viernes, 29 de abril de 2011

EL PORNO CIPAYISMO DE FEDERICO ANDAHAZI


I. AGRAVIO ABSURDO A
JUAN MANUEL DE ROSAS

Cuando parecía agotado el repertorio de embustes y de maledicencias contra Juan Manuel de Rosas, elaborados por los cultores de una historia falsa, ya liberal o roja, pero contestes todos en el tributo a la mentira oficialmente subsidiada.

Cuando el paso largo y arduo de casi un siglo y medio después de la muerte del Caudillo, permitía abrigar la esperanza de que recayeran sobre él juicios más acordes con el decoro de las pasiones sofrenadas que con el oportunismo audaz de los iletrados.

Cuando se preveía, al fin, que las obscenidades rentadas de Rivera Indarte no hallarían discípulos sino tajantes críticos y racionales objetores, emerge de la nada, continuando a aquel unitario ladino y procaz, un sujeto indocto que lleva por nombre Federico Andahazi.

El figurón, siguiendo una línea escatológica que le ha dado buenos dividendos y mundanal prestigio, acaba de editar el volumen segundo de una “Historia sexual de los argentinos”, titulada impiadosamente “Argentina con pecado concebida”, para poner en evidencia, ab initio, que su pluma meteca conserva intacta la capacidad sacrílega.

Promoviendo aquí y acullá su novísimo panfleto, merced al beneplácito de los medios masivos con la lucrativa hojarasca de esta catadura, el Andahazi ha comparado a Juan Manuel de Rosas con el execrable Josef Fritzl, aquel degenerado incestuoso y homicida de Austria, condenado recientemente tras conocerse los pormenores de sus inenarrables perversiones. “Nos espantamos al conocer la noticia de este austríaco que tenía secuestrada a su hija” —dice el bestsellerista— “y nosotros tuvimos uno igual pero en el poder, en el gobierno” (Cfr. Alejandra Rey, Entrevista a Federico Andahazi, ADN Cultura, La Nación, 25-4-09, pág. 20). “Un tipo mantiene cautiva a una hija adoptiva, la viola y tiene seis hijos. Uno inmediatamente piensa en este personaje austríaco, pero estamos hablando de Juan Manuel de Rosas” (Cfr. Juan Manuel Bordón, Entrevista a Federico Andahazi, Clarín, 29-3-09).

La causa de tan inicua comparanza cree poder fundarla el antojadizo escriba en el mentado caso de Eugenia Castro, a quien describe como “hija adoptiva” de Rosas, “recluida y violada sistemáticamente”, sometida a destratos y humillaciones, y mantenida en la pobreza y sin educación. (Cfr. Alejandra Rey, Entrevista… etc, ibidem).

II. LA VERDAD SOBRE
EUGENIA CASTRO

La verdad histórica guarda austera distancia de este culebrón hediondo, y será bueno recordarla en prietas líneas. Eugenia Castro y su hermano Vicente fueron dados en tutoría a Rosas tras la muerte de su padre, el Coronel Juan Gregorio Castro, y la orfandad de madre en que ambos se hallaban. Ningún vínculo sanguíneo, familiar o parental unía al Restaurador con la joven. Los hermanos vivieron libremente alojados en el enorme predio de San Benito de Palermo, y con posterioridad a la muerte de Encarnación Ezcurra, hacia 1839, todo indica que el dueño de casa la tuvo a Eugenia por “querida”, engendrándole seis hijos según una versión, y siete según otras.

El ilegítimo amorío era un secreto a voces —desparramado adrede por la propaganda opositora— de modo que de oculto y prisionero tenía muy poco. Eugenia y sus hijos naturales eran vistos por los innúmeros y calificados visitantes del predio palermitano, compartía mesa, eventuales paseos y festejos, y así como fue consciente, voluntaria y consentida su relación con Rosas, podrá calificársela con todo derecho de pecaminosa, pero no de macabra, incestuosa, sanguinaria y sepulta bajo la tierra. Manuel Gálvez, por ejemplo, menciona la carta de salutación dirigida a Eugenia por un canónigo porteño. Algo difícil de llevar a cabo si la mujer hubiese estado sometida a un hermético y ruin cautiverio, como la desdichada hija de Fritzl.

