domingo, 6 de agosto de 2023

EL PROBLEMA HISTORICO DE LAS IDEAS POLITICAS EN AMERICA *

 

Por: Vicente Sierra

La historiografía hispanoamericana sobre las ideas políticas de los pueblos del continente ha sido escrita bajo el concepto de que la libertad política, que alcanzó importancia en Atenas y en la Roma republicana, desapareció durante el imperio hasta reaparecer en los últimos dos siglos. La mayoría de tales comentaristas no se han planteado con rigor el sentido de los términos que manejan, y así, al referirse a la democracia, parten del concepto que han recibido del inmediato pasado político europeo, inspirado en un sentido individualista, rechazando, por consiguiente, toda formulación que no se adapte al mismo. Tratase de una posición que responde a un dado momento de una civilización, cuya crisis vivimos y cuya desaparición comenzamos a asistir, basado en esa concepción ideológica del progreso que logró penetrar el espíritu de toda sociedad, desde los conductores del pensamiento hasta los mismos políticos y hombres de negocio, “que son siempre -como dice Christopher Dawson- los primeros en proclamar su falta de confianza en idealismos y su hostilidad hacia las ideas abstractas”.

La idea del progreso fue aceptada por la historiografía liberal como un principio de absoluta verdad y validez universal, evidente por sí misma; de manera que, aun cuando los elementos formales de un juicio histórico demuestren que los conquistadores de América poseían conceptos precisos sobre libertad política, su estimación imparcial resulta difícil, porque el historiógrafo liberal se coloca fuera de la época que estudia para medirla con el cartabón de la que vive. Cartabón que, por cierto, se basa en ideas abstractas y determina una visión idealista del propio presente, ya que la idea del progreso impone la necesidad de afirmar que los conquistadores de América trajeron consigo un espíritu autoritario, como expresión del ambiente político del mundo hispánico. Si así no fuera, la ley del progreso se quebraría en la historias de las ideas políticas americanas, por lo cual todas se inician con la afirmación del autoritarismo de los conquistadores; a pesar de que los elementos formales de que el historiador dispone demuestran que se trata de un disparate histórico en cuanto se lo considere como opuesto a todo sentido democrático en la organización del Estado. Croce hace notar que los requerimientos prácticos que laten bajo cada juicio histórico, dan a toda la historia carácter de “historia contemporánea”, por lejanos en el tiempo que puedan parecer los hechos por ella referidos; es decir que el estado actual de la mente del historiógrafo constituye el material mismo de un juicio histórico. En efecto, y el ilustre filósofo lo dice, el documento por sí mismo de nada sirve, pues “si carezco de sentimientos (así permanezcan latentes), de amor cristiano, de fe en salvación, de honor caballeresco, de radicalismo jacobino o de reverencia por las antiguas tradiciones, en vano escudriñaré las páginas de los Evangelios, de las epístolas de San Pablo o de las epopeyas carolingias, o los discursos pronunciados en la Convención Nacional, o las poesías, dramas y novelas en que el siglo XIX registró su nostalgia de la Edad Media”.

La insensibilidad histórica del historiógrafo liberal, lo que también se advierte en los de tendencia marxista, consiste en que si bien el hombre de hoy -como agrega Croce- es un microcosmos en sentido histórico, es decir, un compendio de la historia universal, lo cual explica, en parte, que sea la historiografía algo moderno, -al punto que son muchos los que estiman que recién el siglo pasado es la era de la Historia- han limitado las posibilidades de comprender el pasado por el afán de someter su proceso a los imperativos de férreas formulaciones o concepciones apriorísticas. Incapaces de liberarse de las ideas vitales de su época, no pueden comprender las del pretérito, posición de la que nos libra la circunstancia de vivir un momento en que las ideas que forjaron el llamado mundo moderno, comienza a perder su poder sobre el espíritu de la sociedad; como también se pierde la faz de la civilización que caracterizaron, perdiendo valor la historiografía consagrada, correspondiente a la misma.

Uno de esos conceptos, aceptado sin reservas, dice: “La Edad Media es la época en la que impera la Iglesia de un modo casi absoluto”. Definida la posición de la Iglesia Católica contra el liberalismo y aceptado el concepto, también “a priori”, de que el liberalismo dotó al hombre de ideas de libertad política que nunca había conocido, la deducción lógica conduce a la afirmación de que la Edad Media sólo tuvo ideas contrarias a todo ideal democrático y, por consiguiente, los conquistadores de América no pudieron traer al Nuevo Mundo otra cosa que ideas afines a sus principios autoritarios o absolutistas de gobierno.

