se inauguró cuando la crisis económica mundial  que afecto a la mayoría de los países europeos había cesado y en todas partes se iniciaba una nueva era de prosperidad y de optimismo. El constante desarrollo ferroviario, el aumento del aluvión inmigratorio, el orden interno al parecer asegurado para muchos años, eran las circunstancias adecuadas para la aplicación del programa presidencial: paz y administración. La primera cuestión importante encarada por el nuevo equipo fue la de las relaciones con Chile. La tensión era tan grande entre los dos países, que la guerra parecía a punto de estallar. Los exaltados la quería y los apáticos la temían.

En efecto, los chilenos seguían maniobrando para sacarnos ventajas en la negociación, pese a las dificultades en medio de las cuales se hallaban. La guerra que llevaban contra Bolivia y Peru seguía con igual vigor para ambos bandos beligerantes aunque los trasandinos mostraran neta superioridad en la lucha desde el comienzo de las hostilidades. Pero el heroísmo de bolivianos y peruanos no desmayo un instante. Uno de los momentos culminantes de la contienda (sobre todo para nosotros) fue la lucha por el morro de Arica, en al que Roque Saenz Peña estuvo junto al coronel Bolognesi, quien murió en la acción. La ocasión era dorada para la Argentina, pues de sumarse a uno de los bandos habría dado neta superioridad al que favorecía. Tanto más cuanto que hasta en tanto los dos países que enfrentaban a Chile estuvieron a punto de incorporarse en una triple alianza con nosotros, que tal vez hubiese impedido la guerra del Pacifico. Pero desde las entrevistas con Balmaceda, nuestros funcionarios de la cancillería habían hecho saber que jamás aprovecharían una ocasión. Y en consecuencia los osados y maniobreros chilenos se mostraban tan atrevidos en sus pretensiones contra nosotros como si ya hubiesen logrado el triunfo que tardaría dos años más en llegar.

Así, cuando se podía esperar una victoria diplomática sin lucha armada, se llegó a la transacción que nos hizo perder el Estrecho de Magallanes y puso en problemas nuestros derechos en sur, que hoy se nos discuten. En el momento de mayor tensión, dos norteamericanos, primos, representante el uno en nuestro país y el otro en el de nuestros adversarios, ofrecen los buenos oficios de una mediación, procedente por casualidad de la nación naturalmente más interesada en estorbar nuestro desarrollo. El 15 de noviembre de 1880, el Osborn (que era el apellido de los dos diplomáticos yanquis) de Chile escribió a su pariente de Buenos Aires que el gobierno chileno estaba dispuesto a ir al arbitraje sobre bases a convenir de común acuerdo. El de aquí contesto creer que el gobierno argentino estaría dispuesto a negociar, pero no a someter el conflicto a la decisión de un árbitro. El 3 de junio el canciller trasandino Valderrama propone una fórmula que fijaba el límite entre los dos países en la cordillera de los Andes. Irigoyen aceptó de inmediato, a condición de que se le agregara: “y pasara por entre las vertientes que se desprenden de un lado y del otro”… el 23 de julio de 1881 se firmaba el tratado que se creía solución definitiva de las tensiones entre los dos países. La demarcación de los límites prevista en el tratado, por obra de  peritos de los dos países a decidirse por otro de un tercer poder, se demoró en exceso. En 1889 aún no se había llegado a nada. Pero esto es otra historia.

                        Continua…


*Tomado de: Irazusta, Julio. Breve Historia de la Argentina. Cap VII. Editorial Huemul.

lunes, 20 de octubre de 2014

La conquista del desierto*

Por: Ernesto Palacio

El problema del indio había sido descuidado veinte años por los gobiernos revolucionarios. No era ajena a esa pasividad la influencia de la revolución ideológica operada a raíz de la guerra contra España y que se tradujo en la exaltación sentimental del aborigen, víctima de la “usurpación”. Ese indigenismo ruseliano, que se exhibe en documentos de tanta trascendencia como el “manifiesto” que dio el Congreso de Tucumán al declararnos independientes, era una confesión de culpa por parte de los hijos de conquistadores y anunciaba un cambio fundamental de política: el fin de la conquista por las armas. El indio no será ya el enemigo, sino el hermano desgraciado a quien había que amparar y el progenitor a quien había que honrar. Tan hondo había calado la influencia de Rousseau que se prefería (aun por quienes no tenían en sus venas una gota de sangre aborigen) apelar a la tradición de aquellas gente “natural”, inocente y desdichada, que a la de sus “corrompidos” y “sanguinarios” sojuzgadores. Esta ideología que dominó en la Asamblea, el Congreso de Tucumán y los Directorios se manifestaba con mayor virulencia en los representantes del norte, donde el aborigen ya no representaba peligro y era más general la mezcla de razas, y entre los “ilustrados” de las ciudades, que solo habían visto a los indios de lejos.

