lunes, 20 de octubre de 2014

La conquista del desierto*

Por: Ernesto Palacio

El problema del indio había sido descuidado veinte años por los gobiernos revolucionarios. No era ajena a esa pasividad la influencia de la revolución ideológica operada a raíz de la guerra contra España y que se tradujo en la exaltación sentimental del aborigen, víctima de la “usurpación”. Ese indigenismo ruseliano, que se exhibe en documentos de tanta trascendencia como el “manifiesto” que dio el Congreso de Tucumán al declararnos independientes, era una confesión de culpa por parte de los hijos de conquistadores y anunciaba un cambio fundamental de política: el fin de la conquista por las armas. El indio no será ya el enemigo, sino el hermano desgraciado a quien había que amparar y el progenitor a quien había que honrar. Tan hondo había calado la influencia de Rousseau que se prefería (aun por quienes no tenían en sus venas una gota de sangre aborigen) apelar a la tradición de aquellas gente “natural”, inocente y desdichada, que a la de sus “corrompidos” y “sanguinarios” sojuzgadores. Esta ideología que dominó en la Asamblea, el Congreso de Tucumán y los Directorios se manifestaba con mayor virulencia en los representantes del norte, donde el aborigen ya no representaba peligro y era más general la mezcla de razas, y entre los “ilustrados” de las ciudades, que solo habían visto a los indios de lejos.

La consecuencia de este indigenismo literario era la indefensión de los poblados y la insolencia cada vez mayor de las tribus, que se acrecentaba a favor de las disidencias civiles. Los doctores del gobierno solían despertar a la realidad después de cada malón imprevisto, con matanzas, incendios y robo de mujeres y ganado, y acudían a reforzar precipitadamente la líneas de frontera o enviaban expediciones punitivas que siempre concluían desastrosamente en carreras agotadoras por el vasto desierto, cuyos secretos solo el indio conocía y dominaba.

Rosas se había criado y hecho hombre en la frontera y tenía en la sangre la tradición viva de la guerra contra el infiel. La estancia de Rincón de López –donde su abuelo materno, don Clemente López de Osornio había muerto víctima de un malón- era una verdadera marca. No participaba, por consiguiente de aquellas ilusiones (que, por lo demás, ya se habían disipado bastante) y consideraba que el problema del indio solo se resolvería por su total sometimiento o el exterminio de los recalcitrantes; es decir la continuación del sistema de la conquista. Durante su actuación como comandante de la campaña había propuesto el avance paulatino de las líneas fronterizas y el sistema mixto de negociación y rigor, que aplicó con éxito, ganando la confianza de los caciques por el cumplimiento riguroso de los compromisos y el castigo de las transgresiones; y se había opuesto a las expediciones punitivas condenadas al fracaso.

Al cabo hubo de convencerse de la insuficiencia de ese método. Los malones se habían convertido en una verdadera industria, apoyada por intereses poderosos que contaban incluso con la complicidad de funcionarios de la campaña: el producto de los robos se negociaba por lo común en Chile y producía a los intermediarios pingue provecho. Era necesario destruir en su origen el mal.

Combinó entonces con el presidente de Chile la realización de una campaña conjunta por medio de tres columnas convergentes. La de la derecha, al mando del general Bulnes, tendría por misión atajar a las tribus que pasasen la Cordillera. En nuestro territorio operaria una columna central al mando del general Quiroga (quien desempeñaría el comando en jefe de la campaña) y otra izquierda al mando de Rosas, las que se encontrarían junto a las nacientes del rio Negro, después de haber limpiado de aborígenes su recorrido. El general Aldao, por su parte avanzaría hacia el sur desde Mendoza. En sustancia, el plan previsto medio siglo atrás por el virrey don Pedro de Ceballos.

Rosas asumió la dirección de la campaña como jefe de la división de Buenos Aires y estableció su cuartel general en Monte. Allí empezó a organizar su ejército, poniendo a contribución –para suplir la reticente ayuda oficial- su propio peculio y el de sus amigos. Contaba con la colaboración de algunas tribus aliadas, inestimable como fuente de información y tropas auxiliares. Para que la empresa diera todos sus frutos, agregó a ella un grupo de técnicos e ingenieros, con el objeto de que estudiasen las características geológicas y naturales de las regiones que se conquistasen, así como de efectuar cateos y mensuras.

El tres de abril de 1833 se puso en macha la columna en dirección al sur. El once de mayo había alcanzado las márgenes del rio Colorado, donde se estableció campamento, después de explorar el territorio al Este y al Oeste con columnas parciales y sosteniendo escaramuzas con las tribus de la zona. El naturalista Darwin, en su viaje alrededor del mundo, llegó a ese punto a la sazón y visitó el campamento, dejándonos testimonios en su diario de la fuerte impresión que le produjo el jefe y de la popularidad de la guerra contra el salvaje en toda la campaña, para cuyos habitantes no era el idílico “hermano” de logistas e ideólogos, sino el enemigo alevoso, cruel y rapaz.