Es claro que, aun aceptando lo difícil que resulta desprenderse de los conceptos de nuestra época, porque formamos parte integrante de la misma -por lo cual hay más historiadores que historiógrafos-, un elemental principio de metodología honesta basta para comprender la conveniencia de comenzar demostrando hasta qué punto es exacto que la Iglesia imperó de un modo absoluto durante la Edad Media, y luego, comprendiendo que la genealogía de las ideas, por mucho que se crea en el carácter rectilíneo del progreso, dista de ser una línea recta, investigar hasta qué punto el liberalismo ha formulado ideas originales en materia de libertad política. Si los historiadores de ideología liberal se hubieran tomado tal trabajo, es probable que, con comprensible desconsuelo, advirtieran lo difícil de semejante demostración. Lo hizo, entre otros, Johannes Bühler, que no pudo menos que referirse con ironía a quienes, partiendo de la posición predominante asignada a la Iglesia, consideran a la Edad Media como la época de la concepción católica del mundo y proceden a enjuiciar sumariamente su cultura con arreglo al punto de vista personal en que el enjuiciador se coloca respecto del catolicismo. Para peor, casi todos los que así proceden, consideran a la Iglesia Católica del medioevo como si fuera la actual, pasando por alto sus sesenta años de inquietudes teológicas y los veinte que consumió el Concilio de Trento, de la cual salió reformada y reestructurada.

Si tal ocurre en cuanto a la Edad Media, en lo que a la comprensión del liberalismo se refiere, todo se reduce en los historiadores a relatar de cómo los escritores franceses difundieron las ventajas del sentido británico de la libertad política, callando la realidad, expuesta en obras serias, por escritores ingleses, de que esas libertades surgían de las entrañas mismas de la Edad Media. Todavía hay profesores que creen, y así lo enseñan algunos textos al uso, que los británicos escribieron en la Carta Magna las libertades que querían obtener, cuando ese documento expresa las que tenían y no querían perder.

Uno de los escritores políticos del pasado que más prestigio tiene entre los historiadores de las ideas políticas en Hispanoamérica es Montesquieu, probablemente más citado que leído, pues cuanto entró a meditar en torno a la historia de las instituciones llegó a la convicción de que el absolutismo era el resultado de una larga usurpación, advirtiendo las antiguas limitaciones del poder real, lo que le condujo a admitir la existencia de rasgos de la humanidad verdadera aún en instituciones consideradas bárbaras. Montesquieu llegó a la conclusión de que el modelo y los fundamentos de la libertad estaban en el pasado, identificando libertad y tradición feudal, por lo que reprochó al absolutismo haber aniquilado viejas costumbres; posición ésta del autor de “El Espíritu de las leyes” que se olvida con sospechosa regularidad.

Concretándonos a la historiografía hispanoamericana, vemos que actúan contra ella dos factores importantes. El primero surge del armazón de mentiras forjadas alrededor de la historia de España y de su acción en el Nuevo Mundo, como manifestaciones de la “literatura de guerra” heredada del período de lucha por la independencia. Alrededor de esta falsa historiografía se forjaron ideas equívocas, que alcanzaron vigencia hasta mucho después de su nacimiento y de las cuales es difícil desprender a pueblos a los que se impusieron normas plagiadas de vida, desligadas de elementos tradicionales. Y como ha dicho Nicolás Berdiaeff: “El conocimiento histórico no es posible fuera de la tradición histórica”. El segundo factor consiste en hacer girar el proceso progresista alrededor de la literatura política, filosófica o sociológica de moda, en Francia, en los distintos momentos de los últimos dos siglos. Si a ambos factores añadimos la circunstancia particular de que la historia, como actividad intelectual, ha estado en América -y continúa en gran parte estándolo- , supeditada a propósitos antihistóricos, como los de llevar agua al molino de formas políticas, como el liberalismo, o económicas, como el capitalismo, bases ambas de las oligarquías dominantes en el Nuevo Mundo, las que, por lo común, se sostienen por su enfeudamiento a algún gran imperialismo, no es de extrañar que al exponer el desarrollo de las ideas políticas en el continente se haya dicho tanta herejía como la emitida como si fuera buena moneda.