La consecuencia de este indigenismo literario era la indefensión de los poblados y la insolencia cada vez mayor de las tribus, que se acrecentaba a favor de las disidencias civiles. Los doctores del gobierno solían despertar a la realidad después de cada malón imprevisto, con matanzas, incendios y robo de mujeres y ganado, y acudían a reforzar precipitadamente la líneas de frontera o enviaban expediciones punitivas que siempre concluían desastrosamente en carreras agotadoras por el vasto desierto, cuyos secretos solo el indio conocía y dominaba.

Rosas se había criado y hecho hombre en la frontera y tenía en la sangre la tradición viva de la guerra contra el infiel. La estancia de Rincón de López –donde su abuelo materno, don Clemente López de Osornio había muerto víctima de un malón- era una verdadera marca. No participaba, por consiguiente de aquellas ilusiones (que, por lo demás, ya se habían disipado bastante) y consideraba que el problema del indio solo se resolvería por su total sometimiento o el exterminio de los recalcitrantes; es decir la continuación del sistema de la conquista. Durante su actuación como comandante de la campaña había propuesto el avance paulatino de las líneas fronterizas y el sistema mixto de negociación y rigor, que aplicó con éxito, ganando la confianza de los caciques por el cumplimiento riguroso de los compromisos y el castigo de las transgresiones; y se había opuesto a las expediciones punitivas condenadas al fracaso.

Al cabo hubo de convencerse de la insuficiencia de ese método. Los malones se habían convertido en una verdadera industria, apoyada por intereses poderosos que contaban incluso con la complicidad de funcionarios de la campaña: el producto de los robos se negociaba por lo común en Chile y producía a los intermediarios pingue provecho. Era necesario destruir en su origen el mal.

Combinó entonces con el presidente de Chile la realización de una campaña conjunta por medio de tres columnas convergentes. La de la derecha, al mando del general Bulnes, tendría por misión atajar a las tribus que pasasen la Cordillera. En nuestro territorio operaria una columna central al mando del general Quiroga (quien desempeñaría el comando en jefe de la campaña) y otra izquierda al mando de Rosas, las que se encontrarían junto a las nacientes del rio Negro, después de haber limpiado de aborígenes su recorrido. El general Aldao, por su parte avanzaría hacia el sur desde Mendoza. En sustancia, el plan previsto medio siglo atrás por el virrey don Pedro de Ceballos.

Rosas asumió la dirección de la campaña como jefe de la división de Buenos Aires y estableció su cuartel general en Monte. Allí empezó a organizar su ejército, poniendo a contribución –para suplir la reticente ayuda oficial- su propio peculio y el de sus amigos. Contaba con la colaboración de algunas tribus aliadas, inestimable como fuente de información y tropas auxiliares. Para que la empresa diera todos sus frutos, agregó a ella un grupo de técnicos e ingenieros, con el objeto de que estudiasen las características geológicas y naturales de las regiones que se conquistasen, así como de efectuar cateos y mensuras.

El tres de abril de 1833 se puso en macha la columna en dirección al sur. El once de mayo había alcanzado las márgenes del rio Colorado, donde se estableció campamento, después de explorar el territorio al Este y al Oeste con columnas parciales y sosteniendo escaramuzas con las tribus de la zona. El naturalista Darwin, en su viaje alrededor del mundo, llegó a ese punto a la sazón y visitó el campamento, dejándonos testimonios en su diario de la fuerte impresión que le produjo el jefe y de la popularidad de la guerra contra el salvaje en toda la campaña, para cuyos habitantes no era el idílico “hermano” de logistas e ideólogos, sino el enemigo alevoso, cruel y rapaz.

La columna del centro, entre tanto, cuyo comando había delegado Quiroga, por hallarse enfermo, en el general Ruiz Huidobro, había batido a las hordas guerreras del feroz cacique ranquel Yanquetruz, persiguiéndolo hasta las márgenes del Salado. Sin medios para proseguir, por falta de las caballadas que el gobierno de Córdoba, violando sus compromisos, no le proveyó, debió volverse. Como represalia, participaría en la revolución que estalló a poco contra Reinafe, para poner en el gobierno a don Claudio Arredondo. Aunque Quiroga lo desautorizó públicamente, hubo de atribuírsele la instigación de la frustrada intentona, dada su rivalidad con López  –patrono de Reinafe- y la importancia de la situación del centro en el pleito por la hegemonía nacional. Este episodio (al que no eran ajenos los manejos de los unitarios emigrados, que obraban sobre el gobernador de Santa Fe por intermedio de su ministro Cullen) debe destacarse, porque en él se encuentra el origen inmediato de la tragedia de Barranca Yaco.