Hay otros detalles de esta relación que impiden cualquier analogía indecente como la que ha trazado Andahazi con afán denigratorio. Rosas se ocupó de mantener, mejorar, administrar y ampliar la casa de Eugenia en el barrio de Concepción –operaciones todas de pública realización- y hasta cinco días después de la derrota de Caseros, con la meticulosidad ordenancista que le era proverbial, le entregó a Juan Nepomuceno Terrero los títulos de propiedad de la vivienda de la muchacha, $ 41.000 que le correspondían de los alquileres cobrados y $ 20.000 más pertenecientes a su hermano Vicente. La tragedia irrevocable se cernía sobre su futuro y sobre la patria entera, pero este hombre de singular capacidad reguladora se hizo de un tiempo para que todo aquello que le correspondiera a los Castro llegara a sus manos. Nada de cierto hay entonces en aquella calumnia —ahora remozada— que urdiera Antonio Dellepiane en 1955, cuando desde los antros de la Editorial Claridad pergeñara un suelto negando todo sentimiento paternal y protector en la conducta de Juan Manuel de Rosas.

Unas pocas cartas se intercambiaron Eugenia y Don Juan Manuel tras la caída de 1852. Rafael Calzada, en el tomo IV, capítulo XXVII de sus Cincuenta años de América. Notas Autobiográficas, de 1926, nos permite informarnos sobre su contendido. Obras posteriores, como la de María Sáenz Quesada, Las mujeres de Rosas, han sido más explícitas al respecto, aún sin tener intenciones laudatorias hacia el Dictador.

Sabemos así que Eugenia le manifiesta su lealtad, recuerdo y afecto al antiguo amante, la desazón en que se encontraba, las graves penurias por las que atravesaba, el destrato que padecía de parte de algunos, y “lo siempre bien recibida” que era “en la casa de la señora Ezcurra”. Sabemos asimismo que le obsequia al Restaurador con pañuelos bordados por alguna de las hijas naturales y un escapulario de la Virgen de las Mercedes. Sabemos, al fin, que se interesa “por su importante salud” y le desea “mil felicidades”, a la par que le solicita no ser olvidada y que le remita un retrato. El único regaño que le formula es por unos comentarios “quejosos” que le llegaron de parte de Doña Ignacia Cáneva.

Qué relación guarda todo esto con una mujer presuntamente esclavizada y violada incestuosamente, como quiere Andahazi, nunca se sabrá. Eugenia amaba a Rosas, y no se ha dicho nunca que éste fuera mujeriego, por lo que en la órbita inmoral del concubinato cabe deducir que él le guardó una excluyente correspondencia afectiva. Susana Bilbao, en su novela Amadísimo Patrón, que tampoco es una apología del Jefe de la Confederación, hace bien en sospechar que Eugenia no fue “una hembra destinada a parir, obedecer y servir”, porque no hubiera podido “alguien tan insignificante mantener durante doce años la atención de un hombre que por su riqueza, prestigio y belleza física hubiese podido elegir entre las mujeres más encumbradas de la nación sobre la cual ejercía un dominio absoluto”. Si no fue la Castro —ni debía serlo— la varona paradigmática de Encarnación Ezcurra, tampoco admite la lógica reducirla al papel de un lampazo, como la presenta Andahazi para acentuar la crueldad de su amante.

Rosas, por su parte, durante el doliente destierro, le remitió a Eugenia un puñado de cartas “muy expresivas y tiernas”, según él mismo las calificara. Le pide que lo acompañe en el exilio, junto con su prole, para mitigar entre ambos las comunes peripecias. Se disculpa por no haberle podido responder con antelación, “obligado por las circunstancias”, le aclara que dada la pobreza no puede remitirle dinero alguno, pero que si “la justicia del gobierno” le restituyera sus bienes, “entonces podría disponer tu venida con todos tus hijos”, como se lo solicitó después de aquel aciago 3 de febrero. También hay cartas cariñosas y unos menguados pesos para la hija Ángela, a la par que una lamentación por no poder remitir “algo bueno porque sigo pobre”. Entre “bendiciones”, “abrazos”, palabras cordiales y la aclaración de que “no me he casado”, las epístolas de Rosas cesan un día. Eugenia muere en 1876, y Ángela, su hija natural, apodada “El Soldadito”, recibe una larga misiva de pésame. En el Testamento, Don Juan Manuel dispone el dinero que ha de acordarse a todos los Castro, si alguna vez se le restituyeran los bienes que injustamente le fueron despojados.