Ese carácter de la historiografía americana se refleja en el afán de hacer de la Historia una especie de tribunal del pasado, con relación a los fines ideales que se quieren defender, sostener y ver triunfantes; y ante los cuales se cita a los hombres que fueron, a que concurran a rendir cuenta de sus actos, alcanzando a unos el premio y el estigma a otros. Dice Benedetto Croce: “Los que, presumiendo de narradores de historia, se afanan por hacer justicia, condenando y absolviendo, porque estiman que tal es el oficio de la historia, y toman su tribunal metafórico en sentido material; están reconocidos unánimemente como faltos de sentido histórico, aunque se llamen Alejandro Manzoni”. Tales opiniones no valen como “juicios de valor”, puesto que no son sino meras “expresiones afectivas”, que se forman con la exaltación de personajes y acciones del pasado o símbolos de libertad y tiranía, de generosa bondad y de egoísmo, de santidad y de perfidia diabólica, de fuerza y de flaqueza, de inteligencia elevada y de estupidez; de donde se deriva, en la historiografía argentina, el odio a Rosas, el desprecio por Quiroga o las mentiras difundida sobre Artigas, junto a la creación de mitos, como el de Bernardino Rivadavia, en el que se llega a ver al “más grande hombre civil de la tierra de los argentinos”; juicio que fue forjado, nutrido y difundido por Mitre, a fin de dotar al partido liberal -de ideología extraña al sentido político tradicional de la nación- de algún sostén histórico con que oponerlo a los altos valores tradicionales de su contrincante, el Partido Federal, cuyos caudillos fueron, mediante la difusión de una “leyenda roja” -especie semejante a la “leyenda negra” con que se combatió todo tradicionalismo hispanista-, sumergidos en las expresiones más antojadizas de una imaginaria barbarie.

Como así se lo enseñaron -magister dixit- así lo ha creído el argentino medio, hasta que, en nuestros días, la crisis del liberalismo desarrollando el sentido histórico del país lo que ocurre siempre en los perídos de encrucijada cuando la angustia colectiva se trueca en interrogantes –admite la necesidad de un revisionismo de lo que se viene enseñando con caracteres de dogma. Esa crisis del liberalismo surge de la convicción de que su doctrina no asegura ninguna libertad bajo el régimen económico capitalista, sino libertades aparentes. Los pueblos empiezan a intuir el fondo de verdad de la afirmación de Harold Laski, cuando dice que “tan preocupada estaba -la doctrina liberal- con las formas políticas que había creado, que falló en darse cuenta de manera adecuada de su dependencia de las bases económicas que ellas expresaban”: y es esa intuición la que alimenta dichosafanes revisionistas, sobre todo en Hispanoamérica, donde los valores de la historia, que habían sido desechados, comienzan a adquirir jerarquía; porque es en ellos donde los pueblos infieren poder encontrar las directivas para, dentro del propio estilo, realizar lo que debe realizarse. Es así como la crisis que mina como el cáncer el alma política de Hispanoamérica, se traduce en un movimiento de profundo análisis de su historia, del que surge, como el Fénix de sus propias cenizas una cada día más vigorosa afirmación de los contenidos esenciales de lo que denominamos Hispanidad.

En 1942, en las páginas finales de nuestro libro El sentido misional de la conquista de América -que fue un aldabonazo que contribuyó a despertar la conciencia hispanista que, como fondo insobornable, se mantenía en el continente- decíamos: “Respondemos de esta manera a una urgencia espiritual ineludible para los pueblos de Hispanoamérica. Un siglo y medio de falsa tradición liberal a la francesa, ha hecho que nuestros pueblos no tengan finalidades que no estén sojuzgadas a determinadas normas institucionales. Y se diluye así el sentido de la nacionalidad al hacer que la nación, en sus expresiones más profundas, sea la finalidad de la nación; entelequia trágica que nos ha conducido en lo económico, a ser simples factorías de imperialismos extraños; en lo político, un mundo de incoherencias; en lo espiritual, algo que huele a prestado. Dijimos que era necesario librarnos de los gobiernos antieconómicos y despóticos de la corona española, y caímos en una economía que nos han enfeudado y nos pusimos muchas veces, a la orden de los jefes más sombríos. Se quiso formar un continente separado de todo sentido religioso, y el fracaso del racionalismo lo deja indefenso, sin un estilo propio frente a una vida que debe aceptar tal como se la han fabricado: débil para crear lo que corresponde. Mas en el fondo insobornable de estos pueblos vive su propio estilo, y es la labor de descubrirlo, para que nos enseñe que debemos hacer lo que hay que hacer -por necesario, por conveniente y por útil- lo que intentamos con estas páginas, mediante una estrecha convivencia, real e intuitiva, con el inagotable tesoro de nuestra historia”