El general Aldao había seguido el rastro de Yanquetruz. Lo alcanzó en su toldería, donde destrozó los resto de su fuerza. De allí debió emprender la vuelta, también por agotamiento de sus medios de movilidad.

Por lo que hace al general Bulnes, no pudo terminar su misión por el estallido de una revolución en Santiago. Después de haber colaborado breve tiempo, impidiendo el paso de la Cordillera a las tribus acosadas de este lado, se vio obligado a firmar una paz con los ranqueles de los valles del sur, dejando allí un foco de infección y un vivero de malones futuros.

Rosas seguía su marcha hacia el Rio Negro, divididas sus fuerzas en columnas parciales. El 26 de mayo obtuvo el primer triunfo importante. La columna al mando del general Pacheco destruyó completamente, cerca del Choele-Choel, a la tribu del cacique araucano Pallayrén, que le ofreció combate, matando al cacique y a casi a todos los indios de pelea.

Se mandaron de allí destacamentos hacia la cordillera, con el objeto de completar las operaciones que habían dejado inconclusas Bulnes, Aldao y Ruiz Huidobro.

En estas circunstancias tendría Rosas la primera noticia de los extremos a que llegaba contra su persona la hostilidad del gobierno de Balcarce, con quien se habían enfriado sus relaciones por muestras repetidas de reacción contra su política, instigadas por la fracción liberal. Por infidencias de unos indios aliados, supo que desde la capital se los incitaba a la sublevación. Intimados por el general en jefe, los caciques Catriel y Cachul le ratificaron su adhesión y mandaron lancear a los caudillos promotores de rebeldías. En conocimiento de que muchos oficiales, también por intrigas de la capital, se manifestaban descontentos, Rosas los envió de vuelta. No quería, según dijo en esa ocasión, “tener en el ejército hombres que no cooperasen de corazón a la obra grande que se proponía llevar a término, costase lo que costase, de dejar aseguradas las fronteras de la provincia".

Las operaciones prosiguieron con gran energía. El general Pacheco remontó ambas márgenes del rio Negro y destruyó las tolderías del fuerte cacique Chacori. Otra columna liquidó la indiada brava del cacique Pitrioloncoy. La misma división atacaría a nado la isla Choele-Choel, acuchillando a los salvajes que se habían refugiado en ella y aprisionando multitud de familias. En los cerros próximos se dio cuenta del resto de los fugitivos.

Las fuerzas destacadas hacia el norte, en el territorio de los ranqueles, cumplían entretanto la operación de limpieza que debía haber realizado la columna del centro, destrozando al sur de San Luis las indiadas de guerra del cacique Yanquiman, al que se habían plegado los restos de la tribu de Yanquetruz. Por la parte sur del rio Negro, la columna al mando del mayor Ibañez anulaba a los últimos guerreros que quedaban en las inmediaciones bajo el cacique Cayupan, a quien alcanzó y mató antes de que pudiera refugiarse en Chile. En la campaña total se habían liquidado más de diez mil indios de guerra y rescatado cuatro mil cautivos.

A continuación Rosas regresó con su división a Napostá, dejando guarniciones en Choele-Choel, en el cuartel general del rio Colorado, en las márgenes del Negro y en los puntos donde antes se establecían fortines. De allí intimó a los indios borogas (que habían celebrado un pacto con él y no lo habían cumplido, continuando en sus depredaciones) a que devolvieran los cautivos y haciendas que tenían en su poder. Como se negaran, atacando a la partida que llevaba el mensaje, mandó sobre ellos algunos escuadrones veteranos que los exterminaron, matando más de mil indios guerreros y rescatando todo lo robado. Era la última indiada rebelde que quedaba. Los tehuelches y los pampas de Catriel y Chacul estaban sometidos. El peligro del indio no existía ya y no se volvería a hablar de él sino incidentalmente durante los veinte años de gobierno del Restaurador.