La pregunta retórica es la misma que nos hacíamos antes. Qué tiene que ver todo esto con un depravado incestuoso, criminal y esclavista como Josef Fritzl , es algo que únicamente puede pasar por la calenturienta testa de Andahazi, probando una vez más el acierto de Croce: “en materia de historia cada uno prefiere lo que lleva adentro”. Acertaba Fermín Chávez cuando a propósito de este delicado tema denunciaba las “misturas que confunden al lector; misturas que pueden llegar a la infamia […] aprovechadas por apícaras y picarones”, devenidos en “nuevos José Mármol, quien después de todo se está quedando cortito y pusilánime” (Cfr. Fermín Chávez, Los hijos naturales de Rosas, en Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, nº 35, Buenos Aires, 1994, pág. 82).

III. HÉROE PERO NO SANTO

Digamos las cosas como son. No hay dos morales, con una de las cuales habría que juzgar a los hombres corrientes y con otra a los próceres. En todo caso, más obligado está el egregio a dar constante ejemplo virtuoso ante la grey confiada. El sexto mandamiento nos alcanza a todos, y Rosas pecó grave y persistentemente contra él. Ni justificaciones ni atenuantes nos importa hilvanar aquí. Mucho menos retruécanos ingeniosos, como aquel de Anzoátegui, según el cual, “el héroe es el que puede sacarse cien hombres de encima; el santo, el que puede sacarse una mujer de abajo”. Si esto es cierto, y puede serlo, lamentamos que Rosas no haya sido santo, y en nada nos alegra su reiterada incontinencia. Tampoco es encomiable que aquellos hijos naturales no hayan sido reconocidos por su padre. Casi como una parábola trágica de la patria misma, hundida tras la derrota de Caseros, la tradición oral que se ha colado en el tema cuenta que de los varones que le dio Eugenia, uno murió en la Guerra del Paraguay, otro acabó pocero en Lomas de Zamora, y otro peón de estancia por los pagos de Tres Arroyos. La herencia de uno de nuestros mayores y mejores patricios, concluyó tumbada sobre la tierra, entre el anonimato y la orfandad. Con pena inmensa lo pensamos y lo escribimos.

Pero Rosas, el pecador, el de la carne débil y el instinto irrefragable, el de la falta sempiterna contra la castidad que asoló por igual en la historia a príncipes y mendigos, pontífices y súbditos, no es el monstruo incestuoso y homicida que irresponsablemente ha retratado Andahazi, propinándole un agravio cobarde, impropio de un caballero, y antes bien semejante en sustancia al que Don Quijote —en el capítulo LXVIII de la Segunda Parte— describe como connatural en “la extendida y gruñidora piara”.

Tampoco es Rosas un hombre que pueda ser acusado de mantener cautiva a esta mujer, que a su modo amó y fue amado por ella. Si Eugenia pasaba el grueso de las jornadas en las verdes extensiones de San Benito, no era ello señal de que el predio fuera su cárcel, o de que el sigilo del romance espurio la obligaba al encierro. Es que el mismo Rosas, después de la muerte de su esposa —esto es, cuando comienza su relación con Eugenia— se aisló totalmente en Palermo, apareciendo muy rara vez en público, y abandonando hasta esa costumbre de recorrer de madrugada la ciudad para tomarle el pulso. Así nos lo narra Lucio V. Mansilla en el capítulo XI de su difundido Rozas. Ensayo histórico-psicológico. Distinto hubiera sido si el Restaurador, no por hábitos de misantropía sino por principios ideológicos, hubiera sostenido, como lo hace Alberdi en el capítulo XIII de Las Bases, que la mujer no debe tener una instrucción destacada sino “hermosear la soledad fecunda del hogar… desde su rincón”. O si hubiera justificado, como lo hace Sarmiento en el Diario del Merrimac, que las mujeres que conoció estaban para que él se aprovechara de ellas.

IV. EL LIBERTADOR
DE CAUTIVAS

A Rosas no le debe la patria el reproche de haber tenido en cautiverio a una mujer, ultrajándola, sino la gratitud por haber liberado del cautiverio a centenares de mujeres que habían sido raptadas por los malones y que llevaban la vida miserable que conoce cualquier argentino que haya leído los cantos octavo y noveno de la segunda parte del Martín Fierro.

