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lunes, 18 de septiembre de 2017

Alberdi y las ideas constitucionales del 53. *

Por: JOSÉ MARÍA ROSA

II
LA BIBLIOTECA DEL CONGRESO

La Biblioteca del Congreso Constituyente no era muy nutrida. Por confesión del propio Gutiérrez la formaba solamente un libro: una edición del federalista que había pertenecido a Rivera Indarte, y que Dios sabe como había ido a parar a Santa Fe. Aún este sólo libro, siguiendo el destino señalado en su  ex-libtis, acabó por desaparecer misteriosamente de su anaquel.
      La falta de oxígeno constitucional habría sido angustiosa, si Alberdi no tomara la precaución de hacer llegar un cajón con ejemplares de sus Bases, publicada poco antes en Valparaíso, (la primera edición de las Bases fue tirada el 1º de mayo de 1852, con anterioridad, pues, a la inauguración del Congreso, 20 de noviembre). El especialista en derecho político entre los jóvenes mayos de 1837 se hacía presente en el Congreso, sin abandonar su remunerado bufete chileno, y con algo más eficaz que un acta de “representante del pueblo” lograda después del consabido “he dispuesto que sea elegido” del Libertador.

LA FILOSOFÍA POLÍTICA DE LAS “BASES”.

      En contradicción absoluta con el pensamiento historicista expuesto en su Fragmento de 1837, (Bases 138) Alberdi sostenía en las Bases que la organización política liberal solamente podría hacerse eliminando o rebajando la raza argentina. La antinomia entre un pueblo hispánico de naturaleza guerrera con instituciones anglosajonas de índole comercial, la resolvía dando preferencia a éstas sobre aquél: “Es utopía, es sueño y paralogismo puro –decía en Bases- el pensar que nuestra raza hispanoamericana, tal como salió formada de su tenebroso pasado colonial, pueda realizar hoy la república representativa”. Y con el mismo pensamiento agregaba: “No son las leyes las que necesitamos cambiar, son los hombres, las cosas. Necesitamos cambiar nuestras gentes incapaces de libertad por otras gentes hábiles para ella”.
      El error de Rivadavia había consistido en hacer reformas liberales para un pueblo naturalmente antiliberal; por eso fracasó. No era con reformas superficiales que se lograría  el amoldamiento de un pueblo hispánico y católico a constituciones y leyes sajonas y protestantes.  “A Rosas le bastó agitar la pampa –había dicho Sarmiento en Facundo- para echar por tierra el edificio  hecho en la arena”. Era necesario introducir el liberalismo de manera más firme, más radicalmente firme. Reemplazar la arena natural por dura argamasa importada; expulsar al criollo tan entusiasta por su tierra y sus caudillos y tan desapegado hacia los valores liberales fundados en el comercio y la industria.
      “Con tres millones de indígenas, cristianos y católicos, no realizaréis la República ciertamente” decían las Bases con evidente lógica dando a república el significado de “república a la norteamericana”. “No la realizaréis tampoco con cuatro millones de españoles peninsulares, porque el español puro es incapaz de realizarla, allá o acá. Si hemos de componer nuestra población  para nuestro sistema de gobierno, si ha de sernos más posible hacer la población para el sistema proclamado que el sistema para la población, es necesario fomentar en nuestro suelo la población anglosajona”, raciocinio perfectamente encuadrado en el pensamiento liberal que antepone las formas, las apariencias a la misma realidad. La sola manera de lograr una civilización anglosajona consistía, claro está, en reemplazar la población católica por otra de índole protestante: “Ella está identificada al vapor, al comercio, a la libertad, y nos será imposible radicar esta cosas entre nosotros sin la cooperación activa de esta raza de progreso y de civilización”.
      ¿Podría acaso lograrse, mediante la  “educación” el cambio total del espíritu hispanoamericano? Eso había sido el dueño utópico de Rivadavia: “¿Podrá el clero dar a nuestra juventud los instintos mercantiles e industriales, que deben  distinguir al hombre de Sud América? ¿Sacará de sus manos esa fiebre de actividad y de empresa que lo haga ser el yanquee hispanoamericano?” [Bases]. Imposible.
      El pensamiento fundamental consistía en implantar la libertad; la libertad liberal, se entiende –es decir entendida a lo protestante-, libertad de los individuos para obrar sin trabas, que no libertad de los individuos para oponer el interés general a la gravitación de otros individuos más fuertes. La libertad como autolimitación  de la sociedad  para no intervenir  en el despotismo de los fuertes contra los débiles: de hacer a los individuos de tutelas sociales para que el struggle for life  jugara plenamente  la eliminación de los menos aptos en la lucha por la vida. Y los menos aptos, en esa civilización materialista que alborea eran los criollos que no tenían aficiones mercantiles: “La libertad es una máquina que, como el vapor, requiere maquinistas ingleses de origen. Sin la cooperación de esa raza es imposible aclimatar la libertad en parte alguna de la tierra”, confesaban las Bases. La libertad individual había sido el medio para imponer el dominio de las razas protestantes. Y alucinado por el medio, Alberdi aconsejaba la entrega total de la Argentina a esas razas comerciales.