*Tomado de: Ernesto Palacio. Historia de la Argentina. Libro III, Cap. XVII. Decimoséptima edición. Ed Abeledo Perrot.

sábado, 11 de octubre de 2014

LA HISPANIDAD

Por: Vicente Sierra

No sabríamos a quien atribuirle aquello de que África comienza en los Pirineos. La boutade –la llamamos así por que huele a producto galo- está más cerca de haber formulado un agudo juicio histórico de lo que pudo suponer su autor. Es exacto, por de pronto, que si por Europa habría de entenderse ese conjunto de armónicas estupideces –según la adjetivación de León Daudet- que dio tono al siglo pasado, Europa terminaba verdaderamente en los Pirineos. Liberales, racionalistas, positivistas, socialistas y hasta los pintorescos librepensadores, no fueron en España sino valores de segunda mano. Lo mismo ocurrió en Hispanoamérica. Algo así como una incapacidad fisiológica de la raza hizo que no se diera un solo escritor de tales tendencias que no fuera un repetidor, incapacitado para toda creación, de autores de allende el Pirineo; mientras que al mismo tiempo surgían, como expresión de la vitalidad de los motivos eternos de la Hispanidad, siempre renovados, figuras señeras y señoras como la de Menéndez y Pelayo, Balmes, González Aristero, Vazquez de Mella, Donoso Cortes y otros. En la literatura de América se destaca una autentica obra maestra: Martin Fierro, de José Hernández, obra de neto pensamiento, forma y fondo racial, que no es sino una dura crítica a la ruptura del equilibrio social que España implantó en América durante el siglo XVI y el Liberalismo destruyó en el XIX. Tales comprobaciones nos dicen que, en este último siglo, Europa terminaba en los Pirineos; pero en los Pirineos comenzaba América. No la América de entonces, ávida de plagios, sedienta de patrias extrañas, que no se reconocía a sí misma porque había renunciado a su pasado y a su legítimo destino. Pero del mal de América no teníamos toda la culpa sus hijos. La tenia también aquella España del siglo XVIII que renunció a ser ella misma y que, cuando en 1767 expulsó de su seno a la Compañía de Jesús, dijo a América que había renunciado a la razón de ser del Imperio. Aquella razón de ser que afirmaron los Reyes Católicos, Carlos I y Felipe II. El conde de Aranda, cerrado de mollera, creyó más en los elogios de Voltaire que en la realidad del mundo hispánico.

Cuando decimos que América comienza en los Pirineos no hacemos geografía, sino historia. Podríamos decir que España comienza en América, y sería lo mismo. El juicio histórico no es un simple orden de conocimientos; es el conocimiento mismo. Después de haber pasado una sucinta revisión de la acción de España en América durante el siglo XVI, comprendemos que lo que comienza en los Pirineos es la Hispanidad, puesto que la siembra gloriosa de aquel siglo fructifico en pueblos que llevan impreso su sello de manera indeleble. Y no es esta una nueva versión del parto de los montes, sino una valoración histórica cuya trascendencia abruma por la responsabilidad que comporta. Responsabilidad imposible de evitar, porque la historia no se plantea problemas que no pueda resolver.

La humanidad se encuentra dividida entre dos campos ideológicos, más se equivocan quienes creen que es el de la lucha del proletariado contra el capitalismo, entre los restos del demoliberalismo y las formas absorbentes del Estado, o el del encuentro de las tantas formas bastardas con que el hombre procura esquivar la comprensión de ciertas cosas esenciales; la lucha es entre Cristo y el Anticristo, entre el Bien y el Mal, entre la Verdad y la Mentira, entre el Catolicismo y el comunismo materialista, entre la Hispanidad y esa falsa Europa que termina en los Pirineos, castigada por la gran herejía de la falsa Reforma y las desviaciones del falso Renacimiento. Se acerca el final de los cuarenta días y las cuarenta noches en el desierto, donde el diablo tentó a los hombres, y es hora de decir: “¡Vete, Satanás!. También está escrito: no tentaras al Señor, tu Dios”. Pues bien: la trinchera salvadora del catolicismo, la trinchera de Cristo será la Hispanidad. Solo ella siente la Fe como una milicia, porque solo en el hombre de la Hispanidad se une el caballero al cristiano, en fusión perfecta e identificación radical, concretadas en una personalidad absolutamente individual y señera, a la que García Morente denominó el “caballero cristiano”. Tal la importancia histórica que tiene el comprender que la Hispanidad comienza allí mismo donde termina lo otro.

La reconstrucción que la Humanidad reclama no es un problema material; es, sobretodo, una cuestión moral. De él no se trata en la Sociedad de Naciones porque en su seno está oculto el gran culpable: la herejía. Este siglo destaca dos hechos auténticamente legítimos: la Revolución Rusa y la Guerra Española. La primera es hija de la Reforma; la segunda, de la mal llamada Contrarreforma. Anverso y reverso de una misma medalla. ¡Al aire con ella! ¡Guay de los hombres si en vez de caer cruz cae cara! ¡Si en lugar del signo de la Redención sale el busto, en traje de calle, de algún embalsamado tirano de oriente!