Amplísima es la bibliografía al respecto, precisas y detalladas las informaciones que se conservan, abultadas las fuentes documentales y pormenorizados los registros de casos concretos, múltiples y desoladores, de explotadas mujeres, que merced a la Conquista al Desierto encabezada por Don Juan Manuel, recuperaron su libertad y su dignidad, y la posibilidad de reinsertarse, junto con sus hijos, a la tierra de la que habían sido arrancadas furiosamente. Hasta la misma Academia Nacional de Historia, en un trabajo editado en 1979, con la firma de Ernesto Fitte y Julio Benencia, titulado Juan Manuel de Rosas y la redención de cautivos en su campaña al desierto 1833-1834, ante la calidad y cantidad de evidencias, tuvo que elogiar “la labor humanitaria y misericordiosa” de Rosas, agregando, casi premonitoriamente, que muchas veces “los historiadores pasan por alto”. Otrosí podría agregarse si nos refiriéramos no ya a la liberación de cautivas blancas, sino a la legislación antiesclavista de la época de la Confederación, que permitió disfrutar a enormes grupos de mujeres negras de una libertad que hasta entonces no habían conocido. Está el testimonio vivo del Cancionero Popular de la Federación si Andahazi no quiere recorrer las fatigosas páginas del Registro Oficial.

Le leímos una vez a Octavio Paz que todos tenemos en nuestras casas un tacho de basura, pero que sólo el enfermo mental y moral lo pone como centro de mesa.

Esto es lo que ha hecho Federico Andahazi, fiel a las predilecciones que manifiesta en toda su literatura. Como lo igual busca lo igual, según enseñanza platónica, podría haber demorado su vista en el caso de La cautiva o Rayhuemy, aquella mujer objeto de las atrocidades indígenas, que rescatada un día —junto a tantísimas otras— por las tropas de Rosas, le agradeció al Jefe la patriada y recibió de su persona y de su política el sostén necesario para recomponer su existencia. Para eso tendría que haber tenido la magnanimidad del Padre Lino Carbajal, que investigó documentalmente el suceso, o la fina percepción de María Elena Ginobilli de Tumminello que trazó un acertado ensayo al respecto (cfr. su La política de Rosas y las mujeres cautivas, en Revista del Instituto Nacional de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, nº 64, Buenos Aires, 2002, pág. 120-133).

Podría, claro, Andahazi, con un alma semejante a la grandeza, haber contemplado este tipo de episodios en la biografía del Restaurador, y comunicárnoslos con elevadas miras pedagógicas, sin mengua de señalar y de reprobar, por contraste, cuantas miserias fueran apareciendo. Que para eso Aristóteles acuñó el género epidíctico. En lugar de este camino, eligió buscar el tacho de basura, preñarlo de escorias nuevas y ponerlo como centro de mesa. Buen catador de bahorrinas, tal vez tenga junto a los inspectores municipales del macrismo su próximo futuro asegurado.

V. ENTRE MENTIRAS Y VAMPIROS

Hasta aquí la objetiva refutación del inverosímil argumento de Federico Andahazi, con el que ha decidido sumarse a las ingloriosas bandas del antirrosismo, que tanto daño han hecho a la memoria nacional. Pero se nos permitirá entonces un argumento ad hominem. Porque el hombre que dice escandalizarse del amancebamiento de Rosas, gusta presentarse con atributos éticos que no lo convierten precisamente en un dechado. Si la sordidez, la promiscuidad, el sadismo, la sexolatría y la blasfemia campean en su obra, monotemáticamente preñada de un odio al Catolicismo, el porte jactancioso, narcisista, frívolo y hedonista campea en su talante. Por consiguiente, no se sobresalta su supuesta defensa de la dignidad humana —ésa que Rosas habría vulnerado— cuando confiesa su admiración por Drácula y por el vampirismo, “porque el género gótico en general tiene esa relación carnal” (Cfr. Cfr. Alejandra Rey, Entrevista… etc, ibidem). Está clarísimo. Quedarse viudo y tener una amante en el siglo XIX, convierten a Rosas “en un personaje deleznable” (ibidem). Admirar las relaciones carnales de Drácula, en el siglo XXI, convierten a quien así se expresa en un respetable hombre de letras.
Es en el sitio oficial de internet autoconsagrado a su apoteosis (http://www.andahazi.com/fotos.html), no en algún suelto contra su persona, que transcribe orondo una respuesta dada a Rodrigo Arias en una entrevista aparecida en Uolsinectis. Leámosla: “No soy un escritor al que le interese la historia en relación con la verdad. Mis novelas no son históricas. Trato de apuntalar mi literatura en la ficción y si tengo que deformar la historia para apuntalar mi literatura, lo hago. Tanto «El Anatomista» como «Las Piadosas» están plagadas de inexactitudes deliberadas. Las construcciones de mis novelas son ficticias. Por otro lado, es curioso porque la literatura no tiene ningún nexo en relación con la verdad. La literatura está fundada por la ficción. No es más que una mentira más o menos bien contada”.