EL RACISMO DE LAS “BASES”.

      Racista, fuerte y ardientemente racista, era el escrito de Alberdi. Como lo eran también los escritos de su rival Sarmiento, y de los hombres todos de su generación. Racismo a contrario sensu, para lograr la prevalencia de las  razas de afuera contra las razas de adentro. Admiración a lo foráneo y desprecio a lo propio: “haced pasar el roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental de nuestras masas populares, por todas las transformaciones  del mejor sistema de instrucción: en cien años no haréis de él  un obrero inglés que trabaja, consume, vive digna y confortablemente” (Bases).
      ¡Cómo desconocería las condiciones de la vida obrera en Inglaterra por ese entonces, para estampar  semejante afirmación! ¡Cómo comparar la modesta pero digna, vida de un gaucho argentino en 1852, con las del proletariado londinense en ese primero y sórdido período del capitalismo industrial! . (“No es raro encontrar a un hombre con su mujer y cuatro o cinco niños, y algunas veces también los abuelos, viviendo todos en un cuarto redondo de diez a doce pies de lado, donde comen, duermen o trabajan. El arreglo interior de estas habitaciones revela grados diversos de miseria, que llega con frecuencia hasta la falta completa de los muebles más indispensables, y la sustitución de las camas por harapos sucios”, decía F. Engels de las condiciones obreras de Londres en 1860 (c. por A. Efimov, Historia del capitalismo industrial). Un funcionario inglés informaba en la misma fecha sobre las casas para obreros de Glasgow: “son generalmente tan sucias que no sirven ni para establos”)
      No se eliminaba al gaucho por su posible poca instrucción. No era eso, no; se lo eliminaba sencillamente por ser extranjero o, mejor dicho, por ser extranjero a la nueva Argentina: “En Chiloé y en el Paraguay saben leer todos los hombres del pueblo y, sin embargo, son incultos y selváticos al lado de un obrero inglés o francés que muchas veces no conoce ni la o”. (Bases). No era, pues, una preferencia por grado más o menos de cultura: era porque la raza no les daba aptitudes marcadamente comerciales, haciéndolos incultos y selváticos, al lado de hombres que sabían atesorar y manejar el dinero.
      Así el criollo sería extranjero en su propia tierra. La nueva patria no estaría en la raza, en la historia, en la gloria vivida en común. “La patria es la libertad, es el orden, la riqueza, la civilización organizada en el suelo nativo bajo su enseña y su nombre” , enseñaban las Bases definiendo a la nueva Argentina materialista y sin tradiciones que comenzaba.
      Lograr una Argentina sin argentinos: he aquí el propósito de gobernar es poblar. “Poblar” como despoblar de criollos y repoblar con “razas superiores”; toda la filosofía de la organización se centraría en esa máxima.

EL CAPITAL FORÁNEO.