No se trata de escribir la historia con finalidades nacionalistas, porque tanto ellas, como cualquier otra que no responda a la severidad de formular juicios históricos, es hacer falsa historiografía. Se trata de comprender el pasado en sus relaciones con el presente para encontrar la ruta del destino. Labor que no es fácil. Para entender el movimiento oscilante de la historia, cuyos altibajos marcan, a pesar de todo, las etapas de un progreso moral, que se desenvuelve con mucha mayor lentitud que el material, es necesario realizar esfuerzos a fin de comprender los tiempos pasados. Bienvenida la erudición, el papelismo, porque no se debe salir de los límites de la verdad y los documentos son expresiones formales de ella, pero ¡pobre del que crea que en los papeles que poseemos está toda la realidad del pasado! Porque la literatura picaresca española alcanza en un dado momento cierto auge, por ahí andan centenares de páginas diciendo que fue consecuencia de que proliferaban los pícaros, reverso de aquella grandeza de los ideales, acuñado por la miseria que, según cierta historiografía, fue el signo permanente de España. Sería lo mismo que si alguien digiera que la vida argentina está representada o expuesta por la letra de los “tangos”, dada la difusión alcanzada por las mismas. Con toda verdad ha escrito Ignacio Olaguer: “Aquellos que no tengan imaginación, que no se ocupen de la historia. Es un terreno vedado para ellos”. No se trata de la imaginación que tiende, mediante un proceso confuso, a convertir su material palpitante en obra poética; sino aquella capaz de sentir la vida del pasado más allá de cómo se la vivió, para presentarla como fruto de un acto de pensamiento, es decir, como auténtica obra científica.

Por eso, en historia, es necesario ver más allá de las narices, o sea, más allá del texto de los papeles. Es lo que en nuestro alcance, tratamos de hacer en nuestras páginas, por lo cual comenzamos refiriéndonos a la Edad Media, bajo cuyas influencias ideológicas se forjaron los ideales políticos de los conquistadores de América. Si hasta no hace mucho la historiografía americana creía que bastaba con iniciar la historia de cada uno de los pueblos en el que se atomizó el continente, con el relato de las jornadas primigenias de su emancipación política, como un verdadero progreso se aceptó luego que la era española, mal llamada colonial, constituye nuestro pasado remoto; admitiéndose, inclusive, que las múltiples contingencias del desarrollo histórico no ha podido borrar las huellas de sus pasos, lo que algunos utilizaron para explicar por qué cada Argentina, o cada Perú, o cada Ecuador, no es un Estados Unidos. Este progreso de la historiografía americana ha obedecido a una mala intención: la de iniciar la historia americana con el conquistador y el indio, como surgidos por generación espontánea, con un mundo de ideas -hechas por los historiadores- de acuerdo a un determinado esquema metodológico que acusa de intolerante, autoritario, feudalista, etc., al primero y pinta, con ingenua concepción rousseauniana, la libertad del indio como saldo de factores telúricos, de los que son más los que hablan que los que saben en qué consiste. Algo similar a lo que ocurre con quienes estudian la economía americana durante el período de dominación española, e invocan las leyes económicas denunciando sus constantes violaciones por parte de España, a pesar de que ésta es la hora en que no hay quien pueda demostrar algo más que una supina ignorancia respecto de las presuntas leyes de la economía actual como antigua.

El más remoto pasado americano es España, no el mal llamado período colonial; salvo que se admita que este período no tuvo pasado. En algunos pueblos de América, por el alto grado de mestizaje existente, no se puede desdeñar la influencia de ciertos aspectos de las culturas indígenas pre-colombinas, pero dándoles la importancia que tienen como elementos negativos de los conceptos de libertad política. No en balde el comunismo, que siempre logra más adeptos en los pueblos que no poseen un sentido concreto de la libertad política o en los grupos que lo han perdido, por no ver sino la realidad económica, procura, en América, adoptar posturas indigenistas, de un oportunismo que revela el bajo concepto que tiene de los indios, aunque valoren su utilidad como carne de cañón. A su vez, los grandes imperialismos capitalísticos, favorecen la misma tendencia. Capitalistas y comunistas saben que hablar de hispanidad es hablar de liberación, y hacerlo de indigenismo importa lo contrario. No solo el conquistador no trajo consigo el autoritarismo, como síntesis de su ideario político, sino que el hecho histórico concreto es que encontró el autoritarismo en el Nuevo Mundo, y que, a través de los misioneros, trató de inculcar en los naturales el concepto de libertad de la persona humana, esencial en la doctrina del catolicismo. Es el conquistador quien importa conceptos sobre la libertad política, porque se trata de un ser que surge de la Edad Media, o sea de un período de la historia en que el primero y fundamental aspecto de su pensamiento político fue expresión de la justicia o, dicho de otra manera, que entendía que más allá del derecho del estado, existe un derecho más grande y más augusto: el derecho natural. Hasta Hobbes -por lo menos “tío carnal” del liberalismo- nadie se había atrevido a sostener la doctrina de la soberanía estatal absoluta. Mal podían los conquistadores españoles traer a América lo que aún no existía en el viejo mundo, y que, en España, se impuso casi dos siglos después de la empresa colombina.


* Tomado del libro Historia de las ideas políticas en Argentina, capitulo 1