Vivimos la hora de regresar. España supo hacerlo a tiempo, y cuando la vimos regresar, como el padre de la parábola del hijo prodigo, los hombres de América dijimos: “Este tu hermano era muerto y ha revivido… Menester es hacer fiestas y holgarnos”. Pero nuestro holgorio es hablar de Hispanidad. Hasta poco antes hablamos de confraternidad hispanoamericana. Al hablar de Hispanidad termino aquella paparrucha de que, cierto día, los pueblos de América se sintieron mayorcitos de edad y resolvieron trabajar por su cuenta, abandonando la casa paterna, para retornar algún día a enterrar –eso sí, piadosamente- a los padres. Tanta tontería de tipo familiar comienza a ser sustituida por la convicción de la identidad del pensamiento hispánico en lo fundamental, en cuyo mundo nadie muere, ni hay padres, ni hermanos, ni hijos, ni nadie con quien fraternizar. Por el camino de la confraternidad – que huele a masonería- se nos quiso hacer encontrar en el futuro, pero ¿Cómo habríamos de lograrlo si habíamos renunciado a encontrarnos en el pasado? Y ese encuentro en el pasado equivalía a redescubrir nuestro sentido de la persona humana, nuestro amor a la libertad, nuestro estilo  de vida, nuestras normas de conducta, nuestra comprensión de los deberes para con nosotros mismos y con nuestros semejantes en la vida temporal, así como nuestra obligación de asegurarnos la vida eterna. Todo esto, hasta no hace muchos años olía a rancio, despertaba tremebundas imágenes de autos de fe y evocaba siniestras procesiones de mojes y frailes denunciadores de hipócritas intenciones. Era la época en que un escritor francés, refiriéndose a los americanos, decía con ingenua convicción: “Vosotros no sois hijos de España, vosotros sois hijos de la Revolución Francesa”, sin que el infeliz se diera cuenta que ni siquiera los franceses auténticos tienen semejante padre. Pero América lo creyó o, por lo menos, deploró que no fuera verdad. Paseó entonces por las rutas de la Hispanidad Ramiro de Maeztu, y dijo que España, era una encina medio sofocada por la hiedra, a pesar de lo cual el ideal hispánico está en pie, no era agua pasada, y no sería superado mientras quedara en el mundo un solo hombre que se sintiera imperfecto. Porque la Hispanidad es resultado de la desilusión y la fe. No se atrevió Maeztu a fijar el destino de los pueblos de América, pero en genial iluminación dijo: “presumo que los caballeros de la hispanidad están surgiendo en tierras muy diversas y lejos unos de otros, lo que no les impedirá reconocerse”.

¡Magnifica intuición!. Magnifica, porque es evidente que comenzamos a reconocernos. Dice el mejicano Fuentes Mares: “Como ayer, hoy en América la Hispanidad implica un concepto militante del mundo y de la vida. Sin duda contamos con la más poderosa de todas las armas: son ideas que no solo se defienden solas, sino que son activas y se imponen por sus propios méritos en las conciencias. El tono que se emplee para enunciarlas es realmente lo de menos: el escritor de la Hispanidad entona las ideas, pero no las crea; las rescata de los hechos de su historia tal y como en su historia se entregan, y las hace llegar a la luz, donde ya las ideas se defienden solas hasta imponerse y triunfar por fin. Se ha dicho que nuestro hispanismo es agresivo porque se le compara con el de nuestros abuelos, poseídos por franco complejo de inferioridad. Mas no es, en el fondo, que seamos agresivos, sino que nada hay en si más agresivo y más tranquilo a la vez que la verdad”.