      No era fácil la tarea de desarraigar nada menos que una raza. De allí que el apoyo extranjero se hiciera imprescindible para lograr la completa desargentinización de la Argentina. “Los tratados de amistad y comercio son el medio honorable de colocar la civilización sudamericana bajo el protectorado de la civilización del mundo” (ésta y las siguientes hasta el final son citas de las Bases), reclama Alberdi, iniciando la civilización mercantilista bajo la lógica protección  de las naciones mercantilistas favorecidas. Las cuatro frases sonoras que habrían de reconocer en la futura Constitución los derechos y garantías del hombre extranjero y del capital extranjero, quedarían inviolables bajo la protección del cañón de todos los pueblos”. Abdicar la soberanía nacional en cambio de unos derechos constitucionales en exclusivo beneficio del foráneo era la gestión más patriótica –en el nuevo concepto- que podía pedirse. Frente a esos cañones, ¿qué derechos, qué garantías podrían reivindicar a su vez los nativos, desarmados, disminuidos, ahuyentados?
      El medio de lograr el apoyo del  “cañón extranjero” consistía en hacerlo defender intereses propios. “Proteged al mismo tiempo empresas particulares (fiscales  ¡jamás!) para la construcción de ferrocarriles. Colmadlas de ventajas, de privilegios, de todo favor imaginable sin deteneros en medios. Preferid este expediente a cualquier otro”. ¡Consejo seguido al pié de la letra  y del cual pueden dar fe las posteriores leyes de concesiones ferroviarias! El capital foráneo era el gran factor de civilización. “Entregad todo a capitales extranjeros. Dejad que los tesoros de fuera, como los hombres, se domicilien en nuestro suelo. Rodead de inmunidades y de privilegios el tesoro extranjero para que se naturalice entre nosotros”.
      La Nación desaparece ante los intereses materiales.  La naturalización que pedía Alberdi no se efectuaba, claro está,  por una asimilación del capital foráneo al país, sino precisamente a la inversa: por asimilación del país al capital foráneo. No quería significar que las sociedades habrían de prescindir de su nacionalidad de origen para adquirir la del lugar donde efectuaban la explotación de servicios públicos, que los directorios antepusieran las conveniencias argentinas a sus propios intereses, o que los accionistas perdiera su mentalidad extranjera por el hecho de cobrar dividendos argentinos. La naturalización sería en realidad del país, que al ser atado al capital extranjero se extranjerizaría también: se tornaría en colonia, en factoría. Con mentalidad de colonia, es decir, con mentalidad civilizada.

LIBRE NAVEGACIÓN.

      La entrega total de la Argentina debía completarse con la absoluta entrega de sus ríos navegables. Era preciso renunciar  a la soberanía  argentina sobre ellos, porque “Dios no los ha hecho grandes como mares para que sólo se naveguen por una familia”.
      Rosas había guerreado –y triunfado- sosteniendo contra Inglaterra y Francia la soberanía argentina de los ríos. Por los tratados de 1849 y 1850, esta soberanía había sido  reconocida formalmente , aunque no faltaran entre los  propios argentinos  corifeos de la “libre navegación” –Varela, Valentín Alsina, etc- que sostuvieron la tesis colonial.  La libre navegación de los ríos –que es decir: la renuncia a la soberanía argentina de los ríos  -había sido una de las cláusulas impuestas por el Brasil en su tratado con Urquiza, y acababa de estamparla el Libertador en el Acuerdo de San Nicolás. Ahora Alberdi daba la explicación económica a este desgarramiento político :era conveniente esa libertad, para que “penetrara  por los ríos la civilización europea”. Había que hacer de los ríos mares; y mares libres, mares de “alta mar”. “Es necesario entregarlos a la ley de los mares”, clamaba renunciando a todas pretensión soberana. Que  “cada afluente navegable reciba los reflejos civilizadores  de la bandera de Albión; que en las márgenes del Bermejo y del Pilcomayo brillen confundidas las mismas  banderas de todas partes que alegran las aguas del Támesis, río de Inglaterra y del universo”, demostrando con ello no conocer el Támesis, donde no alegra sus aguas otra bandera que la inglesa. Y demostrando ignorar el “Acta de Navegación” de Cromwell, origen del poderío marítimo inglés.

MORAL ALBERDIANA.