Lo grave e imperdonable de esta patética confesión no es el divorcio intencional entre los trascendentales del ser, segregando la belleza de la verdad y del bien, sino que esa historia que deliberadamente deforma y falsifica para apuntalar su literatura tiene a la Fe Católica y a la Cristiandad como objetos centrales de sus “inexactitudes deliberadas”. Tales, verbigracia, los espantosos casos de “La ciudad de los herejes” y “El Conquistador”, dos de sus engendros oportunamente festejados por la intelligentzia.

Lo grave, asimismo, es que ese criterio que lo guía, y según el cual es legítimo confundir y engañar al lector desprevenido con una novelística histórica sin verdad alguna, no lo circunscribe Andahazi exclusivamente al ámbito de la hipotética literatura de ficción, sino que lo lleva ahora al terreno de la historia propiamente dicha, en el que pretende ubicar sus dos tomos sobre La historia sexual de los argentinos.

Extraño destino el de nuestra historiografía, y aún el de “nuestro mayor varón”, como lo llamara Borges a Rosas. Ha tenido que soportar los embates del mitrismo, del academicismo masónico, de las izquierdas apátridas, de los periodistas ramplones, de los psicoanalistas advenedizos y de los egresados de la UBA. Ahora parece ser el turno de los pornógrafos. Del pornocipayismo de los mercaderes de morbo y de lujuria.

“Me siento libre”, escribía Don Juan Manuel de Rosas en su destierro. Y explicaba por qué. Porque “la justicia de Dios está más alta que la soberbia de los hombres”.

Esa justicia divina, en el más allá, ya habrá medido y pesado, con misericordia y rigor, el alma de aquel hombre singular por quien la Argentina conoció los días de su mayor honor y señorío. Pero aquí, en esta desangelada tierra que habitamos, la honra de los héroes genuinos, precisamente por ser tales, también les da a su memoria una libertad que está más alta que la soberbia humana.

Más alta que las páginas lúbricas de un patán, que las bajaduras de un inspector de bragas, está la verdadera historia que inclina su respeto y presenta sus armas y sus banderas invictas ante los gloriosos custodios de la soberanía material y espiritual de la patria, como lo fuera en vida Don Juan Manuel de Rosas.