Cuando nos adentramos en la labor que España desarrolló durante el siglo XVI, comprendemos que entonces se integró la personalidad y el ser del hombre de hispanoamerica, no solo se integró un continente en lo material; se lo formó en lo espiritual; y esa labor se consolidó sobre tales bases, que vanos fueron los esfuerzos realizados para borrar sus huellas. Desparecida la riada destructora, sobre el camino permanecieron las marcas de los que antes caminaron por él, señalando la orientación para llegar, una vez más a donde debemos llegar. “El diablo introdujo en la Iglesia al hombre del libre albedrio”, dijo Lutero. En Trento, por boca española se subrayó el dogma de la libertad, es decir el de la posibilidad de colaborar en la obra divina, poniendo a salvo la Encarnación en cada hombre, la real existencia de un cuerpo místico. En Trento se afirmó la existencia de la libertad en la posibilidad de consistir o resistir. Mientras Lutero decía que la Gracia encuentra al hombre corrompido y corrompido lo deja, agregando que su acción se reduce a no otorgarle la no imputabilidad del pecado, los misioneros de España, que no creían que la Gracia fuera una ficción jurídica, sino una renovación vital, penetraron en las fragosidades de las selvas americana para llevarla a los naturales, seguros de que ella, vivificando a la naturaleza como una perfección elevaría a un ser perfectible. Tal es la siembra estupenda del siglo XVI. Frente al mundo que se debate en la angustia y el asco, solo los ideales de la Hispanidad ofrecen salvación. Tenían razón Carlos I y Felipe II. Mientras los ideales que terminan en los Pirineos continúan dividiendo, los que allí comienzan unen a muchos pueblos dentro de lo esencial: un mismo sentido de la vida. El destino de la Hispanidad tiene que ser, por todo eso, salvar, en el caos que se avecina, la persona humana y, con ella, vencer al anticristo. Es el imperativo que dejaron en América, sellado con su sangre, como un deber de conciencia. Legado que los hombres de América deben recibir, salvo que renunciaran a su propio ser y a su propia personalidad para insistir, por las vías del plagio, en recorrer caminos de muerte, como fueron aquellos en que los falsos apóstoles de la política sumergieron a América durante el último siglo. Pero muchas voces anuncian que ese peligro ha pasado. La voz autentica del estilo de la raza vuelve a ser escuchada. Los hispanoamericanos principiamos a comprender que Dios está en nosotros, porque Dios está en la Hispanidad; y está en ella porque la Hispanidad –como sentido de la vida- es la verdad. La siembra española del siglo XVI se abre en esperanzas, que dicen que América, en las luchas del futuro, estará donde le corresponde: ¡con Cristo Rey!. Desde los muros seculares de El Escorial, así lo ordena la voz rectora de Felipe II.

Laus Deo.

Buenos Aires. Enero de 1952. En el día de la conversión de San Pablo.

Tomado de: “Así se hizo América”. Cap. XX. Editorial Dictio.

domingo, 21 de septiembre de 2014

El comandante José Artigas*

Por: Federico Ibarguren

Uno de los arduos problemas que en 1811 ocupó la atención de la Junta Grande fue el relativo a la hostilidad de Montevideo, en franco entendimiento con la Corte portuguesa instalada en Rio de Janeiro.

Fracasadas las iniciadas misiones de persuasión y apaciguamiento (a cargo como se sabe, de Juan José Paso la primera, ante el Cabildo y demás autoridades de la otra Banda; y de Mariano Moreno, su hermano Manuel y Tomas Guido la siguiente, destinada a Londres haciendo escala en la capital de Brasil), el conflicto agravose con la súbita llegada a la vecina plaza, el día 12 de enero de 1811, de don Francisco Javier de Elio, designado por el Consejo de Regencia de Cádiz para ocupar el cargo de Virrey y capitán general de las Provincias del Rio de la Plata y Alto Peru, respectivamente.

Mandar a Elio al Rio de la Plata como hombre de guerra, era soberanamente ridículo, porque de Montevideo no podían sacar medios ni poder con que oponerse a la Capital –comenta el historiador Vicente Fidel Lopez (1)-. Mandarlo como magistrado capaz de traer a buen acuerdo los ánimos y los intereses de la Revolución, era contar con un verdadero desatino. Él era precisamente el hombre de toda España en quien las provincias pudieran confiar menos para aceptar una reconciliación cualquiera. Sus notorios antecedentes, sus actos de 1808 y 1809, los instintos feroces de que había dado muestras, sus tropelías, sus insinuaciones perversas contra Liniers y contra los hijos del país, su altanería grosera y ultrajante, su inclemencia, su audacia y sus innegables cualidades de hombre de guerra, eran motivos más que suficientes para que no se pensara siquiera en desistir de la marcha revolucionaria… Elio daba ahora la noticia de que España existía y de que, aliada la generosa Inglaterra, muy pronto quedaría victoriosa… y él estaba persuadido de que la Junta haría reconocer y jurar a las Cortes de Cádiz, enviando sus diputados a la mayor brevedad, que autorizaba y comisionaba al oidor de la Audiencia de Chile, don Jose Acevedo, para que pasase a Buenos Aires, con estos pliegos y negociase todo lo conducente a la entrega del mando que le correspondía”.