      Vivir sin honor, pero con dinero: ahíto, conforme, sin Dios y sin Patria: he aquí el ideal de las Bases.  “La gloria es la plaga de nuestra pobre América del Sur”, dicen por ahí; “el laurel es planta estéril en América”, por otro lado; “nuestros patriotas de la  primera época (la Independencia) no son los que poseen ideas más acertadas sobre el modo de hacer prosperar esta América… Las ficciones del patriotismo, el artificio de una causa puramente americana de que se valieron como medio de guerra, los dominan y poseen hasta hoy mismo. Así hemos visto a Bolívar hasta 1826, provocar, ligar, para contener a la Europa, y al general San Martín aplaudir en 1844 la resistencia de Rosas  a reclamaciones accidentales de algunos estados europeos… La gloria militar que absorbió sus vidas, los preocupa todavía más que el progreso… Pero nosotros, más fijos en la obra de la civilización que en la del patriotismo de cierta época, vemos venir sin pavor todo cuanto la América puede producir en acontecimientos grandes”.
      La gloria, en efecto ¿para qué sirve?. “La paz nos vale el doble que la gloria”, con la paz habría dinero, aunque fuera en manos foráneas; pero algunas migajas podrían  recoger los nativos que facilitaron la libre entrada de los extranjeros.
      En estas complacencias llegaba Alberdi a los extremos más lamentables.  Hasta ofrecer a los extranjeros “el encanto que nuestras hermosas y amables mujeres recibieron de su origen andaluz”, convencido que los foráneos las fecundarían mejor que los naturales. Filosofía de marido complaciente  que engorda y medra entregando a otro su casa  y su mujer; que, por otra parte, es el  gran fundamento moral de nuestro liberalismo.
      Esta moral tuvo su lógico corolario. El de afuera tomó la casa y la mujer, poniendo al dócil marido a la puerta. Y éste, convencido que la “paz vale el doble que la gloria”, ni siquiera protestó, esperando que el nuevo dueño de casa le hiciera de cuando en cuando la limosna de algún producto de su propia huerta; y admitiendo, en total envilecimiento, dar su nombre –que en otro tiempo fuera glorioso- a los hijos espúreos que no llevaban su sangre ni amaban sus tradiciones. ¿Para qué reaccionar?  “La gloria es la plaga de nuestra pobre América del Sur”.


*Parte del artículo publicado en la Revista del Instituto  de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, (Nº 11; 1943) que luego publicaría el autor en “Nos los Representantes del Pueblo”


viernes, 6 de noviembre de 2015

APERTURA DEL PUERTO DE BUENOS AIRES*

Por: Jose Maria Rosa

Baltasar Hidalgo de Cisneros fue nombrado (11 de febrero de 1809) Virrey por la Junta de Sevilla con posterioridad al tratado que "otorgaba facilidades al comercio inglés". Días después de su llegada a Buenos Aires (30 de julio de 1809) se llena este puerto de buques ingleses, provenientes de Río de Janeiro, que enviaba el embajador inglés en el Brasil -el poderoso Lord Strangford- pues esa plaza estaba tan abastecida de toda clase de géneros, que algunos bastimentos no habían podido evacuar la menor parte de ellos; y se tuvo por positivo de que se habían abierto y franqueado, o iba a verificarse pronto al comercio inglés los puertos españoles" (21). Una razón comercial inglesa, Dillon y Thwaites, consignataria de uno de estos navíos, pide al Virrey que le permita "por esta vez" comerciar sus productos. He aquí el origen del expediente que dio lugar a la apertura del puerto de Buenos Aires.

El Virrey, marino de profesión, procede como debe hacerlo un capitán de barco en situaciones extraordinarias: llama a consejo de oficiales. Debe descartarse que él conocía los términos del tratado anglo-español, pero dicho tratado sólo establecía la promesa de una "facilidad", que aún no se había traducido en su correspondiente ley. Por eso ordena que se forme expediente: oye al Cabildo, al Consulado, al representante de los comerciantes de Cádiz, y al de los hacendados -la famosa "Representación" de Moreno- concluyendo por otorgar el permiso. Como Virrey carecía de autoridad para no hacer cumplir la ley que prohibía la libre introducción de mercaderías extranjeras: pero no obró como Virrey, sino como marino ante una situación extraordinaria. De esta manera, hallándose documentada la opinión favorable de la mayoría -y desde luego que se habían movido los resortes del Fuerte para lograr esa mayoría-, quedaba cubierto con la responsabilidad de otros, su propósito de hacer cumplir el aún ignorado oficialmente acuerdo con Inglaterra.