Antonio Caponnetto

Tomado del Blog de Cabildo

domingo, 24 de abril de 2011

VICIOS INDECOROSOS



No contentos con lo de la bastardía, los caballeros “des-bronceadores” añaden otras argucias para humanizar al general.  Algunas pertenecen de pleno a la categoría de suciedades asquerosas, que dijera Pueyrredón. Luego, en su caso, pasaremos una revista lo mas rápida posible, tapándonos la nariz.
Veamos.
Supuestamente, el joven José de San Martín habría visto postergado su ascenso por que un oficial, al calificarlo, habría asentado la existencia de vicios indecorosos en la ficha de ese cadete.
El tema fue estudiado por Alfredo G. Villegas en su monografía San Martín cadete. La primera injusticia y el primer galardon de su carrera militar[1].
Lo que Villegas detectó fue un error cometido por el Jefe del Regimiento de Murcia, cnel. Jaime Moreno. Este, sin conocer a su tropa recién arribada de Oran, excluyó de los ascensos a dos sargentos y a seis cadetes; entre estos últimos, a San Martin. Pero a continuación se produjó el informe circunstanciado del Comandante D. Jose Vargas, quien aclaró la situación.
            El comandante coincidía en la calificación de los otros cinco cadetes, de conducta relajada; pero, disentía absolutamente con el caso de José de San Martín. De él sostenía que los diferentes oficiales “le han visto en Oran portándose con mucha serenidad y valor frente a los moros, solicitando los mayores riesgos y desempeñando con exactitud el cumplimiento de su obligación”. De consiguiente, el 19 de junio de 1793, el cadete San Martín fue propuesto para la segunda Subtenencia de la Cuarta Compañía del Segundo Batallón.
Una causa posible de la equivocación esta en el mismo Archivo de Simancas. Allí consta que el susodicho Cnl. Jaime Moreno le ruega al Conde del Campo de Alange que dentro de las vacancias considere el caso de su hijo Salvador Moreno, de quien hace el elogio. Entonces, es más probable que para hacerle ese lugar haya decidido postergar a San Martín. Por eso, Villegas habla de una injusticia. A todo esto, cual lo destacaba el propio Cdte. Vargas, ni él ni Moreno habían sido los jefes regimentales del Murcia en la campaña del África, de donde se acababa de regresar, de modo que bien poco sabían de la conducta de los cadetes.
Pues, este último tema ha sido acabadamente examinado por el Cdte. de infantería (R.) del Ejercito Español Dr. D. Juan Manuel Zapatero y López-Anaya[2]. En su libro, Zapatero compulsa la foja de servicios del cadete San Martín. Con los informes de sus jefes del África –el capitán Antonio Cornide, el coronel José Eslava, el general en jefe Francisco Grajera y el gobernador de la plaza de Oran, general Juan Courten- se acredita una “conducta: ejemplar”[3].
De esa manera, el tema ha quedado perfectamente aclarado.
Sin embargo, uno de los chatarreros (que sabe de la existencia de los trabajos que acabamos de reseñar), toma el dato aludido para hablar de “vicios solitarios”, “infracciones intimas”, etc. Encima supone que San Martín no habría sido castigado como correspondía, prevalido de tener un padre militar. También conjetura “culpas” y “miedos psicoanalíticos”.
¿Tiene alguna prueba de lo que asevera…? Ninguna. No obstante, sin el menor apoyo documental, se lanza a injuriar. Tal vez, un mal pensado podría imaginarse a ese descalificado autor viéndose en el espejo y transcribiendo sus propias experiencias al respecto…


Enrique Diaz Araujo

De su libro: “Don Jose y los chatarreros”    


[1] Villegas, Alfredo G. San Martín cadete. La primera injusticia y el primer galardon de su carrera militar, en : Ensayos, enero-junio 1982, nº 32, ps 455-482
[2] Zapatero y Lopez-Anaya, San Martin en Oran, Bs As. Circulo Militar, 1980
[3] Zapatero, ibidem, p. 200; cfr Espindola, Adolfo S., Gral de Brigada (R.E.) San Martin en el ejercito español en la Península. Segunda etapa sanmartiniana, T 1. Antes de bailen y Bailen. Bs. As., Comision Nacional Ejecutiva del 150 aniversario de la Revolucion de Mayo, 1962, ps 94 – 99; Garate Cordoba, Jose Maria, Las mocedades militares de Jose de San Martin, en Vida española del gral San Martin, Madrid Instituto español sanmartiniano, 1994; Garcia Godoy, Cristian, Jefes españoles en la formación militar de San Martin, en : Ensayos, enero-diciembre 1994, nº 44, ps 113/147.