La columna del centro, entre tanto, cuyo comando había delegado Quiroga, por hallarse enfermo, en el general Ruiz Huidobro, había batido a las hordas guerreras del feroz cacique ranquel Yanquetruz, persiguiéndolo hasta las márgenes del Salado. Sin medios para proseguir, por falta de las caballadas que el gobierno de Córdoba, violando sus compromisos, no le proveyó, debió volverse. Como represalia, participaría en la revolución que estalló a poco contra Reinafe, para poner en el gobierno a don Claudio Arredondo. Aunque Quiroga lo desautorizó públicamente, hubo de atribuírsele la instigación de la frustrada intentona, dada su rivalidad con López  –patrono de Reinafe- y la importancia de la situación del centro en el pleito por la hegemonía nacional. Este episodio (al que no eran ajenos los manejos de los unitarios emigrados, que obraban sobre el gobernador de Santa Fe por intermedio de su ministro Cullen) debe destacarse, porque en él se encuentra el origen inmediato de la tragedia de Barranca Yaco.

El general Aldao había seguido el rastro de Yanquetruz. Lo alcanzó en su toldería, donde destrozó los resto de su fuerza. De allí debió emprender la vuelta, también por agotamiento de sus medios de movilidad.

Por lo que hace al general Bulnes, no pudo terminar su misión por el estallido de una revolución en Santiago. Después de haber colaborado breve tiempo, impidiendo el paso de la Cordillera a las tribus acosadas de este lado, se vio obligado a firmar una paz con los ranqueles de los valles del sur, dejando allí un foco de infección y un vivero de malones futuros.

Rosas seguía su marcha hacia el Rio Negro, divididas sus fuerzas en columnas parciales. El 26 de mayo obtuvo el primer triunfo importante. La columna al mando del general Pacheco destruyó completamente, cerca del Choele-Choel, a la tribu del cacique araucano Pallayrén, que le ofreció combate, matando al cacique y a casi a todos los indios de pelea.

Se mandaron de allí destacamentos hacia la cordillera, con el objeto de completar las operaciones que habían dejado inconclusas Bulnes, Aldao y Ruiz Huidobro.

En estas circunstancias tendría Rosas la primera noticia de los extremos a que llegaba contra su persona la hostilidad del gobierno de Balcarce, con quien se habían enfriado sus relaciones por muestras repetidas de reacción contra su política, instigadas por la fracción liberal. Por infidencias de unos indios aliados, supo que desde la capital se los incitaba a la sublevación. Intimados por el general en jefe, los caciques Catriel y Cachul le ratificaron su adhesión y mandaron lancear a los caudillos promotores de rebeldías. En conocimiento de que muchos oficiales, también por intrigas de la capital, se manifestaban descontentos, Rosas los envió de vuelta. No quería, según dijo en esa ocasión, “tener en el ejército hombres que no cooperasen de corazón a la obra grande que se proponía llevar a término, costase lo que costase, de dejar aseguradas las fronteras de la provincia".

Las operaciones prosiguieron con gran energía. El general Pacheco remontó ambas márgenes del rio Negro y destruyó las tolderías del fuerte cacique Chacori. Otra columna liquidó la indiada brava del cacique Pitrioloncoy. La misma división atacaría a nado la isla Choele-Choel, acuchillando a los salvajes que se habían refugiado en ella y aprisionando multitud de familias. En los cerros próximos se dio cuenta del resto de los fugitivos.

Las fuerzas destacadas hacia el norte, en el territorio de los ranqueles, cumplían entretanto la operación de limpieza que debía haber realizado la columna del centro, destrozando al sur de San Luis las indiadas de guerra del cacique Yanquiman, al que se habían plegado los restos de la tribu de Yanquetruz. Por la parte sur del rio Negro, la columna al mando del mayor Ibañez anulaba a los últimos guerreros que quedaban en las inmediaciones bajo el cacique Cayupan, a quien alcanzó y mató antes de que pudiera refugiarse en Chile. En la campaña total se habían liquidado más de diez mil indios de guerra y rescatado cuatro mil cautivos.

A continuación Rosas regresó con su división a Napostá, dejando guarniciones en Choele-Choel, en el cuartel general del rio Colorado, en las márgenes del Negro y en los puntos donde antes se establecían fortines. De allí intimó a los indios borogas (que habían celebrado un pacto con él y no lo habían cumplido, continuando en sus depredaciones) a que devolvieran los cautivos y haciendas que tenían en su poder. Como se negaran, atacando a la partida que llevaba el mensaje, mandó sobre ellos algunos escuadrones veteranos que los exterminaron, matando más de mil indios guerreros y rescatando todo lo robado. Era la última indiada rebelde que quedaba. Los tehuelches y los pampas de Catriel y Chacul estaban sometidos. El peligro del indio no existía ya y no se volvería a hablar de él sino incidentalmente durante los veinte años de gobierno del Restaurador.

*Tomado de: Ernesto Palacio. Historia de la Argentina. Libro III, Cap. XVII. Decimoséptima edición. Ed Abeledo Perrot.

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