En dicho expediente se encuentran tres escritos importantísimos. Son los de Yáñiz, síndico de Consulado, y Agüero, apoderado de los comerciantes gaditanos: ambos favorables al antiguo sistema protector; y el de Mariano Moreno -firmado por un señor José de la Rosa- abogando por el librecambio. El profesor Molinari, en su obra citada, cree que este último no tuvo mayor trascendencia, en cuanto al acto en sí de la apertura del puerto. Desde luego que desde la primera página del expediente puede conocerse el decidido interés del Virrey en hacer lugar al petitorio de Dillon y Thwaites; y también es cierto que ninguno de los considerandos de la resolución definitiva fue tomado de la "Representación de los hacendados".

El debate sobre la conveniencia de la protección o el librecambio, tal cual surge del expediente de 1809, nos deja muchas enseñanzas. Yáñiz y Agüero defendieron con razones de experiencia y de sana lógica a la economía vernácula. Moreno, en la posición contraria, expuso su doctrina con acopio de citas y de erudición. Es la polémica entre comerciantes prácticos que han tomado de la experiencia sus enseñanzas, y un economista teórico, que busca en los libros el conocimiento de la vida. Con la diferencia, fundamental, que los defensores de la posición proteccionista argumentaban con perfecto conocimiento de las condiciones económicas producidas por el industrialismo maquinista; en cambio el liberal ignoraba este detalle, tal vez, por que sus libros de Quesnay y de Filangieri eran anteriores a la "revolución industrial".

Yañiz comprende que la libertad de comercio significaría la ruina de la industria americana, pues la técnica manufacturera no ha de poder luchar contra la mecánica: "Sería temeridad – dice - equilibrar la industria americana con la inglesa; estos audaces maquinistas nos han traído ya ponchos que es un principal ramo de la industria cordobesa y santiagueña, estribos de palo dados vuelta a uso del país, sus lanas y algodones que a más de ser superiores a nuestros pañetes, zapallangos, bayetones y lienzos de Cochamba, los pueden dar más baratos, y por consiguiente arruinar enteramente nuestras fábricas y reducir a la indigencia a una multitud innumerable de hombres y mujeres que se mantienen con sus hilados y tejidos". Y, agrega refutando el sofisma de la mejor conveniencia de los productos extranjeros a causa de su menor precio; "Es un error creer que la baratura sea benéfica a la Patria; no lo es efectivamente cuando procede de la ruina del comercio (industria), y la razón clara: porque cuando no florece ésta, cesan las obras, y en falta de éstas se suspenden los jornales; y por lo mismo, ¿qué se adelantará con que no cueste más que dos lo que antes valía cuatro, si no se gana más que uno?".

Agüero, a su vez, encuentra que la admisión del librecambio ha de producir la desunión del virreinato: "las artes, la industria, y aun la agricultura misma en estos dominios llegarían al último grado de desprecio y abandono; muchas de nuestras provincias se arruinarían necesariamente, resultando acaso de aquí desunión y rivalidad entre ellas". Y con visión profética se pregunta: "¿Qué será de la Provincia de Cochabamba si se abarrotan estas ciudades de toda clase de efectos ingleses?", previendo como lógica consecuencia de la libertad de comercio la segregación del Alto Perú. Y "¿qué será de Córdoba, Santiago del Estero y Salta?", dice más adelante, temiendo las luchas civiles que pudieran encenderse - y efectivamente se encendieron - entre el interior y el litoral, teniendo entre otras causas, ese primordial motivo económico (22).

Agüero examina a conciencia los efectos que produciría el imperialismo económico inglés ante la incipiente industria criolla, una vez que ésta fuera entregada atada de pies y manos al capitalismo invasor. "No dejarán de hacer contratos de picote, bayeta, pañete y frazadas, semejantes y acaso mejores que los que se trabajan en las provincias referidas, por la cuarta parte del precio que en ellas tienen". Es el dumping, recurso conocido de la guerra económica. "Con esto – continúa - lograrán para su comercio la grande ventaja de arruinar para siempre nuestras groseras fábricas, y dar de esta suerte más extensión al consumo de sus manufacturas, que nos darán después al precio que quieran, cuando no tengamos nosotros dónde vestirnos."