martes, 19 de abril de 2011

Falsificando a Orestes Di Lullo

Entre los pocos intelectuales que puede exhibir Santiago del Estero se destaca la figura de Orestes Di Lullo; a quien Marcelo Sánchez Sorondo llamó con justicia, “el Lugones santiagueño”. Orestes Di Lullo formaba parte de una asociación cultural denominada “La Brasa”, fundada en el año 1925 por Bernardo Canal Feijóo, a la cual se le integraron pensadores de diferentes orientaciones ideológicas. El objetivo de aquel nucleamiento fue reflexionar sobre los problemas de la provincia, la región y el país, frente al modelo oligárquico liberal. Durante mucho tiempo estos hombres estuvieron olvidados; sin embargo ultimamente, desde ciertos ámbitos oficiales, surgió la idea de rescatar los aportes que estos pensadores hicieron a la cultura en Santiago del Estero. En ese marco, durante los días 4, 5 y 6 del mes de septiembre pasado, se realizaron unas jornadas sobre el pensamiento de Orestes Di Lullo. En dicha oportunidad, quienes se abocaron a estudiar al prolífico autor tuvieron que enfrentarse con un problema. Resulta que Di Lullo perteneció claramente a aquella corriente política que se conoce como “el nacionalismo católico”; circunstancia que obviamente vino a colocar en una incomoda situación a sus pretensos reivindicadores, identificados en general con el pensamiento progresista. La solución que encontraron fue la más fácil: recurrir al expediente típico de escamotear parte de las ideas del autor y hacer una interpretación “políticamente correcta” del resto. Así fue que el Di Lullo, nacionalista convencido, católico fervoroso, hispanista declarado, revisionista histórico y defensor del corporativismo; se convirtió por obra y desgracia de estos malabaristas en una especie de demócrata cristiano, progresista y cuasi indigenista. De esta innoble tarea falsificadora se ocuparon principalmente los filósofos putativos Gaspar Risco Fernández y Alejando Auat. Tan solo se sustrajo de ese afán el historiador Luis Alén Lascano y algún otro panelista que se ocupó de aspectos puntuales de la vasta obra de Di Lullo. En general, la estrategia consistió en reconocer lo que sostenía el autor para inmediatamente hacer aclaraciones contradictorias salidas del caletre de los comentaristas. De manera tal que no habló el autor, sino los falsificadores. Así —por ejemplo— se dijo que era hispanista pero que no dejó de lado lo étnico; como si Di Lullo pensara que cultura es cualquier cosa y no la labor de la inteligencia llevando una cosa a su perfección según su naturaleza. Se puso de manifiesto su defensa de la postura católica frente a los partidarios de la educación laica, pero se pretendió que el relato que hizo de leyendas y mitos del monte santiagueño fuera una especie de aval al paganismo. Se reconoció que supo exaltar al caudillo Felipe Ibarra, pero se aclaró que no fue porque adhiriera al revisionismo, sino porque Ibarra amó a su tierra, como si ése no fuera el motivo de los revisionistas para reivindicarlo. Etc, etc. De todo esto, lo más grave fue la permanente deformación del concepto de identidad que manejó el autor. Di Lullo, al igual que otros nacionalistas de aquellos años, se abocó con ahínco a develar nuestra identidad nacional; para ello hizo lo lógico, se enfocó en nuestro nacimiento como Nación —pues para saber lo que algo es hay que ir a su origen— de modo entonces que penetró en el plexo axiológico de nuestra cultura fundacional para encontrar los caracteres fundamentales de nuestro Ser nacional. El método que utilizó fue novedoso y, por ende, fue uno de los pioneros en utilizarlo (el otro fue Carrizo); consistió en interrogar a los paisanos del campo santiagueño acerca de las coplas que conocían de sus mayores. De aquellas canciones se desprendía toda una cosmovisión reveladora de nuestra identidad hispanocatólica. Hoy esto se llama estudios etnográficos y trabajos de campo; Di Lullo lo llamaba simplemente “visitas”. Además, Di Lullo no sólo registró los vestigios de nuestra cultura fundaciona: a la par, comprobó también la acción negativa de la modernidad materialista y utilitaria, es decir, la devastación que ella significaba para nuestra economía y nuestro estilo de vida. Ante estos males propuso el rescate del proyecto de cristiandad hispánica como un pivote a partir del cual construir un proyecto de nación. En definitiva, toda la obra de nuestro autor puede ser resumida en un afán de autoconocimiento y de autoafirmación del Ser, con el objeto de encontrar respuestas sobre el camino a seguir en plena fidelidad con ese Ser. No fue más que una aplicación del viejo principio que aconseja conocer quienes somos, de donde venimos, para saber adónde debemos ir. Ahora bien: toda esta reflexión filosófica la hizo obviamente desde la filosofía del Ser; es decir, concibiendo a la identidad como algo fijo, algo que permanece a pesar de los cambios y que nos hace ser una cosa y no otra. Sin embargo, sus comentaristas se empeñaron especialmente en deformar esta visión diciendo que la identidad no es una esencia inmutable, que es algo que fluye, que se construye, que conlleva la conflictividad, la diversidad, etc. Es decir, dieron vuelta el pensamiento del autor. Con ese criterio la obra de Di Lullo y en general todo intento de reafirmación de nuestra identidad no tiene sentido. ¿Para qué indagar sobre algo que cambia? ¿Para qué tratar de conocer nuestro Ser, si se postula su traición y se reivindican culturas alejadas del orden natural? Lejos de todo relativismo cultural, y mal que le pese al progresismo, Orestes Di Lullo reivindicó nuestra identidad hispanocatólica y postuló ese legado como un mandato de fidelidad a lo heredado, a los fines de recuperar el honor y la gloria perdida.  

Dr. Edgardo A. Moreno Publicado en "Cabildo", Nº 77, octubre del 2008.