Pero la Junta, presidida por Saavedra, rechazó de plano y con indignación la exigencia del último Virrey español del Rio de la Plata. Y en tanto era perentoriamente despachado de la Capital el emisario Acevedo, la agitación subversiva crecía en todo el territorio de la Banda Oriental en favor de la causa de Mayo, encendida por agitadores como Pedro Saenz de Cavia; por sacerdotes como Santiago Figueredo, Silvio Martinez y los frailes Ignacio Mestre, Manuel Weda, Casimiro Rodriguez, Ramon Irrazabal y José Rizo; por militares como Prudencio Murgiondo, Juan Balbin Vallejo, Jorge Pacheco, Patricio Beldon, José Cano, Rufino Barza y Ramón Fernandez; por alcaldes como José Arbido; por abogados como Lucas Obes; por hacendados como Nicolás Delgado y Miguel del Cerro; por comerciantes como Baltazar Mariño; por paisanos como Pedro Viera y Venancio Benavidez. Y por otros cien precursores más, patricios y plebeyos, cuyos nombres –que figuran registrados en los archivos históricos de la época, debo omitir aquí en homenaje a la brevedad del relato.

Recordaremos una referencia interesante, omitida en casi todos los textos de la historia argentina. En el tan controvertido “Plan” de operaciones atribuido a Mariano Moreno del 30 de agosto de 1810, como medida de extrema importancia política para el éxito del movimiento revolucionario en el Rio de la Plata, se recomienda de manera particular “atraerse a dos sujetos, por cualquier interés y promesas –reza el citado documento- así por sus conocimientos que nos consta son muy extensos en la campaña, como por sus talentos, opinión, concepto y respeto:  son el capitán de dragones, don Jose Rondeau y el capitán de blandengues, don José Artigas…”. Con el apoyo de estos dos hombres el perspicaz secretario Moreno suponía –no sin fundamento- formalizar el sitio de la plaza de Montevideo en menos de seis meses. ¡Formidable vaticinio histórico!

La suerte corrida por el capitán Rondeau (bautizado con el mote de Tupac Amaru con que se designaba a los revolucionarios) (2) no fue muy lucida que digamos. El susodicho habría de ser separado de su regimiento, dándosele traslado a Paysandu, al tiempo que el capitán de navío Michelena aprontabase a invadir la villa de Concepción del Uruguay. Por su parte, el capitán Artigas en aquellos momentos prestaba servicios en la Colonia “bajo las órdenes del duro gobernador Muesas”(3). Anticipándose a los acontecimientos partió solo para Buenos Aires, el 15 de febrero de 1811, ofreciendo sus servicios a la Junta (para derrocar al dos veces separatista virrey Elio) y rendir así, en nombre de la más estrecha “Unión Fraternal” con sus vecinos occidentales del Plata (4) al bien pertrechado baluarte montevideano defendido por el funcionario de marras.

En premio al reconocido prestigio de que gozaba en su provincia natal, las autoridades de la Revolución designaron Teniente Coronel de Blandengues al guerrillero criollo, con encargo de insurreccionar las poblaciones de la Banda Oriental: “lo que cumplió –anota don Enrique Udaondo-, dando lugar con la victoria que sus hombres consiguieron en Las Piedras, a que el coronel Rondeau pudiera llevar su ejército a sitiar Montevideo”.

Artigas, en efecto, investido ya con los atributos del caudillo después de su resonante triunfo sobre las huestes de Elio (18 de mayo de 1811), acampó su fanatizada montonera gaucha en El Cerrito. “La batalla de Las Piedras retempló en toda América el espíritu de la revolución de Mayo –señala Juan Zorrilla de San Martin (5)-. La Junta de Buenos Aires se sintió compensada de los desastres de Belgrano en el Paraguay y del descalabro de Huaqui, que acaece casi en el mismo tiempo (junio de 1811) y confirió al vencedor el grado de coronel, y le decretó una espada de honor. El nombre de su victoria, como la del otro Artigas en San José, suena junto con las de San Lorenzo y Suipacha y Tucumán, en las estrofas del himno que hoy canta el pueblo argentino y enseña a cantar a sus niños al recordar sus efemérides de gloria.