Destruye también la falacia de que el libre comercio hará subir de valor la riqueza agropecuaria de Buenos Aires. Su experiencia le ha enseñado que no siempre los precios se rigen por la ley de la oferta y la demanda, y que son muchos los medios de que puede valerse una economía fuerte como lo era la inglesa, para obtener el precio que quisiera en un mercado débil como el Río de la Plata. "Al fin los ingleses nos han de poner la ley, aun en el precio de nuestros frutos. Así ha sucedido no ha muchos días con respecto al sebo, que habiendo subido con la saca que ellos mismos hacían de contrabando, se vinieron todos juntándose en la Posada de los Tres Reyes, e imponiéndose una multa considerable que debía pagar el que comprase a mayor precio del que ellos acordaron." Es el cartel de compradores, estableciendo el precio al cual han de comprar los productos.

¿Y qué contestaba a esos argumentos, Mariano Moreno, en la Representación de los hacendados?, "Los que creen la abundancia de efectos extranjeros como un mal para el país ignoran seguramente los primeros principios de la economía de los Estados", contesta con la suficiencia de un hombre versado en la literatura del siglo XVIII.

Es el Moreno de entonces: hombre de biblioteca, desconocedor de la realidad. Se encastilla en su ciencia, y a las razones prácticas de Yáñiz y de Agüero, contesta con una andanada de libros: Quesnay, la "fisiocracia", Fitangieri, Jovellanos, Adam Smith. A hombres, como Agüero y Yáñiz, que basaban sus argumentos en la realidad económica inglesa, en la revolución industrial británica, en la máquina, en el dumping, el cartel, ha de contestar tan sólo que todo eso "es risible", que Filangieri nada ha dicho de eso, que es "ignorar la ciencia", que el precio, como lo dice Adam Smith, se regula exclusivamente por la ley de la oferta y la demanda, que los fisiócratas han dicho que "cuando es rico el agricultor, lo es también el artista que lo, viste, el que fabrica sus casas, construye sus muebles, etc.". E imbuido de sus conocimientos librescos, llega a decir que la introducción de mercaderías inglesas, en lugar de significar un mal para los industriales criollos, ha de reportarles un gran bien, pues les permitiría imitar la producción británica. Es decir, cree que juntamente con la entrada de los tejidos ingleses, llegarían al país las condiciones técnicas que producían esos tejidos: la máquina, el carbón, el capital, en una palabra, todo el desenvolvimiento industrial sajón. "¡Artesanos de Buenos Aires!-llega a decir- si insisten (Agüero y Yáñiz) en decir que los ingleses traerán muebles hechos, decid que los deseáis para que os sirvan de regla, y adquirir por su imitación la perfección en el arte".

Evidentemente hay demasiada puerilidad en esta falta de diferenciación entre el industrialismo inglés en la etapa de la máquina, y el americano que se desenvolvía todavía en el período del taller. Hay, en realidad, un desconocimiento evidente de todo aquello que no se encuentra en las teorías de los fisiócratas o de Adam Smith; una gran ignorancia de lo que es y cómo funciona la economía capitalista.

Tanto, que llega a afirmar que "las telas de nuestras provincias no decaerán, porque el inglés nunca las proveerá tan baratas, ni tan sólidas como ellas".

EL LIBRECAMBIO

Así, en 1809, seis meses antes del grito de Mayo, el Río de la Plata pasaba a ser virtual colonia económica inglesa.

¿Qué es una colonia económica? Es un "mercado para la venta de mercaderías industriales, que provee a su vez materias primas y víveres", dice una conocida definición. Y a ese estado se encontró reducido el Río de la Plata en 1809, por la obra coordinada de la política inglesa, la guerra de la independencia española, y, si se quiere, de la biblioteca de Mariano Moreno. Atrás de todo ello, estaba la política "imperialista" de Canning y su agente en el Río de la Plata el solícito Mr. Alex Mackinnon, presidente de la Comisión de Comerciantes de Londres en Buenos Aires, y cliente del bufete profesional de Moreno.

Derrotada Inglaterra en 1806 en su política de expansión política, triunfaba tres años después en su expansión económica. Pese a Quesnay, los talleres criollos tuvieron que cerrar, pues no podían resistir la competencia británica. Y como lo había profetizado Agüero, las provincias industriales - el Alto Perú y el Paraguay - recelaron en la Ordenanza un beneficio puro y exclusivo para los extranjeros y los porteños. Tampoco las dos intendencias del Tucumán vieron con agrado una medida que arruinaba sus obrajes de tejidos e hilados y perjudicaba la floreciente industria vinícola de Cuyo.


*En: “Defensa y pérdida de nuestra independencia económica”, quinta edición, cap. 1.

martes, 27 de octubre de 2015

LA LIBERTAD DE COMERCIO Y EL IMPERIALISMO INGLES*

Por José María Rosa

Desde Utrecht en adelante, España comenzó poco a poco la entrega económica de América. Los "asientos de negros" primero; la abolición de los galeones después; el libre comercio con puertos españoles de 1778 (que significó en realidad la libre introducción de productos franceses, bastando que éstos fueran consignados por comerciantes españoles para lograr entrada franca en América); el comercio con neutrales de 1797; y finalmente la apertura del puerto de Buenos  Aires al comercio inglés en 1809, fueron las etapas de esta caída.

Hay que tener presente, para comprender en toda su trascendencia lo que significó este último acto, las condiciones técnicas y económicas de la industria inglesa en ese año 1809.

Hasta mediados del siglo XVIII, los productos americanos podían competir con los fabricados en Inglaterra, ya que entre ambos no existía mayor diferencia de coste ni de calidad. Pero en la segunda mitad del XVIII se produce en Inglaterra una formidable transformación en su técnica de elaborar: lo que en la historia europea se llama "revolución industrial". Adviene la máquina, que Jorge Watt y Arkwright emplean en los hilados y tejidos; y la zona carbonífera de Inglaterra se puebla de nuevas ciudades industriales: La gran fábrica reemplaza al modesto taller, y el gran capitalismo substituye, en el manejo de las industrias y del comercio, al pequeño capitalismo y a las viejas corporaciones. Comienza, a partir de la segunda mitad del XVIII, la era de la hegemonía industrial, y como consecuencia mercantil y política británica.

La máquina, permitiendo producir más y a menor precio, ha causado todo eso. Inglaterra, de país preponderantemente agropecuario que era en el siglo XVII, llegó a ser la máxima potencia industrial en el XIX. La máquina produce tanto que supera al consumo; el problema de la superproducción (y sus consecuencias: cierre de fábricas, paros forzosos, quiebras, etc.), se presenta por primera vez en la historia, a lo menos con tan graves caracteres. Se hace necesario, imprescindible, encontrar mercados de consumo; y toda la política inglesa girará alrededor de esta cuestión, para ella absolutamente vital.

Pero en vez de encontrar nuevos mercados, una fatalidad histórica hacía que Inglaterra fuera perdiendo los antiguos. En 1783, se encuentra obligada a reconocer la independencia de los Estados Unidos, nación que inicia su vida independiente, encerrándose dentro de una tarifa aduanera protectora de sus industrias incipientes. Y con Napoleón, en 1805, por obra del "bloqueo continental", se le cierran, a su vez, los puertos de Europa.

Así para Inglaterra, se hizo a partir de 1805 cuestión primordial la conquista política o económica de la América latina. Era entonces el único lugar del mundo donde podía colocarse la producción inglesa. En 1806 y 1807 fracasó en sus intentos de conquista política, pero quedó la posibilidad de la conquista económica.

Esta se hizo factible en 1808, debido al cambio radical de la situación española; desde el 2 de mayo, España se encontraba en guerra contra Napoleón, y por lo tanto, de enemiga que era de los ingleses, se transformó en su aliada. En 1808 obtiene, como premio a su ayuda a Portugal, la libertad de comercio en Brasil.

Inglaterra no ha de arriesgar gratuitamente las tropas de Wellington y la escuadra británica, para defender la Andalucía insurreccionada contra Napoleón. Exige y obtiene Canning que se otorguen amplias facilidades al comercio inglés para volcarse en América latina. En una palabra, exige y obtiene la dependencia económica de América latina a cambio de cooperar en la independencia política de la metrópoli. El 14 de enero de 1809, se firmó el tratado anglo-español (Apodaca-Canning) con la cláusula adicional de "otorgar facilidades al comercio inglés en América". Año y medio antes -el 14 de octubre de 1807- idéntica cláusula había sido colocada en el tratado anglo-portugués.

Estas facilidades no eran otras que la franquicia de libre introducción de mercaderías inglesas, disfrazada desde luego como libertad de comercio.


*En: “Defensa y pérdida de nuestra independencia económica”, quinta edición, cap. 1.