Tan tremendo fue el golpe asestado al régimen liberal de las Cortes, reunidas por entonces en Cádiz, que dos días después de aquella derrota su representante acreditado en Montevideo, reconociendo paladinamente la impotencia en que se hallaba, atreviose a escribir el siguiente parte confidencial al señor Ministro del despacho de Estado de S.M. (un documento histórico poco conocido y que no tiene desperdicio): “Excmo. Señor –dice la nota reservada-: la División avanzada que constaba de la mejor y mayor fuerza disponible de esta Plaza ha sido tomada y destrozada con su artillería por los contrarios, por cuyo motivo me veo ya obligado a abandonar enteramente el punto de la Colonia y reunir aquí las fuerzas todas; la Plaza jamás puede ser tomada por ellos a la fuerza como lo he asegurado muchas veces, pero en apurando mucho al vecindario, única defensa que me queda, pues un resto de las demás tropas más me sirven de embarazo que de ventaja por creerlas adictas a la causa del país, ignoro lo que podrá ser. El vecindario europeo, que es el único principal y pudiente de esta Plaza, en caso de verse apurado, estoy cierto preferiría llamar a los ingleses para enarbolar en ella su pabellón que le entregase a la Junta de Buenos Aires, tal es el horror que le tienen y al cual en efecto se ha hecho acreedora por su conducta. Es imposible poder asegurar a V.E. el desenlace de este negocio, pues depende de causas muy difíciles de calcular, resultando de todo el gran riesgo en que se halla esta América del Sur. Dios guarde a V.S. muchos años. Montevideo, 20 de mayo de 1811. Excmo Sr Xavier de Elio. (Rubricado)”.

El “desenlace de este negocio” para el impopular virrey en desgracia, no fue otro, en definitiva, que acceder y rendirse a los insistentes pedidos de la princesa Carlota. Cualquier cosa (hasta pactar con el diablo, consintiendo el más indigno de los renunciamientos al honor castellano), antes que entregarse a la Junta de Buenos Aires. Y así, como protocolizando la decadencia de España, un fuerte ejercito portugués al mando del general Diego de Souza atravesó con ostentación –haciendo oídos sordos a las advertencias de Lord Strangford- la antigua frontera hispano-lusitana, penetrando en la provincia Oriental con propósitos de conquista.

Pero quedaba en pie, insobornable, el comandante José Artigas: conductor de multitudes gaucho-indígenas fanatizadas y decididas a morir por su jefe. Desde 1807 no se había visto, en todo el virreinato, un ejemplo semejante de obediencia y resolución de defender, a toda costa, la tierra de los antepasados. Artigas fue el primer caudillo popular de Mayo que se alzó, gallardo, contra el bélico avance portugués en la patria común y contra la actitud del último virrey, enemigo de una paz honorable con Buenos Aires. Precursor, en la acción,  del Federalismo criollo (único sistema capaz de coordinar empíricamente el mundo americano de habla española, frente al hecho de la acefalia real y de la anarquía política); capitán de Blandengues durante la dominación hispánica; comandante de los orientales, después; y Protector de los Pueblos Libres plebiscitado por las masas rioplatenses en el apogeo de su década de gloria.

Algunos no creían hombres a esos indios, Artigas si –escribe Zorrilla de San Martin-; los creyó hombres y los amó con predilección; hasta habló su lengua. Artigas se expresaba con facilidad en guaraní. Ellos, en cambio, lo juzgaron un semi-dios, y le dieron toda la sangre que les pidió. Y él hizo de ellos soldados, soldados de la patria, disciplinados, valientes… cuando Artigas, vencido y abandonado de todos, se hunde en la sombra paraguaya, los indios de las Misiones, los últimos amigos, saldrán a su encuentro y le pedirán la bendición, como si vieran en él al gran sacerdote de un dios, o al Dios mismo; la revelación de lo divino en la carne. Se dijera que la pobre raza condenada a muerte se agarraba de él para quedar en la tierra. Refiere Saint Hillaire, en la narración de su viaje a Rio Grande, que vio allí a un niño indio del Uruguay, que, caído prisionero en la guerra contra Artigas, servía de paje al gobernador portugués. El indio estaba bien vestido, bien tratado; tenía su bonita librea azul con botones dorados. El viajero francés le preguntó si estaba contento. El niño bajo la cabeza -¿deseas algo? Le dijo-. Si. -¿Y qué es lo que más desearías? -¡Irme con Artigas –contesto el niño-, irme con Artigas!

Es con Artigas pues –enemigo de los invasores brasileños y de sus aliados europeos o criollos-, que recién comenzará a manifestarse en estos pueblos ubicados al sur de Rio Grande, el fermento de una revolución social típicamente campesina, que dio tono y color local al cruento proceso de nuestra emancipación definitiva de la madre patria.

Notas:
1)      Historia de la República Argentina
2)      Ricardo H. Caillet Bois. Historia de la Nación Argentina
3)      Hugo D. Barbagelata. Artigas y la revolución americana
4)      Diccionario Biográfico Argentino
5)      La  epopeya de Artigas

*Ibarguren, Federico. Así fue mayo.